tag:blogger.com,1999:blog-89561530684817010882024-02-08T11:44:47.900-08:00ALEJANDRO MARZIONI: ENSAYÍSTICA.Alejandrohttp://www.blogger.com/profile/00744375867529191979noreply@blogger.comBlogger62125tag:blogger.com,1999:blog-8956153068481701088.post-28639790515333589352009-12-17T13:12:00.000-08:002009-12-17T13:13:29.828-08:00Civilización y barbarie del otro lado de la frontera: los Ranqueles de Mansilla.<div align="left"><br /><br /><em>Los caribes son la mitad más felices que nosotros.</em><br /> Rousseau</div><div align="left"><br /><em>Los que a cada rato nos presentan el cartabón de otras naciones cuya raza, cuya religión, cuyas tradiciones difieren de las nuestras, deberían tomar nota de estas observaciones.</em><br />Lucio V. Mansilla.</div><div align="left"><br /><br /><em>Bárbaro,</em> término de origen indoeuropeo, onomatopeya despectiva para señalar, aludiendo al sonido balbuceante de su lengua, el carácter oscuro e inferior del extranjero, se convierte en el siglo XIX en el concepto, la fórmula, el adjetivo más pronunciado para menospreciar al nativo.<br />Desde que Sarmiento publica en Chile el Facundo, la dicotomía civilización y barbarie, aunque no era en absoluto novedosa, no sin tensiones logra establecer, particularmente en la cultura letrada argentina, un poderoso criterio ideológico que, tan eficiente como maniqueo, se utiliza para distinguir lo bueno de lo malo, lo ilustrado de lo ignorante, lo superior de lo inferior. Si leyéramos los términos de esta dicotomía, civilización y barbarie, desde el criterio de un estudio de fronteras, a la luz de Sarmiento nos apuraríamos a entender que la disyunción “y” marca una línea que divide lo civilizado (Europa, la ciudad, el escritor) de lo bárbaro (América, la campaña, el nativo) y, efectivamente, estas nociones operan en el texto y en el imaginario social de la época. Incluso en aquellos personajes fronterizos que tienen algo de los dos polos, como el caso del Mayor Navarro, Sarmiento no deja de esclarecer qué conductas pertenecen a uno y otro de los términos: el Mayor Navarro es civilizado porque proviene de una familia distinguida de San Juan pero es bárbaro porque come carne cruda y bebe sangre.<br />Si bien podríamos considerar que la disyunción “y” admite una sutileza semiótica que permite cierto género de equiparación entre dos términos mutuamente influenciados, una frontera comprendida como zona heterogénea, compleja, en donde confluyen diversos elementos, lo cierto es que a lo largo del texto, a fuerza de recurrencias, se establece la idea de que hay entre ambos términos una jerarquía inevitable: la civilización, la ciudad, la escritura, Europa, el progreso, ha de derrotar a la barbarie, Rosas, el elemento autóctono, el atraso económico y el vacío cultural. Ante este panorama resulta notable que, un cuarto de siglo después, el Coronel Mansilla, en tanto representante del gobierno de Sarmiento, y luego de haber apoyado su candidatura, sea uno de los escritores que con mayor eficacia haya horadado las nociones comunes de esta dicotomía entre lo bárbaro y lo civilizado comprendida según el uso de Sarmiento, y cuestionar constantemente la noción de jerarquía, a favor de la civilización, de la disyunción: “La civilización y la barbarie se dan la mano; la humanidad se salvará porque los extremos se tocan<a title="" style="mso-footnote-id: ftn1" href="http://sn132w.snt132.mail.live.com/mail/RteFrame_15.1.3028.1103.html?pf=pf#_ftn1" name="_ftnref1">[1]</a>”. No se trata, cabe aclarar, de que la jerarquía entre civilización y barbarie, por mucho que se cuestione, desaparezca; si bien Mansilla no deja de ser un coronel de la civilización, al mismo tiempo no deja de cuestionar la superioridad de esta civilización que él mismo sostiene y representa. <br />Se podría decir que el Facundo ni siquiera se ocupa de demostrar el carácter bárbaro del indígena argentino porque, estando éste por debajo del gaucho, se da sin mayor complicación por sobreentendido. De modo que, más que notable, resulta ahora asombroso que sea justamente la figura del indio la que ilumine Mansilla para cuestionar la civilización y la jerarquía entre la dicotomía que forma parte del título del Facundo. Mansilla, a lo largo de su célebre Una excursión a los indios ranqueles, cuestiona desde el principio la lectura convencional de la dicotomía:</div><div align="left"><br /><em>“No vayas a creer que los indios ignoran este pensamiento.<br />También ellos reciben y leen La Tribuna.<br />¿Te ríes, Santiago?”.</em><br /><br />Si el lector quisiera, y con razón, advertir que la intención de producir asombro es estructural del texto de Mansilla, tanto por la aventura que se narra como por la forma de hacerlo, le sería lícito considerar que la imagen de los ranqueles que ofrece Mansilla, disonante con la idea del indio que tiene preconcebida un lector culto, es uno de los recursos más eficaces para producir el asombro y la controversia: de la mano del indígena, el bárbaro por antonomasia, Mansilla cuestiona y por momentos destruye las nociones convencionales de civilización y de barbarie que el actual presidente de la república había formulado tiempo atrás. Durante el relato de su experiencia, Mansilla se ocupará de cortarle la risa a todo lector que suponga imposible la idea de un indio lector de La Tribuna, poniéndose a sí mismo como experimentador del asombro que procura hacer sentir: “Si me hubieran dicho que los indios me iban a enseñar a conocer la humanidad, una carcajada homérica habría sido mi contestación”. <br /> No hay, desde luego, una indistinción entre el indígena y el cristiano: se trata de dos grupos diferentes, cada cual con sus vicios y virtudes. Tampoco es posible negar que Mansilla opera ideológicamente con los criterios culturales que otorgan al cristiano la superioridad por sobre el indígena, como ciertas manifestaciones de asco (“en donde hay indios, hay olor a azafétida”), reprobación (“parecían un grupo de reptiles asquerosos”) o su arenga apasionada durante el debate público (“Ustedes no saben nada, porque no saben leer; porque no tienen libros”). Sin embargo, resulta igualmente indiscutible que, cuando se ocupa explícitamente del asunto civilización y barbarie, se lanza provocativamente contra la jerarquía entre ambos términos: los indios son bárbaros, pero no están por debajo de los civilizados que los ultrajan con esta palabra. No se cuestiona la eficacia de los términos en tanto conceptos que explican dos culturas diferentes, pero sí se cuestiona la existencia de una indiscutible jerarquía de una cultura por encima de la otra: “Es indudable que la civilización tiene sus ventajas sobre la barbarie; pero no tantas como aseguran los que se dicen civilizados”. Esta afirmación, que en un principio parece condescendiente con respecto al criterio clásico de civilización, se transforma de inmediato, en el párrafo siguiente, en una punzante ironía al afirmar su verdadera opinión sobre la civilización:<br /><br /><em>“En que haya muchos médicos y muchos enfermos, muchos abogados y muchos pleitos, muchos soldados y muchas guerras, muchos ricos y muchos pobres. En que se impriman muchos periódicos y circulen muchas mentiras”.</em><br /><br />Tierra Adentro, del otro lado de la frontera, en el corazón mismo de la barbarie, Mansilla vive una experiencia, un descubrimiento del otro y sus costumbres que le permite un relato capaz de reformular las nociones de civilización y barbarie del hombre urbano. Hay que dirigirse a Tierra Adentro y ubicarse en el territorio del supuesto bárbaro para adquirir un mirara diferente, capaz de dar varias vueltas de tuerca a lo que se dice desde afuera. Instalado en las tolderías, Mansilla es el viajero que puede conocer al otro frente a frente, y ese haber estado ahí, ese haber visto con sus propios ojos, legitima su relato y lo vuelve capaz de desafiar la risa del interlocutor urbano que ignora los archivos -la lectura- de caciques como Mariano Rosas; del interlocutor urbano que ignora la maravillosa complejidad y riqueza de esa cultura de Tierra Adentro simplificada y reducida a una sencilla visión jerárquica entre la civilización y la barbarie<a title="" style="mso-footnote-id: ftn2" href="http://sn132w.snt132.mail.live.com/mail/RteFrame_15.1.3028.1103.html?pf=pf#_ftn2" name="_ftnref2">[2]</a>. Para conocer al otro hay que verlo de cerca, oír su voz, y advertir que los hechos desmienten ciertas clasificaciones ideológicas<a title="" style="mso-footnote-id: ftn3" href="http://sn132w.snt132.mail.live.com/mail/RteFrame_15.1.3028.1103.html?pf=pf#_ftn3" name="_ftnref3">[3]</a>. La historia de Crisóstomo, una de las tantas que Mansilla recoge para persuadir al lector, muestra la de un hombre que, visto desde lejos, parecía no tener otra cualidad que la del salvajismo. Pero una vez que se lo observa de cerca y que se oye su historia (“Este introito en labios de un hombre inculto llamó la atención de los interlocutores”), el autor descubre que por más allá de las apariencias se esconde en este hombre, como en la barbarie, una suma de valores, sentimientos y virtudes que no merecen ninguna crítica por parte de una civilización que “no tiene el derecho de ser tan rígida y severa con los salvajes”.<br />De modo que sólo del otro lado de la frontera, una vez que se hallan “quemado” los libros del hombre urbano, es posible conformar otro criterio sobre la dicotomía: ubicarse en otro lado, lo diferente, es lo que permite ver otras cosas y pensar algo diferente, sobre todo algo diferente con especto a lo propio. Julio Ramos, analizando el carácter excéntrico de Mansilla, advierte que, frente a los textos de viajes de la época, que tomando como norte a Europa procuraban ir de lo bajo a lo alto, la excursión de Mansilla es una inversión, “un deliberado viaje a la barbarie” (Ramos; 1996, p.74). Esta inversión sarmientina, que ahora alude al tipo de viaje, se extiende al tipo de conclusiones: observar el mundo de la barbarie implica cuestionar el concepto de la misma. En efecto, algunas costumbres de los ranqueles, como el acto humanitario de dormir a una yegua con un golpe de bola para que no sufra el degüello (“los bárbaros pueden darles lecciones de humanidad a los que les desprecian”) provocan en Mansilla el respeto por el otro, hasta el punto de situarse, no ya como el civilizador, aquél que va a iluminar, a enseñar, sino como el sujeto pasivo que está ahí para aprender del otro: “Yo he aprendido más de mi tierra yendo a los indios ranqueles, que en diez años de despestañarme, leyendo opúsculos, folletos, gacetillas, revistas y libros especiales”.<br />En esta óptica respetuosa, los defectos y falencias que pueda tener el otro se deben, más que a una condición inferior, a las determinaciones de la cultura y el terreno que las explican y hasta justifican. Mansilla, ante el gesto humanitario del “cuarterón”, típico gaucho aindiado, condensación híbrida de la barbarie, lanza con sinceridad una pregunta retórica, sin otro objetivo que el de lograr que el lector urbano se haga la misma pregunta y comprenda las consecuencias de su afirmativa respuesta:<br />“¿Sería yo mejor que ese hombre, me pregunté, si no supiera quién me había dado el ser; si no me hubieran educado, dirigido, aconsejado; si mi vida hubiera sido oscura, fugitiva; si me hubiera refugiado entre los bárbaros y hubiera adoptado sus costumbres y sus leyes y me hubiera cambiado el nombre, embruteciéndome hasta olvidar el que primitivamente tuviera”?<br /><br />Podría verse aquí cierta analogía de criterios con el Facundo, sobre todo en aquellos fragmentos en los que Sarmiento, reconociendo ciertos encantos de la barbarie, da a entender, sobre la idea del hombre grande, que caudillos como Rosas o Quiroga, nacidos en Europa, hubieran sido napoleones. Pero Mansilla va más lejos, ya que no se limita a iluminar los encantos de la barbarie sino que denuncia la civilización:<br />“¡Ah!, esta civilización nuestra puede jactarse de todo, hasta de ser cruel y exterminadora consigo misma. Hay, sin embargo, un título modesto que no puede reivindicar todavía: es haber cumplido con los indígenas los deberes del más fuerte. Ni siquiera clementes hemos sido. Es el peor de los males”.<br /><br />Hay, en este respeto y hasta fascinación por el gaucho y el indígena, algún eco de las teorías roussoneanas sobre las virtudes de un hombre en estado de naturaleza, más sano y auténtico que el hombre de la ciudad, sujeto corrompido por los vicios y refinamientos de la civilización. De modo que no es asombroso que Mansilla cite más de una vez al autor del Emilio, y que formule algunas preguntas que pareciera haber leído en este filósofo ginebrino: “¿El contacto con la civilización será corruptor de la buena fe primitiva?”. Para desarrollar su estudio de campo en tanto una especie de comprobación empírica, antropológica, de las ideas de Rousseau, Mansilla utiliza el recurso de la comparación: “para sacar de su ignorancia a nuestra orgullosa civilización, hay que obligarla a entablar comparaciones”. Son estas comparaciones las que inducen al lector a cuestionar la existencia de una insalvable jerarquía entre la civilización y la barbarie a medida que advierte que “los de la colonia inglesa en algo se parecen a los ranqueles”, o que los alemanes, “orgullosos de ser paisanos de Schiller y de Goethe, se parecen también a ellos”, comparaciones que permiten, luego de observar cada costumbre indígena, formular la siguiente pregunta: “¿Pasa otra cosa en el mundo civilizado?”. Resulta provocativa esta semejanza entre los malones que toman por asalto las ciudades y la cultura francesa y alemana, cima de la respetabilidad para una intelectualidad criolla que, poco antes de efectuar la Campaña del Desierto, fundaba sus valores en la superioridad y el progreso de la civilización europea. Mansilla, luego de demostrar que “nuestro sistema parlamentario se parece al de los ranqueles”, que hay entre los indígenas numerosos cristianos o mestizos (y entre ellos los más salvajes), empezando por sus caciques mismos que, como Ramón, resulta ser el ideal del hombre de trabajo y progreso, justifica todo lo que no obstante pueda haber de bárbaro en la barbarie debido a la mala política de los gobiernos civilizados:</div><div align="left"><br /><em>“¿Y qué han hecho éstos, qué han hecho los gobiernos, qué ha hecho la civilización en bien de una raza desheredada, que roba, mata y destruye, forzada a ello por la dura ley de necesidad?”.<br /></em><br />Esta crítica a la dicotomía sarmientina expresada en el Facundo podría ahora extenderse a la crítica de su gestión presidencial, sobre todo teniendo en cuenta la relación conflictiva que hubo entre ambos durante el gobierno de Sarmiento<a title="" style="mso-footnote-id: ftn4" href="http://sn132w.snt132.mail.live.com/mail/RteFrame_15.1.3028.1103.html?pf=pf#_ftn4" name="_ftnref4">[4]</a>. La crítica ha echado luz sobre esta disidencia política de la Excursión de Mansilla, texto que, publicado en un diario a modo de folletín, encontraba recursos idóneos para hacer todo tipo de alusiones maliciosas a la coyuntura política de la época<a title="" style="mso-footnote-id: ftn5" href="http://sn132w.snt132.mail.live.com/mail/RteFrame_15.1.3028.1103.html?pf=pf#_ftn5" name="_ftnref5">[5]</a>. Al respecto, Cristina Iglesia concluye que “Sarmiento es el verdadero destinatario de sus acciones y también de la escritura de Ranqueles” (Iglesia; 2002, p.556) y Caillet Bois, en su prólogo al texto, afirma de éste que “critica veladamente el sistema de los gobiernos fuertes de tipo presidencial, que Sarmiento admiraba y practicaba” (Caillet Bois; 1947, p.XXVI). Julio Ramos, posicionado en la misma línea de lectura, sostiene, de la mano de Mansilla, que no hay nada de irresoluble entre la ciudad y Tierra Adentro, que tal irresolución no es más que “la política del Estado presidido por Sarmiento, que bien podría ser reformulada”, en tanto que el texto de Mansilla, criticando la mala lectura que había hecho el liberalismo de la barbarie, ofrece su propia lectura, y emprende su excursión, “para demostrarle al “nosotros” sarmientino que incluso en lo que se había llamado “barbarie” existían, oscuramente, los signos de la civilización (Ramos; 1996, p.84)”. A la luz de este contexto histórico resultan evidentemente hipócritas las palabras que Mansilla, en tanto embajador de Sarmiento, le dice al cacique Mariano Rosas para convencerlo de una inverosímil buena fe de los cristianos: </div><div align="left"><br /><em>-“Y dígame, hermano, me preguntó: -¿cómo se llama el Presidente?<br />-Domingo F. Sarmiento.<br />-¿Y es amigo suyo?<br />-Muy amigo”.</em><br /><br />Estos diálogos, y los esfuerzos que debe hacer Mansilla para convencer a los ranqueles sobre la bondad de los cristianos que los atacarían pocos años después, dan cuenta de la conciencia y competencia política de las tribus, cualidades que impiden que el cronista deje de parafrasear al cacique ranquelino quien, ante el discurso oficialista, responde con una frase directa: “¿Mire, hermano, por qué no me habla la verdad?”.<br />La verdad de Mansilla, lejos de ubicarse en sus palabras como embajador del gobierno, se disemina en una serie de retratos, reflexiones y observaciones de un escritor original capaz de producir, en el espacio de su originalidad, un relato fronterizo cuya verdad, decíamos, parece posicionarse con una mirada crítica ante el gobierno y a favor de una mirada respetuosa ante la barbarie, combatida y desprestigiada por una civilización injusta, inclemente, corrompida, siempre dispuesta a despreciar o reírse de los otros sin tomar conciencia de sus propias y no menos reprochables imperfecciones. </div><div align="left"> </div><div align="left"> </div><div align="left"><br /><br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn1" href="http://sn132w.snt132.mail.live.com/mail/RteFrame_15.1.3028.1103.html?pf=pf#_ftnref1" name="_ftn1">[1]</a> Mansilla, Lucio V., Una excursión a los indios Ranqueles, Tomo I y II, colección Biblioteca de la Nación, Buenos Aires, 1909. Todas las citas serán extraídas de esta edición.<br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn2" href="http://sn132w.snt132.mail.live.com/mail/RteFrame_15.1.3028.1103.html?pf=pf#_ftnref2" name="_ftn2">[2]</a>“Mansilla propone su Excursión como operación correctiva e impugnadora de las representaciones vigentes acerca de una Pampa básicamente desconocida, reorganizando y desdibujando las dicotomías establecidas en el Facundo entre lo que hasta entonces parecían ser dos formas de vida diametralmente distintas y discontinuas” (Nacach y Floria; 2004, p.238).<br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn3" href="http://sn132w.snt132.mail.live.com/mail/RteFrame_15.1.3028.1103.html?pf=pf#_ftnref3" name="_ftn3">[3]</a> Cristina Iglesia afirma que el texto de Mansilla “muestra que, aún en el momento de la escritura de Facundo, la escisión absoluta entre los dos polos era inverificable en los hechos” (Iglesia; 2003, p.556).<br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn4" href="http://sn132w.snt132.mail.live.com/mail/RteFrame_15.1.3028.1103.html?pf=pf#_ftnref4" name="_ftn4">[4]</a> Julio Caillet-Bois, en su prólogo a la Excursión, repone el contexto histórico que explica las desavenencias entre el coronel y el presidente, que comienzan con la frustración de Mansilla quien, aspirando a un ministerio, tuvo que conformarse con un cargo de Comandante de frontera (Cailles-Bois; 1947)<br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn5" href="http://sn132w.snt132.mail.live.com/mail/RteFrame_15.1.3028.1103.html?pf=pf#_ftnref5" name="_ftn5">[5]</a> Mansilla escribe su Excursión, en donde afirma que “la raza de este ser desheredado que se llama gaucho, digan lo que quieran, es excelente”, siete años después de la famosa carta de Sarmiento a Mitre en donde le indicaría que “no debe ahorrarse sangre de gauchos, es lo único que tienen de humano y es preciso abonar con ella la tierra”.<br /><br /><br />BIBLIOGRAFÍA:<br /><br />Caillet-Bois, Julio, “Lucio Victorio Mansilla”, Prólogo a Lucio V. Mansilla, Una excursión a los indios ranqueles, México, Fondo de Cultura Económica, 1947.<br /><br />Iglesia, Cristina, “Mejor se duerme en la pampa. Deseo y naturaleza en Una excursión a los indios ranqueles”, La violencia del azar, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2003.<br /><br />Iglesia, Cristina, “Mansilla, la aventura del relato”, en Julio Schvartzman, La lucha de los lenguajes, volumen II de la Historia crítica de la literatura argentina, dirigida por Noé Jitrik, Buenos Aires, Emecé, 2003<br /><br />Mansilla, Lucio V., Una excursión a los indios Ranqueles, Tomo I y II, colección Biblioteca de la Nación, Buenos Aires, 1909.<br /><br />Nacach, Gabriela y Pedro Navarro Floria, “El recinto vedado. La frontera pampeana en 1870 según Lucio V. Mansilla” en Fronteras de la historia, Bogotá, 2004.</div>Alejandrohttp://www.blogger.com/profile/00744375867529191979noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-8956153068481701088.post-20022162835817634552009-12-17T13:09:00.000-08:002009-12-17T13:10:57.291-08:00Exposición sobre Sarmiento, Avendaño, y las nociones de frontera.<div align="justify">Comentaré algunas cuestiones sobre la noción de frontera en Sarmiento y Avendaño en torno a las categorías de Civilización y Barbarie. Predeciblemente, estas categorías me obligan a empezar con Sarmiento, y a centrarme un poco en él.<br /><br />A modo de introducción quisiera, si a ustedes no les parece mal, empezar con dos imágenes de esta figura tan compleja que es Sarmiento, dos imágenes que extraigo de dos textos de Sarmiento que no están en la bibliografía. Se trata de dos cartas. La primera, una de esas famosas y maliciosamente citadas cartas a Mitre, la que envía Sarmiento el 24 de diciembre de 1861 y le dice:<br /><br /><em>“Mientras haya un chiripá no habrá ciudadanos. (…) El poncho y el chiripá son de origen salvaje y forman una división entre la ciudad culta y el pueblo”.</em><br /><br />Subrayo la palabra “división”, porque bien podría haber dicho ahí frontera. En el Facundo, dice Sarmiento de Quiroga:<br /><br /><em>“era el comandante de campaña, el gaucho malo, enemigo de la justicia civil, del orden civil; del hombre educado, del sabio, del frac, de la ciudad, en una palabra”.</em><br /><br />De esta cita extraigo la primera imagen, que es la de un Sarmiento como soldado boletinero en el Ejército Grande de Urquiza. Entonces, como boletinero, Sarmiento lleva al campo de batalla su propia imprenta, plumas, papeles, pero además, y esto es lo que me interesa, lleva un uniforme europeo. Sarmiento manda a hacerse su uniforme militar en Europa, y aparece entonces con quepi y plumas. Tal como vimos en las clases sobre la Guerra del Paraguay, en ese entonces el ejército no estaba todavía profesionalizado, y esto afectaba la cuestión del uniforme. En ese lindo texto de Devoto y Madero sobre vida privada, cotidianeidad y frontera hay algunos datos sobre esto, y también podemos pensar en Martín Fierro cuando dice “yo no tenía ni camisa”, contando su experiencia como soldado. El Ejército Grande estaba compuesto por muchos gauchos de chiripa, y muchos ni siquiera eran argentinos porque Urquiza, que se había distanciado de la Confederación, había hecho alianzas internacionales, de modo que había uruguayos y brasileros. Entonces rescato esta imagen de un Sarmiento vestido con quepi y plumas, a la europea, entre medio de gauchos de chiripá, y me pregunto, ¿a qué se debe esta incongruencia? Se debe en principio, a sus parámetros ideológicos, a esto de que “mientras haya chiripá no habrá ciudadanos”. ¿Por qué Sarmiento introduce estos signos de la civilización europea en un espacio de barbarie? Para imponer la civilización, porque si bien la barbarie está en la campaña, en la pulpería, en el chiripá, ¿la civilización dónde está? Puede tener también un espacio geográfico, como podría ser París, pero a mí me gusta más la idea de que la civilización está allí en donde esté él: la civilización es la cultura europea, el uniforme europeo, y Sarmiento la lleva por donde vaya: él mismo, que contiene la civilización, es la frontera de la civilización que se expande allí donde no está.<br /><br />La segunda imagen está en los Viajes, y es una carta a Juan Thompson, fechada en Orán el 2 de enero de 1847.<br />Sarmiento visita Argelia, y cuando está en el Sahara, constantemente compara lo que ve con la pampa argentina, lo cual es previsible, porque en el Facundo establece todo el tiempo este tipo de comparaciones, no ya con África, pero sí con el oriente musulmán, como Palestina. Permítanme que les lea unas citas:<br /><br /><em> “Guiado solo por la análoga fisonomía exterior del Sahara y de la Pampa, yo me encontré en América”.</em><br /><br />Y así, durante toda su excursión, va tomando nota de que el baqueano árabe le llama la atención por su identidad con los nuestros de la pampa, y que las tiendas patriarcales de los descendientes de Abraham son similares a los toldos de nuestros salvajes. Pero hay un momento conclusivo, y de aquí extraigo la segunda imagen, en que Sarmiento se para frente al desierto del Sahara, y empieza a alucinar… Les leo la cita:<br /><br /><em>¿Por qué no veremos usted y yo en nuestra lejana patria surgir villas y ciudades por una impulsión poderosa de la sociedad y el gobierno, por qué no veremos llegar la civilización y la industria hasta el borde de los incógnitos Saharas que esconde la América?</em><br /><br />Después de decir esto dice que tuvo que cerciorarse de que estaba despierto, lo cual me hace pensar en este Sarmiento soñador, el de Argiropolis: Ezequiel Martínez Estrada, en Radiografía de la pampa, dice que los argentinos vivimos en un sueño de Sarmiento.<br /><br />Esta es la segunda imagen. Después de un Sarmiento con uniforme europeo en medio de gauchos con chiripá, ahora lo tenemos parado frente al desierto del Sahara, imaginándose el crecimiento de fabulosas ciudades industriales…<br /><br />Ahora sí, a partir de estas dos imágenes, que para mí ya lo dicen todo, salgo de los desiertos africanos y entro al eje del programa.<br />¿Cómo pensar la frontera en la fórmula civilización y barbarie? ¿Hay, entre ambas, una frontera? Yo pienso que la misma frase civilización y barbarie condensa ya muchas nociones de frontera. Por ejemplo, las dos que propone el texto Estatuas para amarrar caballos de Claudia Román y Fontana: la frontera puede ser tanto una línea divisoria concreta, como la política, o bien una zona, un espacio heterogéneo en donde confluyen diferentes elementos.<br />Yo creo que estos dos tipos de frontera están presentes en Sarmiento, incluso al mismo tiempo. No tiendo a pensar que prevalezca el espacio heterogéneo sobre la línea divisoria, más bien que los dos tipos de frontera operan de maderera paralela. Por eso insisto en el análisis de la fórmula misma de “civilización y barbarie”, un título muy significativo, y la idea de que ya están allí sugeridas, incluso por ls disposición sintáctica, estas dos nociones.<br />Si tomamos la frontera como línea divisoria concreta entre dos cosas diferentes, la disyunción “y”, de civilización y barbarie, podría haber sido más bien una “o”, para marcar mejor la diferencia de los opuestos. De un lado, estaría entonces la civilización, Europa, la ciudad, el libro, Guizot, Toqueville, y del otro la barbarie: América, la campaña, el gaucho, Quiroga. Piglia dice que la visión política de Sarmiento nos obliga a ver una “o” donde hay una “Y”.<br />Si tomamos la frontera como una zona de elementos heterogéneos, entonces la “y” de la disyunción estaría marcando no un antagonismo entre dos términos sino cierta equiparación. Estarían en un mismo nivel, incluso en un mismo espacio: podemos decir civilización y barbarie como podemos decir Hamlet y Macbech, que a veces Sarmiento los confunde… En este segundo criterio vemos que ambos términos pueden entreverarse un poquito, influirse, determinarse mutuamente, formar parte de un mismo espacio.<br />Yo creo que en Sarmiento funcionan estos dos tipos de fronteras al mismo tiempo, y para analizarlo creo que lo más eficaz es ver el lugar de la escritura en la ideología de Sarmiento.<br /><br />En principio, yo diría que Sarmiento cifra la civilización sobre todo en la escritura. Ya sé que todo es mucho más complejo, pero me parece un eje poderoso: la civilización está en la cultura letrada. La noción tiene cierto peso. Si tomamos, por ejemplo, los estudios de Ong, vemos que es el paso de una sociedad oral a una sociedad letrada lo que marca el gran salto hacia la modernidad.<br /><br />En el capítulo XIV del Facundo dice algo muy significativo: para demostrar la barbarie de la tiranía, basta como prueba el “no hallarse del lado de Rosas un solo escritor”. También demuestra el estado de barbarie de una provincia (La rioja), diciendo que no hay letrados ni hombres que vistan frac.<br />Bueno, desde ya que esto es harto discutible, y nosotros analizamos la importancia de la escritura en el ámbito de la barbarie, la figura del secretario del caudillo. Pero como Sarmiento dice que la civilización es la escritura, tiene que decir que allí en donde está la barbarie la escritura no funciona.<br />Ya en la advertencia del Facundo, y esto lo analiza muy bien Piglia en las Cinco claves, vemos que lo que separa a bárbaros de civilizados es la posibilidad de leer una frase en francés: On ne tue point les idées. La escritura, este producto urbano que sería ajeno al ámbito salvaje de la pulpería, es en Sarmiento la frontera misma, pero es una frontera dinámica, que puede expanderse, movilizarse, ocupar el espacio de la barbarie, como esta cita de Diderot escrita con carbón en los baños de Zonda. En contra la oralidad del despotismo asiático o americano, que no tiene más ley que la voluntad del caudillo, la civilización tiene la escritura, es decir el libro, y el libro es la constitución, la ley, la cultura francesa que hizo la revolución. Si la escritura, como cifra de la civilización, es lo que lucha contra la barbarie, entonces se explica la política pedagógica de Sarmiento, pero también esta idea de una frontera dinámica que lleva la civilización a todas partes: puede ser el mismo Sarmiento, en el Sahara, o su libro, el Facundo, que, como le dice a Alsina, es capaz de “emprender largos viajes” y de llegar a las campañas del gaucho e incluso a las oficinas del pobre tirano.<br />Todo lo que acabo de decir podría considerarse como una introducción para hablar de Avendaño. En las memorias de Avendaño aparecen todos estos elementos. En principio, así como Sarmiento presume de la civilización que lleva consigo en medio de los gauchos con chiripá o ante el desierto mismo del Sahara, Avendaño también la lleva hacia las tolderías, y esta civilización es el mero hecho de saber leer. Vemos nuevamente esta intromisión de la civilización en la barbarie mediante la escritura: así como el Facundo llega a los toldos, tal como nos cuentas Zeballos, también llega la capacidad de leerlo en voz alta, Avendaño. La civilización es este libro, esta frase de Diderot, esta capacidad de saber leerla. De modo que si pensamos que la civilización está sobre todo en la cultura letrada, Avendaño es un ejemplo extraordinario. Por el solo hecho de saber leer logra mantener el contacto con la civilización en medio del desierto: toda la civilización la conserva en la lectura. Si no hubiera sabido leer hubiera sido un cautivo más, se hubiera convertido en un indio, hubiera perdido la civilización. Esto lo analiza muy bien Graciela Batticuore en su texto “Leer y escribir en la frontera”. Me gustaría decir que lo vi yo mismo en el texto, pero una vez leído el análisis de este artículo es imposible dejar de parafrasearlo: Avendaño mantiene un lazo con la civilización mediante la lectura, y advierte cuán significativo es que lea los oficios de la misa. Avendaño necesita calcular cuándo es domingo para hacer esta lectura, de modo que la lectura hace que conserve, entre los infieles, la tradición cristiana, y con ella toda la estructura racionalizadota de la cultura occidental que implica una manera de medir el tiempo. Batticuore también advierte que es la lectura lo que establece entre él y Baigorria una complicidad que posibilita su fuga: después de alejarse de los toldos para leer juntos, se planea la fuga. Y el libro que leen, que es una historia de los incas, me parece también algo muy interesante, y me da pie para encontrar otra coincidencia con Sarmiento y volver al tema de la frontera entra civilización y barbarie. <br />Habíamos visto que en Sarmiento la civilización y la barbarie, a la vez que se enfrentan formando un drama sangriento, forman parte de un mismo espacio. Yo diría que la complejidad de este espacio se debe a que la escritura, que es la civilización, toma como objeto a la barbarie. Acá es donde se da el mayor grado de entrevero entre ambos términos.<br />En América escribir es escribir al otro, es usar el saber letrado para capturar el paisaje argentino que produjo a Quiroga. Sarmiento no escribe libros sobre la vida de los letrados franceses: escribe sobre el Chacho, sobre Quiroga, así como Avendaño sobre los caciques y los indios.<br />Sarmiento, al igual que Cooper, quiere pintar ese cuadro americano en el que la civilización lucha contra la barbarie, y esto se debe a que el hecho mismo de capturar esta escena en un libro implica el triunfo del lado ilustrado. Algo de esto vimos en La cautiva: en este poema la ficción lo que hace es capturar para sí, o sea para la cultura europea, el paisaje del indio, y plantar el ombú y la cruz en la pampa. Así como Echeverría quiere capturar este paisaje, Sarmiento quiere capturar a Facundo Quiroga y Avendaño las costumbres de los indios. Entonces yo veo que tanto el Facundo como las Memorias de Avendaño comparten dos cosas centrales: una, que están extraordinariamente bien escritos, que ostentan, mediante su mismo tipo admirable de escritura, la civilización que poseen, y la otra cosa es que escriben sobre la barbarie, el gaucho y el indio. De hecho hay dos escenas en estos libros que son análogas. Se trata de los tigres. En Facundo la escena de Quiroga y el tigre es una de las más notables del libro. Y también en Avendaño se luce mucho este suceso en el que un tigre ataca a unos indígenas que volvían de un malón. Los dos autores destacan las máximas virtudes letradas de la civilización mediante la pintura de la máxima barbarie: la lucha de las fieras con los nativos.<br /><br />En cuanto a este cruce de civilización y barbarie en la escritura, es muy interesante la discusión que plantea Ramos con el texto de Piglia en Desencuentros de la modernidad. Piglia analiza los defectos del Facundo para decir que se trata de una escritura salvaje, una cultura de segundo orden que sabe mal lo que sabe, que está llena de barbarismos que vulgariza el mismo saber que ostenta. Pero Julio Ramos demuestra que no se trata de una cultura de segundo orden sino de una estrategia: un recurso necesario para conocer la vida americana, para capturar un saber que la ciencia europea no es capaz de aprehender.<br />Sarmiento se vale de Europa pero para explicarle a Europa lo que su ciencia no puede abarcar, que es la barbarie. El Facundo, aunque sea un libro “indisciplinado” e “informe”, es no obstante, o mejor dicho, por eso mismo, capaz de explicar lo que los europeos no pueden, lo que los unitarios no pudieron.<br />El Facundo se llama civilización y barbarie porque nos dice que la civilización, la escritura, toma como objeto a la barbarie, y lo hace para enfrentarla, para ocupar su espacio, así como Avendaño lleva las oraciones de la misa al desierto, así como Sarmiento, después de Caseros, se sienta en el gabinete de Palermo.<br /><br />El secreto de la barbarie, el gran enigma nacional, se devela mediante un libro, mediante la civilización: esto da cuenta, al mismo tiempo, los dos tipos de fronteras de las que hablé al principio: por un lado los términos están opuestos, enfrentados, pero por otro lado es este mismo enfrentamiento lo que los trenza en un mismo espacio heterogéneo.<br /><br /> </div>Alejandrohttp://www.blogger.com/profile/00744375867529191979noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-8956153068481701088.post-88204265740486395052009-12-17T13:06:00.000-08:002009-12-17T13:07:55.512-08:00Apuntes sobre literatura argentina y violencia: La invasión del peronismo.<div align="justify">Si tomamos textos como <em>Cabecita negra,</em> de Rozenmacher, <em>La banda,</em> de Cortázar, y <em>Sábado de Gloria</em>, de Estrada, y procuramos hacer una lectura desde el eje de la violencia política, nos sentimos obligados a vincularlos con el contexto del peronismo. Carlos Gamerro, que analiza Casa tomada, dice que este tipo de literatura está tan asociada al peronismo, que ahora ni siquiera se trata de que es necesario leerlos para explicar el peronismo: es el peronismo lo que explicamos con estos cuentos. ¿Dónde entra la violencia en esta lectura? En la lucha de clases, principalmente. Si nos atenemos a la frase de Voloshinov, el signo es la arena de la lucha de clases, vemos que en estos textos, escritos entre los años cuarenta y los cincuenta, hay una violencia clasista, un enfrentamiento entre lo que sería la capa intelectual de clase media y los cabecitas negras, la masas populares que entran en escena en la vida política a partir del 17 de octubre del 45. Por eso la violencia se trata de una invasión: las masas invaden espacios que hasta ese momento estaban libres de ellas. En Buenos Aires, alienación y vida cotidiana, Sebrelli es el primero en dar esta clave de lectura: <em>“Casa tomada expresa fantásticamente esa angustiosa sensación de invasión que el cabecita negra provoca en la clase media</em>” (1964). Como la mayoría de los textos literarios no han sido escritos por cabecitas negras sino por intelectuales de las capas medias, todos ellos coinciden de algún modo en esta sensación de invasión, de no poder escuchar el último concierto de Alban Berg por culpa de los gritos populares, peronistas, del altoparlante. Andrés Avellaneda, en “El habla de la ideología”, dice:<br /><br /><em>“El sentimiento de invasión es típico en la clase media opositora al peronismo de la época, muchas veces racionalizado aquél prestigiosamente con la dicotomía de sarmiento de civilización frente a barbarie”.</em><br /><br />Un gran lector de Sarmiento como Ezequiel Martínez Estrada es considerado por la crítica como el primero en producir un texto que da cuenta de esta violencia invasiva que la clase media percibe por parte de la clase alta. Isabel Stratta destaca que los veinte cuentos que escribió Estrada fueron entre 1943 y 1957, ni antes ni después, es decir, durante los años fuertes del peronismo. Todos ellos tematizan el acoso y el desamparo del hombre medio ante la invasión de las masas. Sábado de Gloria, si bien está ambientado en el golpe del 4 de junio del 43, nos remite al 17 de octubre del 45. Julio Nievas, que es el personaje principal, el típico empleado de clase media, sufre con el cambio de gobierno, podría decirse, con la aparición del peronismo, un proceso de invasión y de humillación. La invasión se da explícitamente en la cantidad infernal de empleados que se incorporan a la oficina. Se representa un mundo pesadillesco, lleno de agresiones por parte de una mayoría, y sobre todo una burocracia que la sostiene. En el discurso del mayor vemos, por el registro, por el tipo de lenguaje, que la jerga popular, de clase baja para el protagonista, se institucionaliza: “se sabe a la hora que se dentra pero no a la hora que se salirá”. También es destacable que su discurso gire en torno al trabajo, que es algo muy peronista. Detrás de este mayor se describe a un ordenanza como más alto y más morocho, y vestido de manera estrafalaria. Hay una mediocridad que toma el poder, que invade las jefaturas y, podríamos decir, el gobierno. Andrés Avellaneda interpreta en clave alegórica el episodio de Alcañaz, el empleado del banco que humilla a Nievas: su cuñado, el coronel Asmodeo, es Perón, y Alcañaz y su hermana son Juan Duarte y Evita. Esto es una alegoría de la violencia clasista entre la clase baja y la media: Julio Nieves, que antes había humillado a la clase baja, paga su culpa con la llegada del peronismo, y ahora el humillado es él y el cabecita negra tiene un cuñado que va a ser ministro del gobierno. También hay que destacar, en esta cadena de humillaciones, la visita del tío, prácticamente un pordiosero: a lo largo de todo el texto hay elementos que nos hacen pensar en esta fórmula de Sebrelli, la humillación del clase media por parte del cabecita negra.<br />Pero otro elemento interesante de este texto es la influencia kafkiana. La literatura de Kafka es ideal para representar la humillación y enajenación del individuo frente al poder de una burocracia omnipotente, institucionalizada, y gobernada por personajillos mediocres. Pero sobre todo porque se trata de una literatura que representa al mundo como una pesadilla. El peronismo, para este estrato social, fue vivido ciertamente como una pesadilla, un inverosímil, un simulacro, para citar a Borges. Esta representación pesadillesca de la sociedad peronista se ve en La fiesta del monstruo por ejemplo, pero también en Sábado de Gloria, que utiliza muchos recursos kafkianos para representarla. Adolfo Prieto destaca la naturaleza de las parábolas kafkianas en estos textos de Estrada: el espacio físico sobresaturado en el que viven los hombres; la espera sin esperanza; la normalidad con la que se presentan los acontecimientos extraordinarios, la incapacidad de comunicación, la indiferencia como una frontera insalvable entre los hombres, la ruptura de la relación convencional entre espacio y tiempo, la percepción de una subjetividad alienada. Dice Estrada de Kafka:<br /><br /><em>“Confieso que le debo muchísimo –el haber pasado de una credulidad ingenua a un certeza fenomenológica de que las leyes del mundo del espíritu son las del laberinto y no las del teorema”.<br /></em><br />Andrés Avellaneda aclara que a esta influencia kafkiana Estrada le agrega elementos propios que serían la intensificación de los sentimientos de humillación física y moral de los personajes, y la ubicación en una circunstancia concreta que permite unicarlo en la historia. De hecho hay en Sábado de Gloria una tesis sobre la historia argentina, una mirada fatalista, negativa, que se basa en el mito del eterno retorno: lo que siempre vuelve es la barbarie, sea bajo la forma de las masas federales o las peronistas. Esto es algo que nos recuerda a Fin de Fiesta, de Beatriz Guido, en donde también se entiende la historia argentina como una fatalidad circular.<br />Si bien este texto de Estrada se considera como el primero en representar al peronismo como una invasión ultrajante de la masa, el texto más célebre es Casa tomada de Cortázar, un texto que puede interpretarse de muchas maneras, y sin embargo la lectura peronista es, dentro de la crítica, hegemónica. La casa de una vieja familia aristocrática en decadencia es tomada por una fuerza oscura, inevitable, que ni siquiera tiene una cara precisa. Incluso, leyéndolo en esta clave peronista, podríamos decir que el cuento no es antiperonista, porque esta pareja de hermanos no está muy valorizada, aparecen como dos seres indolentes, famélicos, decadentes, y uno puede pensar que está muy bien que haya sucedido esto. Más allá de la pluralidad de lecturas, es evidente que tiene fuerza la lectura de la invasión, de esta violencia clasista que sufre el hombre medio. David Viñas, cuando dice que la literatura argentina empieza con una violación y así sigue, considera esta toma de la casa como una de las violaciones, la violación del espacio privado, íntimo. Para reforzar esta lectura peronista, Rozenmacher publica en 1962 Cabecita Negra, que vendría a ser, en esta línea de lectura, una reformulación irónica de Casa tomada: aquí lo que se quiere interpretar en Casa tomada es explícito: el señor Lanari es el invadido, un ciudadano de clase media, conservador y clasista, que habla de los pobres como “los negros”, y una pareja de cabecitas negras, el policía y su hermana, le invaden la casa, se le acuestan en la cama, le toman el whisky. No se puede precisar del todo si fue Sebrelli o Rosenmacher el primero en hacer esta lectura de Casa tomada, e ignoro si hay alguna entrevista a Rozenmacher que sea iluminadora. De cualquier modo, a esta altura es imposible desvincular estos textos del peronismo. Y si bien Casa tomada puede leerse sin este criterio, sin ningún problema, hay otros cuentos de Cortázar que sí nos exigen una lectura peronista, como La banda, de Fin del juego, en donde hay referencias históricas, como la fecha, que es febrero de 1947. Es impresionante, en este texto, la manera despectiva con la que se representa a los personajes de las capas populares, que son los que le invaden el Gran Cine Ópera al protagonista: son cuerpos. Luego precisa que se trata de “cocineras endomingadas”, pero en un primer momento se refiere a ellos como cuerpos, ni siquiera se trata de personas. Este cuento narra la vida de ese Cortázar que no podía escuchar su música culta por culpa de los altoparlantes. Y acá la referencia peronista, además de la fecha, es transparente ya que esta banda, que es toda una masa popular y grosera, es la “BANDA de alpargatas”, es decir, alpargatas sí, y libros no. Vemos entonces la invasión de estos personajes de clase baja, de estos cabecitas negras, que a lo largo del corpus de textos sobre peronismo aparecen siempre calificados de una manera similar: los monstruos, para el Cortázar de las puertas del cielo; los roñosos para el coronel de Esa mujer; los negros, en Rozenmacher y Fogwill; en todos los casos, se trata de los cabecitas negras que ponen las patas en las fuentes de la plaza de mayo, que invaden la escena política, y provocan en la clase media una sensación de pesadilla, de humillación, de inseguridad.<br /><br />Cabecita Negra termina así: “<em>y de pronto el señor Lanari supo que desde entonces jamás estaría seguro de nada. De nada”.<br /></em><br />Y el narrador de La banda, expresa la invasión en estos términos: <em>“comprendió que esa visión podía prolongarse a la calle, a El Galeón, a su traje azul, a su programa de la noche, a su oficina de mañana, a su plan de ahorro, a su veraneo de marzo, a su amiga, a su madurez, al día de su muerte”.<br /></em> </div>Alejandrohttp://www.blogger.com/profile/00744375867529191979noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-8956153068481701088.post-5316568870117804712009-12-17T13:04:00.000-08:002009-12-17T13:06:17.142-08:00Apuntes sobre literatura argentina y violencia: la imagen de Eva Perón.<div align="justify">Tomas Eloy Martínez, en Santa Evita, dice de Eva Perón que “Muerta puede ser infinita”. Yo no sé si infinitas, pero las interpretaciones, lecturas y representaciones de la imagen de Eva en la literatura son numerosas y variadas. El cuerpo de Eva Perón, a partir de su muerte el 26 de julio del 52, se convierte en un mito, y también en un campo de batalla de las pasiones argentinas. Aparece endiosada, vulgarizada, amada, odiada, pero todas estas miradas, pese a sus diferencias, coinciden en el hecho de otorgar a la figura de Eva una trascendencia indiscutible, tanto por parte de sus apologistas o detractores. En cuanto a la imagen de Eva como mito en la literatura, a mí me resultó muy interesante la lectura de Marcelo Méndez que considera la mitologización de Eva mediante la figura de la elipsis, en Esa mujer de Rodolfo Walsh. Lo no dicho, lo elidido, es el nombre de Eva y el peronismo. Esta elipsis da cuenta de una figura mítica por dos motivos. Primero, tener en cuenta la ausencia del cuerpo, de una Eva de carne y hueso, y ese vacío es llenado por una imagen mítica en el imaginario social. Pero lo más interesante es que es el potencial mítico de Eva, ya en 1961, lo que hace posible hacer un cuento sobre ella sin nombrarla, aunque esto pueda ser por prohibiciones del gobierno. No hace falta ni nombrarla porque ya forma parte de la mitología nacional, y los lectores dan por sobreentendido de quien se habla: ni siquiera hace falta ponerle a un texto Facundo, porque el mito ya está, el escrito puede contar con que la figura de Eva y sus pormenores ya está tan instalada en el lector argentino que es posible hablar de ella sin siquiera nombrarla. Esto me recuerda a una canción de Silvio Rodríguez, con respecto al Che, que se llama simplemente “Hombre”: el que oye esta canción puede reponer la imagen mítica del Che a través de una letra que solo dice “hombre”, que aunque podría ser cualquiera, incluso la especie, sabemos que solo habla de uno. Y pasa algo parecido en el poema de Cortázar: “Yo tuve un hermano”. Siguiendo esta línea de lectura que da cuenta de una Eva mítica, vemos que se mantiene en un texto como la obra de teatro de Copi, Evita, que en este caso ofrece una mirada negativa sobre Eva. Pero la figura sigue siendo un mito: Elena Donato, en Perón en París, dice que en la obra se deduce la dimensión mítica del personaje. No sólo porque es la protagonista de un drama que lleva su nombre, como tantos mitos, sino por el hecho de que aparece en un espacio cerrado, ya fuera de la historia, y además queda la idea de su inmortalidad: hay algunos poemas sobre Gardel en donde se dice que no murió en el avión sino que se escapó y sigue por ahí pudiendo ser cualquier argentino: está en todos los argentinos. Lo mismo en Evita Vive de Néstor Perlonguer: en este texto hay una especie de paradoja, porque parece que la figura de Eva se desmitifica, se vulgariza, al hacerla partícipe de una suma de orgías en un contexto marginal, lumpen. Pero en verdad se trata de que Eva no murió, que está con el pueblo, en lo más puro del pueblo, mezclada en fiestas donde la gente se droga y se alcoholiza. Los griegos decían que los hombres no podían ver a los dioses tal como era porque quedarían fulminados ante la presencia de ellos: no se llega a tanto en este folclore popular, pero en todos estos cuentos hay, de alguna manera, un respeto sagrado por Eva: se ve en el coronel del cuento de Walsh, que la compara con Cristo, e incluso en La señora muerte de Viñas, porque la mujer parece que puede burlarse de todo y tolerarlo todo excepto que se le diga “yegua”.<br />Ahora bien, más allá de esta imagen mítica de Eva, me interesa leer estos textos desde otra óptica más política. Cómo se representa en estos cuentos el peronismo a partir de la figura de Eva. Y me resulta interesante partir de la imagen de la solapa de Las malas costumbres, de Viñas, según la lectura del artículo de Claudia Román, que forma parte de la ficha. Lo que hay una solapa es una foto de Viñas que mira al lector de frente, y detrás, a lo lejos, está la masa, y las banderas que dan a entender el nombre proscripto, Perón. Se plantea en esta imagen un distanciamiento entre el escritor, el intelectual, y la masa, que es todo un tópico peronista, en tanto que el intelectual puede ser la imagen misma del gorila: ya vimos en la fiesta del monstruo que el hombre del libro bajo el brazo, para los peronistas, lo mismo que el unitario para los federales de El matadero. El peronismo y el intelectual parecen imposibles de conciliarse, y hay pocas excepciones, como Marechal, excepciones que confirma la regla. Incluso el peronismo de Marechal es complicadísimo: Ángel Rama dice que es un escritor peronista pero que su obra no puede ser leída por los peronistas. Y el caso más claro del primer Cortázar, la marcha peronista contra la música clásica, que ya plantea este campo de batalla entre los intelectuales y la masa popular. Lo que yo observo en este corpus, es que todos los cuentos sobre Evita plantean de algún modo este enfrentamiento: hay una clase media o alta que ofrece una mirada despectiva, cínica, o de lástima ante esta masa peronista. En este sentido el mito de Eva sería un opio del pueblo, para la izquierda, o un simulacro demagogo, para la derecha: Eva, como mito, se sostiene sobre el carácter crédulo, ingenuo, de un pueblo inculto, supersticioso, engañado. Se podría empezar con El simulacro, de Borges, el punto de partida del gorilismo literario: este cuento, que se atreve a escribir la palabra Perón, dice que el peronismo es un simulacro, un fraude, un chasco como diría Silvina Ocampo, y la masa se traga esta mentira de pura ignorante y supersticiosa. En un poema sobre Ascasubi, de 1975, Borges habla del pueblo, y dice lo siguiente:<br /><br /><br />“La canalla</div><div align="justify">Sentimental no había usurpado el nombre</div><div align="justify">Del pueblo. En esa aurora, hoy ultrajada,</div><div align="justify">Vivió Ascasubi”.<br /><br />Vemos entonces una mirada sobre el pueblo actual como la canalla: es el pueblo peronista, una canalla inculta, los cabecitas negras que se limpian los pies en la fuente de la plaza de mayo y que creen en una diosa de cotillón. En casi todos estos cuentos hay una mirada despectiva sobre este pueblo: así como el protagonista de Las puertas del cielo dice los monstruos, el militar de Esa mujer dice los roñosos, y Moure, en La señora muerta, destaca la suciedad de la gente que está en la cola del velorio de Evita. Y ni hablar en La cola de Fogwill, cuando habla de los negros, y marca explícitamente el enfrentamiento entre dos clases: el narrador pertenece a una clase en donde hay escritores, universitarios, periodistas, y los demás son los negros. Algo propio de esta mirada crítica es el cinismo, que muchas veces consiste en un deseo de hacer negocios con este sentimentalismo popular, de sacar tajada: aquello que Jorge Asís llevó al extremo en Los reventados. Todos tienen algún interés: el personaje de La cola quiere vender un documental, el de Viñas levantarse una mina, y el personaje de Eva, en el texto de Copi, dice: ¡Están esperando el momento en que yo reviente para heredarme! Lo que queda claro es que, incluso en los textos que tienen una mirada despectiva sobre Eva, todos acatan la trascendencia de la figura, del mito, y todos sacan provecho, en este caso provecho literario. Los mitos se ponen por encima de las facciones políticas: el antiperonismo, o los intelectuales disidentes, admiten que la figura de Eva ya forma parte de la mitología nacional, y que es imposible ser indiferente ante ella. Esto me recuerda a la famosa carta de Sábato, el otro rostro del peronismo, que es toda una declaración de principios en cuanto al debate de los intelectuales contra Perón ahí es donde Sábato dice que mientras festejaba la caída de Perón en una casa distinguida, al pasar al baño vio que en la cocina estaba las sirvientas llorando, y ahí dice: en algo me debo haber equivocado. Está claro que el peronismo se ganó a la clase trabajadora, y que con eso no hay vuelta atrás: hay que lidiar con el peronismo, aceptar, de algún modo, su hegemonía en las clases populares.<br /><br /> </div>Alejandrohttp://www.blogger.com/profile/00744375867529191979noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-8956153068481701088.post-8321415486929772582009-12-17T13:03:00.000-08:002009-12-17T13:04:53.437-08:00Apuntes sobre literatura argentina y violencia: Borges y la violencia como cifra nacional.<div align="justify">En el marco de una lectura de los textos de Borges que toman la cuestión de la violencia como eje crítico, me resulta particularmente interesante la perspectiva borgeana de la violencia como cifra nacional.<br />Es notable, en principio, la coincidencia de esta perspectiva, que se puede leer en Borges en clave literaria, con el criterio crítico explícito de Viñas, en Mirada y violación en la literatura argentina. Notable porque se trata de dos escritores que parecen haber tomado caminos muy diferentes, y por momentos indiferentes el uno del otro: Viñas, en una entrevista que le hacen a propósito de Contorno, dice que Borges no le interesaba, y sin embargo vemos en Borges muchos elementos que nos permiten hacer una lectura política, ideológica, que liga la tradición literaria argentina con la violencia, a la manera de Viñas. Piglia, por ejemplo, en Ideología y ficción en Borges, hace esta lectura crítica.<br /><br />En principio, dos textos claves pueden ser El sur, de Ficciones, y el Poema conjetural, de El otro, el mismo.<br /><br />En estos dos textos la muerte tomada como tópico literario es la muerte violenta, y se trata de una violencia determinada por cuestiones políticas que atañen a la historia argentina.<br />Esta muerte violenta, que Sarmiento, en el Facundo, considera que es casi una muerte natural en Argentina, aparece nuevamente en Borges como cifra nacional: la muerte a cuchillo es la muerte criolla, el argentino muere en combate o en un duelo.<br />Explícitamente lo dice el Poema Conjetural: la muerte del coronel Laprida, tío bisabuelo de Borges, es un “destino sudamericano”, porque muere en combate, y lo mismo en cuanto al destino de Johannes Dahlmann en El sur, porque muere en un duelo.<br />Se trata de textos en donde la muerte violenta es una especie de fatalidad nacional. Encontrarla, sufrirla con valentía, es una manera de encontrarse con el destino propio de una vida argentina. Tanto así que los personajes se abandonan a esta posibilidad, buscan esta muerte, o permiten que suceda.<br />Esta muerte es la daga que un gaucho viejo, símbolo de la argentina criolla del siglo XIX, le tira al personaje de El sur para que pelee. Es también la muerte que, según Borges, figura la poética del tango: “el recuerdo imposible de haber muerto peleando en una esquina del suburbio”. Es la muerte ideal, la que Pedro Demián hubiera preferido. Y lo mismo en el Sur, ya que Borges escribe de Dahlmann: “Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado”.<br />Y ambos personajes prefiguran un poco al autor porque, como Borges, ellos eran hombres de estudio, de letras, abogados, que sin embargo son llamados por esta vertiente criolla, sienten el encanto, la poesía de esta violencia sudamericana como Sarmiento en el Facundo.<br /><br />Desde luego que esta perspectiva de la muerte violenta como cifra nacional, la muerte del gaucho en un duelo o de un militar en combate, aparece, en la obra de Borges, como el elemento criollista, la tradición nacional. Sin embargo, Borges recupera esta tradición desde otras tradiciones, por ejemplo, la europea, la del hombre de letras: en términos de Sarmiento, podríamos decir que Borges construye e incorpora en su escritura la imagen del bárbaro desde la cultura del civilizado. En su ensayo sobre Borges y el género gauchesco, Josefine Ludmer dice que Borges enfrentó la autobiografía de Hernández con los códigos y la escritura de Sarmiento. Hace un texto civilizado sobre la barbarie.<br /><br />Estas dos tradiciones, lo criollo y lo europeo, son las que, fusionándose, producen la escritura borgeana.<br /><br />En este sentido es que Piglia, resumiendo un corpus extenso de crítica literaria sobre el tema, habla de los dos linajes, un linaje doble: el de sus antepasados de sangre, sus mayores, los militares, y sus antepasados literarios, la biblioteca de ilimitados libros ingleses de su padre. Por parte de la madre recibe una tradición criolla y por parte del padre una tradición literaria. Lo que hay en uno de los extremos es lo que falta en el otro, y Borges construye su obra a partir de una síntesis. Clara Glencairn, la pintora del cuento El duelo, dice que “no existe una oposición entre lo tradicional y lo nuevo, entre el orden y la aventura”. De hecho Borges, con su escritura, demuestra que la tradición europea es genuinamente argentina, es materia de la cultura argentina, al punto que se confunden, se entreveran, tal como la cautiva de Historia del guerrero y la cautiva, una inglesa que se convierte en India. La literatura de Borges es el mestizaje de estos dos linajes: el resultado es la literatura argentina, la literatura de Borges. Al mismo tiempo, Borges marca límites, diferencias, por ejemplo ubicándose biográficamente más del lado de la tradición inglesa: yo no fui valiente, yo no merecí usar la espada.<br /><br />Sobre la importancia de su linaje biográfico a la hora de producir una literatura nacional, es significativo el hecho de que Borges se ponga a sí mismo como personaje: Rosendo Juárez y el protagonista de El hombre de la esquina rosada le cuentan los hechos a Borges mismo, ubicado en esta función del hombre que se documenta sobre los malevos frente al que los conoció. Y aquí podemos hablar de la apropiación que hace Borges de la tradición gauchesca, que es la que más evidentemente expone la violencia y el coraje como cifra nacional, desde José Hernández, o el folletín Juan Moreira de Eduardo Gutiérrez. El narrador de Hombre de la esquina rosada dice que un pueblo, cuando más sufrido, más obligación tiene de ser guapo. Es decir que la realidad argentina es la que determina este culto al coraje que es uno de los tópicos de la gauchesca.<br /><br />Borges lee toda esta tradición y la reelabora, la define fundiéndola con la tradición letrada de su linaje literario. Escribe nuevamente el poema de Hernández, y en este caso los cuentos claves serían El fin y la Biografía de Tadeo Isidoro Cruz. En estos cuentos, en principio, aparece nuevamente el tópico del destino sudamericano: los personajes son buscados por este destino, se entregan a él. Martín Fierro cuando va a pelear con el moreno, Cruz cuando lo ve a Martín Fierro y elige dejar de ser un sargento para ser un gaucho fugitivo entre los indios. Borges, en varios cuentos, trabaja con estos tópicos gauchescos del coraje y de la muerte violenta entendida como cifra nacional.<br /><br />En Borges, un escritor en las orillas, Beatriz Sarlo se ocupa de hacer un análisis más sociológico de esos tópicos. Es la peculiaridad argentina, un país periférico, que en el siglo XIX todavía no había logrado un Estado constituido, un orden social legítimo, lo que produce estos códigos del honor, del culto al coraje, del duelo: el individuo se tiene que hacer cargo de la justicia porque ese es un lugar que el Estado todavía no ocupa. El duelo y la venganza establecen una ley no escrita, y el individuo tiene que proceder según un código de honor propio, porque no puede ampararse en instituciones sociales capaces de mediar en los conflictos de los ciudadanos y resolverlos. En Nuestro pobre individualismo Borges dice que para el argentino el Estado es una abstracción, no puede concebirlo. De modo que la violencia es una cifra nacional porque define la cultura criolla y, como dice Sarlo, es vivida como un destino americano porque durante siglos había puesto a los hombres en un límite en dónde sólo la resignación y el coraje eran virtudes adecuadas.<br /><br />Finalmente podríamos decir, con respecto al Poema Conjetural, que al ser escrito en 1943 nos remite al universo del peronismo, del antiperonismo más bien, en tanto que los federales que matan a su tío bisabuelo, el unitario, son ahora los cabecitas negras que dilapidan al judío culto en La fiesta del monstruo. Acá se recupera, dentro de la tradición literaria, El matadero, de modo que la violencia como cifra nacional sigue funcionando en la literatura de Borges a la hora de aludir a los fenómenos políticos del siglo XX. Desde luego que ya no se trata de una violencia asociada al culto del coraje, al duelo, al cuchillo: es la violencia de la masa contra el sujeto, del muchos contra uno, o del Estado mismo, que antes era una figura desplazada por el coraje del individuo. Ahora el Estado está consolidado y existe la violencia dictatorial, que Borges sabe identificar mejor en el extranjero que en su país: la violencia del nazismo que le inspiran los artículos publicados en Sur, o cuentos como Deutsches Requiem, en donde Otto dice que, para llevar a cabo la misión del nazismo, la historia les exigía dejar de ser individuos.</div>Alejandrohttp://www.blogger.com/profile/00744375867529191979noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-8956153068481701088.post-17553462680252650042009-12-17T13:02:00.000-08:002009-12-17T13:03:47.538-08:00Apuntes sobre literatura argentina y violencia: Operación Masacre de Rodolfo Wash.<div align="justify">Rodolfo Walsh es un autor ideal para el eje violencia. Ya en el prólogo de Operación Masacre dice “la violencia me ha manchado las paredes”, y también le ha condicionado y definido el tipo de escritura, que va desde el cuento policial hasta el periodismo y la no ficción: todo ello al servicio de una literatura que, en un contexto de violencia social, pretende ser, como le dice a Piglia en una entrevista, subversiva, denunciante, actuante. <br /><br />En Operación Masacre la literatura es un recurso efectivo para representar y denunciar la violencia del estado y, por consiguiente, para explicar y hasta legitimar la respuesta igualmente violenta por parte de los sectores opositores al statu-quo.<br /><br />En “Para una crítica de la violencia”, Benjamín afirma que aquello que funda y caracteriza al Estado es la violencia. El Estado, lejos de abolir la violencia, lo que hace es ejercer el monopolio de la misma: utilizarla para sus propios fines. La violencia es lo que mantiene en el poder al Estado, y el estado debe ejercerla para garantizar su poderío. En Operación Masacre se narra y se denuncia a un Estado que ejerce la violencia sobre un grupo de ciudadanos en el momento de un levantamiento contra el gobierno.<br /><br />(El 9 de junio de 1956, una comisión de la policía de la provincia de Buenos Aires, a las órdenes directas de su jefe, el teniente coronel Desiderio Fernández Suárez, antes de que el gobierno de facto de Aramburu promulgara la ley marcial, llevó a cabo un allanamiento en una casa del barrio de Florida –Hipólito Yrigoyen 4519- deteniendo a un grupo de civiles bajo la acusación de estar implicados en el levantamiento del general Valle).<br /><br />Esta violencia se considera injusta, ilegal, carente de fundamento e innecesaria. Sin embargo, a lo largo de las ediciones de Operación Masacre, Walsh agrega una serie de prólogos, introducciones, epílogos, desde el 57 hasta el 72, donde escribe su biografía intelectual y su evaluación de los resultados de su libro. Si bien en un principio confiaba en la actuación de su libro, y creía en él, ya en el apéndice del 57 considera que es una ingenuidad esperar la justicia, las explicaciones del gobierno o la reparación de los hechos. La democracia, y la reparación son ilusiones: Aramburu ascendió a Fernández Suárez y “dentro del sistema no hay justicia”. Parece constatarse la premisa de Benjamin de que la violencia es el derecho del Estado y que es inútil pretender, por parte del mismo Estado, la justicia: en este sentido Walsh argumentará que el terrorista de abajo que pone una bomba (por ejemplo Marcelo) es la respuesta lógica al terrorismo de arriba, que aplica la picana. En ambos casos, la violencia es lo que prevalece: sea desde el terrorismo de Estado o desde el terrorismo subversivo.<br /><br />Entonces Operación Masacre toma una posición: la denuncia, por parte del intelectual crítico solidarizado con los sectores populares, hacia la violencia represiva del Estado. Walsh encarna la figura del intelectual crítico, comprometido.<br />Para cumplir con este objetivo la literatura se convierte en un arma de combate mediante varios recursos: el periodismo de investigación (que o es neutral ni objetivo como el clásico, esto se le escapa a Amar Sanchez), la no ficción, el género policial. Según Aníbal Ford, la cara herida de Livraga es el hecho concreto, la argentina real, y en Operación Masacre la literatura se desacraliza, deja de ser un espacio mitologizado y respetuoso a la manera borgeana. La autoreferencialidad de la literatura se bastardea al convertirse en una crítica al sistema y a la realidad imperante. Uno de los recursos es el periodismo: Operación Masacre desdibuja la línea que separa periodismo y literatura. La reconstrucción de los hechos, el hacer saber, es una manera de actuar sobre la realidad, de denunciarla, de poner al escritor en el lugar del juez. De las invenciones, los arquetipos, y las convenciones de la literatura, saltamos a la crónica, la documentación, el análisis de la realidad política y la participación activa en los conflictos. Según Lafforgue el uso del periodismo es tan radical que Operación Masacre, en la línea de la tradición sarmientina, es un género híbrido que resulta en una obra renovadora que violenta los esquemas establecidos mediante la incorporación de varios discursos: la noticia, el retrato, la biografía.<br />En Operación Masacre la investigación periodística es un punto de partida para la narración de hechos reales mediante procedimientos ficcionales. Según Amar Sánchez el libro parte de una selección de notas periodísticas (en “Propósitos”, “Mayoría”, “Revolución nacional”), que se organizan luego con procedimientos literarios. El periodismo de investigación, que procura obtener una información que se quiere mantener oculta, deviene en un recurso eficaz para una literatura de denuncia que utiliza la non-ficción. Esta impronta periodística se ficcionaliza mediante la construcción de un narrador, la primera persona, las descripciones, la interioridad de los personajes, pero se conserva de ella lo que sirve de argumento y denuncia. <br /><br />Así como los recursos del periodista se llevan a la literatura, hay recursos literarios que se llevan a la política: la literatura policial. Si bien Operación Masacre no sigue ningún modelo clásico del policial, aunque podrían tomarse muchos elementos de la novela negra, hay técnicas del género policial que se utilizan para darle eficacia a la narración. Hay una politización de ciertas estrategias del género policial tales como el suspenso narrativo, la reconstrucción de un hecho mediante la saturación de pruebas, la persecución de un culpable, las interrogaciones, los enigmas, la suspensión de las informaciones. La distancia con respecto al policial, o la novedad, sería el hecho de que la historia de la investigación, relatada en los paratextos, no forma parte del cuerpo central de la novela. Así y todo, el narrador es una especie de detective subversivo que, tal como afirma Viñas en “R. W. el ajedrez y la guerra”, deja atrás el acertijo para comentar la represión: en la literatura de Walsh no hay un asesino solitario sino que el Estado mismo es el asesino que mata mediante la fuerza militar. El detective es entonces el narrador periodista: la policía cometió un crimen y el aparato judicial se encarga de encubrirlo. Como dice Gamerro: en el centro del género ya no está la razón del detective analítico sino en las redes de solidaridad del ciudadano común. Ángel Rama (“R.W. La narrativa en el conflicto de las culturas”) dice que se trata de un policial para pobres, un texto que se basa en el “drama policial” que tiene su antecedente en Juan Moreira. Todo esto incorporando, a la vez, las características de la serie negra, en donde la trama lo que hace es revelar las relaciones entre el poder y el dinero, los mecanismos oscuros de la justicia, las mafias y los intereses políticos y económicos. Amar Sánchez también destaca que en estos textos, al contrario de la vertiente policial clásica, no hay un regreso a un orden quebrado por la injusticia: el orden mismo es la injusticia, es una pesadilla ante la cual no hay protección. </div>Alejandrohttp://www.blogger.com/profile/00744375867529191979noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-8956153068481701088.post-87187754183048080332009-12-17T13:01:00.000-08:002009-12-17T13:02:28.033-08:00Apuntes sobre literatura argentina y violencia: Saer y la mirada fragmentaria.Antes de hacer una lectura de los textos de Saer que leímos en el programa, es necesario mencionar algunas características generales de su literatura que podrían encontrarse en casi todos sus textos.<br />De hecho, la obra de Saer es un conjunto de novelas, cuentos, poemas, que están todos relacionados entre sí, que comparten tramas argumentales y personajes, e incluso es muy difícil hablar sobre un libro de Saer sin hablar sobre todos los otros.<br />En principio, la literatura de Saer construye un lenguaje que indaga sobre cuestiones del lenguaje, sobre sí mismo. Hay muchas palabras que hablan sobre las palabras, y mucha literatura que habla sobre la literatura.<br />Una cuestión central sería la de la percepción: Saer se pregunta todo el tiempo sobre las posibilidades que tiene el lenguaje de percibir el mundo real. Es decir, si bien es una literatura que le da a las cuestiones formales una importancia extrema, no se trata en ningún momento de alejarse de la cuestión del realismo: más bien intensifica esta cuestión: la obra no evita la realidad sino que se pregunta todo el tiempo sobre la posibilidad de aprehenderla.<br />La pregunta crucial de la obra de Saer sería la siguiente: ¿se puede, mediante el lenguaje, acceder al conocimiento, aprehender el mundo? Todas estas ideas sobre el lenguaje, la percepción, el conocimiento, están sedimentadas en el lenguaje mismo de la literatura de Saer.<br />El problema de la percepción es que depende siempre de un sujeto, de modo que lo percibido siempre es parcial, fragmentario, discutible, o del todo falso.<br />Tomo dos observaciones que hacen Miguel Dalmaroni y Margarita Merbilhaá en un artículo que se llama “Un azar convertido en don”. Dicen que los principios de la obra de Saer invierten los de Proust. En En busca del tiempo perdido se sostiene la posibilidad de capturar el pasado mediante el recuerdo y a través de un discurso, la famosa escena de la magdalena. La literatura de Saer lo que hace es plantear la imposibilidad de esta captura. Y el texto cita un fragmento del cuento La mayor, que alude a esto explícitamente, diciendo:<br /><em><br />“Y yo ahora, me llevo a la boca, por segunda vez, la galletita empapada en el té y no saco, al probarla, nada, lo que se dice nada”.</em><br /><br />Otra cosa que observa este ensayo sobre la prosa de Saer es que tiende a la repetición y a la dilatación, y muchas veces el lenguaje se detiene en alguna unidad mínima de acción hasta el punto de desubicarla como eslabón de una cadena de sucesos. Yo creo que hay acá una especie de paradoja: se trata de una híper-percepción que, cuanto más minuciosa es, menos capacidad tiene de decir algo concreto sobre algo. Es como si la prosa de Saer fuera el lente de un potente microscopio, capaz de captar los mínimos detalles de algo, pero esta enorme capacidad de captación es lo que hace que el objeto se nos desintegre. Cuanto más de cerca se ve algo, menos se lo aprehende. Las cosas se ven o de lejos, pero convertidas en algo falso, o se las ve muy de cerca, para comprobar que es imposible tener una idea precisa de ellas.<br />Lo que se juega acá es el problema del conocimiento: se cuestiona la posibilidad de conocer, de saber qué pasó, de que exista efectivamente el conocimiento de algo. En el texto “En el extranjero”, Pichón Garay dice:<br /><br /><em>“Releyéndome, compruebo que, como de costumbre, lo esencial no se ha dejado decir”.</em><br /><br />Estas indagaciones sobre el conocimiento, la percepción, suelen derivar en un pesimismo, en la idea de una vida absurda, sin sentido alguno. El final del texto “Algo se aproxima”, parece ser ilustrativo de esta tesis: le preguntan a Barco qué sentido tiene la vida y éste responde: “Ninguno, por supuesto”.<br /><br />A la luz de estas características, la novela Nadie nada nunca se presenta como un texto que lleva al extremo los principios de la literatura de Saer.<br />Por empezar, podríamos decir que ya se encuentran en el mismo título: Nadie nada nunca es ya una negación de tres categorías fundamentales: la del sujeto, la del objeto, y la del tiempo. De modo que este título ya contiene la idea de esta obturación del conocimiento, de la percepción del mundo. También podríamos pensar que esto es paradójico: porque estas negaciones son a la vez afirmaciones: se afirma la negación, se afirma que estas imposibilidades son los principios contractivos de la ficción.<br />Ahora bien, Nadie nada nunca, como bien dice Sarlo en su artículo “De la voz al recuerdo”, escrito para La nación por la muerte de Saer en el 2005, es una novela política. Y esto nos lleva al eje del programa: de qué medios se vale una novela como Nadie nada nunca, con estas características, para ofrecer una mirada sobre la historia política, sobre la violencia política, concretamente, la de la dictadura de Videla, que es el contexto histórico de los personajes de Saer, y también uno de los motivos fundamentales de la trama.<br />Esta literatura, que dice que no se puede decir nada sobre nada, sin embargo dice algo sobre algo, y ese algo es la violencia de la dictadura. ¿Cómo lo hace? Desde luego que no lo hace directamente. Damos por descartado que todos los tópicos de un realismo convencional, vulgar, son desechados. Lo que hay es una mirada fragmentaria de los hechos, una intensificación de detalles, que no por ser detalles, ni por ser fragmentarios, son ineficaces para dar cuenta del todo, o menos efectivos que textos como Operación Masacre.<br />En principio, hay un componente alegórico: una matanza serial de caballos.<br />Esta matanza serial de caballos, a la vez que tiene que ver con los enigmático, lo absurdo, lo extraño de la obra de Saer, logra construir una mirada sobre la violencia política. La matanza de caballos, que además son destripados, nos hace pensar en una persecución política, en la injusticia, en la ferocidad que alcanza una maldad que parece ya no tener ni sentido: algo de eso hubo en el sistema de torturas de la última dictadura. Con estas torturas, y el epígrafe de la novela (Marcel Schwob) remite a la tortura, podemos pensar en esta maldad innecesaria, incomprensible. Pero la novela, de vez en cuanto, nos aclara que esta matanza tiene que ver con los problemas políticos de la dictadura. Marqué algunas citas claves sobre esto:<br /><br />En el capítulo VII, alguien opina que estos actos criminales los hacía la policía para tener un pretexto que le permita encarcelar a algunas personas que no están de acuerdo con el gobierno. Otros dicen que se debe a que algunos revolucionarios andaban por la costa haciendo maniobras y los mataba por accidente.<br /><br />Vemos que, aunque se alude al tema político, se mantiene el misterio, la falta de claridad sobre los hechos, la multiplicidad de percepciones y puntos de vista.<br /><br />Más citas:<br /> Leemos en el capítulo X: “<em>Simone, el encargado de la Agencia, charla con la secretaria. Tema: los caballos. Se trata, según Simone, de una maniobra del gobierno destinada a justificar desplazamientos misteriosos del ejército y de la policía”.</em><br /><br />Luego, tenemos a un panadero, uno de los dueños de los caballos asesinados, que no quiso hacer la denuncia porque opinaba que <em>“toda la historia de los caballos era pura política”.</em><br /><br />En otro momento se dice que estas matanzas generaron en la sociedad un clima de sospechas y desconfianzas. En el capítulo II leemos: “<em>El vecino de años, el padre o el hermano, el amigo de la infancia, se volvieron de golpe sospechosos”.</em><br />Finalmente, desde la perspectiva del bañero, tenemos al siguiente cita: “Ha de haber, responde el bañero, mucho de política en todo eso”.<br /><br /><br />Que se nos sugiera todo el tiempo que la historia de los caballos muertos tiene que ver con la política es como que se nos diga, más concretamente, que Nadie nada nunca es una novela que, pese a esta versión fragmentada, pesimista, que se plantea la imposibilidad de representación, es una novela sobre la dictadura y sobre la violencia estatal.<br />Es significativo que el comisario muerto por los guerrilleros se llame justamente Caballo: acá podemos pensar que la muerte de los caballos son un aviso, una señal, de la muerte de un torturador por los subversivos. De hecho podemos pensar las dos cosas: la matanza de los caballos puede aludir a las matanzas del Estado, con esta violencia innecesaria, casi inverosímil, o a la matanza que hacen los subversivos contra los militares, simbolizados en éste que se llama Caballo, el Caballo Leyba.<br /><br />En cuanto a esta manera que tiene Nadie nada nunca de representar la violencia política de la última dictadura, yo pienso que se puede comparar con Cuerpo a Cuerpo de David Viñas.<br />En principio, ambas novelas fueron publicadas en México, durante el exilio de sus autores, la de Viñas en el 79 y la de Saer en el 80; y ambas tuvieron una limitada y complicadísima recepción. Y las dos comparten, a su manera, este recurso de representar la violencia mediante recursos formales, sobre todo mediante una visión fragmentada que ofrece muchas complicaciones de lectura, y que cuestiona la posibilidad de la totalidad. Antes que nada, habría que hacer una salvedad importante: si bien se puede decir, con respecto a Cuerpo a cuerpo, que es el contexto histórico lo que condiciona este tipo de lenguaje, en Saer esto no funcionaría de igual modo, porque ya dijimos que estas características de fragmentación no son exclusivas del contexto histórico de la dictadura: atraviesan la obra de Saer durante cuarenta años. Mientras que Cuerpo a cuerpo es una novela que no se parece a las demás del autor. Sin embargo, analizándolas en sí mismas, es significativo que sean del mismo año y que utilicen recursos similares. En las dos novelas el lector tiene que reconstruir la trama mediante los fragmentos dispersos que le ofrece la escritura.<br /><br />Para hablar del tipo de representación fragmentaria de la violencia que hace Viñas en Cuerpo a Cuerpo y Saer en Nadie nada nunca ame parece interesante comentar algunas observaciones que hace Julio Ramos en Desencuentros de la modernidad. Julio Ramos lo que hace es leer los modos de representación de lo latinoamericano, y se pregunta qué es Latinoamérica, respondiéndose que Latinoamérica es, ante todo, un campo de lucha producido por una serie de discursos intelectuales, textos. De modo que América Latina es, ante todo, un concepto, no es un campo organizado que existe antes de las miradas que quieren representarlo. ¿A qué se debe esta importancia tan acentuada de la representación textual de la identidad americana? Se debe a la violencia histórica en tanto un elemento característico del espacio latinoamericano, un espacio traumático, desfigurado, conquistado, atacado continuamente. América Latina, debido a su violencia, es un cuerpo descoyuntado y descompuesto por la violencia histórica, un cuerpo enfermo que necesita un discurso que lo organice, que articule textualmente, en una totalidad, todos sus órganos que en la realidad están dispersos. Ante un espacio social quebrado, desarticulado, inmaduro, es necesario un discurso coherente que construya esta identidad como un todo concreto. Esto es lo que lee Julio Ramos en los textos de Martí, sobre todo Nuestra América. Martí, a la hora de hablar de América Latina, necesita servirse de una retórica impecable, definir un estilo coherente y abarcador capaz de juntar y articular las partes desmembradas del continente: necesita hacer el poema de la identidad latinoamericana. Se define así un discurso que habla de la identidad, es decir, de la totalidad: ante la violencia histórica que destruye el territorio latinoamericano cortándolo en pedazos, los textos lo que hacen es rearmar este cuerpo, representar la totalidad que la realidad destruye con la violencia.<br /><br />Si quisiéramos definir el tipo de representación que hacen Viñas y Saer de la violencia histórica en Argentina, de la violencia estatal, bastaría con pensar que hace todo lo contrario. Aníbal Jarkowski, en su artículo sobre la novela (Sobreviviente de una guerra; enviando tarjetas postales), dice que Cuerpo a cuerpo expone un modelo narrativo que cuestiona los grandes relatos históricos o filosóficos que intentaron versiones sobre la totalidad de lo real, y lo mismo se puede decir de Nadie nada nunca. La experiencia trágica de la última dictadura militar hizo imposible una representación de la totalidad. Ante esto estas dos novelas usan como estrategias la fragmentación discursiva. En lugar de hacer una novela de la totalidad, lo que hacen es exponer el cuerpo quebrado, los fragmentos, los pedazos de un cuerpo, la historia argentina, tal como están, desmembrados y poco articulados, debido a la violencia política.<br />La estructura misma de estas dos novelas, algo caóticas, desordenadas, llenas de referencias difíciles de recuperar, las dificultades que presenta la lectura: todo esto da la idea de ese cuerpo descoyuntado por la violencia estatal que es la argentina de los años setenta.Alejandrohttp://www.blogger.com/profile/00744375867529191979noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-8956153068481701088.post-24855425624076543352009-12-17T12:59:00.000-08:002009-12-17T13:01:06.851-08:00Apuntes sobre literatura argentina y violencia: Roberto Arlt y la modernidad.<div align="justify">La literatura de Arlt, autor considerado como el creador de la moderna novela urbana, es frecuentemente analizada como un nuevo tipo de estética y de temática que tiene que ver con el mundo de la gran ciudad, la alienación del individuo, la incorporación de escenarios y saberes tecnológicos, el expresionismo, la conformación de un campo literario opuesto al prestigioso, etc.<br />Sin descuidar estos matices, yo decidí hacer una lectura que entra en lo profundo de la cuestión de la modernidad, la modernidad en la amplitud de su concepto tal como lo define Berman Marshall en Todo lo sólido se desvanece en el aire. Resumidamente, para Marshall la modernidad es un proceso histórico que, básicamente, tiene que ver con una experiencia de la ciudad que incluye los nuevos modos de producción, la fe en el progreso, el imaginario tecnológico, los grandes descubrimientos de las ciencias, pero sobre todo la nueva experiencia de un sujeto urbano, convulsionado por todas estas experiencias. La década del veinte y del treinta son, en Buenos Aires, las de una modernidad periférica, tal como analiza Sarlo. Pero es interesante, siguiendo a Marshall, pensar la modernidad como un fenómeno que se constituye sobre una base de crisis constante que, a la vez que promete todo tipo de aventuras y transformaciones, amenaza con destruir todo lo que se tiene.<br />Frente a la incontrolable vorágine de construcción y destrucción simultánea y permanente, el sujeto que experimenta la modernidad es revolucionario y conservador a la vez; un hombre que, ante las nuevas experiencias, asume tanto un carácter vitalista como una sensación de angustia y de temor debido al nihilismo y a la desintegración del orden tradicional que estas nuevas experiencias producen. El sujeto moderno se caracteriza por la imposibilidad de captar y abarcar las potencialidades del mundo moderno sin entrar en lucha contra ellas en un juego que comprende tanto la fascinación como el aborrecimiento. Entrar en la modernidad es entrar en un mundo de tensiones y de contradicciones, de fascinación y rechazo simultáneos.<br />La mayoría de los personajes de Arlt podrían ser leídos desde esta óptica. Silvio Astier, por ejemplo, es un personaje que se caracteriza por un estado bipolar de optimismo y pesimismo, un estado de ánimo que pasa de la grandeza a la angustia: luego de intentar suicidarse, dice “y sin embargo, vida, eres linda”. Y aquí es donde entran en juego dos tópicos del universo arltiano: la angustia y la violencia. En Los lanzallamas la angustia se representa como un cilindro de acero entrando en la masa de su cráneo: de modo que vemos que la angustia es lo mismo que la violencia, en tanto algo generado por ella. El carácter urbano de esta angustia y de esta violencia es explícito: en el díptico arltiano la ciudad es un infierno o una cárcel, es la cuna de todos los males, y los sentimientos de angustia y de violencia se materializan, se expresan con metáforas e imágines tan materiales como los arcos voltaicos, las planchas de acero, o la zona de angustia:<br /><br /><em>‘Sobre el nivel de las ciudades, a dos metros de altura existe una zona de angustia’: “Esa zona de angustia, era la consecuencia del sufrimiento de los hombres y como una nube de gas venenoso se trasladaba pesadamente de un punto a otro, penetrando murallas y atravesando los edificios sin perder su forma plana y horizontal”.</em><br /><br />La angustia y la violencia pueden entenderse como las consecuencias de este estado desquiciante: el sujeto urbano, convulsionado por estas contradicciones constantes, puede hundirse en ellas mediante la angustia o escapar de ellas mediante la violencia. Hay una oscilación constante entre ser una víctima de la ciudad, o ser su victimario: un oprimido de la vida puerca, o un superhombre que toma el poder mediante una sociedad secreta. Lo que no hay es escapatoria; ninguno se va al desierto como al menos alguna vez pudo hacer el buscador de oro: todos los personajes de Arlt están atravesados por la violencia urbana, y ante esta violencia se puede ejercer una violencia mayor o perecer, pero es imposible la indiferencia. Berman Marshall analiza estas contradicciones y turbulencias, propias del sujeto urbano, en Marx, Goethe, Rousseau, Baudelaire. Y yo diría que el personaje del Astrólogo sería una exasperación de este tipo de sujeto, una caricatura literaria de este hombre moderno: todas las tensiones de la modernidad confluyen en sus discursos, un discurso que, entre lo fascista y lo bolchevique, lo industrial y lo esotérico, lo libertario y lo opresor, finalmente derivan en una ensalada que ni dios entiende, y no es más que una promesa de vitalidad violenta que se le ofrece a los angustiados, a los pisoteados por la alienación urbana.<br />Esta crisis del sujeto es la columna vertebral de la obra de Arlt, y se representa en toda su amplitud, más allá de lo político o ideológico: se representa con una gravedad metafísica. De hecho la crítica vio en la literatura de Arlt un equivalente argentino del expresionismo alemán, un movimiento que se caracteriza por representar un espíritu inconformista mediante un individualismo exacerbado, más acorde a las exigencias de un mundo moderno que el impresionismo, o que el mero realismo naturalista en el que Arlt nunca pudo encasillarse. Una característica del expresionismo es que los acontecimientos son menos importantes que una intimidad caótica signada por la represión y la frustración. Esta exaltación del yo lírico nace de una necesidad: es una explosión del individuo ante el ahogo que siente su personalidad en el contexto de una modernidad deshumanizada. Oscar Masota, desde un criterio más existencialista, habla del malditismo: el personaje de Arlt la acción mala es el medio de salir de la angustia de la vida, se trata del asesinato de Rascolnicov que, para ser Napoleón, tiene que matar a una vieja usurera.<br />Simmel habla del urbanitas, en tanto un sujeto urbano que, ante la violencia de estímulos propia de la ciudad, termina caracterizándose por el “acrecentamiento de la vida nerviosa”, y su obsesión es la de “conservar su autonomía y la peculiaridad de su existencia frente a la prepotencia de la sociedad”. ¿Cómo se sale de esta prepotencia de la sociedad, de este conflicto? En Arlt, excéntrico, Sarlo dice que hay que matar a alguien o suicidarse, las dos opciones de Erdosain, finalmente cumplidas. Ante la crisis de todos los valores, el hombre angustiado de las ciudades no tiene otra escapatoria que la violencia: hay que suicidarse o hacer la revolución. También podríamos aquí hablar de la ensoñación violenta, estos sueños de destrucción, asociados al imaginario bélico de las guerras mundiales, que serían una vía de escape que encuentra el individuo ante la alienación social.<br />Sarlo dice que Arlt es un excéntrico porque su literatura mezcló lo que no se había mezclado antes: la novela del siglo XIX, el folletín, la poesía modernista y el decadentismo, la crónica periodística y los saberes técnicos. Es un concepto paradójico el de excentricidad, ya que podría ser excéntrico más bien el personaje de Don segundo sombra: Arlt sería un excéntrico por hacer lo más adecuado a su tiempo, es decir, ubicar a la literatura en la línea de la temática urbana en Buenos Aires, la gran ciudad.<br /><br /><br /> </div>Alejandrohttp://www.blogger.com/profile/00744375867529191979noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-8956153068481701088.post-34253862499815402742009-12-17T12:57:00.000-08:002009-12-17T12:59:33.116-08:00Apuntes sobre literatura argentina y violencia: Raúl Gonzáles Tuñón y la violencia revolucionaria.<div align="justify">Tuñón es un poeta que escribió durante toda su vida más de veinte libros y que presenta la faceta del vanguardista, el viajero, el internacionalista, el porteño, el político, el periodista, todas ellas cruzadas de algún modo, y muchas veces simultáneas. Si elijo, para cumplir con la propuesta del programa, el eje de la violencia, el libro Todos Bailan resulta ideal.<br />En la década del treinta aparece en la poética de Tuñón una violencia que es clasista, progresista e ideológica.<br />Quisiera comentar tres citas de Todos Bailan. Una es un verso del poema “Canción de un revolucionario chino” que dice: <em>“Estoy alegre y manchado de sangre</em>”. Otra es un verso del poema “Historia de veinte años” que dice: <em>“Todavía Gandhi, el viejecito cretino, predica la desobediencia pasiva”. </em>Y finalmente los dos últimos versos de Contra, que no está en Todos bailan por motivos judiciales, y dice: </div><div align="justify"><br /><em>“Yo arrojo este poema violento y quebrado<br />contra el rostro de la burguesía”.</em></div><div align="justify"><br />Creo que en estos versos que cité está la clave: hay una violencia necesaria que nos hace pensar en autores como Sorel. Esta es una violencia humanitaria, casi filantrópica, porque termina con un mundo injusto, el mundo burgués, y construye el comunismo, el mundo obrero. Hay que celebrar la violencia, exaltarse ante una bomba que mata a la nobleza europea, atacar a los millonarios.<br />La poesía tiene que participar de este proceso histórico que se considera inevitable. La creencia y el optimismo de un futuro comunista es esencial, dentro del contexto histórico de Tuñón, para comprender esta violencia. Beatriz Sarlo, por ejemplo, dice que el fundamento de esta poesía radica en la certeza sobre la revolución y el convencimiento de que ya existe una patria para el socialismo. En La calle del agujero en la media ya se anuncia cierto tipo de deslizamiento que es un tránsito desde una poética popular, marginal, todavía con resabios modernistas y baudelaireanos, a una poética claramente ideológica y comprometida: de poemas como “Marionettes”, donde prevalece la forma de la canción, y puede haber todavía un yo lírico en primera persona, pasamos a poemas como el Blues de los pequeños deshollinadores, en donde los personajes marginales, vendedores, ladrones, tienen ya que convertirse en revolucionarios y confluir en una voz colectiva que es la de la clase: acá vemos la violencia clasista, la violencia de clase contra clase que aparece mucho en la revista Contra. Como dice Viñas: acá salimos de los puertos y de las cafeterías para ingresar en las trincheras. También dice Viñas que en este momento sucede un desplazamiento desde el yo al nosotros. En el prólogo a La rosa blindada Tuñón define un poco esta propuesta poética: dice que el poeta tiene que ser un revolucionario, que no puede ser neutral en los momentos de grandes transformaciones. De hecho hay muchos poemas, como todos los de La muerte en Madrid, que son versos escritos al pie de los acontecimientos, con una clara voluntar de intervención política e ideológica, lo cual influye en el estilo, por ejemplo cierto uso de metro popular, rimas, juicios de valor, un ritmo de himnos, alusiones a temas de la coyuntura actual, como el de los nueve negros. Es una poesía más adecuada para ser leída, tiene un tono oratorio que la hace apta para ser leída en voz alta en un contexto de lucha.<br />Hay que hacer poesía revolucionaria, y esto implica considerar que el poeta es un hombre de acción, que hace su arte con la vida y lo usa para transformar la vida. Es una mezcla de Marx y de Rimbaud. No se plantea que para esto tenga que haber una estética determinada, como podría ser el realismo socialista. El poeta revolucionario no tiene que descuidar la técnica. De hecho es interesante ver que pese a esta funcionalidad política, Tuñón en ningún momento abandona los recursos estéticos de sus primeros libros: lo que hace es ideologizarlos. La persistencia del personaje Juancito caminador puede ser una manera de observar esta cierta línea de continuidad, ya que atraviesa sus poesías. Y además establece los principios: en Todos Bailan dice “yo trabajo con toda la realidad”, y esto incluye el sueño, la esperanza, el inconsciente: se plantea una estética que va más allá de un realismo superficial.<br />Isabel Stratta, por ejemplo, dice que hay dos orientaciones en la poesía de Tuñón, una romántica y bohemia, y otra vanguardista, y que las dos se fusionan. A partir de Todos bailan esta fusión se ideologiza. Ya en sus primeros libros Tuñón había expresado la vida marginal arrabalera, el desacomodo del inmigrante, la denuncia a un sistema opresor. Trabaja, como Borges, en las orillas, es “el otro poeta del suburbio”. Pero como dice Viñas, Borges es con quien más coincide y con quien más polemiza. Para Borges las orillas es un espacio criollo, nostálgico y tradicional, mientras que para Tuñón es el lugar de la inmigración, de la injusticia de la ciudad, de la ilegalidad. Borges ilumina patios y Tuñón puertos. Estos marginales de las orillas son los que en Todos Bailan tendrán que ejercer la violencia contra el capitalismo, y se internacionalizan. El vitalismo de Tuñón, que ya estaba presente en Violín del diablo, se convierte en optimismo político: hay que seguir a la masa y plantear la revolución como la poesía misma, y la revolución es violenta. Todo tiene que ajustarse y comprometerse con esta violencia: las técnicas vanguardistas, el saber del viajero, la marginalidad popular y la vida de los poetas. </div>Alejandrohttp://www.blogger.com/profile/00744375867529191979noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-8956153068481701088.post-25549282564371956812009-12-17T12:56:00.000-08:002009-12-17T12:57:20.515-08:00Apuntes sobre literatura argentina y violencia: Juan Martini y la serie negra.<div align="justify"><em>El Agua en los pulmones</em> (1973), y <em>El Cerco</em> (1977), de Juan Martini, se caracterizan por trabajar con los recursos de la novela negra, una derivación del clásico relato policial inglés. La serie negra fue revalorizada en la década del setenta por cuestiones sociales y políticas. Claudia Gilman analiza la política como un parámetro de legitimidad para la producción textual de la época: es ella la que le dará sentido a la producción cultural. La literatura empieza a concebirse como un recurso para cuestionar la realidad, para denunciar la violencia del poder e incluso para contribuir a la transformación de la sociedad. En este contexto, el policial clásico empieza a perder el sentido y se exploran nuevas formas que permiten incluir la cuestión social: la novela negra, que había tenido su origen en el hard boiled norteamericano. Si bien Martini no hace un uso estricto de estos recursos, Según Piglia, la novela negra introduce en el género una variante que toma como centro la motivación social: el crimen se convierte en un espejo de la sociedad. Mientras que en la novela clásica el crimen es un problema matemático, un juego intelectual resuelto por un racionalista, en la novela negra el crimen es el núcleo de la sociedad, aquello que determina las relaciones de poder entre los integrantes de la misma. La figura del detective, lejos de aquél inmaculado héroe racionalista que Borges y Bioy habían representado en un hombre que resolvía todo sentado en su silla, es en la serie negra un individuo que transita el espacio corrupto de la política y la economía de la sociedad capitalista, y no sólo puede ser incapaz de resolver un hecho sino que por momentos es superado por las circunstancias y se encuentra sin saber qué hacer. Simón Solís, el protagonista de El agua en los pulmones, se ve enredado en un episodio que involucra empresarios, matones, abogados y políticos. En un momento le dicen que no es más que un hombre solo que apenas puede romperse las uñas arañando la superficie de las cosas. Es uno más de los eslabones de una sociedad corrompida que solicita sus servicios a favor de ciertos intereses que terminan siendo el verdadero enigma de la trama: para quién trabaja, para qué lo están usando. Su peripecia en esta trama llena de intereses opuestos y corrupción es el núcleo de una novela que, a través de los recursos de la serie negra, representa una jungla social donde lo enigmático no es más que el modo en el que se desarrolla la corrupción entre los políticos, los empresarios y la policía.<br />Según Piglia, la policial inglesa presenta un enigma lógico que se resuelve mediante una secuencia igualmente lógica de análisis por parte de un intelectual, mientras que en la novela negra el único criterio es la práctica: el investigador se lanza ciegamente a los acontecimientos y su labor va a la par de los crímenes que se van produciendo. En efecto, Solís no sabe bien cuál es su misión al llegar a Rosario; sólo tiene que cumplir con instrucciones ambiguas, involucrarse en una serie de hechos misteriosos. En un momento le dice a Lina que a veces no sabe cuál es el próximo paso a seguir. La situación que lo envuelve se va aclarando paso a paso, mientras va descubriendo los hechos y mientras se suceden las muertes: las conflictivas relaciones entre un empresario, Iglesias, y su abogado, Ferrer, en el marco de un negocio con una empresa extranjera que requiere la corrupción política con un funcionario a la hora de adquirir terrenos dentro de un juego de alianzas y traiciones. Mediante la serie negra esta novela representa las relaciones de poder de la moderna sociedad capitalista cuyo único fundamente es el dinero. Según Piglia, hay en este género una retórica materialista que hace que el dinero, en su relación con la ley, tenga un papel protagónico: el negocio con la empresa Jefferson, las coimas a porteros y mozos, los asesinos a sueldo. Es un mundo donde los policías, lejos ya de ser los emisarios del bien, pueden ser más inmorales e inescrupulosos de los delincuentes, tal como el personaje de Vargas: un personaje de pasado marginal que pasó de una organización de juego clandestino a la policía, que trabaja por su cuenta gracias a una carrera debido a sus contactos con “rufianes, traficantes de droga, jugadores, rateros”. Una idéntica red entre empresarios, abogados y custodios policiales determina la trama de El Cerco. También aquí será la custodia legal de un empresario poderoso la responsable de la primera muerte: un hombre inocente, “un pobre tipo” que se acercó demasiado al poderoso empresario.<br />El dinero, base de las relaciones capitalistas, es quién legisla la moral y sostiene la ley: el poder del señor Stein deriva de su solvencia económica. Al contrario del policial clásico, en la serie negra el orden no se reestablece nunca. Según Ana María Amar Sánchez la serie negra, lejos de la cosmovisión burguesa de la serie clásica, pone su acento en la relación entre delito y sociedad: en este caso, los asesinatos de Ferrer y Vargas, a causa de intereses económicos, o el asesinato de Ferrero. La justicia es imposible porque la injusticia es constitutiva del sistema y del orden: el crimen es un producto social perpetrado por sus autoridades. Al contrario del dejo conservador del policial clásico, en donde el crimen se resuelve, el culpable se atrapa y se reestablece la confianza en el sistema, en la novela negra la cotidianeidad misma del orden es una pesadilla que precisa del crimen para sostenerse. En El Cerco hay un enigma que es aquello que amenaza el sólido mundo de un poderoso empresario: “El señor Stein, conmovido, sabe que la normalidad fue interrumpida, que el circuito se altera y de pronto se reestablece”. Sin embargo, la normalidad no será restablecida nunca: el enigma se hará cada vez más intenso hasta darnos la imagen de un hombre abatido, indefenso, esperando el desenlace. Tampoco en El Agua en los pulmones hay resoluciones, y el hecho de saber la verdad sólo le sirve a Solís para cobrar diez mil dólares por responder unas preguntas a una de las partes del conflicto, un conflicto en el que todos los personajes, empresarios, policías y políticos, están dispuestos a corromperse y transgredir la ley. En ambas novelas el dinero es la sustancia de una sociedad regida por relaciones arbitrarias de un poder que, para mantener sus intereses, recurre inevitablemente a la violencia. La filosofía de la vida del protagonista de El Cerco, que podría ser una metáfora del poder, puede resumirse en esta frase: “Vivo como quiero. Lo demás no me interesa”. Sin embargo será todo lo demás, es decir, el mundo que se agita más allá de su universo de edificios y custodios, aquello que empieza a perturbarlo, a atacar su poder mediante otro poder igualmente agresivo. Esta lucha de poderes, esta violencia que, según Sorel, es algo inevitable en la sociedad, y que sólo puede enfrentarse con más violencia, es el centro mismo del enigma: la violencia social representada por los recursos del policial negro. A través de estos recursos Martini reflexiona sobre la arbitrariedad del poder, sobre la violencia que subyace al mismo en el seno de la sociedad: el intruso le pregunta a Stein cuantos pordioseros maltratan sus hombres por día. Esta fortaleza de Stein (esta riqueza que le permite vivir como quiere, que le proporciona el lujo de ordenar a sus sirvientes que llenen de agua limpia una pileta en invierno), está sostenida por hombres armados que no vacilan en matar a “un pobre tipo” como Ferrero. Sin embargo, se trata de un poder que se ve desafiado por otro poder que parece dar la clave filosófica de la novela, el mensaje que de algún modo resuelve el enigma: “El poder, señor Stein, suele ser un acto de violencia”. Por su parte, el protagonista de El agua en los pulmones, que por momentos encarna la figura del hombre leal según el retrato del detective con honor definido por Chandler, también decide enfrentarse al poder al rechazar la oferta de Iglesias, trabajar por su cuenta, y comprometerse con la suerte de Mariano: sus actitudes le traen la tortura y lo convierten en una víctima.<br />En el contexto de la dictadura argentina, estas novelas, a la vez que representan la corrupción social en las sociedades capitalistas, puede sugerir tanto la posibilidad de morir por manos del poder, por parte de quienes se atreven a enfrentarlo, como la amenaza revolucionaria contra los detentores del poder económico, entre ellos los grandes empresarios burgueses.<br /><br /><br /><br /><br /><br /><br /><br /> </div>Alejandrohttp://www.blogger.com/profile/00744375867529191979noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-8956153068481701088.post-83964750201306766512009-12-17T12:55:00.001-08:002009-12-17T12:55:59.923-08:00Apuntes sobre literatura argentina y violencia: Fin de fiesta de Beatriz Guido.<div align="justify">La novela Fin de fiesta es una de las primeras en tratar el problema del peronismo, y lo hace de una manera interesante y polémica. En principio, se inscribe, aunque con muchas tensiones y distancias, en una estética realista que está muy asociada al contexto cultural, que es el grupo Contorno de los hermanos Viñas, una publicación que propone pensar la literatura a la luz de la política, que incorpora las discusiones de Luckach y Bretch, que manifiesta un deseo de intervenir, de actuar, como más concretamente pretendía Walsh con Operación Masacre. La novela es del 58, después del golpe de Estado que desplazó a Perón. En este momento Walsh está con Operación Masacre, de modo que vemos que hay un contexto político y cultural que apuesta a fundir literatura y política, o ingresar en la literatura personajes de la política: Walsh lo hace con los sobrevivientes de los fusilamientos, y Beatriz Guido, de algún modo, con Braceritas y Guastavino, que aluden a Alberto Barceló y Juan Ruggiero, intendente de Avellanada y su matón en los años treinta, así como la presencia de Lisandro de la Torre. La historia sucede unos treinta años antes, pero esa época pasada, que es una época infame, se toma como clave para entender el presente, lo cual es otro rasgo asociado con contorno, con el historicismo de contorno que, permanentemente, hace y revisa lecturas del pasado para iluminar el presente.<br />Al contrario de Operación Masacre, que fue ubicada en la crítica en el género no ficción, Fin de fiesta es una apuesta más clásicamente literaria, digamos que logra incorporar la denuncia, el tema político, en los marcos de una novela que incluso permite lecturas no políticas: así como Operación Masacre se puede leer como una novela policial, Fin de fiesta se podría leer como una historia de amor entre Adolfo y Mariana. Sin embargo, lo político es también estructural, y la novela ofrece todos los elementos necesarios para hacer una lectura política y, con respecto al eje de la materia, vemos que la violencia puede ser estructurante. Desde el mismo epígrafe la novela plantea una lectura de la historia argentina caracterizado por la violencia política: la muerte de Facundo, el gobierno infame y matón de los conservadores, y la emergencia del peronismo. David Viñas, haciendo una de estas lecturas políticas de la cultura, dice que la literatura argentina empieza con una violación, y la novela de Beatriz Guido también: una violación imaginaria, pero que no obstante funciona como una violación literal, y produce un castigo. La violencia en Fin de fiesta es compleja y plural: hay una violencia psicológica, una violencia en el cuerpo, en el discurso, y en la manera misma de hacer las cosas. Pero sobre todo está asociada a la política, y por eso un personaje como Guastavino, que es un matón de comité, es central: la violencia es lo que sostiene la política, es el medio. Y aquí quisiera leer una cita que es una frase de Adolfo, una reflexión que hace Adolfo durante su aprendizaje de la mano de ese Virgilio de la política argentina que es Guastavino:<br /><br /><em>“Debían responder a una estructura de guapos, si querían ser hombres de partido. La piedad, la cobardía y la misericordia no entraban en sus planes”.</em><br /><br />De hecho, la novela está atravesada por estos hechos violentos que son “cosas de la política”, como se explican muchas veces. Los simulacros de fusilamiento, las golpizas, como la que le dan a Urtubey, el asesinato del senador en el senado, el asesinato de Guastavino y la trompada que le da el abuelo a Adolfo por acusarlo, las protestas estudiantiles en Santa Fe, cuando Adolfo se infiltra en la política universitaria de izquierda. Y también la articulación de esta violencia específica con niveles más amplios y más simples. Más amplios: la fortuna de Braseritas está fundada en el crimen: su bisabuelo había participado en la campaña del desierto coleccionando orejas de indios. Como en Los dueños de la tierra, la novela denuncia que este poder económico y político está basado sobre la violencia, sobre la apropiación ilegítima de sus propiedades, el asesinato, así como el gobierno conservador se basa en los matones. Cuando hablaba los niveles más simples de la violencia pensaba en una serie de hechos aparentemente menores, pero que condensan también toda esta simbología, la acompañan: por ejemplo la pelea de gallos, que es la manera de divertirse. En esta simple pelea de gallos podría condensarse toda la novela: la política argentina, y la historia argentina, es una pelea de gallos en donde diferentes facciones no hacen más que matarse por el poder. También podemos hablar de la violencia de género, y detenernos en la relación de Guastavino con la francesa que representa un tópico de la novela: la violencia sexual sobre la mujer, la mujer como un cuerpo que se usa. La política misma está asociada a la prostitución, a personajes que están en el negocio de los prostíbulos: parece que hay una foto de Gardel con el auténtico Braseritas.<br />De modo que la violencia es de hecho lo que articula las distintas series de la novela: la histórica, la política de la década infame, la familiar, la tesis sobre el peronismo. Todas estas series están unidas y articuladas por al violencia: la historia argentina es violenta, la familia de Braseras es violenta, el gobierno conservador es violento, y el peronismo también.<br />La mirada de la novela sobre el peronismo, en principio es un tanto desconcertante. Dentro del gorilismo, tenemos la lectura de que la novela propone a Perón como el heredero de la década infame, de esta política conservadora de Braseras: la violencia, el autoritarismo, el fraude, el falso populismo. Pero también tiene peso la interpretación de que el peronismo es el fin de la fiesta oligárquica: aquí el libro no sería tan gorila. Pero es una lectura posible, que bien hace Alvaro Abos: <a href="http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=212127">http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=212127</a> </div><div align="justify"> </div><div align="justify">En cualquiera de los dos casos, la novela sigue siendo una ficción que toma como temas los temas de la política, que se propone hacer pensar al lector sobre la política, influenciarlo, presentar un punto de vista movilizador. La novela, como el número que saca Contorno en el 55, participa en este debate sobre el peronismo que sería el qué es esto: hay una búsqueda, un intento de definir este fenómeno que cambió para siempre la política argentina. Carmen Perili dice que Beatriz Guido forma parte de un grupo de escritores a los que les cabe la calificación de sociólogos del imaginario social de una época. Otras novelas de Beatriz Guido como El incendio y las vísperas (1964), son más explícitas, aquí por ejemplo se plantea la violencia del primer gobierno peronista, de modo que el gorilismo de Fin de fiesta tiene más que ver con el gorilismo de la autora. Pero la novela, en sí misma, es más ambigua, o podría decirse más amplia: sin dejar de ser una tesis sobre el peronismo, es una tesis sobre la historia argentina, sobre la violencia de la política argentina como una fatalidad que atraviesa toda la historia, que se resume en esa frase que dice Adolfo en el último capítulo:<br /><br /><em>-Todo vuelve a empezar –dije en voz baja a Mariana-. Estamos condenados. Todo comienza nuevamente.</em> <br /><br /><br /><br /><br /><br /><br /></div>Alejandrohttp://www.blogger.com/profile/00744375867529191979noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-8956153068481701088.post-21879301988991378322009-12-17T12:52:00.000-08:002009-12-17T12:54:28.951-08:00Apuntes sobre literatura argentina y violencia: Los reventados de Jorge Asís.<div align="justify">Los Reventados es una novela que, si queremos pensarla dentro del eje de la violencia, hay que empezar diciendo que, en el contexto setentista, se ubica en un momento de violencia histórica que es la masacre de Ezeiza: lo que revientan son las contradicciones del peronismo. Para Verbitsky Ezeiza, el 20 de junio del 73, prefigura los años por venir, que son años de violencia. La palabra reventados se usa de muchas maneras, pero la primera de todas es la que connota violencia política: la novela empieza cuando revientan a Rucci, el líder de la CGT. Luego será la manera de referirse a una serie de personajes de carácter pícaro que viven en la ciudad como en la selva:<br /><br /><em>“A afilarse los dientes, Vitaca, a pedalear, a agarrarse bien fuerte de la liana que nosotros tenemos que vivir como Tarzán”.</em><br /><br />La novela plantea un contexto social que es la lucha del más fuerte, personajes cínicos que dicen: hay que matar para que no me maten. Hay una frase que aparece siempre: “está bien, se salva”. Hay que hacer cualquier cosa para salvarse, y este salvarse a costa de todo es celebrado: está bien que una mujer, para salvarse, se case con cualquiera. Cito:<br /><br /><em>“La Esperpentita se metió con un ingeniero. Esta bien, se salva, que pague el pato el ingeniero ese, quién le mandó estudiar, que se joda”.</em><br /><br /><br />En una nota de Esteban Rodríguez de El Ojo Mocho en donde se habla del estilo crudo de este texto, el autor dice que el reviente no apela a una condición individual y extraordinaria sino a una situación colectiva. Es la sociedad misma la que revienta a la gente, la que la obliga a vivir en la ley de la selva, en el te mato o me matás. Para triunfar hay que traicionar, estafar, timar: el éxito, el poder, es una violencia contra el prójimo. Hay que vender fórmulas para ganar la lotería, cheques en blanco, hacerse amigo de escribanos muertos. La novela da cuenta de una sociedad que se mueve mediante el fraude. Un personaje clave es Desiderio. Vía política, por medio de la Cegeté, entró en Bienestar Social y lucró con las donaciones para las inundaciones de Santa Fe, desviando la mercadería para lucrar con ella, cambiaba leche condensada por leche en polvo, y que logró hacer entrar en el juego a todos los empleados que al final se peleaban por ver quién era el más guacho.<br />Sin embargo hay algunas tensiones: los personajes de la obra, estos pícaros, están diferenciados de la masa, por ejemplo la masa de Montoneros que le grita “comerciantes de mierda”. También se diferencian de personajes como Cachito, el hombre honesto, trabajador, que para ellos es el hombre idiota, débil, el que no está acostumbrado al pedal. Hay acá una tensión entre los pícaros y una sociedad a los que ellos ven así, así los describe Rocamora:<br /><br /><em>“Pero miralos, miralos a esta manga de imbéciles que nos rodea, infelices, pelotudos, por ejemplo acá, miralos bien, fijate y decime si no es para matarlos”.</em><br /><br />De manera que se puede ver, en la novela, una contraposición entre los pícaros y la gente que ellos llaman los infelices, los pelotudos, los sentimentales, los idealistas. Es significativo cuando, en Ezeiza, ya desesperado por no vender nada, Willy se pregunta ¿qué quiere esta gente, qué hay que venderles?, y justo la masa está gritando: “La patria socialista”. Hay una contraposición entre el cinismo y la ley de la selva de estos personajes pícaros y una masa idealista. Y acá es donde se puede ver que una de la violencia del texto es la violencia de Asís contra la izquierda: Asís ataca tópicos, por empezar el del pueblo idealista, comprometido, noble. Y es extraño que la novela haya ganado el premio Casa de las Américas, en tanto que anticipa ese cuestionamiento de la izquierda, esa sátira de la izquierda: lejos de ser ese proletariado platónico que va a la revolución, los personajes de Asís, más cerca de Arlt que de Tuñón, son unos oportunistas que eligen estar con el que gane y, mientras tanto, al costado. Cuando empieza el tiroteo en Ezeiza, el negrito dice:<br /><br /><em>“los giles que se pelean por la patria peronista o la patria socialista. Una discusión de putas, hay que dejarlos, con el que gane me prendo”.</em><br /><br />Es muy acertada la circunstancia histórica: en un momento de efervescencia social, de banderas socialistas y movilización patriótica, se destaca el lucro individualista al extremo: Rosqueta, personaje clave, que hace negocios con esta situación social (lanzar antes que nadie una publicación con las fotos de Ezeiza), y el hecho principal de la novela, la venta de cotillón político.<br /><br />Es significativo que Asís le haya dedicado una novela a Haroldo Conti: Conti, en Mascaró, la misma época, hace una retrato del pueblo con personajes que, si bien sus pícaros, saben ponerse del lado de los buenos, de los justos, para luchar contra los injustos: hace literatura con los tópicos revolucionarios. En Asís lo que sobresale es el cinismo dentro de la ley de la selva, que podría entenderse como el capitalismo, sólo que aquí no se quiere superar, se acepta, los personajes acatan esta ley, es la única manera de triunfar y de vivir: lo demás es la estúpida clase trabajadora, la moral, el sentimentalismo.<br />La picaresca es un género que nació como parodia de los libros de caballerías o de la novela sentimental, y el personaje es el del antihéroe. Por esto es que Asís es leído como el pícaro de los setenta: es el anti-revolucionario, es decir, el contra-revolucionario, el que ya prefigura, en novelas como esta, al menemismo, la patria amoral de la especulación, del trepar a costa del otro. Y da golpes bajos porque sus novelas son populares, incluso tributarias de la literatura de Arlt, hasta del realismo socialista: los pícaros son gente de pueblo y la ley de la selva, la traición, la injusticia, está enfocada en ellos y no en los sectores clásicos de poder, como pasa con Operación Masacre, por ejemplo, en donde lo inmoral es la justicia, el Estado, y las víctimas los humildes.<br />Además de esta picaresca, que es funcional a un aparodia de los discursos dominantes del setenta, también se podría decir que hay en esta novela algo de sátira, en tanto la crítica a los tipos sociales, como los militantes de izquierda. Sin embargo, la sátira es un género que expresa indignación y tiene cierto fin moralizador: se exponen los defectos para denunciarlos. En Asís no está clara la intención moralizante, lo que sería mostrar a estos personajes para que vean lo malos que son. Por momentos uno siente que se muestran para burlarse de los justos: estos pícaros son la verdad, porque la vida es la ley de la selva, y todos los demás estarían por debajo de ellos, no son capaces de ver las cosas como son. Son aventureros que se lanzan a la vida demostrando el vacío de valores: de algún modo se comen al caníbal, luchan contra una sociedad hipócrita con la hipocresía, así como Sorel o Fanon dirían que hay que luchar contra la violencia con más violencia, tomar al toro por las astas. Horacio Gonzáles, en La figura literaria del reventado como teoría picaresca de la política, dice que la novela de Asís presenta una picaresca que postula que toda búsqueda del honor es una empresa simulada que enmascara un deseo de poder. Digamos que el deshonor del pícaro desenmascara el deshonor de la sociedad. Contra el discurso épica de una izquierda, se impone una picaresca del marginal oportunista. Si la épica izquierdista es falsa, entonces estos pícaros son personajes más auténticos, porque ellos no esconden la verdad: confiesan todo el tiempo que lo único que quieren es el éxito individual, son más auténticos que muchos líderes montoneros podríamos decir. Tienen algo nitzscheano, al acatar el poder como el hecho de la voluntad del más fuerte, o algo discepoleano, al decir que el que no afana es un gil: ellos son inmorales, pero con esa inmoralidad asumida se burlan de la falsa moral de toda una sociedad que no es mejor que ellos. En un momento Rocamora dice: todos estos idiotas hablan de suicidio pero acá el único que se va a pegar un tiro voy a ser yo. Y de hecho se suicida uno de ellos: en ellos, paradójicamente, hay algo auténtico, la autenticidad del que acepta la ley de la selva, al contrario del idealismo izquierdista, propia de la época, que a partir de acá será sistemáticamente atacada por Asís, tanto desde su lugar de escritor como desde su lugar de embajador menemista. </div>Alejandrohttp://www.blogger.com/profile/00744375867529191979noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-8956153068481701088.post-57129206465993324872009-12-17T12:51:00.000-08:002009-12-17T12:52:26.182-08:00Apuntes sobre literatura argentina y violencia: Griselda Gambaro y Andrés Rivera.<div align="justify">Tanto La malasangre como En esta dulce tierra son obras que aluden a la violencia política, a víctimas y victimarios de las dictaduras, mediante una serie de recursos, algunos de éstos exigidos por el contexto histórico. En principio, no hablan de lo que hablan de una manera directa sino sugerida, aludida. Y creo que Griselda Gambaro, en una entrevista que le hacen sobre La malasangre, da en pocas palabras todas las claves de lectura:<br /><br />Dice a Roffé que se apoyó en 1840 “para hablar de la violencia que habíamos sufrido a partir de 1976 con la instauración de la dictadura en la Argentina. En 1981 cuando se estrenó La malasangre, los militares todavía estaban en el poder, así que no podía hablar del presente directamente. Pero no es una obra histórica”.<br /><br />Vemos entonces tres claves fundamentales:<br />1) Se habla de la violencia actual.<br />2) Para hablar de la violencia actual, se usa el recurso de la historia.<br />3) Estos recursos se deben a motivos del contexto histórico, de la misma violencia que denuncian, por ejemplo, la censura.<br /><br />Halpering Dongui, en su artículo “El presente transforma el pasado”, dice que en este período se escriben una serie de obras, entre ellas La malasangre, que para alcanzar al público del que las separaba la censura, tenían que envolverse en alusiones que eran a la vez elusiones.<br /><br />Me gusta esta idea de alusión-elusión simultánea: se elude y se alude todo el tiempo a la política. ¿Cuál es el hecho que alude a la política, particularmente la denuncia de las tiranías? La decisión de ubicarse en un momento del pasado que ofrece alusiones directas a un momento del presente: el período rosista de los años cuarenta, los años más duros del gobierno federal que empiezan con el asesinato de Maza y con los asesinatos de la Mazorca.<br />Este período, y la figura de Rosas, es todo un símbolo de la cultura argentina desde el Facundo y El matadero. Para el imaginario social este período es sinónimo de tiranía y asesinato. De modo que está claro por qué se vuelve, en los años 80, a la elaboración literaria de este período que había sido ya tan trabajado y revisado. En cuanto al período histórico que estos textos eligen, hay que decir que el rosismo tuvo muchas lecturas a lo largo de la historia: en los años 30, por ejemplo, los Irazusta escriben La argentina y el imperialismo británico en donde el federalismo aparece celebrado como una etapa patriótica. Hubo muchas lecturas, desde diferentes tendencias, que revisaron la mirada sobre el rosismo; sin embargo, la noción de que se trata de un sinónimo de tiranía y muerte, fundada por Sarmiento, es la clásica, y Halperin Dongui observa que Griselda Gambaro le devuelve al público esta imagen del federalismo que habían popularizado los unitarios y los exiliados: algo había quedado en el imaginario social sobre eso, y eso se aprovecha. En el Facundo, el período rosista es una especie de pesadilla, un drama sarmiento, un retroceso a la edad media: esto mismo da a entender lo que fue la vida de Cufré durante los más de veinte años que estuvo preso en un sótano.<br />De modo que es una pura estrategia: no se trata, como bien dice Gambaro, de una obra histórica, una obra interesada por ese período: es una obra política interesada por los problemas actuales. Una de las características que nos dan a entender que no se trata de una novela histórica, en el sentido de que la intención sea hablar de un hecho pasado para estudiar el pasado, es el uso que hace Rivera del anacronismo, sus deliberados anacronismos. El más explícito es cuando Cufré se compara con el protagonista de El milagro secreto, un cuento de Borges. Y un cuento significativo, ya que trata sobre un judío ejecutado por el nazismo. Pero también el momento en el que Isabel lee una noticia en la que el régimen califica a los opositores de imberbes, que nos hace pensar al Perón de 1974, cuando expulsa a los montoneros de la Plaza de Mayo. También aparece alguna vez en la novela la palabra “montoneros”, que no es del todo anacrónico porque había montoneras, pero a la vez podría funcionar como otro anacronismo si la pensamos en la intención de aludir al presente que tiene la novela.<br /><br />Esta es una de las coincidencias centrales entre los dos textos: ubican su trama en 1840 para hablar de 1980. El uso de la historia es una estrategia literaria, una manera sagaz de encarar la denuncia. Se trata, como dice la ficha de cátedra, de figuraciones de la historia como cifra del presente político.<br /><br />En cuanto al recurso de decir algo indirectamente, vemos que la trama misma de La malasangre alude todo el tiempo a eso. Un ejemplo claro son los modos de comunicarse de Rafael y Dolores: para decirle que tiene que ser prudente, la hace declinar el adjetivo prudente en latín, así como le dice que la quiere haciéndole leer un poema de Víctor Hugo cuando le enseña francés. Los mismos melones, las cabezas que cortan los mazorqueros, es otra manera de decir una cosa por medio de otra.<br /><br />Andrés Rivera dice, en la entrevista “Las lecturas de la historia”, que lo que un escritor busca en la historia son los universales. Y pone como ejemplo a Shakespeare: todos los dramas de Shakespeare aluden a hechos históricos, pero la gente no los lee porque le interesen esos fenómenos sino para buscar temas trascendentes.<br /> Pero hay muchas otras coincidencias. Una de ellas es que ambas obras parecen constituir un microcosmos, un microcosmos similar al de La metamorfosis de Kafka: las historias que cuentan suceden fundamentalmente en una habitación, y no hay más que tres o cuatro personajes. Sin embargo, sentimos todo el tiempo que se nos habla de la sociedad entera. Las relaciones que se establecen entre Cufré e Isabel, o entre Dolores y el Padre, sirven para pensar las relaciones entre los distintos sectores de una sociedad: gobierno, pueblo, funcionarios, intelectuales.<br />Si pensamos tanto en la relación entre Cufré e Isabel, o en la que mantienen los distintos miembros de la familia de La malasangre, podemos pensar en el Foucault de la Microfísica del poder: el poder no está sólo en los que gobiernan ni en el Estado sino que actúa, en todos los niveles, en el cuerpo social, como por ejemplo en la escuela y la familia. Esto está muy claro en La malasangre: en la escena V, por ejemplo, el padre dice que lo que necesitan las damas es una mano fuerte, y no sólo las damas. Acá se ve que el mecanismo represivo que actúa entre padre e hija dentro del ámbito familiar es el mismo que el que actúa entre gobernador y pueblo. En En esta dulce tierra también se representan estas relaciones de poder en varios niveles: Cufré sufre el despotismo del tirano, así como nos enteramos que Isabel sufrió el de su padre cuando, antes de morir, la obligó a casarse con un candidato que ella no quería, la misma situación de La malasangre.<br />Dentro de la bibliografía, a mí me resultó útil el texto de Claudia Gilman, Historia, poder y poética del padecimiento en las novelas de Andrés Rivera.<br />De este texto destaco una observación. Claudia Gilman dice que novelas como En esta dulce tierra marcan, dentro de la trayectoria de Rivera, algunos cambios con respecto a sus primeras novelas, que apostaban a una representación de la violencia social mediante un marxismo más esquemático, más maniqueísta, sobre todo porque se trataba de una lucha de los buenos contra los malos, del Estado contra una clase, sin profundizar demasiado el tema del poder. Mientras que en novelas como En esta dulce tierra vemos que el poder ya no tiene un fundamente tan racional, sino que se ejerce y se sufre en todas direcciones, es algo más oscuro, más sutil: Cufré, más que la persecución de la Mazorca, sufre la tiranía de Isabel, que lo tiene en una situación de humillación y de mentira con respecto a su situación y a la del país.<br /><br />Ahora quisiera marcar otra coincidencia entre los dos textos, que es el tema de la resistencia.<br /><br />Los dos textos, pese a que cuentan historias trágicas, personajes vencidos que siempre terminan mal, al mismo tiempo afirman que, ante la tiranía, hay que ejercer la resistencia. En La malasangre el personaje de Dolores es, en este sentido, el más fuerte: es la voz que termina desafiando la autoridad del padre, que le grita “canalla”, “hipócrita”, “pusilánime”, y que ese desafío es lo que la hace libre, incluso habiendo perdido la oportunidad de escaparse.<br />Para el caso de Rivera me parece interesante una observación que hace Carlos Dámaso Martínes, en “Historia entre la razón y el delirio”, artículo publicado en Punto de vista. Lo que dice es que, mediante la figura de Cufré, la novela muestra al intelectual como un hombre que tiene una ética y una voluntad transformadora frente a los conflictos de la historia: Cufré, en lugar de vivir cómodamente en París, elige volver al país en los peores momentos para estar perseguido y marginado. Al contrario de otros intelectuales, como Pedro de Angelis, que terminan siendo funcionales al poder, que se adaptan a las situaciones, lo que hay que hacer es mantener la utopía, poner el cuerpo ahí, en la situación crítica, incluso cuando sea evidente que no hay nada que hacer. Antes de entrar en la casa de Isabel, Cufré demuestra valentía, está dispuesto a morir peleando, va por las calles con las pistolas listas: digamos que, en lugar de quedarse en París, elige ese destino sudamericano del Poema conjetural de Borges.<br />La única razón que da Cufré sobre su regreso es su condición de argentino, y para Cufré ser argentino es pelear contra toda esperanza.<br /><br />Gambaro, en una entrevista sobre la obra, dice que quiso "contar una historia que transitara esa zona donde el poder omnímodo fracasa siempre si los vencidos lo enfrentan con coraje y dignidad, si se asumen en el orgullo y en la elección".<br />(En “Dramaturgias latinoamericanas contemporáneas, Andrade y Cramsie).<br /><br />Esta definición del argentino como alguien que lucha contra toda esperanza, y esta representación de la historia argentina también podrían servir para una lectura sobre el ser nacional. La Argentina como una fatalidad es uno de los tópicos de la cultura argentina, que podría empezar con Facundo, diciendo que el espacio mismo del país es lo que produce la barbarie, y después con el Martínez Estrada de la Radiografía de la pampa. Acá vemos que ser argentino es pelear contra toda esperanza, y que la historia argentina es una especie de círculo vicioso en la que siempre pasa lo mismo: la violencia política triunfando contra las esperanzas. Viene al caso recordar la tesis de Viñas, en Mirada y violación de la literatura argentina, cuando dice que la literatura argentina comienza con una violación, y no hacemos más que volver a escribir la escena del unitario violado por los federales que describe El matadero. Justamente, lo que vemos en la novela de Rivera es un hombre que, por una especie de fatalidad, lo que hace es dirigirse directamente hacia la boca del lobo. ¿Qué hace, en los años del rosismo, un unitario, tan explícitamente unitario, caminando por Buenos Aires hacia el foco de la federación, como dice el cuento? Es lo mismo que hace Cufré en una novela escrita un siglo y medio después. Estos hechos simbolizaran la fatalidad como ser nacional, la representación de una violencia inevitable.<br />Y podríamos encontrar esta visión fatalista de la historia argentina en varios textos del programa: Cuerpo a cuerpo de David Viñas, Fin de fiesta de Beatriz Guido, y varios cuentos de Borges en donde se entiende la violencia como cifra nacional.<br /><br /><br /> </div>Alejandrohttp://www.blogger.com/profile/00744375867529191979noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-8956153068481701088.post-37016097824980497502009-12-17T12:50:00.000-08:002009-12-17T12:51:07.826-08:00Apuntes sobre literatura argentina y violencia: El niño proletario de Lamborguini.<div align="justify">El niño proletario, un texto del 73, incluido en Sebregondi retrocede, es un texto que se ubica explícitamente en el eje violencia en tanto una línea característica de la literatura argentina.<br />Si como dice Viñas la literatura argentina comienza con una violación, y luego no hace otra cosa que volver a escribir la escena del unitario violado por los federales, El niño proletario podría haber sido escrito para afirmar esta tesis.<br /> Tanto a nivel de contenido como de lenguaje, está claro que el texto es fuertemente político, y que esta política, en el marco setentista, consiste en un factor denuncialista orientado a mostrar la lucha de clases. No es un niño proletario sino el niño proletario, es decir, el texto habla de un niño proletario arquetípico. Primero habla en general de manera explícita, dice lo que un niño proletario es, y después se centra en la figura de este personaje, que no deja de ser un símbolo de la generalidad, al punto que ni siquiera tiene voz y que se ajusta al cien por ciento con las características que el narrador le adjudica al proletariado en general.<br />Lo interesante es aquí lo que dice Gamerro en el Nacimiento de la literatura argentina: el texto de Lamborguini pone las cosas en su lugar. Textos como El matadero, el Facundo, o la Fiesta del monstruo en el siglo XIX, representan a una barbarie que, en tanto la masa popular, vendría a ejercer la violencia y el sadismo contra la civilización. Sin embargo, si uno observa la historia, lo común fue lo contrario: la civilización ultrajando, violando, exterminando a la barbarie. Por eso el texto pone las cosas en su lugar: aquí la violencia la ejerce la burguesía, una voz narradora ornamentada con toda una estética y un estilo de distinción, de bien decir, de poesía, en tanto que la víctima es el niño pobre que, en lugar de llevar libros bajo el brazo, lleva diarios para vender. Es significativo que el contexto social del texto sea el peronismo, el clima político de los setenta previo a la dictadura, una dictadura que, con su sistema de tortura sobre la clase obrera, parece consumar literalmente lo que el cuento anticipa de manera literaria, finamente literaria. En su artículo sobre El fiord, Nestor Pherlonguer lo cita a Germán García diciendo que, en la primera mitad de los setenta, “la onda” era la violencia política y la perversión sexual, esto último entendido como el principio de la circulación de cierto tipo de discurso psicoanalítico. Y se podría decir que estos elementos, la violencia política, el discurso de la sexualidad sin límites amparado en el psicoanálisis, le permiten a Lamborguini construir una literatura maldita: el malditismo de Lamborghini, a diferencia de Sade o Baudelaire, es claramente político. El mal de este malditismo es justamente la violencia política, la tradición literaria argentina. El mal es la clase burguesa explotando a la clase proletaria, el ejército reprimiendo a las masas populares. Y desde luego que esta violencia, más allá del contenido, se trabaja muy intensamente en la forma: la propuesta de Literal es una subversión del lenguaje, de las formas. El lenguaje se lleva al extremo de la violencia, de la significación, sobre todo demostrando que se puede decir de manera hermosa algo espantoso: esta es claramente un ataque al sentido común, una burla al sentido común. El hecho de que la violencia opere tanto sobre esta burla hace que los textos de Lamborghini tengan tantos elementos paródicos y alegóricos: hay un cuestionamiento que actúa a la vez en ambos planos que son el lenguaje mismo, la cultura oficial, la política. Si la literatura argentina es violencia, y esta violencia se desata en términos de civilización y barbarie, el niño proletario lo que hace es darle pleno sentido a esta conjunción, que en Sarmiento no estaba muy clara: la civilización es la barbarie porque es la violencia. Se trata de una escritura política que Lamborghini no oculta, sólo que explica su particularidad: en contra de la estética boedista, o de los obreros de Tuñón cayéndose del andamio, se trata de evitar hacer eso tan fácil que es decir “estoy en contra de la burguesía”, y llevar al límite el discurso de la burguesía, manifestar con este malditismo literario lo que la burguesía es.<br /><br /><br /> </div>Alejandrohttp://www.blogger.com/profile/00744375867529191979noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-8956153068481701088.post-38142193829237597012009-12-17T12:46:00.000-08:002009-12-17T12:49:58.474-08:00Apuntes sobre literatura argentina y violencia: Viñas, Cuerpo a Cuerpo y Los dueños de la tierra.<div align="justify"><strong>1. Los dueños de la tierra.</strong></div><div align="justify"> </div><div align="justify">Los dueños de la tierra es una obra funcional a la visión crítica que tiene Viñas sobre la literatura argentina: la violencia.<br />Su propia literatura es un ejemplo de sus aseveraciones como crítico. La literatura argentina empieza con una violación, y de ahí en más se caracteriza por representar problemas de violencia, de violencia social, política, ideológica.<br />El tema de la novela es la historia argentina, y esta historia se caracteriza por la violencia. Los tres primeros capítulos de la novela ya marcan una línea histórica, dan cuenta de una mirada crítica sobre una historia que se hace a base de matanzas, abusos, injusticias. Las fechas son 1892, 1917 y finalmente 1920, es todo un preludio. 1892 da cuenta de la etapa final de la conquista patagónica, la matanza de indios, animales, de cualquier cosa que impida la cría sistemática de ovejas, la expansión de la industria lanera. Se demuestra que los estancieros, los grandes propietarios, los que aparecen como respetables miembros de la sociedad, lograron su prosperidad gracias al asesinato. <br />Mediante Vicente Vera, el juez de Yrigoyen, Viñas muestra un mundo de confrontación en donde no hay lugar para la paz. Vicente Vera es el símbolo de la equidistancia, de la ecuanimidad, de la diplomacia, de todo aquello que no tiene nada que ver con la historia argentina. Vera sufre la desgracia de ser enviado a la Patagonia para ver las cosas de cerca, para tener que actuar en medio de la historia, y su fracaso, que es a la vez una crítica al liberalismo yrigoyenista, se debe a que no toma partido: está entre dos fuerzas, los estancieros y los obreros, y él busca lo imposible: la no confrontación. Es significativo que el convenio se firme en un teatro: todo eso era ficción. La verdad de la historia, de la historia argentina, es la violencia entre sectores, y uno no puede darse el lujo de ser neutral. Yuda, el personaje fuerte, es la que pone las cosas en su lugar. Le dice:<br /><br /><em>“Ser ecuánime es no estar con nadie. Es como estar suspendido en el aire…Esa equidistancia tuya es no vivir, Vicente”.</em><br /><br />El personaje de Vicente está muy bien construido en este sentido. Vicente es, como le dice Yuda, a un partido de señoritos que tiran para un lado y para el otro. Toda la construcción de Vicente, hasta en los más mínimos detalles, alude a esta condición de equidistancia absurda, de no ser una cosa ni la otra, nunca puede decidirse. Por ejemplo, cuando está por entrar a hablar con los estancieros por segunda vez, le dice a Yuda que prefiere que lo espera en la plaza, pero a la vez quiere que suba con él. Al final Yuda tiene que subir, y tiene que subir para tomar partido, lo que él nunca puede hacer. Vicente siempre está como desdibujado, ambiguo, frente a una realidad que se le muestra definida: el comisario que critica la obra de France, el general Baralt, los estancieros. Vicente es e hombre que da trompadas en la facultad y que presta libros en el club, o un compadrito, es decir, alguien que habla de París en Buenos Aires y que se jacta de no saber francés en París. Toda su personalidad alude a esta indefinición, y esta misma indefinición es, a la vez, representante de su partido: la novela hace la crítica del radicalismo, un partido que no toma posición ante la violencia social, y por eso termina siendo utilizado y finalmente ninguneado.<br />Subyace a la novela toda una tesis sobre la violencia, sobre la violencia como hecho político. Podría leerse a la luz de artículos como “Para una crítica de la violencia”, de Benjamin, en Iluminaciones IV. Aquí Benjamin dice que la violencia es lo que funda, conserva y garantiza el derecho, que la violencia y la ley son las dos caras de la misma moneda. Haciéndose eco de Nietzsche, Benjamin dice que el Estado, lejos de abolir la violencia, lo que hace es ejercer el monopolio de la misma. La ley, es decir, los jueces, no pueden salirse de la ley del Estado. Esto es lo que le pasa a Vicente: si se pone del lado de los obreros, lo acusan de maximalista. En un momento Yuda le lee un fragmento de Anatole France que podría haber citado Benjamin, o Foucault: “Pues si yo juzgara contra la fuerza, mis sentencias no serían ejecutadas”. El juez no puede ponerse en contra del Estado, y de hecho Vicente no lo hace, elogia al ejército, confía en ellos. Pero no entiende que hacer esto es ponerse en contra de los obreros. Está en una encrucijada permanente, no sabe qué hacer. Entonces le pregunta a Yuda ¿qué hago?, y Yuda le dice: “Embanderarte”. Como dice Martín Khoan, la lección de Vicente es que la imparcialidad es imposible. Vicente tiene que aprender que está en un mundo de confrontaciones: el poder político, Yrigoyen, el económico, los estancieros, el de las armas de los militares. Todos pelean contra todos, y uno tiene que, como dice Yuda, embanderarse, porque buscar ese justo medio, esa ideal equidistancia, tiene como consecuencia el salir de la historia, el quedarse parado viendo cómo las cosas suceden: la realidad histórica es la violencia de la lucha de poderes, y la equidistancia es una ficción. La misma lógica de pensamiento de Vicente queda fuera de la realidad:<br /><br /><em>“Vicente justificaba el Ejército, el ejército a Hipólito Yrigoyen, Hipólito Yrigoyen a Vicente. Todos eran razonables, aliados, cautelosos y tranquilizadores”. <br /></em><br />En cuanto a la violencia de esta literatura, es interesante el comentario de Aníbal Jarkowski en “El otro sur”. Al contrario del sur de Borges, que es un sur casi mítico, alejado de la historia, carente de referencias, el sur de Viñas es el sur político plagado de cadáveres, el de la violencia del poder. Y las consideraciones sobre el estilo: el lenguaje mismo hace referencia a la violencia; el contrapunto constante de los diálogos, la conformación de personajes tan funcionales, por sus características, al choque, los crispado de algunas frases, la sensación de que, como dice Kohan, se está escribiendo sobre algo que da bronca.<br /><br /> </div><div align="justify"> </div><div align="justify"><strong>2. Cuerpo a cuerpo.</strong></div><div align="justify"> </div><div align="justify">Cuerpo a cuerpo es una novela muy peculiar, que se caracteriza por afrontar el tema de la violencia, de la representación de la violencia, mediante una serie de recursos principalmente formales. Es una manera de exponer la violencia que consiste en violentar la lengua literaria, el estilo, las leyes de los géneros. Para hablar del tipo de representación de la violencia que hace Viñas en Cuerpo a cuerpo me parece interesante comentar algunas observaciones que hace Julio Ramos en Desencuentros de la modernidad. Julio Ramos lo que hace es leer los modos de representación de lo latinoamericano, y se pregunta qué es Latinoamérica, respondiéndose que Latinoamérica es, ante todo, un campo de lucha producido por una serie de discursos intelectuales, textos. De modo que América Latina es, ante todo, un concepto, no es un campo organizado que existe antes de las miradas que quieren representarlo. ¿A qué se debe esta importancia tan acentuada de la representación textual de la identidad americana? Se debe a la violencia histórica en tanto un elemento característico del espacio latinoamericano, un espacio traumático, desfigurado, conquistado, atacado continuamente. América Latina, debido a su violencia, es un cuerpo descoyuntado y descompuesto por la violencia histórica, un cuerpo enfermo que necesita un discurso que lo organice, que articule textualmente, en una totalidad, todos sus órganos que en la realidad están dispersos. Ante un espacio social quebrado, desarticulado, inmaduro, es necesario un discurso coherente que construya esta identidad como un todo concreto. Esto es lo que lee Julio Ramos en los textos de Martí, sobre todo Nuestra América. Martí, a la hora de hablar de América Latina, necesita servirse de una retórica impecable, definir un estilo coherente y abarcador capaz de juntar y articular las partes desmembradas del continente: necesita hacer el poema de la identidad latinoamericana. Se define así un discurso que habla de la identidad, es decir, de la totalidad: ante la violencia histórica que destruye el territorio latinoamericano cortándolo en pedazos, los textos lo que hacen es rearmar este cuerpo, representar la totalidad que la realidad destruye con la violencia. Si quisiéramos definir el tipo de representación que hace Viñas de la violencia histórica en Argentina, de la violencia estatal, bastaría con pensar que hace todo lo contrario. Aníbal Jarkowski, en su artículo sobre la novela (Sobreviviente de una guerra; enviando tarjetas postales), dice que Cuerpo a cuerpo expone un modelo narrativo que cuestiona los grandes relatos históricos o filosóficos que intentaron versiones sobre la totalidad de lo real. La experiencia trágica de la última dictadura militar hizo imposible una representación de la totalidad. Ante esto, Cuerpo a cuerpo usa como estrategias la fragmentación discursiva, el abandono de la mímesis representativa.<br /> En lugar de hacer una novela de la totalidad, lo que hace es exponer el cuerpo quebrado, los fragmentos, los pedazos de un cuerpo, la historia argentina, tal como están, desmembrados y poco articulados, debido a la violencia política.<br />Lo que hace la violencia histórica con el cuerpo de la nación es lo que hace Viñas con el género de la novela.<br />El estilo de la composición, y el tipo de lenguaje que se usa, ya son, más allá del argumento, una serie de recursos formales que aluden a la violencia. La estructura misma de la novela, algo caótica, desordenada, llena de referencias difíciles de recuperar, las dificultades que presenta la lectura: todo esto da la idea de ese cuerpo descoyuntado por la violencia estatal que es la argentina de los años setenta, pero también la Argentina misma, ya que la novela alude a toda la historia de la literatura argentina a través de la biografía de Alejandro Clans Mendiburu, un teniente general. Ya en Facundo vemos que mediante la biografía de un personaje se propone una mirada crítica sobre la historia argentina. Como en Facundo, esta historia está signada por la violencia, y en este caso la violencia se representa sobre el lenguaje, sobre las convenciones del género novela. En cuanto al personaje entrevistado por Yantorno, Mendiburo, vemos que la historia de su vida remite a una multiplicidad de referencias culturales, la mayoría imprecisas. Jarkowski observa que esta tremenda demanda de competencia cultural que padece el lector es, junto a la compleja disposición de los capítulos y a lo crispado de la sintaxis, un factor restrictivo de lectura, hasta el punto de que la novela se vuelve ilegible, por momentos tan imposible de entender como lo que está pasando en Argentina. Los crispado del lenguaje es también una dificultad de lectura que alude a la violencia. En “Mirada y violación en la literatura argentina”, Viñas alude al lenguaje como un recurso de violencia, por ejemplo, las declinaciones del lenguaje popular, en Amalia, constituyen una violación lingüística de la norma académica. En el caso de Cuerpo a cuerpo lo que sucede es que se coloca al lenguaje fuera de la mímesis.. La sintaxis de la oralidad se abandona en beneficio de una estructuración cuasi-telegráfica mental, impronunciable, crispada, en donde predominan las construcciones nominales truncas y se experimenta en el límite de la cohesión discursiva.<br /><br /><em>-Mensaje, Goyo.<br />-Qué.<br />-Una carta.<br />-Díganle que todavía estoy en la arina.<br />-Qué cosa.<br />-En la harina. Las nubes. Una ballena tibia. Alguna gordinflona.</em><br /><br /><br />De modo que la ficción lo que hace es representar la beligerancia social y a la vez luchar contra ella. De hecho la novela está estructurada sobre toda clase de provocaciones: provocación ante todos los discursos del poder, sea este económico, político, cultural, estético.<br />Una de la manera de representación de la violencia está dada por los epígrafes. Los epígrafes construyen la historia argentina, y todos aluden a la violencia del poder: Luis de Miranda con el poema que cuenta el enfrentamiento de los españoles con los diaguitas,;Sarmiento, hablando de la necesidad de exterminar a os salvajes; Julio Roca felicitando a los soldados que se desempeñaron en la campaña del desierto; el poema de Kipling contra los negros; y finalmente el general Manuel Saint-Jean, en nombre de la dictadura, diciendo que van a matar a todos: los subversivos, los colaboradores, lo simpatizantes, los indiferentes y los tímidos. Estos epígrafes son, como la novela, una suma de fragmentos, fragmentos inconclusos, pero que si uno los junta, los lee críticamente, logra, a través de las partes, hacer una lectura de toda la historia argentina que se caracteriza por la violencia: desde la matanza de los indios hasta la de los subversivos.</div>Alejandrohttp://www.blogger.com/profile/00744375867529191979noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-8956153068481701088.post-55566417329195955052009-09-23T08:16:00.000-07:002009-09-23T08:20:24.392-07:00Contame una historia, poéticas del tango y literatura argentina.<div align="justify"><em>Ponencia en estilo oral, presentada en la Universidad del Comahue, Neuquén, durante el V encuentro nacional de estudiantes de Letras.<br /></em><br /><br />Esta ponencia, llamada Contame una historia, es el fruto de un seminario, dictado en la UBA en el primer cuatrimestre de este año sobre tango y literatura. Lo que hicimos fue analizar poéticas del tango, corpus de letras de tango, de la misma manera en la que analizamos obras literarias, tanto desde criterios formales (métricas, estilos), como desde criterios culturales más amplios (sociológicos, políticos, urbanistas). Nuestros autores literarios fueron Gardel, Lepera, Manzi, Pascual Contursi, Cátulo Castillo, Cadícamo, entreverados con Oliverio Girondo, Tuñón, Arlt, Borges, etcétera.<br />Yo voy a hablar un poco del universo de las letras del tango, vinculándolo con algunas cuestiones literarias, o más bien voy a exponer algunas cuestiones generales sobre las letras del tango como si fueran una obra de tipo literario.<br />El eje que elijo, es el eje del nacimiento de las letras del tango, de la evolución de estas letras dentro de una coyuntura cultural.<br />En principio, el origen de las letras del tango nos lleva a un tipo de estudio que nos recuerda un poco al estudio de la épica, porque trabajamos con un material complicado debido a su carácter oral, no escrito, no hecho para ser leído sino oído. <br />Leo, entonces, el planteo, que se llama, como la letra de un tango, Contame una historia, la letra de un tango que empieza así:</div><div align="justify"><br />Vos que tenés labia, contame una historia.<br />Metele con todo, no te hagas rogar.<br />Frename este absurdo girar en la noria<br />moliendo una cosa que llaman "verdad"...<br /><br />Contame una historia distinta de todas,<br />un lindo balurdo que invite a soñar.<br />Quitame esta mufa de verme por dentro<br />y este olor a muerte de mi soledad...</div><div align="justify"><br />Contame una historia es el título, y la súplica, que entona Adrián Guida, vocalista de Pugliese, un siglo después de la época en la que nace el tango en Buenos Aires.<br />La letra del tango Contame una historia, de Mario Iaquinandi, podría haber sido la letra de un hipotético primer tango canción e introducir nuestras preguntas: ¿cómo surgieron las letras del tango, música muda del suburbio, que tuvo que tomarse su tiempo antes de incorporar su primer cantor? ¿Qué fenómeno urbano, político y social conformó esta voz que cantó y contó una historia?<br /><br />Los estudios sobre los orígenes del tango coinciden en el hecho de que los primeros tangos, sencilla música de lenocinio, carecían de letra. Sus notas debieron ser improvisadas por algún músico ambulante “para facilitar el acercamiento entre pupilas y clientes ”. Sus primeros balbuceos, que no llegaban a ser historias, eran, como mucho, chistes pecaminosos, frecuentemente obscenos, explícitamente tributarios de su ambiente prostibulario: Dos veces sin sacarla, Con qué tropieza que no dentra, el Choclo. Gobello no duda en afirmar que las primeras letras, sin canto ni música, tuvieron que ser “exclamaciones de admiración que exhalaban los compadritos cuando algún compinche se lucía con su compañera ”. Idea Vilariño se pregunta si se trataba de tangos o más bien improvisaciones sobre habaneras, como el de la casera, o tangos andaluces como el del pitillo.<br />A fines del siglo XIX, las primeras manifestaciones de lo que ya era el tango, gestado en el marco de la milonga, fueron fundamentalmente música, baile, pero todavía sin cantor y sin historias. Borges, que malquería el tango canción y sus lunfardas historias melosas, escribe en una de sus mejores páginas que no puede hacerse un tango sin atardeceres y noches de Buenos Aires . Tal vez este precioso material bastaba, a fines del diecinueve, para cualquier composición, ¿pero por qué y sobre la base de qué contexto llegó la letra y los tangos empezaron a contar historias?<br />Para pensar una posible respuesta para esta pregunta, estimo acertada la clave de considerar que el auge de las letras del tango coincide con el auge de Buenos Aires como una gran ciudad inmigratoria que, a partir del siglo XX, deja de ser una gran aldea para convertirse en una gran metrópolis.<br />Durante las primeras décadas del siglo XX, Buenos Aires experimenta un proceso de crecimiento espectacular, casi inédito en la historia de las ciudades: “Los alrededor de 2.000.000 de habitantes existentes en 1880, se convirtieron en cerca de 8.000.000 en 1914 ”.<br />Vale decir que la ciudad, así como su música, se llenó de una multitud de historias en un breve período de tiempo. La complejidad de este proceso exige detallados análisis de coyuntura, pero me atrevo a decir que, así como Buenos Aires se convirtió en la ciudad llena de gente, el tango se llenó de historias, desacomodos, nostalgias, nostalgias que, aunque hablen de Buenos Aires, nos hacen pensar en la de pueblos que se han dejado para llegar a Buenos Aires, a la letra del tango.<br /><br />Lugar ambiguo entre las orillas y los salones, los payadores y los poetas, la calle y la academia, tal vez la letra del tango fue el lugar en donde menos artificiosamente se expresó la manera de ser y de pensar propia de una ciudad cosmopolita e inmigratoria.<br /><br />Con menos problemática que la literatura, y aunque todavía capaz de cantar asuntos de atmósfera criolla o campera, a partir de la década del veinte el tango explota en la cultura porteña con una poética, una sensibilidad, una temática y un ambiente eminentemente urbano cuyos personajes, liberados de los tópicos de una literatura gauchesca, eran ya los ciudadanos del bulín, los malevos del conventillo, el baraje gringo, las francecitas, las galleguitas, los que bajan del barco italiano.<br /><br />La circunstancia demográfica de la ciudad que escuchó cantar a Gardel la historia de Mi noche triste indica que, hacia 1914, los inmigrantes representaban más del 60% de la población total, a diferencia del apenas 12% que ocupaban en 1860. Y es justamente el período que abarca las décadas del diez, del veinte y del treinta, el que ofrece la cumbre del tango como composición poética. La Guardia Vieja termina cuando Gardel, en el año 1917, hace popular la letra de Mi noche triste para dar vida al auge del tango canción. Pelletieri, citado por Logmanovich, afirma que este tango, lejos de aquellas rimas obscenas del lenocinio, se constituye como el tango que representa a la ciudad nueva, a la ciudad gringa, a la ciudad de la multitud extranjera, en tanto que “estar en el tango es estar en el mundo de la gran ciudad” . Mi noche triste, además de ubicarse en el espacio urbano, desplazando el rancho por el bulín, se despide de la fiel y campestre morocha para sufrir por la fugitiva y urbana “percanta”, estableciendo con naturalidad el registro del lunfardo: “amuraste”, “encordelarse”, “catrera”, “campaneando”, “cabrero”. La morocha ya se ha convertido en “la amada enferma de la ciudad” del poeta inspirado por La musa de la mala pata. Un poeta como Nicolás Olivari incorpora la poética tanguera y sus términos lunfardos para resumirlo todo en una poesía urbana y popular con una manera peculiar de retratar la ciudad, el hombre, la mujer:<br />La pobre ya siente que toca<br />la inmortalidad de “Yira-Yira ”.<br /><br />La misma mujer de la ciudad, de la mala vida, aquella que más tarde Discépolo y Homero Expósito retratarían, de igual manera, en el Fangal:<br /><br />¡Pobre mina que nació en un conventillo<br />con los pisos de ladrillos, el aljibe y el parral!<br /><br />Vemos en este léxico la primera y contundente señal de una poética urbana. ¿Acaso el lunfardo, jerga eminentemente inmigratoria, pastiche de ingredientes italianos, españoles, ingleses, franceses, no bastaría para probar el carácter urbano y cosmopolita de las letras del tango?<br />La literatura argentina experimentó en los años veinte los desafíos inherentes al modo de expresión propio de la nueva vida urbana, pero no estuvo tan a la altura de las circunstancias como las letras de los tangos. Sin resolver el contrapunto entre Silvio Astier y Don Segundo Sombra, autores como Borges, Girondo, Raúl Gonzáles Tuñón, Nicolás Olivari escribieron, en los primeros años de la década del veinte, poemarios ansiosos por entregarse a la Buenos Aires actual o resucitar la Buenos Aires antigua: Fervor de Buenos Aires, Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, El violín del Diablo, La Musa de la mala pata, Versos de la calle. Tal vez Girondo y Borges, más acá o más allá del tango, hayan sido las dos caras de esta moneda porteña; un Girondo vanguardista, entusiasmado con la experiencia urbana vertiginosa, cosmopolita de Buenos Aires, se superpone con un Borges nostálgico y criollista empeñado en recuperar el olor del jazmín, los jacarandás y acacias de la Plaza San Martín, el pastito precario que salpica las piedras de la calle, el almacén rosado, el silencio de la tarde y los caminantes solitarios que bajan la voz ante la memoria de sus mayores, el linaje patricio. Si Borges malquiere el tango canción, es porque el tango canción es la Buenos Aires de aquél italianaje mirón que, reemplazando para siempre el patriciado criollo, canta la canción de una ciudad violenta, escéptica, multitudinaria, la ciudad habitada por, en palabras de Lugones, una “plebe ultramarina ”, los hijos de este reptil de lupanar que hacía escándalo en el zaguán del Teatro Odeón cuando el poeta fascista intentaba definir la raza pura de la argentina criolla leyéndole el poema de José Hernández a una platea que lo aplaudía con guantes blancos.<br /><br />Sin embargo, era esa mayoría ultramarina la que ya había llegado para no irse, la que había traído tantas historias que cantar en las letras de los tangos, historias de una ciudad llena de cafetines, esquinas, conventillos, puentes y faroles que juntaban a los protagonistas de una ciudad llena de traiciones, desilusiones, violencias e infamias que no hubieran podido existir en las pulperías de la campaña ni en las historias militares del linaje borgeano. Las historias que cuenta el tango configuran una poética que tienen un nuevo héroe que no es ya el hombre de la esquina rosada ni Juan Moreira: es el ciudadano escéptico, traicionado, perdido en una multitud irrespetuosa; es el rencoroso con berretín de filósofo que se sienta en la mesa del cafetín de la gran ciudad para blasfemar el hastío de tanta muchedumbre insolente.<br /><br />Si bien Pascual Contursi y Celedonio Flores, entre otros nombres célebres, podrían estudiarse como los primeros contadores de historias, los primeros poetas que dieron al tango la trama social urbana y su argumento, tal vez el célebre Discépolo que pisó fuerte en los años 30, letrista estrella de una época en donde la retórica tanguera se hallaba definitivamente constituida, sea el poeta de un universo urbano cuyo héroe, o antihéroe, canta en las letras de los tangos las historias del nuevo y definitivo hombre porteño.<br />Ningún tango más apropiado que Cambalache para resumir el espíritu resignado ante la vida de la gran ciudad inmigratoria que empieza a establecerse; un espíritu que se queja de esta vida puerca al tiempo que, inevitablemente, forma parte de ella sabiendo que ya no es posible ninguna vía de escape. Ya no hay quién lo niegue, ya son más de diez millones los argentinos que, en el mismo lodo y todos manoseados, se revuelcan en los episodios de una población cosmopolita que, por las características inherentes a su espacio urbano, encuentran el modo de pisotear los valores, afanar, estafar y mentir para luego indiferenciarse, mezclados con todo, en una multitud problemática y febril. Ya no hay quién niegue que Buenos Aires se convirtió en un cambalache en donde todo está mezclado: lo criollo con lo extranjero, Carnera con San Martín, lJesús y el ladrón.<br /><br /><br />Arlt pregunta en Los siete locos, por boca de uno de ellos, ¿de dónde salieron tantos monstruos? ¿Y de dónde salieron tantas historias? Ahora hay muchas historias para contar, hay mucho que decir, hay mucha gente, muchas ilusiones que se han perdido, muchas letras, mucho tango.<br />Como Buenos Aires, el tango está maduro: ha sufrido y se ha vuelto escéptico; ha vendido el alma y rifado el corazón; ha visto que el mundo no tiene solución; ha visto a su morocha, ya descangayada, salir del cabaret; ha visto su honor desnudado en una feria; se ha arrastrado entre espinas; ha yirado mucho en la vía sin una ayuda, una mano ni un favor. Como Buenos Aires, el tango está maduro: cansado de ver la vida, se ha desencantado y canta ya la historia de su vida y el enojo de sus quejas porque acaba de morir su sueño de juventud.<br /><br />El sujeto de Discépolo es un sujeto quebrado, fragmentado por la infamia; ha perdido la integridad, la identidad; no es ni estrictamente revolucionario, ni tampoco conservador: es un sujeto aniquilado por la multitud infame, por la violencia de una ciudad en la que despierta como de una pesadilla para decir “no sé más quién soy”. <br />Hay un semblante grave que alcanza reflexiones y vivencia situaciones que van más allá de los arquetípicos dramas amorosos, criollismos tardíos e incluso alegrías nocturnas de la primera época gardeliana. Mientras Ezequiel Martínez Estrada concibe la Radiografía de la pampa, los tangos de Discépolo ya están cantando las penas de un hombre urbano atormentado por la miseria social, moral y espiritual de un enorme conventillo que, sin parar de crecer, en un despliegue de maldad insolente, adquiere el tamaño del mundo y le pregunta qué es lo que pasa a su creador, ¿qué sapa, señor? ¿Por qué todo está al revés? ¿Por qué unos pocos tiran manteca al techo en París mientras que los muchos deambulan vencidos y hambrientos por unas calles llenas de furia?<br /><br />La crítica historiográfica no ha podido dejar de ver a Discépolo como el poeta del pueblo, el cantor de la desesperanza popular, el registro de una época infame en donde la crudeza de la injusticia, la arlteana vida puerca, ya no puede esconderse ni evadirse en los preciosismos estéticos de Florida. Para Norberto Galasso, Discépolo compone en sus letras “una filosofía en mangas de camisa y una poesía cálida y humana que sintetizan la experiencia de la gran ciudad ”. Al mismo tiempo que la poética discepoliana se impregnaba de la vida precaria del hombre de la calle, la poesía argentina, particularmente desde las huestes de Boedo, le daba a la temática social toda la importancia que merecía. Los Versos de la calle que publica Álvaro Yunque en 1924, poco antes de la composición de Quevachaché, primera obra de Discépolo, exploran espacios urbanos y formas de expresión que se desentienden de los complicados vanguardismos, sean éstos criollistas o futuristas, y se hacen eco de un arte social moralizante. Versos de la calle es un ojo que mira la miseria de la ciudad, la faz de leproso de la fachada de los conventillos, los trenes cargados de inmigrantes, los casuchones de lata, la crueldad de las fábricas, las ventanas de los hospitales y los arrabales hediondos de inmundicia.<br /><br />Los habitantes de estos versos callejeros no son ni los viejos criollos de las orillas de Borges, ni los bólidos de brazos y piernas de los croquis de Girondo. En la poesía de Yunque las calles de Buenos Aires están llenas de lustrabotas, vendedores ambulantes, tísicas, tuberculosos, putas. Es un nuevo escenario social que, concomitante con la periferia que se va formando en torno de la gran ciudad fenicia, empieza a buscar sus nuevas formas de expresión artística: el tango, el teatro popular, la política. Algunos de los escenarios urbanos de los Versos de la calle prefiguran ya los mismos ambientes de la poética tanguera. Pero, si bien son abundantes los ejemplos, es pertinente enfocar la poética urbana del tango en uno de sus creadores más célebres: Discépolo.<br />Discépolo, junto a su hermano Armando, se inscribe en esta línea poética y empieza a contar historias a un público todavía impactado por la gravedad de sus asuntos. Con las palabras del hombre de la calle, el poeta del tango pinta el mundo de los bajos fondos donde yiran los frustrados, los excluidos de una maquinaria social que, entrando en crisis, condena a sus víctimas populares a la mendicidad y la delincuencia:<br /><br />“Al hombre lo ha mareao<br />el humo, al incendiar,<br />y ahora entreverao<br />no sabe dónde va” .<br /><br /> En el parisino gobierno de Alvear “el que no afana es un gil”: subyace a la crisis de valores discepoliana, además de esta peculiar poética, un fenómeno político y social. Cuando “la razón la tiene el de más guita” y el idealista es un iluso “gallito embanderado”, se plantea la imposibilidad de los valores morales en una sociedad donde la sobrevivencia exige una lucha atroz y cruel. El fracaso del yrigoyenismo, la crisis internacional y el comienzo de la Década Infame le dictan a Discépolo, garabateadas en los papeles de su bohardilla humilde, la letra de Yira Yira, las historias de los amargados, los desencantados, los vencidos, y la historia de un matrimonio tuberculoso en una casa pobre es la imagen de una ciudad que cuenta las miserias de su hacinamiento y de su injusticia social y política. Dice Discépolo:<br /><br />“hay un hambre que es tan grande como la del pan y es la de la injusticia, la de la incomprensión. Y la producen las grandes ciudades donde uno lucha, solo, entre millones de hombres indiferentes al dolor que uno grita y ellos no oyen. Londres y Nueva York grises, Buenos Aires gris, todas deben ser iguales ”.<br /><br />¡Todo es igual! ¡Nada es mejor! ¡No sé más quién soy! ¡Qué desencanto más hondo!¡Qué ganas tengo de llorar nuestra niñez!<br />¿Cuál es la niñez que llora el hombre de los tangos de Discépolo? Discépolo llora la niñez en tanto lo que se ha perdido: se ha perdido aquella vieja alegría de los chistes ligeros, la candidez de los primeros tiempos, la vieja pared con la madreselva, los orígenes, la música simple, sin letras, sin más historia que lo que pudiera improvisar la sencillez de un momento anterior a la irrupción de la gran ciudad, de la madurez, de todas las historias que llegaron para contarse, cantarse. Y la letra del Discépolo es el canto del desencanto, la historia que se cuenta cuando ya se murió la madre, se perdió origen, y al hombre sólo le queda la amargura de una queja:<br /><br />“¡Qué desencanto más hondo,<br />qué desencanto brutal!<br />¡Qué ganas de echarse en el suelo<br />y ponerse a llorar!”<br /><br />El tango, como su ciudad, nació sin voz, apenas susurrando breves quejidos inmaduros para luego, en la flor de la edad, contar todas las historias de sus esperanzas y fracasos. Tal vez algunas de las creaciones del bandoneón de Piazzola, otra vez sin letra, hayan sido un Adiós Nonino que quiso volver, con la sabiduría de la vejez, a “la bruma primigenia” o “la niebla de los primeros días ”, porque poco se diferencia el no tener aún mucho que decir con el tenerlo dicho todo. <br /><br /><br /><br /> </div>Alejandrohttp://www.blogger.com/profile/00744375867529191979noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-8956153068481701088.post-84048067715520948092009-09-23T08:14:00.000-07:002009-09-23T08:16:24.798-07:00la tensión entre la pluma y el fusil, ponencia.<div align="justify"><em>Nota: este trabajo fue expuesto en la Universidad del Comahue, Neuquén, durante el V encuentro nacional de estudiantes de Letras.</em> </div><div align="justify"> </div><div align="justify"> </div><div align="justify"> </div><div align="justify">Yo voy a hablar un poco de un tema polémico y arduo: el cruce entre literatura y política, particularmente, el que atañe a la posibilidad o efectividad de producir una intencional literatura de función política. Para eso, tomo como pretexto a Haroldo Conti, un escritor, un desaparecido, y su novela Mascaró, el cazador americano, publicada por la revista Crisis durante la dictadura, poco antes de la detención del artista.<br />Sobre el problema de literatura y política, algo muy amplio, es un tema que da para mucho, y trataré de sintetizar al máximo, casi groseramente. Podrían hacerse muchas preguntas y desencadenarse un debate interminable. Creo que se puede descartar la más obvia, la pregunta sobre si es que es posible hacer una literatura que tenga una función política, porque todos sabemos que sí. Yo creo que se puede hacer literatura con cualquier cosa, y la política es una de esas cosas, desde luego. Las preguntas más interesantes tienen que ver con el cómo se hace literatura política, qué problemas trae hacerlo, en qué problemática uno se sumerge al decidir hacer una literatura política, qué le pasó a gente como Haroldo Conti. Sobre todo, cuando esto es intencional, porque está claro que en la literatura siempre se encuentra o se puede encontrar la política, pese al autor. Es más, puede ser más políticamente efectiva la literatura que no se propone ser literatura política, mientras que una intencionalidad política demasiado explícita puede terminar en una pésima literatura: el grupo Boedo no le llega a Arlt ni a los talones, por ejemplo, y no olvidemos que la gran empresa del realismo socialista, es decir, la literatura subordinada a una ideología, el arte como un mero diente más del engranaje social, en palabras de Lenin, logró la proeza de terminar con la novela en el país de Tolstoi y Dostoievsky. Para plantear la cuestión, quisiera leer una opinión de un escritor Tupamaro. Es el uruguayo Mauricio Rosencoff, ex guerrillero y actual novelista. En verdad es tramposo leer esta frase al principio, porque lo que hace esta frase es terminar con el problema, incluso anticipar mi opinión. Dice Mauricio Rosencoff:<br /><br />Una literatura puesta al servicio de una ideología no solo es un atentado a la literatura sino, sobre todo, una concepción política equivocada, porque un ideal que se propone la liberación de los hombres no puede someter las expresiones creativas de éstos a criterios de estrechez ideológica.<br /><br />Destaco el valor de esta frase. Me parece interesante esto de “concepción política equivocada”. Doy por hecho, casi por sobreentendido, que subordinar el arte a la política es una postura estética equivocada. Nos presenta el peligro de convertir el arte en un panfleto trillado que se lo llevará mañana el viento. Pero es que ni siquiera esto es malo literariamente: es malo, pésimo, políticamente: no podemos ser revolucionarios y ejercer un tribunal sobre el arte. Ya tenemos experiencia histórica para estar advertidos. Casi sin excepción, la grandiosidad política de ciertos fenómenos de izquierda fue inversamente proporcional a su mediocridad artística. Si ponemos el hecho histórico más lindo, el más amado, Cuba, ya tenemos inmediatamente el caso Padilla, que fue vergonzoso. Ni hablemos ya de China y de la Unión Soviética, porque no da el tiempo para tantas calamidades estéticas, para tanto odio a la poesía. Entre nosotros, al menos podríamos citar a Lukacs, uno de estos teóricos del arte que leemos, un hombre que decide que hay que decirle que no a Kafka porque da una imagen del individuo alienado, sin salida, o sea que no es revolucionario. ¡Kafka, que prácticamente nos muestra que todo sistema jerárquico es una pesadilla! Sin cuestionar ni la persona ni la obra del autor, les leo una frase de Brecht, refiriéndose a la literatura: “Estos son tiempos en que hablar de árboles es un crimen”. Esta frase es muy problemática. ¿Quién es alguien para decir a los artistas sobre qué tienen que hablar? ¿Por qué Haroldo Conti no tendría que escribir la balada al álamo carolina? ¿Y cómo se puede ser tan mal lector como para suponer que cuando un poema dice la palabra árbol, no hace más que hablar de un árbol? El cuento de Conti, La balada del álamo Carolina, empieza así:<br /><br />“Uno piensa que los días de un árbol son todos iguales. Sobre todo si es un árbol viejo. No. Un día de un viejo árbol es un día del mundo”.<br /><br />El libro Calibán, de Retamar, un libro sobre literatura escrito en tanto que un texto del intelectualismo orgánico de Cuba, es el peor ensayo literario que leí en mi vida, y la pregunta que plantea es: ¿cómo es posible que la izquierda sea tan acertada, tan lúcida a la hora de plantear cambios políticos, y tan estúpida a la hora de concebir el arte? Una vez dijo Sartre, en 1964, que no es posible concebir un personaje ficticio cuando hay niños que se mueren de hambre. O sea que, como si no fuera poco esta penuria social, también tenemos agregar una penuria cultural, que a veces es lo único que nos queda. Negarnos a hacer arte, a crear belleza, porque esto sería incompatible con la lucha por un mundo mejor. Para entrar a Conti, lo que planteo, sin dar una solución, es este falso dilema entre la pluma y el fusil. Esta idea, lamentable, falsa, de que es una cosa o la otra, o confundir una con la otra. Esta es la tensión que, así obvia como parece, no obstante atraviesa amplios sectores de la literatura. Esto pasó siempre: Martí lo padeció hasta el fin, y también Walsh. Estos dos ejemplos son paradigmáticos, porque los dos dijeron en algún momento: o lucho, o escribo. Ellos mismos son una negación de este falso conflicto: los dos lucharon y escribieron. Ellos mismos, a la vez que lo plantean, diluyen esta tendencia al maniqueísmo. Este conflicto entre la pluma y la espada, entre cómo hacer una literatura política, o decir sin más que la literatura es burguesa y hay que desistir de ella, atraviesa en muchos momentos la literatura argentina, y sobre todo en esta novela de Haroldo Conti que es Mascaró, el cazador americano.<br />Ahora sí, entro a Mascaró, para ver cómo esta problemática, literatura y política, se plasma en el caso de Haroldo Conti.<br />Esta novela de Conti nos lleva, de lleno, a pensar en las relaciones entre la literatura y la militancia de izquierda en los setenta. Dentro del ámbito cultural, ya venía cocinándose una concepción de la literatura en tanto un instrumento cultural de acción política. El vínculo entre política y cultura se gesta mucho en los sesenta, sobre todo en torno a la discusión sobre la figura del intelectual. Oscar Terán, por ejemplo, estudió la conformación del intelectual contestatario en el contexto político sesentista, un intelectual cuya imagen, asociada a la moral del compromiso, “incluía en su diseño concebir a la propia ficción cultural íntimamente ligada con la suerte de la comunidad”. De modo que en esta época está muy en boga esto de atribuirle al intelectual una importancia que tiene que ver con su función política. En torno a esta discusión, que no excluye a los artistas, se asocia la discusión más específica sobre el valor social de una obra artística, sobre sus posibilidades de usarse como medio revolucionario. Otra cita teórica: Claudia Gilman analizó la política en tanto un parámetro de legitimidad para la producción textual de esta época. Dice que se propiciaba mucho la conversión del escritor en intelectual crítico. Acá podemos recordar la paradoja del “antiintelectualismo”. Es un movimiento intelectual. Un movimiento intelectual que se caracteriza por priorizar, en la vida de todo autor, el compromiso político, de modo tal que la obra de un artista debía quedar, cito a Gilman, “subordinada respecto de las dirigencias políticas revolucionarias”.<br /> Este tipo de actividad cultural asociada a la política revolucionaria es lo que caracteriza, en los años setenta, tanto al emprendimiento de revistas como Crisis como a Mascaró, el cazador americano, la última novela de Haroldo Conti. Conti publicó esta novela mediante Crisis, en tanto un colaborador de Crisis. Crisis publicita la salida de Mascaró en julio de 1975, en el número 27. ¿En qué consiste esta novela, en cuanto a lo político? Yo diría que, dentro de una tensión entre lo explícito y lo implícito, la novela funciona políticamente de manera alegórica. Hablo de alegoría, en tanto que se construye una estructura de acontecimientos que, de manera continua y evidente, configuran otra estructura de acontecimientos que es simultánea. Contando un poco el cuento, el argumento de Mascaró es el siguiente: la novela trata del enfrentamiento de un grupo de desplazados sociales, los integrantes de un circo, que se enfrentan a las fuerzas de seguridad conservadoras del orden establecido. Alegóricamente se alude a la lucha armada de los militantes contra el ejército de los militares. Este carácter alegórico ya es de por sí interesante, porque es superador de aquél naturalismo a lo Zola, de aquella idea tan absurda de suponer que para que una literatura sea política, tiene que dejar el preciosismo, el esteticismo, la maravilla, y mostrar las cosas tal como son. Esta superstición de pensar que es posible mostrar las cosas tal como son en un sentido fotográfico, como si no supiéramos que ni siquiera la fotografía es capaz de mostrar las cosas tal como son, porque implica una elección, un enfoque, una absoluta parcialidad de la mirada del fotógrafo.<br />Conti no, Conti entiende que para mostrar las cosas como son, para dar cuenta de la injusticia, de la perversidad de un sistema, la ficción es el mejor recurso: la literatura fantástica puede mostrar las cosas como son tanto como el más recalcitrante naturalismo.<br />Yo trabajé esta novela, visité la bibliografía sobre ella, y encontré muchos elementos que alegorizan la insurgencia social, la lucha armada. Es importante, por ejemplo, la figura del vagabundo, como el excluido del sistema, la incorporación de la cultura popular, con personajes que parecen los del primer Tuñón, pero sobre todo hay un elemento que es el de la transformación. La novela presenta y exige transformaciones. Cambios. Los pueblos por los que pasa este circo, pueblos pobres, periféricos, van cambiando, y también cambian los personajes. Pero lo interesante es que en esta novela el hecho insurgente, el hecho revolucionario, es el arte, el arte mismo. La lucha contra el sistema la da el arte: son los artistas de un circo los que movilizan a la sociedad, y la movilizan mediante la creación, la creación de personajes, lo que ellos mismos son. De modo que hay en la novela un concepto de ficción: la ficción tiene una capacidad transformadora.<br />Los integrantes del Circo del Arca, nombre que alude a su condición de “sobrevivientes de un naufragio”, posible alusión a la crisis política, emprenden su destino itinerante representando diversos papeles ficticios. La ficción o el arte constituye en la novela el principal agente de transformación, y es el motivo que desencadena la persecución de los integrantes del circo por parte de los rurales, que alegorizan a los militares. Entonces: las funciones del Circo del Arca, en su viaje por los pueblos, generan en la población una serie de transformaciones cuyas consecuencias serán la politización y la toma de conciencia por parte de sus habitantes. Avelino Sosa les cuenta al Príncipe y a Oreste que la gente empezaba a cambiar luego del paso del circo, que “concebían locos proyectos” e intentaban concretarlos, como el caso inicial de Tapado cuyos habitantes “empezaron en verso y terminaron a tiros”. Entre los habitantes de Tapado, el Maestro Cernuda, personaje de perfil maniqueísta y retórico, es un claro ejemplo del pueblerino humilde que se transforma en un revolucionario.<br />En la segunda parte de la novela el contenido político adquiere la mayor importancia. Acá vemos lo que les decía: la tensión entre lo explícito y lo implícito. Los integrantes del circo, perseguidos por las autoridades, descubren los efectos revolucionarios que producen sus funciones, y la novela reafirma su concepción del arte como un instrumento conspirativo capaz de producir modificaciones concretas en la sociedad:<br /><br /> -“Quiere decir que en cierta forma hemos estado conspirando todo este tiempo –dijo Oreste, más bien divertido.<br />-En cierta forma no. En todas. El arte es una entera conspiración –dijo el Príncipe-. ¿Acaso no lo sabes? Es su más fuerte atractivo, su más alta misión. Rumbea adelante, madrugón del sujeto humano”.<br />En otro momento el Príncipe dice del arte que “se sobreponía a los torcidos decretos de cualquier omnipotencia”.<br /><br />El problema que yo veo acá, es que estos personajes de Conti parecen tener el asunto más claro que Conti mismo. Salimos de la obra, y entramos al autor, si es admisible esta diferenciación. Haroldo Conti es entrevistado en Crisis en agosto de 1974, el número 17. En la entrevista, titulada “Compartir las luchas del pueblo”, habla de la literatura y el compromiso político. Conti afirma el deber del intelectual de asumir compromisos y señalar caminos. Sin embargo, hay en sus palabras una escisión entre el compromiso del militante político y la obra literaria del escritor. Seguimos en esta falsa tensión entre la pluma y la espada, que a Conti lo carcome. En todo momento se refiere a las limitaciones del acto literario, describe el ambiente de la literatura como una “feria de vanidades”. Asume que ser escritor constituye un lujo de la burguesía (esto es arbitrario). Cita a Laurusse, quien utilizaba la figura del escritor para ejemplificar la palabra famélico, y admite que su propia obra, “insuflada de individualismo”, es por fuerza una expresión de la pequeña burguesía.<br />Habiendo todos leído esta novela, nos parece insólito asociarla a un individualismo descomprometido. No hay una página en esta novela que nos haga pensar en eso, sino todo lo contrario. Está claro que Mascaró expone una concepción del arte que redime al arte de ser un acto individual porque lo erige en un acto colectivo, y en este caso se habla de una sociedad que ambiciona el cambio, y este cambio lo llevan adelante, sobre todo, los artistas. Pero Conti dice de esta novela que es una expresión del individualismo, de su individualismo, de la burguesía. Y después, en la misma página, despliega una lista de escritores perseguidos y encarcelados por su compromiso político: Oneti, Neruda, Galeano, Gelman.<br />En la página 44 del mismo número de la entrevista, se publica un pequeño texto en donde Conti se pregunta el por qué de su escritura. No obstante la distancia que advierte entre su actividad y la actividad de los otros que están en “la gran cosa” o en “la vida” –lo cual parece contraponerse al acto de escribir-, Conti termina por considerar la utilidad de la escritura, dado que gracias a ella entiende cuál es la “gran cosa” y, operativamente, logra saltar sobre la distancia para reunir a los que luchan y tenderlos en “la mesa del recuerdo”.<br />Es evidente, durante toda la entrevista, la exposición de un innegable lazo entre la literatura y el compromiso político. En el mismo contexto en que se opina sobre asuntos estéticos y literarios, Conti asegura su adhesión a FAS, su fe en la patria socialista, y su deseo de que Argentina siga el camino de la revolución cubana. En este sentido, cabe considerar la posibilidad de que, lejos de ser una expresión individualista, la obra contiana comporta una concepción literaria que concibe a la novela como ese fusil que el entrevistado, denunciando el carácter individual de la literatura, parece negar; posición contraria a Julio Cortazar que, en el segundo número de Crisis, no vacila en considerar a la literatura como “ametralladora”. En cuanto a esto, hay una polémica muy buena entre Cortázar, Vargas Llosa y un energúmeno llamado Collazos, que acusa a Cortázar de no hacer arte revolucionario, y Cortázar le responde, junto a Vargas Llosa. Pero queda clara esta tensión: esta tensión es un tópico de la cultura literaria a la hora de hacer política, y hoy día sigue funcionando.<br />Uno podría preguntarse cuál es el origen de esta tensión, hacer una especie de genealogía de la política cultural de izquierda. Si hacemos esto, tenemos entonces que entrar en el marxismo. Para terminar, yo diría que es necesario hacer algún comentario sobre los orígenes de la insurgencia.<br />El marxismo, esta filosofía alemana del siglo XIX que se llama, básicamente, materialismo, ya presenta todas estas tensiones, y no hace más que enloquecer a los escritores de izquierda que muchas veces sienten alguna incompatibilidad entre ser de izquierdas, y ser poetas. Una incompatibilidad tal falsa como la que existe entre la pluma y el fusil. De modo que muy brevemente, muy groseramente resumido, quisiera, para terminar, decir algo sobre el marxismo, sobre las consecuencias del marxismo en la política cultural. Más que sobre el marxismo, sobre Marx, la fuente misma de Marx, considerada desde el punto de vista de la política cultural. El marxismo, lejos de ser una ciencia exacta, como a veces parecen creer algunos extravagantes militantes, es apenas una extraordinaria filosofía que se llama a sí misma materialista. Sólo con esta etiqueta, una de las primeras de la extensa jerga marxista, ya entramos en la más intensa y contundente de las matrices de la filosofía occidental: la suposición de que hay, por un lado, espíritu, ideas, esencias, almas y, por el otro, materia, cosas, cuerpos. ¡División desafortunada!<br />Parece que desde Platón hasta Marx no hemos podido dejar de pensar que hay en el mundo dos áreas separadas: las ideas inmateriales y las cosas materiales. La verdad es que está todo muy mezclado, y los estudiantes de Letras, quizá mejor que otros, sabemos que no está bien hacer divisiones entre las formas y los contenidos: el alma es cuerpo y el cuerpo es alma.<br />La filosofía marxista se hace llamar materialista porque, frente a esta severa dicotomía, toma partido por uno de los términos: la materia. No digo que no tome en cuenta el espíritu, lo que digo es que las bases del marxismo adhieren a esa dicotomía, no la supera, dan por hecho la división entre estas dos cosas, y ponen el acento en el término materia. Estos dos términos, tradicionalmente opuestos en toda la historia de la filosofía occidental -desde el platónico mundo de las ideas puras contra los falsos reflejos de ellas en la realidad material-, atraviesan el marxismo de manera tan desafortunada que ha triunfado en las lecturas de Marx, hasta hacerse eventualmente hegemónico, un materialismo de corte positivista que ha tomado como lo verdadero a los primeros de estos términos –mundo real, cosas, materia-, y como lo falso a los segundos –imaginación, semiología, filosofía-, con la lamentable consecuencia de separar en dos áreas jerárquicas los variados elementos que convergen en un proceso único.<br />Como tantos otros filósofos, Marx ha pensado que, hasta que llegó él mismo al mundo, toda la historia universal de la filosofía había estado equivocada: pensar que, en primer lugar, existen las ideas, la conciencia, el espíritu, y luego existe el mundo como una emanación de ellas. Marx, harto de tanta cursilería espiritual, nos comunica que debemos dejarnos de idioteces y darnos cuenta, de una vez por todas, que la verdad está en las cosas materiales, y todo aquello que forma parte de lo inmaterial, las ideas, la conciencia, la moral, la cultura, solamente pueden existir sobre la base de la materia que hizo posible su existencia. Bueno, todos sabemos de que se trata: es la inversión hegeliana. Raymond Williams, en su Marxismo y Literatura, encuentra acá una clave.<br />Raymond Williams, sin salirse de una perspectiva marxista, es uno de los autores que más se han preocupado por la relación del marxismo con la estética. Si bien demuestra que muchas de estas estrecheces teóricas se deben a lecturas vulgares del marxismo, no deja de admitir que dentro de los textos de Marx hay elementos que posibilitan estos desafortunados maniqueísmos, e incluso se refiere al “fracaso” de la teoría marxista de la cultura.<br />El análisis de Williams podría resumirse en la observación de una problemática premisa marxista: el ser social determina la conciencia. Este presupuesto conlleva el peligro de menospreciar el papel de la conciencia limitándolo a un mero reflejo superestructural de una verdad superior que es un proceso económico. Si bien puede ser válido admitir la existencia de una suma de condiciones materiales, determinadas relaciones de producción, de un proceso social de actividades prácticas a partir del cual se conforme la conciencia, no es igualmente válido dar por hecho que esa conciencia, y toda la superestructura, constituye un área separada del proceso material que le da origen, y separada hasta el punto de ser considerada un falso reflejo incapaz de producir y modificar la vida.<br />Williams se sirve del mismo Marx para demostrar que la conciencia, la imaginación, la ideología, no sólo están lejos de ser un reflejo determinado por la estructura sino que, al contrario, participan de la estructura con un poder constitutivo, con un poder concreto, empírico. Una vez más, se recuerda la famosa carta que envió Engels a Bloch en 1890, aclarando que los elementos de la superestructura “también ejercen su influencia sobre el curso de las luchas históricas”. Sin embargo, estas aclaraciones escritas en cartas y textos periféricos -sobre todo la necesidad misma de hacer tantas aclaraciones-, parecen querer flexibilizar otras tantas afirmaciones demasiado contundentes escritas en textos centrales de la teoría marxista: “el modo de producción de la vida material condiciona el proceso de vida social, político e intelectual en general”. Es sólo en tanto un medio de combatir (invertir) este idealismo hegeliano que Marx, cayendo en el otro extremo, tuvo que producir una contra-afirmación y abstraer del proceso social los elementos materiales; para revertir una filosofía que abstraía como autónomos los elementos ideales, se elabora una filosofía, igualmente reduccionista, que abstrae como autónomos los elementos materiales. Cometiendo el mismo error que combatía, el marxismo derivó en una filosofía impregnada de un materialismo vulgar que reduce la conciencia y sus productos a meros reflejos de algo que ha ya sucedido. Este problema conceptual adquiere, en los términos de la teoría cultural marxista, el problema de la oposición entre una estructura determinante, lo verdadero, y una superestructura determinada, lo falso. Si bien muchos defensores del marxismo han dicho, y con razón, que la rigidez maniqueísta de este esquematismo es más propia de las interpretaciones vulgares que de los escritos del propio Marx, no obstante es innegable que la noción de una menospreciada superestructura, en tanto un reflejo sin importancia de la realidad social, se ha sostenido desde el marxismo con tal insistencia que no pocas veces el arte, la literatura y el lenguaje mismo han sido reducidos a una categoría de fantasmas inoperantes, sombras, fantasías, supersticiones que una revolución debería abolir para siempre y superar. <br />Otorgar una jerarquía a lo que consideramos la materia, por encima de lo que consideramos la imaginación, es peligroso: implica el peligro de que inmensos elementos que constituyen y conforman la vida, tales como la conciencia de los hombres, el arte, la estética, y la misma filosofía, queden menospreciados en un segundo plano, e incluso menospreciados como si fueran una suma de sombras, fantasmas, falsos reflejos de la verdadera vida. La falsa oposición entre la pluma y el fusil, tiene que ver con esta falsa oposición entre la estructura y la superestructura, y más atrás, entre el mundo de la caverna y el de las ideas puras de Platón: pero está claro que en el marxismo, pese a la enorme complejidad de Marx, esta bipolaridad es muy fuerte, y ha logrado establecer unos parámetros de pensamiento muy maniqueísta en la cultura de izquierdas. Como siempre, vale decir que Marx buscaba un método de lucha, que era conciente, al contrario de tantos marxistas, de la arbitrariedad de sus conceptos, que se asombraba de que los trágicos griegos nos conmuevan, siendo sus obras productos de una estructura económica ya inexistente, y las mil aclaraciones que vemos en esas cartas de Engels a Bloch: la superestructura también influye en la estructura, esto no es tan así, en parte nosotros tenemos la culpa de qué todo el mundo, al leer nuestros textos, termine siendo un vulgar materialista…<br /> Yo creo que la única manera de superar estas limitaciones es comprendiendo que la conciencia y sus productos, la superestructura misma, siempre forma parte del proceso social material, ya sea en la necesaria función de la imaginación en el proceso del trabajo, admitida así en EL Capital, o en imprescindibles acciones asociadas al lenguaje, a las ideas prácticas que forman parte de toda acción humana.<br />Es preciso entender que, incluso admitiendo que la superestructura se conforma a partir de una estructura material, una vez conformada esta semiosis puede, a su vez, influir y actuar sobre la misma estructura que la conformó y formar parte sustancial del proceso de la vida. <br /> La relación entre una estructura y una superestructura es, antes que jerárquica, verdaderamente dialéctica, y ambos factores constituyen las dos caras de una misma moneda dentro del proceso social. Más que una oposición entre elementos divergentes, hay que entender que la materialidad no semiótica y la idealidad semiótica son igualmente necesarias hasta el punto de que no es posible comprender la existencia de una sin la otra. Sólo de este modo será posible utilizar la teoría cultural marxista para analizar la producción literaria como un elemento social que, tanto en su valor de verdad como en su utilidad social, no está ni por encima ni por debajo de ningún otro. Además, me gusta pensar que es difícil que el arte sea conservador, incluso en los casos de artistas conservadores. A muchos pésimos lectores les gusta, por ejemplo, decir que Borges era un clasista oligárquico pro dictadura, y sin embargo la obra de Borges es lo menos conservador que existe: es una obra que se caracteriza por cuestionar de manera extrema y permanente todo aquello que la gente da por cierto: el tiempo, el orden, el azar, la historia, la personalidad.<br />Más allá de lo académico, me gusta a mí pensar que el arte siempre parte de algún tipo de desacomodo frente a lo establecido: me gusta pensar que el creador crea porque no está satisfecho con el mundo ya creado. Hay que inventar nuevos mundos cuando el que ya está inventado nos molesta: escribir siempre es, de algún modo, cuestionar, y por eso será que los artistas siempre pueden ser molestos, que han sido molestos en lo tiempos conservadores y en los tiempos revolucionarios: la pasaron mal con los nazis y con los bolcheviques. Es lindo indagar la suerte de los artistas que, pese a las diferencias de época, siempre hubo entre ellos un perturbador del orden social, un perseguido, incluso entre aquellos que habían sido capturados por los grupos de poder: el artista jode porque crea, y crear es ir más allá de lo establecido, de modo que se puede pensar que el hecho mismo de la creación artística es algo insurgente, incluso más allá de la ideología política del autor. De hecho los personajes de Mascaró cuestionan el orden establecido por el mero hecho de ser artistas, y lo más interesante es que lo cuestionan antes de tener conciencia de estar cuestionándolo, porque el mero hecho artístico implicaba, de alguna manera, un desafío frente al poder.<br />Y termino con una frase de Antonin Artaud: No hay nadie que haya jamás escrito, pintado, esculpido, modelado, construido, inventado para otra cosa que para salir de su infierno.<br /> <br /><br /><br /><br /><br /><br /><br /><br />Referencias bibliográficas fundamentales:<br /><br />Conti, Haroldo, Mascaró, el cazador americano, Buenos Aires, Emecé, 1993.<br /><br />Gilman, Claudia, Entre la pluma y el fusil, Buenos Aires, Siglo XXI, 2003.<br /><br />Terán, Oscar, Nuestros años sesenta, Buenos Aires, Punto Sur, 1991.<br /><br />Williams, Raymond. Marxismo y literatura. Barcelona, Península, 1980.<br /><br /><br /> </div>Alejandrohttp://www.blogger.com/profile/00744375867529191979noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-8956153068481701088.post-58082261471520596772009-07-19T11:15:00.000-07:002009-07-19T11:19:34.910-07:00Rousseau y Frankenstein de ShelleyFrankenstein y Rousseau: <br />monstruos de dos cabezas.<br /><br /><br /><br /><br />Frankenstein y Rousseau. <br /><br />La obra de Rousseau, riquísima en su temática y controvertida en su originalidad, se ubica en la historia sociocultural como un puente entre la ilustración del siglo XVIII -a causa de su apasionada defensa de la razón y los derechos individuales-, y el romanticismo del siglo XIX -por su enfática reivindicación de una intensa experiencia subjetiva en desmedro del pensamiento estrictamente racional-. Considerado por esta última faceta como padre del romanticismo, la crítica ha insistido en estudiar la huella del autor del Contrato social en la obra literaria de autores tales como Lord Byron, Goethe, Schiller, Wordsworth, así como en la ensayística de intelectuales de la Revolución Francesa como Maximilien Robespierre y Louis-Antoine de Sain-Just. Sin embargo, la novela Frankenstein o el prometeo moderno de Mary Shelley es, dentro del romanticismo inglés, el texto literario más recurrentemente asociado al intertexto filosófico y lírico de Rousseau. La novela de Mary Shelley deja que el lector encuentre, a lo largo de sus capítulos, numerosas alusiones que nos evocan tanto la forma como el contenido de la obra roussoniana. Sin embargo, una de las características de Frankenstein es que la lógica propia del texto, sin dejar de figurar a Rousseau, presenta una multiplicidad de fuentes y de problemáticas que contienen, de manera condensada, a veces saturada, los temas fundamentales del contexto sociocultural de su época. La novela atesora una riqueza que la hace depositaria de un espíritu de época tributario no sólo de Rousseau sino de la mayoría de las preocupaciones de los intelectuales de su contexto histórico. <br />En su Introducción a la edición en español de Colihue Clásica, Jerónimo Ledesma insiste en la lógica propia de la obra –una lógica ambigua, compleja-, en su capacidad de incorporar discursos ajenos pero amoldados en su discurso propio, y sobre todo en el carácter original a la vez que polisémico, de modo que cualquier lectura que reduzca la novela a sólo una de sus fuentes podría pecar de reduccionismo:<br /><br />“Frankenstein está infestado de textos de otros. Sus mismos cimientos y estructuras parecen construidos con materiales ajenos. Esto ha generado una investigación masiva de las fuentes de la novela, que rastrean la presencia ya de algunos autores y obras, ya de ciertas temáticas o discursos (ciencia, religión, mujer, sexualidad, pacto fáustico, etc.)” . <br /><br />Jerónimo Ledesma deja claro que el monstruo de Frankenstein está hecho de partes de cadáveres, especialmente de cadáveres intelectuales, entre los cuales Rousseau, junto a Milton, Coleridge o Pierce Shelley, no es más que uno de ellos, aunque pueda ser uno más notorio. Sin desconocer la verdad de esta pluralidad de fuentes, de esta lógica propia y de esta riqueza de alusiones que hacen de este texto un poderoso receptáculo de su contexto sociocultural, de todos modos considero que la presencia de Rousseau, tanto explícita como implícita, sigue siendo la fuente de inspiración más importante de Frankenstein. Además, la tesis de que Rousseau ocupa en la novela de Mary Shelley un lugar central, no desmiente en absoluto la tesis de que la novela pueda ser un texto de fuentes diversas, capaz de condensar en sí la mayoría de los tópicos de su época. No la desmiente, más bien la acompaña: Rousseau mismo condensa la mayoría de los tópicos de la época, de modo que un texto lleno de Rousseau es, sólo por eso, un texto lleno de su contexto sociocultural. En esta línea crítica, este trabajo secunda la idea de teóricos como David Marshall, quién no duda al afirmar que Rousseau es la presencia fundamental del texto literario de Mary Shelley, la certeza de que Víctor Frankenstein y el monstruo no hacen otra cosa que “summarizing the life and carácter of Rousseau” . <br />Sobre la base de esta afirmación, se hará un recorrido sobre una serie de tópicos de Frankenstein que son, a la vez, algunos de los mismos tópicos fundamentales de la obra de Rousseau, y que sostienen entre ellos un sistema de correspondencias. <br /><br /><br />La educación. <br /><br />El problema de la educación es un eje estructurante de Frankenstein, y se aborda con una impronta claramente roussoniana. <br />El Emilio, una de las lecturas de Mary Shelley, resulta ser un intertexto muchas veces explícito, al punto que la novela misma de Frankenstein puede considerarse un tratado sobre la educación. Sin excepción alguna, el bien y el mal son consecuencias de una buena o mala educación. La historia de los personajes principales –y también la de los secundarios- está generada, condicionada y atravesada por sus experiencias pedagógicas. Walton, Víctor Frankenstein y el monstruo, las tres voces narradoras del texto, se presentan y cuentan su historia exponiendo, en primera instancia, la educación que recibieron de manera formal o autodidacta. Las lecciones que recibieron, los libros que leyeron y la influencia de sus maestros son los factores que determinan sus destinos. En mayor o menor medida, todos estos personajes son víctimas y victimarios de su formación: sufren las consecuencias de haber sido mal formados y de formar mal a otros. Walton, el primer narrador, enfatiza su condición de autodidacta, y observa que sus lecturas fueron los motivos que lo llevaron a embarcarse en una peligrosa aventura desaprobada por su padre. Víctor construye a la criatura, el origen de su desgracia, debido a una trayectoria educativa que, desde un principio, estuvo sellada por la lectura de alquimistas y astrólogos del siglo XV (Cornelio Agripa, Alberto Magno y Paracelso) y por la influencia de sus dos primeros maestros universitarios de Ingolstadt, Krempe –que comete el mismo error de su padre al burlarse de sus lecturas- y Waldman –al incentivarlo con un método comprensivo-. Consumados los terribles resultados de su formación científica, el doctor Víctor Frankenstein lamentará, mientras trata de influir a Walton, las consecuencias de no haber sido orientado y prevenido por sus tutores de una manera acertada: <br /><br /> “no puedo dejar de observar aquí cómo desaprovechan los educadores las muchas oportunidades que poseen para orientar a sus alumnos al conocimiento útil ”.<br /><br />Esta máxima del Emilio, que considera fundamental la orientación del maestro hacia su discípulo, es a la vez el problema pedagógico que atañe al monstruo: el haber sido abandonado, el no haber podido contar con un tutor que lo formase, es la peor falta del creador y la desgracia de la criatura creada. La falta de Rousseau, el abandono, confesada en las Confesiones , es la misma falta de Víctor y la causa de todos los infortunios. La novela de M. Shelley puede leerse, así, como una tragedia educativa en relación al incumplimiento de los deberes del tutor y las consecuencias que esto conlleva en los alumnos. Según el Emilio, “un hombre abandonado a sí mismo entre los demás desde su nacimiento, sería el más desfigurado de todos ”. La monstruosidad de la criatura, además de acusar a quienes violan las leyes naturales, simboliza los desastres de la ausencia total de un tutor que guíe a su alumno para ayudarlo a desarrollar sus facultades. El proyecto educativo del Emilio, controvertido hasta el límite de lo improbable, básicamente una ficción hipotética de las que tanto repudiaba Burkle , esgrime un audaz ideal pedagógico que, lejos de la corrupción social y ajena a todas las instituciones formales, pretende la conformación de un individuo en relación directa con la naturaleza, aislado de toda noción de autoridad y servidumbre que termina exponiendo, como alumno ideal, el modelo de un campesino virtuoso que se caracteriza por un oficio práctico –carpintería-, y que desdeña incluso la lectura con la única excepción del Robinson Crusoe. <br />¿Por dónde empezar a la hora de exponer las distintas marcas textuales que hacen de Frankenstein un intertexto claro, aún con distancia irónica, de la propuesta pedagógica del Emilio? <br />Toda la historia está impregnada de alusiones a este proyecto pedagógico que, enemigo de las formalidades y los peligros de los vicios sociales, reivindican una vida sencilla pero íntegra, humilde pero virtuosa, siempre compenetrada con una sabiduría que se considera inherente a la naturaleza. Así, Víctor destaca la virtud de su padre al abandonar muchas de las tareas públicas de su profesión para consagrarse a la educación de sus hijos, una educación que se destaca por un método eficaz y heterodoxo, basado en principios que nos recuerdan constantemente el proyecto del Emilio: “Nuestros estudios nunca eran forzados. […] En lugar de que el estudio se nos volviera odioso por el castigo, amábamos la disciplina.[…]Quizás no leímos tantos libros como los educados por los métodos convencionales, pero lo que aprendimos se imprimió más profundamente en nuestra memoria”. Es de destacar la disposición de la familia Frankenstein a hacerse cargo de parientes o huérfanos para ocuparse de su educación, y así evitar dejarlos en manos de madrastras o comadronas, una de las máximas preocupaciones del libro primero del Emilio. Igualmente destacable es la alusión a personajes que, evidentemente humildes ante la erudición y las ambiciones de Víctor o Walton, logran dentro de su sencillez una virtud y una vida recta de la que éstos últimos se desvían. Walton, todavía enceguecido por sus ambiciones, se refiere al contramaestre de su tripulación, un hombre que pasó toda su vida en un barco, que “apenas tiene una idea que vaya más allá de sogas y velas”, pero que demuestra una nobleza y una entereza moral sumamente destacables. Por lo demás, el pequeño Ernest, el único sobreviviente de la familia Frankenstein, es a la vez el joven destinado a ser granjero, profesión propuesta por Elizabeth con argumentos de eco roussoniano: “la vida de un granjero es muy saludable y feliz; y es la menos dañina y la más benéfica de las profesiones” . También la historia pedagógica de Clerval, el amigo y compañero de formación de Víctor, nos remite al horizonte de ideas del Emilio. Entregado a las lecturas de los romances, la poesía, los libros de fantasía, Clerval debe disputar con su padre para desarrollar su formación intelectual. Su padre, un práctico mercader, le había dicho que puede hacer “diez mil florines al año sin el griego”, participando de este debate roussoniano que, en desmedro de las ciencias y las artes, llega a exaltar las virtudes de los oficios más modestos pero más útiles. Sin embargo, los estudios de Clerval son menos pecaminosos que los de Víctor: lejos de interesarse por las ciencias que pretenden desafiar la naturaleza e ir más allá de lo posible, Clerval se interesa por el mundo interior, por el alma humana, y tiene el acierto de valorar la sabiduría de la naturaleza. En efecto, una vez realizada la obra funesta de Víctor, Clerval lo ayuda a salir de su estado de fiebre nerviosa y desesperación mediante estudios orientalistas, una cultura en cuyas obras “la vida parece consistir en un sol tibio y un jardín”. Este respeto por la grandeza de las pequeñas cosas y el amor por la naturaleza, termina consolando momentáneamente a Víctor quien, sobre la influencia de su amigo, afirma que despertó los mejores sentimientos de su corazón por haberle enseñado a “amar nuevamente el aspecto de la naturaleza y las caras alegres de los niños”. Sin embargo, el núcleo del problema de la educación se ubica en la instrucción que recibe el monstruo de manera casi siempre autodidáctica. En estos capítulos, tal vez los más notables de la novela, la cuestión pedagógica y el intertexto roussoniano resulta tan explícito como implícito, y es aquí en donde se da al mismo tiempo el mayor nivel de homenaje y de distancia irónica. El monstruo, un ser tan poco catalogable como el conjunto de la obra roussoniana, posible símbolo de ésta, es a la vez la obra prometeica que viola la naturaleza y la criatura más natural del mundo. Parado con su enorme talle en medio de la encrucijada entre el amor y el odio a la humanidad, entre la soledad y el deseo de sociedad, su educación, parodia y homenaje de todas las teorías roussonianas, podría encabezarse con la siguiente cita del Emilio:<br />“Un alumno que está en contacto con la naturaleza, acostumbrado a bastarse a sí mismo, que no está adscrito a ningún lugar, que no tiene ninguna tarea ni otra ley que su voluntad, se acostumbra a no dar un solo paso sin considerar sus consecuencias; él no habla demasiado, actúa, no sabe una palabra de cuanto se hace en el mundo, pero sabe hacer muy bien aquello que le conviene. Como está sin cesar en movimiento, se ve obligado a observar muchas cosas” (Em.,p.133).<br /><br />El monstruo, un autodidacta silvestre, encarna de manera confusa una suma de doctrinas y teoría que, indistintamente, evocan el ensayo sobre el origen de las lenguas de Rousseau , la tabula rasa de Locke , y todas las discusiones sobre aspectos morales y sociales que uno quiera y pueda analizar en esta criatura conformada con restos de doctrinas y cadáveres. Sin embargo, bastaría escrutar las páginas del Emilio para seguir encontrando pedazos de Rousseau insertados en cada uno de sus miembros. Dice Rousseau: “Nuestros primeros profesores de filosofía son nuestros pies, nuestras manos, nuestros ojos” (Em.,p.140). El monstruo, al descubrir el maravilloso fuego, se quema para reflexionar, como un rústico Heráclito, sobre lo extraño que resulta el que de una misma causa se produzcan efectos tan opuestos. Tal como el hombre en estado de naturaleza, su mirada adánica, sin el auxilio de ninguna instrucción formal, se realiza al descubrir “una luz que aparece en el cielo”, o que un sonido placentero provenía de la garganta de pequeños animales alados. “¿Por qué la educación de un niño no comienza antes que él hable y que él oiga? (Em.,p.67)” se pregunta Rousseau. En efecto, así comienza la educación del monstruo, pero tarde o temprano, gracias a la familia francesa, la instrucción de la sociedad llega a su conciencia, y con ella las tribulaciones. Espiando por un agujero, siguiendo las lecciones de francés impartidas a la joven Safie –quién, como compañera de estudios, nos recuerda a la Shopie de Emilio-, el monstruo toma conciencia de la historia universal, de la organización social, de las costumbres y, para su desgracia, de su propia situación en el mundo: “Y qué era yo”, se pregunta, cual un invertido narciso, al ver su rostro en el espejo, la diferencia entre él y los hombres, y sobre todo al ser rechazado, atacado y despreciado por ellos. Los libros que adquiere, significativos desde varios puntos de vista , le proporcionan un conocimiento que trae como consecuencia una sucesión de desgracias y lamentos: <br /><br />“Emilio aprenderá a leer y a escribir perfectamente antes de la edad de diez años, pero preferiría más que no supiese leer nunca” (Em.,p.130).<br /><br />Padeciendo la misma suerte que su creador, víctima de su propia sabiduría, el monstruo encarna otro de los tópicos asociados al problema de la educación pero que merece un capítulo aparte: el conocimiento científico. <br />La ciencia. <br /><br />En su Discurso sobre las ciencias y las artes, Rousseau escribió una frase que, con total pertinencia, podría haber servido de epígrafe para el relato y la enseñanza que Víctor Frankenstein le transmite a R. Walton:<br /><br />“Según una antigua tradición que de Egipto pasó a Grecia, un dios enemigo del reposo de los hombres fue el inventor de las ciencias ”. <br /><br />La ciencia, poderosa impronta de la ilustración, atañe al problema de la educación y del conocimiento, y atraviesa, como un factor negativo, la novela de M. Shelley. Ya desde el prefacio se indica que algunos científicos y fisiólogos alemanes opinan que no es imposible lo que narra la ficción, lo cual es todo un disparador para analizar esta obra en el contexto científico de su tiempo. Walton, al igual que Víctor en su momento, es un joven deseoso de emprender una carrera científica que se presenta sin límite alguno para sus aspiraciones: “descubrir la fuerza milagrosa que atrae a la aguja” […] “profundizar observaciones astronómicas” […] “averiguar el secreto del imán ”. Lo que Walton experimenta es, en sus palabras, una “ardiente curiosidad”. Esta curiosidad ilimitada, prometeica, capaz de proceder enceguecida, sin ningún reparo en sus consecuencias, es la misma que atormentaba a Víctor cuando, ya inmerso en sus estudios superiores, pretendía descubrir la manera de evitar que existan las enfermedades, o que hubiera un modo de que el hombre sea invulnerable a la muerte violenta. Su máxima aspiración, saber de dónde proviene la vida, se consuma hasta el punto de lograr una obra que desafía y viola el orden de la naturaleza: encontrar el modo de avivar la materia inerte. La obra de Víctor Frankenstein implica, desde un punto de vista roussoniano, el peor defecto del género humano: no aceptar la naturaleza tal cual es. El principio del Emilio, tantas veces citado, y con razón, para demostrar el carácter roussoniano de esta novela, resulta ciertamente ilustrativo: <br /><br /> “Todo es perfecto al salir de manos del hacedor de todas las cosas; todo degenera entre las manos del hombre. (…) Él lo trastorna todo, lo desfigura todo, ama la deformidad, los monstruos; el no quiere nada tal y como lo ha hecho la naturaleza, incluso el hombre…(Em.,p35)”. <br /><br />La monstruosidad es, tanto en la novela de M. Shelley como en la obra de Rousseau, el resultado que logra el hombre al salirse de la ley natural. Una obra que no provenga de la naturaleza no puede ser sino monstruosa: los monstruos que engendra la razón ilustrada son los monstruos de la ciencia, el conocimiento abstraído de la ley misma de la vida. El relato de Víctor, en el momento final de su vida, cuando no queda ya ninguna esperanza para su felicidad, procura, al menos, evitar la desgracia en los otros: Víctor le dice a Walton y a nosotros, los lectores, que de ninguna manera puede permitirse revelar el secreto de la vida, porque ello no conlleva otra cosa que la desgracia. El conocimiento que nos lleva más allá del orden vital dispuesto por la naturaleza es el pecado del fruto prohibido, la única manzana que no hay que morder. El precio de cometer este error es, en principio, el destierro permanente, la ruptura con todo orden natural que implica una falta de armonía, una proscripción de la paz interior y la paz con el entorno. Pero tanto el problema de la educación como el problema de la ciencia están relacionados con otros tópicos que merecen ser tratados aparte y tienen que ver con los problemas en torno a la moral, la familia, y la soledad.<br /><br />La moral, la familia y la soledad.<br /><br />El problema de la moral es, tanto en Rousseau como en M. Shelley, un candente tema filosófico que no puede desvincularse de ninguno de los demás problemas. <br />En Frankenstein este problema se presenta como una de las máximas aspiraciones de la autora: el Prefacio enfatiza que escribe esta obra con un propósito moral, que es mucho más que una ficción , que no le es indiferente el modo en que el lector pueda verse afectado con las tendencias morales de los personajes y que, al respecto de este propósito, persigue el fin de “exhibir la amabilidad del efecto doméstico y la excelencia de la virtud universal”. Tal como sucede con la obra de Rousseau, el problema de la moral conduce al hombre a un compromiso o a un aislamiento con respecto a su entorno. Aquí es donde, sin salirnos de un parentesco, podemos identificar algunas divergencias entre Frankenstein y el intertexto roussoniano: mientras que la novela de M. Shelley enfatiza el círculo doméstico y la virtud de la familia, la figura virtuosa de Rousseau es más bien la del hombre solitario que, en la novela, se condensa en la figura de un Víctor caído en falta, o del monstruo mismo. Sin embargo, tanto en Rousseau como en Frankenstein, el problema de la moral resulta inseparable del problema social: los personajes de Mery Shelley se quedan solos cuando caen en falta, así como Rousseau es condenado a la soledad debido a los vicios de las sociedades que condenan su obra y lo persiguen a causa de sus virtudes. Mientras que para el Rousseau de las Confesiones la soledad es una felicidad, aunque se la impongan como castigo, Víctor Frankenstein la sufre como un infortunio, ciertamente como un castigo merecido. Sin embargo, el problema de la familia es lo que unifica los textos de los dos autores. Así se prueba con un fragmento correspondiente al final del libro primero de las Confesiones:<br /><br />“En el seno de mi religión, de mi patria, mi familia y mis amigos, habría vivido tranquila y dulcemente, cual convenía a mi carácter, en la monotonía de una ocupación grata y de una sociedad propia para mi corazón. Habría sido buen cristiano, buen ciudadano, buen padre de familia, buen artesano; en resumen: un hombre de bien. (…) En lugar de todo esto…¡Qué espectáculo voy a presentar!” . <br /> <br />Esta presentación de la vida de Rousseau, palabras que podría haber pronunciado Víctor Frankenstein para presentar la suya, expone claramente el intertexto. Las penas de Rousseau, la historia de su destierro y de sus infortunios con la sociedad, comienzan desde el mismo día en que, movido por sus ambiciones, decide abandonar el hogar paterno y la vida familiar. Esta es la desgracia de Víctor Frankenstein: un ginebrino que, como Rousseau, fue educado en la moral protestante de una familia que se debía a su patria. Sin embargo, al contrario de la vida de Rousseau, marcada prontamente por la orfandad y el abandono, la novela de M. Shelley, más centrada en las virtudes de la familia, enfatiza la infancia feliz de Víctor y su pertenencia a una familia conformada por un linaje de hombres de Estado, comprometidos con la Confederación y los deberes de su patria. Este virtuoso círculo doméstico, base del buen vivir y de la buena sociedad, es lo que pierde Víctor Frankenstein al dejarse llevar por sus ambiciones científicas. Su tarea científica es en todo punto inconciliable con el virtuosismo de la vida familiar, hasta el punto que termina por destruir a todos. Escribe Rousseau en el Emilio: “No existe cuadro más encantador que el de la familia, pero un solo rasgo alterado desfigura a todos los demás (Em.,p50)”. Una vez consumada la obra, y echado a andar el monstruo, ya no es posible volver al orden familiar: por más que Víctor se proponga dejar la ciencia, desposarse con Elizabeth y no volver a desviarse de los consejos de su padre, la cadena de desgracias que provoca este “rasgo alterado” empieza con la muerte de su hermano menor para terminar, luego del asesinado de Elizabeth en su noche de bodas, con la de toda su familia: “si nadie dejara que sus planes interfirieran con la calma de los afectos domésticos, Grecia no habría sido esclavizada, César habría salvado a su país, América hubiera sido descubierta más gradualmente y los imperios de México y Perú no hubieran sido destruidos”. Desde entonces, Víctor se convierte, como el Rousseau de las Confesiones, como su propio monstruo, en un ser obligado a “errar incesantemente sobre la tierra”. A partir de aquí podemos analizar, a través de los escritos autobiográficos de Rousseau, una serie de paralelismos imprescindibles entre todos estos textos. Conviene para ello recordar el problema de las consecuencias del triunfo de sus conocimientos, causa de todas las desgracias, y volver al punto pedagógico de sus respectivas formaciones. <br />Tal como le sucede a su creador, el monstruo experimenta la misma desdicha luego de haberse ilustrado mediante la lectura de una serie de libros: “con el conocimiento se agravó la tristeza. ¡Ojala hubiera permanecido para siempre en mi bosque natal, sin conocer ni sentir nada fuera del hambre, la sed y el calor”. En el mismo momento de la ilustración, el monstruo siente lo mismo que sintió Víctor al final de su carrera: el deseo de convertirse, como el Rousseau de las Ensoñaciones, en un ser despojado de las penas y las maldades de la sociedad humana; un hombre dispuesto a terminar su vida -si los demás lo hubieran permitido- en un lugar como la isla de Saint-Pierre, destacable por lo salvaje e incontaminado de su naturaleza. Un solitario sin más ocupación que la de compenetrarse con la naturaleza mediante el placer de la botánica, pero prescindiendo de todo libro o laboratorio, y sobre todo “ignorante de cuanto se hacía en el mundo ”. <br /><br />Las confesiones, las ensoñaciones y las conclusiones. <br /><br />Los textos autobiográficos de Rousseau, particularmente Las confesiones y las Ensoñaciones de un paseante solitario, se destacan por la voz narradora de un yo lírico que enfatiza su subjetividad. Este sesgo subjetivo y emocional que, en desmedro del racionalismo ilustrado, da los sentimientos un estatuto de verdad, termina realizando, en sus propias palabras, “una empresa que no tiene precedentes” y que conformaría las bases del movimiento romántico en toda Europa. La novela de Mery Shelley es uno de los mejores ejemplos para demostrar la influencia de Rousseau en el romanticismo inglés. El yo confesional roussoniano, intensamente subjetivo y recién divorciado de todos los paradigmas ilustrados, cuyas marcas todavía le atormentan, se corresponden tanto en forma como en contenido con las primeras personas que narran Frankenstein. Este parentesco es tan notable que por momentos toparemos con párrafos enteros de Víctor o del monstruo que tranquilamente podríamos haber leído en las Confesiones o en las Ensoñaciones, y viceversa:<br /><br />“La primera sorpresa fue espantosa. Yo, que me sentía digno de amor y de estima, yo que me creía honrado, querido como merecía serlo, me vi transformado en un monstruo horroroso como nunca había existido ”.<br /><br />Esta frase de Rousseau, que podría haber pronunciado el monstruo de Mary Shelley luego de verse por primera vez en el estanque , puede ser un punto de partida para considerar que, en las voces narradoras de Frankenstein, no hay otra cosa que el espíritu y la pluma de Rousseau evocado con respeto y con distancia irónica. Así, la unión del monstruo y de Víctor Frankenstein, pueden conformar las dos caras de una misma moneda, el alma y el cuerpo de un mismo ser que, fusionándose permanentemente e invirtiendo sus papeles, se persiguen uno al otro hasta el punto de crearse y exterminarse recíprocamente. La primera vez que Víctor ve al monstruo en Suiza, sus palabras son las siguientes: “veía en él la imagen de mi propio vampiro, mi espíritu liberado de la tumba, obligado a destruir todo lo que yo amaba”. Las ideas de Rousseau, que oscilan, a veces de un modo increíblemente armónico, entre la misantropía y el amor a la humanidad, lo revolucionario y lo conservador, lo íntimo y lo popular, prefiguran esta danza macabra entre el creador y la criatura del texto de Mery Shelley, confluencia de todos los tópicos del romanticismo. ¿Cómo no evocar el monstruo de Frankenstein cuando leemos, al principio de las Confesiones, las palabras de un ser desplazado de la sociedad humana que se presenta como alguien que no es como ninguno de cuantos ha visto, más aún, “como ninguno de cuantos existen”? ¿Cómo evitar la imagen del Rousseau en el quinto paseo de las Ensoñaciones, navegando en el lago de Bienne, cuando Víctor se abandona a su soledad en los paisajes de Belrive, muchas veces dispuesto a zambullirse en el lago? Víctor Frankenstein y su creación, deliberando y midiéndose en la cumbre del Montanvert, son, sin más, Rousseau, Rousseau mismo frente a su obra, aquella obra que lo ha condenado a la persecución, a la errancia, a la soledad, aquella creación que lo ha dejado en la isla de Saint-Pierre frente a frente con su propia alma, aislado de todo y de todos. Porque no sólo el tono, el estilo, la magnificencia del yo confesional de Frankenstein evocan el carácter precursor de las autobiografías roussonianas: también lo hacen los hechos, el argumento, el entramado mismo de la historia. Por aquí y por allá encontramos en el contenido de la novela hechos que asociamos fácilmente al escritor ginebrino: el deseo de Walton, como el de Rousseau, de encontrar un amigo que lo comprenda; el incidente del monstruo con el niño, como el de Rousseau con el hijo del tonelero en las Ensoñaciones; el juicio de Justine, ante la callada culpa de Víctor, como el juicio del robo de la cinta en las Confesiones. Al respecto, es de destacar la imagen en la que el monstruo, despertando a la existencia, comienza a descubrir el mundo con frases tales como “una suave luz apareció en el cielo y me produjo una sensación de placer”. Esta escena se parece demasiado a la del accidente que sufre Rousseau en el segundo paseo de las ensoñaciones, en tanto que, al despertar, vuelve a descubrir el mundo de manera adánica, tal como la criatura: <br /><br />“Vi el cielo, algunas estrellas y un poco de verdor. Esta primera sensación constituyó un momento delicioso.(…) En ese instante nacía a la vida y parecíame que con mi leve existencia llenaba todos los objetos que veía” (Ens., p.20). <br /><br />Pero, más allá de estas similitudes argumentales, resulta evidente que el mayor grado de parentesco entre Rousseau y los personajes de Frankenstein se halla en estas voces narradoras de Víctor y de su criatura, cuyos papeles y suertes se entremezclan y fusionan generando, en su conjunto, un único ser desdoblado que ficcionaliza el intertexto roussoniano. Víctor y el monstruo, leídos de esta manera, conforman una sola criatura representada en la relación del creador con su obra que, a la vez, representa el intertexto roussoniano conformando una subjetividad dividida, deformada por pasiones y paradojas, cuya suerte no es otra que la de ser aborrecidos por la sociedad y condenados a la soledad de una naturaleza sabia, redentora, de la que nadie tendría que haberse desviado nunca. El hecho mismo de la monstruosidad literal nos hace pensar que, al mismo tiempo de un homenaje, Rousseau es leído en la novela de M. Shelley con alguna distancia irónica: este monstruo, un ser educado en la soledad, perseguido por los hombres y, pese a su origen, absolutamente compenetrado con la naturaleza, representa bajo la forma de un hecho mucho de lo que en Rousseau es un concepto .<br />En conclusión, debemos notar que este carácter contradictorio, paradójico, bipolar de la novela, es al mismo tiempo lo que caracteriza a la obra misma de Rousseau. Lecercle, en un estudio que lee la figura de Frankenstein en tanto un mito moderno, enfatiza el carácter contradictorio de la novela como un rasgo estructural. Una de las claves más importantes para explicar este carácter contradictorio está dada por el contexto histórico:<br /><br />“Entre la generación de Godwin y de Shelley, media el triunfo de la reacción en Inglaterra, la revulsión frente al terror en la mayoría de los intelectuales británicos favorables a la Revolución (como Wordsworth y Coleridge), el fracaso de ésta y la guerra en Europa” . <br /><br />Entre la admiración y el rechazo, el triunfo y el fracaso, la adhesión y la crítica a la Revolución Francesa propia de la segunda generación romántica, tenemos pues una novela que, como la obra de Rousseau, nos sumerge en un mundo discursivo lleno de tensiones. Lacercle observa que la novela de M. Shelley tiene, como elemento invariante, una tensión entre la hybris y la rebelión, entre Prometeo y Fausto, entre naturaleza y sociedad. El monstruo mismo, malvado y benévolo al mismo tiempo, es una mezcla de Adán y Satán que bien podría simbolizar la fascinación y el rechazo simultáneos que experimentan los ingleses radicales ante la Revolución. <br /><br /><br /><br /><br /> Podríamos pensar que la figura del monstruo nos suscita los mismos sentimientos encontrados que la obra de Rousseau y la Revolución Francesa pudo haber generado en M. Shelley: por un lado, un inevitable sentimiento de rechazo, el acatamiento de la condición monstruosa como tal; por el otro, un sentimiento de solidaridad, en incluso de admiración, basado en el hecho mismo de que la sociedad, por su hostilidad e hipocresía, no es a nuestros ojos nada mejor que el objeto de sus críticas y merece las garras de este ataque monstruoso, ¿no es esta la idea general de las Confesiones, un texto que, al tiempo que expone sus propios defectos, persigue el propósito de denunciar los defectos ajenos, los de los normales, los perseguidores, la sociedad entera? <br />Rousseau, la Revolución Francesa y la dualidad conformada por el monstruo y Víctor Frankenstein: monstruos de dos cabezas. Cada uno de estos textos, hechos históricos, obras filosóficas, son monstruos de dos cabezas que, al tiempo que nos fascinan, nos producen todo tipo de rechazos, muchas veces oscilando entre la insurgencia y el conservadurismo, la misantropía y la filantropía, el respeto por la sociedad y el amor a la soledad. Estos sentimientos ambivalentes, encontrados, contradictorios, son propios de la experiencia del lector de Frankenstein y del lector de Rousseau así como del método mismo de éste último, un método tan controvertido como efectivo, resumido de manera explícita en el libro segundo del Emilio y, sin duda alguna, un posible epígrafe para el prefacio de la novela de Mary Shelley:<br /><br />“Lectores vulgares, perdonadme mis paradojas: es preciso caer en ellas cuando se reflexiona, y sea cual sea lo que podais decir, yo prefiero más ser hombre de paradojas que hombre de prejuicios” (Em., p.101).Alejandrohttp://www.blogger.com/profile/00744375867529191979noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-8956153068481701088.post-5052214846223258172009-06-28T14:09:00.000-07:002009-06-28T14:10:18.979-07:00Melville, el disidente.<em>“Melville es un vikingo cargado de años y de memorias y una especie de desesperación rayana en la locura. Es un vikingo que al hacerse a la mar, en realidad se dirige a su morada. No puede aceptar la humanidad. No puede pertenecer a la humanidad. No puede”.</em><br />David H. Lawewnce, Studies in Classic American Literature. <br /><br /><br />Herman Melville, clásico de la literatura universal, ocupa en la tradición cultural de su país el lugar del escritor solitario, atormentado, reconocido de manera póstuma luego de una vida desdichada. Lo mismo podemos decir de Franz Kafka. <br />Jorge Luís Borges ha sido uno de los primeros en asociar estos dos nombres con su teoría sobre el hecho de que “cada escritor crea sus precursores” (Borges; 1976). La obra de Kafka, medio siglo posterior a la de Melville, proyecta sobre ésta una “luz ulterior” que condiciona nuestras lecturas y es responsable de que un texto de Melville pueda ser leído como un antecedente Kafkiano, hasta el punto de que exista la posibilidad de que nos resulte difícil enfrentarnos a una lectura de Bartleby sin pensar en Gregorio Samsa. <br />Partiendo de un cotejo entre ambos autores, este trabajo se propone analizar el caso de Melville como el de un escritor disidente, capaz de adelantarse a su época y de producir una literatura original, trascendente, más preocupada por el problema de la verdad que por la fama inmediata y el éxito. Una lectura de Bartleby, el escribiente, publicado en 1853, se deja gentilmente cotejar con La metamorfosis, de Kafka, publicado en 1916, revelando, más allá de las diferencias, una serie de similitudes extraordinarias que comprueban que hay entre ambas obras un “linaje subterráneo y prestigioso” (Deleuze; 1996).<br />En principio, ambas ficciones presentan un microcosmos. En un espacio sumamente reducido, sea éste la habitación de Gregorio Samsa o la oficina del jefe de Bartleby, cabe todo un mundo. Estamos ante un personaje principal y un entorno de no más de cuatro personas, pero tenemos la sensación de haber visto a toda una sociedad, la pintura de la humanidad misma. La formidable riqueza de estas narraciones, lograda como consecuencia de una inquietante pobreza de acciones y hechos, hace que ambos textos signifiquen todo aunque no digan nada. <br />¿Qué significa la historia de Bartleby? El misterio mismo del significado, que se corresponde con la misteriosa figura del personaje, un hombre del que poco o nada sabemos, abre al lector todo tipo de especulaciones. Ambos textos presentan un hecho insólito, grotesco, inadmisible, asombroso, algo que se resiste a toda lógica y rutina; no se sabe qué cosa significa, pero es este no saber, esta ausencia de significado preciso, aquello que nos conduce a la polisemia, a la multiplicidad de significado, a la lectura infinita. Como la misteriosa ballena de Moby Dick, Bartleby es capaz, gracias a su enigmática existencia, de alcanzar una dimensión teológica, cósmica, planetaria: “¡Oh, Bartleby! ¡Oh, humanidad!” (Melville; 1983). Sesenta y tres años antes de que Kafka invente un Gregorio Samsa acurrucado debajo del sofá, Melville inmoviliza a Bartleby frente a la pared blanca de una oficina de Wall Street. El hombre es lo mismo que el insecto: una pieza que no encaja, una presencia que no puede sentarse en la mesa. Bartleby está fuera de la lógica, de la razón, no puede ser aceptado por la sociedad. Su sola presencia produce la incomodidad del resto del mundo. No hay lugar para el héroe y la sociedad: solo, abandonado, hambriento y abyecto, Bartleby muere en su rincón solitario como el insecto de Kafka. La estupefacción del jefe de Bartleby y de la familia de Gregorio Samsa puede ser concomitante con la del lector de estas obras: hechos trágicos y atroces son representados mediante situaciones cómicas a través de un lenguaje sencillo y sobrio. Así como la significación de un todo se alterna con la de una nada, la tragedia se funde con la comedia; Bartleby es una influencia para toda la literatura existencialista y del absurdo, y Samsa, con su aliciente fantástico, lleva esta sensibilidad hasta sus máximas consecuencias. Borges toma nota de este parentesco estilístico en su prólogo a Melville al afirmar que Bartleby está redactado “en un idioma tranquilo y hasta jocoso cuya deliberada aplicación a una materia atroz parece prefigurar a Franz Kafka” (Borges; 1944). Y es un asunto de lenguaje otro de los puntos de coincidencia: tanto Bartleby como Samsa están más allá de las palabras. Si Samsa emite un silbido que horroriza a sus familiares, Bartleby emite una frase (I would prefer not to) que abre entre él y su entorno un abismo insuperable. La frase de Bartleby, cerrada sobre sí misma, incapaz de corresponderse con la lógica del mundo exterior, contiene toda la originalidad del personaje; eficaz y desconcertante, sin ser siquiera un sí o un no que admita réplica, deja indefensos a sus interlocutores porque lo que hace es, más allá de la obediencia o desobediencia, salir del juego. Al preferir no hacer, Bartleby prefiere no formar parte de la sociedad, abstraerse de su entorno. El abogado es incapaz de llegar al alma de Bartleby, así como el Principal de Samsa, horrorizado ante su silbido y su aspecto, termina huyendo para siempre de su presencia. Es particularmente significativo el problema del personaje y del entorno. Si bien en un principio no cabe duda de que tanto Bartleby como Samsa son elementos anómalos, insólitos, absurdos, la eficacia de estos textos logra dar vuelta el asunto: por momentos sentiremos que la firmeza de estos seres marginados resulta irreprochable frente a la extravagancia, egoísmo o mezquindad de quienes los rodean. <br />¿Quiénes rodean a estos anómalos personajes? Como perfecto contraste de su extraordinariedad, el ambiente en que se ubican es la ordinaria vida convencional y familiar: el hogar paterno y la oficina, bases mismas del sistema social. Los padres y los jefes, representantes de la ley y la jerarquía, de la racionalidad y la comodidad, sufren la presencia de estos personajes anómalos que trastocan sus visiones del mundo. Ante la figura pálida, lastimosa y desolada de Bartleby, el abogado se presenta a sí mismo como un hombre que ha “abrigado la profunda convicción de que el modo más cómodo de vivir es el mejor”. Este profesional de la ley, elogiado por un magnate por su método y su prudencia, es un hombre que hace cómodos negocios en un cómodo retiro y que jamás ha permitido que nada turbe su calma. Es el hombre satisfecho, exitoso en su labor como engranaje del sistema, convencido de estar parado en el mejor de los mundos, racional y rutinario, amante del orden, la seguridad y la posición social. La aparición de Bartleby en su vida se equipara a la presencia de un monstruoso insecto trepado al techo de su oficina. Si bien la impresión que le produce oscila entre la lástima y el rechazo, de cualquier modo no será capaz de introducir al empleado en su mundo ni pasarse al mundo del otro. Al principio le pregunta a Bartleby si es un lunático, luego se apiada de la inmensa soledad que percibe en su empleado, da golosinas a su conciencia ofreciéndole alguna ayuda, pero finalmente acepta la imposibilidad de toda solución:<br /><br />“Mis primeras emociones habían sido de melancolía pura y de piedad sincerísima; pero, a medida que la soledad de Bartleby fue creciendo en mi imaginación, esa misma melancolía se fundió en temor, y la piedad en repulsión” (Melville; 1983). <br /><br />Idénticas emociones experimentan los padres y la hermana de Gregorio Samsa a lo largo de su convivencia con el insecto: le dejan comida, lo atacan, lo abandonan, y finalmente suspiran cuando se deshacen de él. La casa de los Samsa y las oficinas del jefe de Bartleby representan la sociedad que se conduce según la lógica del dinero. Ambos están dispuestos a sacrificar a estos héroes para sobrevivir en la superficie de una sociedad atrozmente materialista. La familia de Samsa, avergonzada de él ante los inquilinos que rentan una habitación de la casa, o contenta con la esperanza de la seguridad económica una vez resuelto el problema de esta presencia monstruosa, equivale al malestar del abogado cuando, en el medio de sus relaciones profesionales, empieza a circular el rumor de que albergaba a aquella “extraña criatura”. Finalmente, el abogado confiesa: “las necesidades de mi negocio prevalecieron sobre todas las demás consideraciones”. La sociedad marca el límite, y exige el sacrificio: para que el negocio marche bien, hay que perder la piedad y dejar morir a los disidentes. <br />La atrocidad del entorno del héroe es lo que hace que el lector pueda tomar partido por éste. La literatura de Melville y la de Kafka se deja leer como la denuncia hacia una sociedad sin piedad, implacablemente materialista, dispuesta a dejar morir a cualquiera que cometa el pecado de ser un diferente, un original, de existir con una lógica individual que no acata la establecida. Inmóvil y eremita ante la dinámica Wall Street (calle del muro), metonimia del ambiente bursátil, del dinero y del egoísmo, Bartleby es, como Gregorio Samsa, un ser desconcertante que comete la monstruosidad de ponerse fuera de la ley y recibir, por lo tanto, el ataque del padre, la expulsión del jefe, la cárcel y la muerte, la marginación social absoluta. La eficacia de una literatura que, desdeñosa del realismo superficial, busca una exploración más profunda de la condición humana, logra en la figura de Bartleby y de Gregorio Samsa que el lector, luego de pensar que lo cómico es trágico y que lo trágico es cómico, finalmente sospeche que la sociedad es perversa y que el marginado, visto como un insecto o como un loco, termine siendo el ser más íntegro de la ficción. ¿Acaso hay algo de normal en ese ambiente insensato habitado por seres tan grotescos como “Turkey”, “Nippers”, “Ginger Nut”, o tan inevitablemente despiadados como la familia Samsa, capaz de dejar barrer el cadáver de uno de los suyos sin la menor consideración de su desgracia? Es en este sentido que Deleuze elabora su concepto de Bartleby como un original, un ser de la naturaleza primera que ejerce su efecto sobre el mundo de la naturaleza segunda: “revelan su vacío, la imperfección de las leyes, la mediocridad de las criaturas particulares, el mundo como un baile de disfraces” (Deleuze; 1996). El mundo que representa Bartleby, el escribiente, prefigura a Kafka al cuestionar, desde una profunda propuesta literaria, las nociones de lo normal y lo anormal, lo justo y lo injusto, lo cuerdo y lo loco, lo diurno y lo nocturno, el bien y el mal. <br />Finalmente, cabe preguntarse sobre la recepción de una obra que adelantaría muchos de los tópicos del existencialismo y del absurdo que alcanzarían su desarrollo pleno recién en un siglo posterior. <br />A diferencia de Melville, no percibimos en el contexto social de Kafka nada difícil de ajustarse a su creación: en medio de la Primera Guerra mundial, sumido en la catástrofe de la vieja civilización europea en estado de crisis, La metamorfosis expone con una atmósfera de pesadilla la situación de un individuo en soledad que rompe sus relaciones con el mundo en un aislamiento desesperado, con el lenguaje quebrado y el cuerpo atacado por la ferocidad de una sociedad autoritaria y perversamente burocrática que no puede vivir sin matar ni marginar a todo aquél que se resista a las reglas del juego. Resulta asombroso que la obra de Melville, escrita a mediados del siglo XIX en un mundo nuevo, esté tan íntimamente emparentada con uno de los máximos representantes de la crisis y la desesperanza del viejo mundo en la primera mitad del siglo XX, el siglo de los fracasos. Tanto más en cuanto que Melville, ciudadano de una nación ya considerada tantas veces como el mundo nuevo, adánico, virginal, la oportunidad de empezar de nuevo, escriba su Bartleby desde el país de la democracia, del futuro y la esperanza en el mismo momento que Walt Whitman, exaltado y optimista, gritaba: “Yo proyecto la historia del futuro” (Whitman; 1999). <br />Desde las oficinas de Nueva York, sede económica de un país en crecimiento que vive una tranquila prosperidad bajo la luz del sol, resulta como mínimo asombroso que Melville haya logrado crear a uno de los personajes más notables de la literatura universal que, emparentado con la obra de una futura Europa en decadencia, se presente como un anticipado artista del hambre, siempre indiferente al laborioso entorno nacional hasta dejarse morir en la más pura soledad e inmerso en el más radical de los nihilismos. <br />Así como Bartleby prefiere no copiar, no cotejar, no reproducir el curso de la rutina, la legalidad, todos los textos necesarios para que las cosas marchen indistintamente sin que nada se desvíe de los rieles de la realidad establecida, Melville prefiere no hacer una literatura que pueda ser fácilmente asimilada por su público contemporáneo y que, acatando las necesidades del mercado, le ofrezca dinero, elogios, celebridad. <br />Melville, el disidente, se ubica más allá de la fama y el éxito así como Bartleby, el escribiente, se mantiene impasible ante lo que le ofrece el abogado, el velador de las leyes: estabilidad y dinero. Si, no obstante la originalidad del escritor y de la obra, quisiéramos rastrear qué elementos del contexto social y cultural, que inevitablemente han de haberlos, influyeron en la producción de este texto, en principio podríamos detenernos, como ya lo hizo la crítica, en el ensayo de Emerson, The Trascendentalist, una posible fuente de inspiración para Melville. El trascendentalismo, corriente tributaria del idealismo alemán, estaba en auge a mediados del siglo XIX, y una de sus máximas era la creencia en una realidad superior a la que perciben nuestros sentidos, realidad aprehensible solamente por medio de una elevación espiritual o un momento de iluminación. Emerson concibe al trascendentalista como un hombre que, entregado al idealismo, se opone a los hombres materialistas, aquellos que dependen “de los hechos, de la historia, de las fuerzas de las circunstancias y de las necesidades animales del hombre” (Costa Picazo, 2009). Se puede pensar a Bartleby como un trascendentalista, un hombre alejado, solitario, con la mirada puesta en un más allá de la realidad material de las oficinas, de la sociedad. Bartleby, “una especie de centinela perpetuo en su rincón”, se eleva por encima de un entorno materialista, simple y optimista, que puede prefigurar la realidad de los Estados Unidos, para acceder a la trascendencia de lo universal sin ser nunca comprendido. <br />Diversos estudios de literatura estadounidense pueden iluminar, con diversos conceptos, esta disidencia que mantiene Melville ante su contexto histórico y cultural. A la luz de los conceptos de James Fenimore Cooper, podemos reconocer a Bartleby como un personaje que, en medio de un paisaje caracterizado por “plantas nativas sanas pero carentes de aroma”, se ve obligado a buscar su inspiración en las leyes universales (Cooper, 1828). También podríamos decir, usando las palabras de Richard Chase, que la literatura de Bartleby se encarga de “oponer al desorden y la rudeza de su cultura una escrupulosa conciencia artística” (Chase; 1967) o, en palabras de Fiedler, que estamos ante “una literatura de oscuridad y grotesco en una tierra de luz y afirmación” (Fiedler; 1960). Ante el fracaso en vida de su producción literaria, Melville es conciente de su carácter disidente, y no es extraño que, buscando al menos un solo compañero en medio de su soledad, haya dado justamente con Hawthorne, otro solitario, otro Bartleby recluido en su rincón oscuro, inevitablemente aislado de aquella tierra de luz y afirmación. Es revelador que Melville, en un artículo sobre Hawthorne, descubra en su colega a un hombre incomprendido por el mundo, alabado por las características menos importantes de su genio, y llegue incluso a decir que puede haber en él, aunque todavía sin haber sido percibida, una profundidad que no está por debajo del canónico Shakespeare. Igualmente revelador es que Melville haya dedicado a este escritor interesado por “el eje mismo de la realidad” su novela Moby Dick y que haya descubierto, detrás de la aparente tranquilidad de Hawthorne, una “negrura diez veces negra”, una preocupación que lo atraviesa constantemente, unos fulgores que, como podría ser la comicidad de la ficción de Bartleby, no son más que “orlas y juegos sobre los bordes de las nubes de tormenta” (Melville; 1850). La disidencia de Melville con respecto a la optimista y luminosa civilización estadounidense parece evidenciarse en el máximo de la ironía al proferir, con respecto a la recepción de Hawthorne, la siguiente pregunta retórica, picante, maliciosa: <br /><br />“¿qué clase de creencia es ésa para un norteamericano, un hombre que debe llevar las ideas progresistas de la república a la Literatura y a la Vida?” (Melville; 1850).<br /><br />Bartleby, como Melville, recibe la invitación de formar parte de la realidad americana, del optimismo, la juventud, el crecimiento material, la fe en la democracia y las ideas progresistas de su república, pero responde que prefiere no hacerlo. <br />En efecto, la sociedad olvida a Bartleby, y también a Melville. <br />El abogado le ofrece a Bartleby la suma de treinta y dos dólares a cambio de deshacerse de él; suma grosera ante la insobornable honradez e integridad del escribiente; suma equiparable a los ochenta y cinco dólares que los editores pagan a Melville, en 1853, por la publicación de un texto que pasaría a ser uno de los mejores relatos breves de la literatura universal. En octubre de 1891, el New York Times se refiere lacónicamente a la muerte de “un hombre tan poco conocido, incluso de nombre, que únicamente un periódico publicó en su obituario una nota de cuatro o cinco líneas” (Borges; 1998). Sobre el olvido del público ante el escritor de este prodigio literario, Borges escribe en el mencionado prólogo a Bartleby, el escribiente:<br /><br />“Melville murió en 1891; a los veinte años de su muerte la undécima edición de la Encyclopaedia Britannica lo considera un mero cronista de la vida marítima; Lamg y George Saintsbury, en 1912 y en 1914, plenamente lo ignoran en sus historias de la literatura inglesa” (Borges; 1998).<br /><br />Bartbleby molestaba al abogado, a sus compañeros, a la sociedad, molestaba tanto como Gregorio Samsa a su familia. “¿Por qué tenía que estar allí?” se pregunta el abogado, orgulloso oficial de la Oficina de Registros del Estado de Nueva York. Este sirviente de la sociedad, encargado de velar por los “valores, hipotecas, y escrituras de personas ricas”, se ve gravemente perturbado ante la figura de este hombre extraño que “parecía estar solo, absolutamente solo en el mundo” (Melville; 1983). Incluso prefería huir, mudar de oficina, antes que lidiar con una originalidad tan insobornablemente íntegra; la decisión de ubicar a Bartleby detrás de un biombo por parte del abogado, equivalente a la ceguera sobre Melville por parte de su época, prefigura la imposibilidad del abogado y la sociedad de resistir la vista de este radical espectáculo de disidencia. <br />Bartleby, el escribiente, así como Mellville, el disidente, el hombre olvidado por tantas historias de la literatura y ediciones de enciclopedias británicas recientes a su muerte, es a su modo un escritor de Dead Letters, cartas muertas para su público, obras imposibles de ser recibidas por los padres y los jefes de una sociedad demasiado preocupada por la fe democrática y la prosperidad material; hombres demasiado ordinarios como para ocuparse de los grandes temas de la verdad, la solidaridad, la soledad, la autenticidad de una obra y de un artista que, fiel a las leyes de su arte, recién ha podido ocupar su lugar merecido en la cultura de una manera póstuma, ya lejos de las estrechas circunstancias de su entorno histórico, pero de acuerdo con la trascendencia de la literatura universal. <br /><br /><br /><br /><br /><br /><br /><br /><strong>Bibliografía. </strong><br /><br /><br /><br />Borges, Jorge Luis, Otras inquisiciones. Madrid: Alianza Editorial, 1976. <br /><br />Borges, Jorge Luís, Prólogos con un prólogo de prólogos. Madrid: Alianza Editorial, 1998.<br /><br />Chase, Richard, La novela norteamericana. Traducción de Luis Justo. Buenos Aires: Sur, 1957. <br /><br />Cooper, James Fenimore, “American Literature”, 1828.<br /><br />Costa Picazo, Rolando, Teórico número once, desgravado por SIM, 29/04/09.<br /><br />Deleuze, Gilles, “Bartleby o la fórmula” en Crítica y clínica. Traducción de Thomas Kauf. Barcelona: Anagrama, 1996.<br /><br />Fiedler, Leslie, Love and Death in the American Novel. N. York: Dell, 1960;1966. <br /><br />Kafka, Franz, La metamorfosis. Traducción de Jorge Luís Borges. Buenos Aires: Losada, 1995.<br /><br />Melville, Herman, Bartleby, el escribiente. Traducción de Eduardo Chamorro. Madrid: Akal, 1983.<br /><br />Melville, Herman, Bartleby, el escribiente. Traducción y prólogo de Jorge Luís Borges. Buenos Aires, Emecé Editores, Cuadernos de la quimera, 1944.<br /><br />Melville, Herman, Hawthorne and his Mosses, By a Virginian Spending July in Vermont. En The Literary World, 1850.<br /><br />Whitman, Walt, Hojas de Hierba, selección, traducción y prólogo de Mirta Rosenberg. Buenos Aires: Planeta, 1999.Alejandrohttp://www.blogger.com/profile/00744375867529191979noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-8956153068481701088.post-76984455462263289512009-06-28T11:58:00.000-07:002009-06-28T12:01:37.999-07:00El problema del tiempo en Borges como punto de anclaje entre lo filosófico y lo poético.Nota: este trabajo fue realizado de manera colectiva por un grupo de trabajo de un seminario colectivo; había en el grupo de o personas dos estudiantes de letras nacionales, tres extrajeros, y dos estudiantes de filosofía. <br /> <br /><br /> <br /><br /> <br /><br />El problema de la filosofía en la obra de Borges, entendiendo por tal problema la pregunta sobre si hay en Borges un filósofo, una filosofía, o por el contrario un mero uso estético de cuestiones filosóficas por parte de un escritor de literatura, ha sido siempre objeto de discusión para los críticos.<br /><br />Más allá de la inclusión o la exclusión de la obra borgeana en la historia de la filosofía, parece haber un acuerdo en el innegable hecho de que sus textos, sean o no filosóficos en un sentido estricto, lo mismo encierran las inquietudes más radicalmente filosóficas de la historia: la infinitud, las paradojas del tiempo, el espacio, la naturaleza del lenguaje, la dialéctica entre lo real y lo ilusorio, el azar y el orden, los arquetipos platónicos, los límites de la lógica, etc. El acuerdo o desacuerdo radicará no ya en el componente filosófico de estos temas borgeanos, sino en la posibilidad de que el tipo de uso que hace Borges de éstos lo conviertan en un pensador, un filósofo, o en un poeta que juega de manera estética con asuntos que han pensado otros.<br /><br />Excede a este ensayo una argumentación a favor o en contra de la consideración de la obra de Borges como obra de mayor relevancia filosófica o estética. De todos modos, nos parece estimulante tener en cuenta este problema y considerar que la obra de Borges, si bien puede que carezca de la estructura explícita de un sistema de ideas a la manera de los filósofos tradicionales, es no obstante una obra que, siempre sensible a los grandes interrogantes de la filosofía, presenta una actitud recurrente que podríamos considerar una actitud radicalmente filosófica: la interrogación constante, la duda. <br /><br />Uno de los temas más recurrentes y apasionantes de la obra de Borges, tema que será el objeto de nuestra monografía, es el problema del tiempo. <br /><br />Ciertamente problemático, el tiempo es, para Borges, algo de lo que no podemos prescindir de ninguna manera, la pregunta filosófica por excelencia y, al mismo tiempo, el más trascendente de los motivos poéticos. <br /><br />Si bien la manera en la que aborda el problema en distintos textos presenta más preguntas que respuestas, más incertidumbres que certidumbres y más búsquedas que hallazgos, es posible identificar al menos tres premisas que, sin necesariamente salir de un terreno de incertidumbre, se mantienen inalterables en todas sus inquisiciones. <br /><br />La primera de estas premisas es la certeza de que “el tiempo es un problema para nosotros, un tembloroso y exigente problema, acaso el más vital de la metafísica[1]”. <br /><br />Como San Agustín, cuya alma ardía por saber qué es el tiempo, los textos de Borges comparten este mismo ardor, y tal vez la segunda de las premisas sea la certeza de que esta pregunta carece de una respuesta del todo satisfactoria. Más allá de todas las teorías y especulaciones, finalmente debemos aceptar que el problema del tiempo carece de solución y que esta falta de solución, más provechosa que angustiante, brinda una extraordinaria oportunidad de ejercitar la especulación, la duda, el asombro: “Felizmente, yo creo que no hay ningún peligro en que se resuelva; es decir, seguiremos siempre ansiosos”[2]. <br /><br />La tercera de las premisas, que no deja de ubicarse en un terreno ambiguo, es la idea de que el tiempo, más allá de todos sus enigmas, está asociado con la idea de lo sucesivo: preguntándose qué es el tiempo, Borges vuelve a sumergirse en el río de Heráclito, uno de sus lugares más visitados de la filosofía. Si bien se increpa la eternidad, la circularidad, la simultaneidad, el presente, el pasado y el futuro, finalmente llega el momento de rendirse ante la certeza de que el tiempo es algo que fluye, algo fugitivo, algo que pasa en el sentido de que efectivamente sucede y que sucede de manera irremediable. <br /><br />En cuanto a la distinción entre el tiempo en sí, como problema filosófico, y el tiempo como experiencia vital del hombre, podríamos mencionar la teoría del tiempo de uno de los más importantes pensadores de comienzos del siglo XX, a quien Borges también habría leído atentamente: Henri Bergson. Éste traza una distinción entre el tiempo de la ciencia, constituido por la sucesión de instantes diferentes sólo cuantitativamente, y el tiempo de la vida[3], que consta de instantes que difieren tanto cuantitativa como cualitativamente. <br /><br />El tiempo de la física, de la observación científica, es, para Bergson, un tiempo reversible debido a que cualquier experiencia de carácter científico, cualquier experimento, puede ser repetido. El tiempo vital, en cambio, está formado por momentos irrepetibles que quedan almacenados en la memoria que, tanto para Bergson como para Agustín, constituye la conciencia o el sujeto mismo[4]. <br /><br />En Borges el tiempo pareciera constituir la subjetividad; el sujeto borgeano –si lo hay- es un sujeto de la temporalidad, atravesado por el paso del tiempo. La nadería de la personalidad, la dificultad de aprehender la historia, el carácter onírico que adquiere la realidad, temas propios de la ficción borgeana, pueden explicarse por el mero hecho de ser materia del tiempo, es decir, aquello que se va, que se escurre: lo único que permanece es esta cualidad de impermanencia. <br /><br />Este carácter de fugacidad que tiene el tiempo, tal vez la única certeza que Borges quiere aceptar, puede explicar lo problemático que resulta aprehender una respuesta cerrada y permanente: el tiempo pasa, el tiempo fluye, de la misma manera que fluye la historia de la filosofía que pretende capturarlo. Es tan difícil capturar el tiempo como capturar un concepto sobre el tiempo, una respuesta sobre el tiempo. El método mismo que utiliza Borges para hablar del tiempo, de los filósofos que trataron el tema, de los comentarios sobre distintos hallazgos o fracasos de búsquedas anteriores, puede tomarse como una manera de seguir diciendo que el tiempo pasa, que no podemos capturarlo justamente porque él mismo, como el inventario de sus conceptos, es lo que siempre se está yendo. Luego de exponer y refutar los conceptos, el problema del tiempo deja de ser filosófico e, irremediablemente, se convierte en materia de poesía. Podría decirse que toda la exposición filosófica que hace Borges del problema del tiempo no es más que un prefacio o un nudo que no tiene otra posibilidad que el desenlace poético. Lejos de las conclusiones, Borges suele tomar estos conceptos como pretextos para hilvanar sus ficciones. Cuando ya no sabemos qué es el tiempo, sólo queda escribir el poema que expresa la manera en la que el tiempo nos afecta de manera tanto física como espiritual, y el filósofo se convierte en un poeta que se resigna o se lamenta ante el hecho de que el tiempo pasa y lo que hay es la muerte. Pero veamos algunos ejemplos del modo en el que Borges escruta la historia de la filosofía exponiendo diversos intentos de capturar el tiempo dentro de los sistemas o conceptos. <br /><br />El título mismo de Nueva refutación del tiempo, que es un contrasentido paralelo al título de Historia de la eternidad, parece bastarse por sí mismo para aludir a la magnífica ironía con que el autor considera los conceptos filosóficos que expone. En efecto, si hay una refutación nueva, significa que hubo antes una refutación ahora vieja, y que por ende la realidad del tiempo no queda, en modo alguna, refutada, y todos los conceptos que lo intenten no son más que material susceptible se ser utilizado de manera literaria. Nueva refutación del tiempo expone tres momentos que, una vez articulados, procuran demostrar que el tiempo no existe. En consonancia con el resto de su obra, la cuestión, que nunca es resuelta por completo, termina aceptando, como una fatalidad, la sugerencia de que el tiempo no es más que el río de las horas que fluye irremediablemente.<br /><br />El tiempo es algo que nos constituye en cada instante de nuestra vida. En esta ocasión, Borges fundamenta su postura utilizando herramientas del idealismo, primero con Berkeley y luego con Hume. Para el primero no hay materia fuera de la percepción; para el segundo no existe un espíritu o un “yo” metafísico como polo de unión fuera de la sucesión de estados mentales. Del mismo modo, Borges observa que no existe el tiempo fuera de cada instante. Al primer momento se lo podría denominar “concepción del tiempo en sentido abstracto o como categoría mental”. Al segundo “concepción del tiempo lineal” y, finalmente, el tiempo entendido como un “instante autónomo”. <br /><br />La primera concepción del tiempo abstracto es negada. Tanto para Berkeley como para Hume, el tiempo es una categoría mental. Para el primero el tiempo es “la sucesión de ideas que fluye uniformemente y de la que todos los seres participan”. Para Hume “una sucesión de momentos indivisibles”. Borges refuta esta concepción al preguntarse básicamente por la intersubjetividad y la comunicación que implica la misma de la siguiente manera: “[...] si el tiempo es un proceso mental ¿cómo pueden compartirlo millares de hombres, o aún dos hombres distintos?[5]”. La existencia del tiempo es tan ilógica como lo es para Berkeley la existencia de una materia extrasensorial, o como para Hume la existencia de un sujeto que, por detrás de la percepción o sucesión de estados mentales, sirva como soporte metafísico del problema. Borges niega también la concepción del tiempo lineal en la que el tiempo es una suerte de hilo conductor entre pasado, presente y futuro. Es decir que no somos ni una sucesión de movimientos indivisibles ni la serie de esos actos cuyo principio y fin son inconcebibles. Negada la continuidad (al haber negado el espíritu y la materia, que son continuidades), también se niega la contemporaneidad de acontecimientos ocurridos aislada y de manera independiente afirmando que el tiempo no es ubicuo. El ejemplo que introduce para explicar esta afirmación es el de un amante que mientras piensa en la fidelidad de su amor ella le es infiel. De este ejemplo se deduce que los instantes son autónomos y absolutos, y que esa felicidad no fue contemporánea a la traición tanto como no lo fueron la victoria en Junín de Isidoro Suárez y la diatriba que publicó De Quincey. De esta manera se presenta una posibilidad ontológica y epistemológica de la realidad sin series ni sucesiones.<br /><br />De esto último se desprende claramente la concepción del tiempo como un instante autónomo. El presente es el que representa ese instante, esos segundos que son los existentes. Lo que si hay es un presente en el que ocurre algo y dicho presente es también una sucesión. En este sentido Borges trae a colación a Sexto Empírico y a Bradly, quienes niegan las partes para poder negar el todo. A diferencia de ellos, Borges niega el todo para resaltar cada una de las partes: cada presente. Sin embargo, siguiendo a Schopenhauer, el pasado y el futuro existen “para el concepto y por el encadenamiento de la conciencia, sometida al principio de la razón” pero no para la vida. El presente es la vida, y la vida es lo que se está yendo siempre. No es de extrañar que la noción de eternidad, “un juego o una fatigada esperanza”, sea la más radicalmente negada por el autor de Ficciones. La realidad del tiempo, este río que nos arrebata, este instante que se nos va, no puede tolerar una eternidad que no es más que un arquetipo platónico, uno más de los conceptos que se pierden en el río de las horas. Nada tiene que ver la vida con este “inmóvil y terrible museo de los arquetipos platónicos”. En definitiva, tal como plantea la Historia de la eternidad, “para nosotros, la ultima y firme realidad de las cosas es la materia”. Podrían rastrearse en muchos de los cuentos y poemas de Borges una exposición literaria de estos conceptos. Este hecho, más allá de su carácter literario, funciona filosóficamente en tanto que certifica la idea de que el problema del tiempo, abundante de conceptos refutables, es un problema que en última instancia exige ser abordado de manera poética. Uno de los ejemplos puede ser la manera en la que Borges utiliza la doctrina de los ciclos. En Historia de la eternidad la doctrina de los ciclos se aborda de la misma manera que ya hemos analizado en Nueva refutación del tiempo: el concepto del tiempo circular o del eterno retorno se expone con el único fin de cuestionarlo. La idea comúnmente atribuida a Nietzsche que, por motivos de estilo profético, no podía permitirse citar a sus precursores griegos y cristianos, es contrastada y refutada con la matemática de Georg Cantor y con las leyes de la termodinámica. En este texto, como en todos los de Borges, es imposible dejar de sospechar que el autor se interesa por estos conceptos filosóficos no por la verdad que encierren -que de hecho se cuestiona-, sino por el valioso material estético que ofrecen para convertirse en un motivo literario. En efecto, cuentos como Las ruinas circulares, entre otros, funcionan sobre la base de estos conceptos filosóficos, más pertinentes para la creación literaria que para la formulación de respuestas. En Las ruinas circulares se niega la posibilidad de un tiempo lineal y se sugiere la de un tiempo cíclico, continuo y repetitivo, en el cual concurren todos los elementos del orbe. Ya haría Borges el poema tributario de la misma doctrina y de su propio cuento:<br /><br /> <br /><br />“Lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras:<br /><br />los astros y los hombres vuelven cíclicamente;<br /><br />los átomos fatales repetirán la urgente<br /><br />Afrodita de oro, los tebanos, las ágoras[6]”.<br /><br /> <br /><br />La estructura misma de la narración de Las ruinas circulares, así como el poema La noche cíclica, responde a la estructura de un círculo que se repite infinitamente. En este sentido el relato expone la circularidad entre el soñador y el soñado: el soñador era “también él una apariencia que otro estaba soñando” así como el hijo soñando, a su vez, “ejecuta idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo[7]”. Las posibilidades literarias de estos conceptos filosóficos son, como los conceptos mismos, interminables, refutables, y contrastables con otros. También es posible ver en este mismo relato una alusión a Berkeley, y la idea de que el universo está ordenado por una presencia oscura y misteriosa que observa y rige todos los designios, una especie de divinidad que espía desde el origen remoto de todos los tiempos. <br /><br />Platón, Berkeley, San Agustín, Nietzsche: es posible hallar en las ficciones borgeanas alusiones e intertextos con un sinnúmero de pensadores, en ocasiones tan sutilmente entrelazados con la trama que se torna difícil y confuso clasificarlas de manera estricta en relación a sus fuentes. Al respecto, tal vez el texto más aglutinador del problema del tiempo sea El jardín de senderos que se bifurcan. Este cuento asume como tesis la existencia de un tiempo bifurcado que supera las formulaciones lineales y circulares al afirmar que todas las posibilidades de un acontecimiento, incluso las que implican una contradicción, acaecerán en tiempos paralelos y simultáneos al nuestro. Las variaciones que implica esta idea de la simultaneidad es corresponde con todos los posibles desenlaces del libro-laberinto escrito por Ts Ui Pen: <br /><br /> <br /><br />“Crea, así, diversos porvenires, diversos tiempos, que también proliferan y se bifurcan. De ahí las contradicciones de la novela. Fang, digamos, tiene un secreto; un desconocido llama a su puerta; Fang resuelve matarlo. Naturalmente, hay varios desenlaces posibles: Fang puede matar al intruso, el intruso puede matar a Fang, ambos pueden salvarse, ambos pueden morir, etc. En la obra de Ts Ui Pen, todos los desenlaces ocurren; cada uno es el punto de partida de otras bifurcaciones”[8]. <br /><br /> <br /><br /> Son complejas y variadas las problemáticas y doctrinas que confluyen en este cuento de manera ciertamente simultánea. Ts Ui Pen, continuador de las tesis de Dunne sobre la imposibilidad de un tiempo absoluto, pretende urdir en su novela un tiempo multidimensional arrojando un resultado tan caótico como total. El modelo laberíntico que el relato deja vislumbrar es tan singular que cada red se bifurca y cada bifurcación es una red que desata otras posibilidades, permitiendo así dar cuenta de realidades simultáneas en un universo infinito. El límite a esta ramificación viene dado por el lenguaje que, necesariamente, es sucesivo, y del soporte impreso que acaba imponiendo una organización lineal y coherente. Mediante la teoría del tiempo bifurcado, Borges puede cuestionar, haciendo filosofía con la ficción y ficción con la filosofía, algunas teorías filosóficas que refutan la sucesión temporal, como por ejemplo aquellas que asocian la eternidad a la mente divina. Platón escribió en el Timeo que “el tiempo es la imitación móvil de la eternidad[9]”. A partir de ese dictamen, para luego refutarlo, se fundan los itinerarios intelectuales del medievo que tratarán de salvaguardar a la divinidad de la inevitable corrupción que el devenir temporal engendra. No obstante, la tradición cristiana albergará el anhelo de aproximarse a la eternidad a través de una búsqueda dialogal y nostálgica por la unidad pérdida con Dios. Ese es el lema del neoplatonismo. Partiendo de esto, y adscribiendo a las tesis de Hilton Alers Valentin, es necesario señalar las semejanzas entre el Jardín de senderos que se bifurcan y el Dios de San Ireneo, aquél que irá delimitando las notas fundacionales de una doctrina cristiana de la eternidad. El énfasis, sin duda, habría que ponerlo en el debate sobre la predestinación. Esta no es más que una consecuencia lógica de la omnipotencia y la eternidad divina, que conoce no sólo todas las cosas reales sino también las posibles. La inteligencia divina sabe en una instantánea captación intelectual, sin detrimento del libre albedrío, lo que el hombre hace en sus circunstancias presentes, así como lo que podría haber hecho si las circunstancias fuesen otras[10]. Esa serie infinita de permutaciones que Dios conoce, desde el no tiempo que es su lugar creador que siglos después San Agustín le asignaría, y que abarcan todos los mundos posibles, estarían compilados en un microcosmos como lo es el extraordinario libro de Ts Ui Pen. Su lectura, que en el unidimensional tiempo de nuestra conciencia es absurda, nos revela no sólo un acceso privilegiado al dilema temporal sino, lo que es mucho más relevante, nos permite leer, o al menos hojear, la mente divina. Lo que Borges quiere comunicar con ello es que el enigma del tiempo no guarda una cabal relación, aunque no puede excluirse, con un flujo representacional del mundo que se nos manifiesta, como lo juzgó Berkeley. Es preferible entenderlo como “duración en la conciencia” próxima a la dualidad que Henri Bergson postuló, distinguiendo entre un tiempo puro o interior, que es el yo de la conciencia donde todos los estados mentales son simultáneos, y el exterior que mide el reloj, contaminado por la tradición que lo asoció a la medición del espacio. Borges adhiere, por lo tanto, a una caracterización sustancial del tiempo pero no univoca; admite la necesidad de múltiples tiempos que no suponen apodipticamente un vínculo causal. No creemos que Borges entendiera a la eternidad más allá de una metáfora, a la que usualmente se permite parodiar, pero ello no debe resultar en una consideración baladí de la misma, puesto que, es lúcida la estrategia que intenta clarificar la temporalidad desde su negación como un continuo o desde la superadora mirada divina. El matiz preciso que Borges describe oscila entre la eternidad platónica que se circunscribe a una selección de arquetipos y que es inferior a la realidad del mundo y la concepción cristiana de la eternidad que es más copiosa e inventiva que la temporalidad humana. <br /><br />Excede el propósito de este trabajo extenderse sobre las numerosas implicaciones filosóficas de un texto como éste. Sin embargo, queda suficientemente claro que estamos muy lejos de considerarlo como la propuesta de un simple experimento de permutaciones. El Jardín de senderos que se bifurcan, como tantos otros textos de Borges, presenta una trama que involucra tanto implícita como explícitamente una reflexión sobre el tiempo en tanto un laberinto filosófico inextricable. Al observar este laberinto en la generalidad de su obra, veremos que, recurrentemente, la manera de salir de él, si es que alguna vez se sale, es por arriba, mediante la elevación poética, el único recurso que nos queda cuando ya hemos transitado los sentidos y contrasentidos de la especulación filosófica y, todavía sin respuestas para las mejores preguntas, lo único que no podemos negar es que el tiempo es algo que nos involucra y que, de una manera u otra, termina por dar un plazo a nuestra propia vida. <br /><br />Por encima de todas las especulaciones, sean éstas los conceptos relativos a la doctrina de los ciclos, el platonismo, el porvenir preexistente de Dunne, San Agustín o Berkeley, finalmente irrumpe en nosotros una realidad que parece insobornable ante todos los conceptos: el curso irrevocable del agua que prosigue su camino, según los versos de El reloj de arena: <br /><br /> <br /><br />“todo lo arrastra y pierde este incansable<br /><br />hilo sutil de arena numerosa.<br /><br />no he de salvarme yo, fortuita cosa<br /><br />del tiempo, que es materia deleznable[11].<br /><br /> <br /><br />Nada, pues, se salva del tiempo, ni siquiera la filosofía: todos los conceptos sobre el tiempo que Borges encuentra en la filosofía son refutados y cuestionados, a veces con los recursos de la ficción, y otras con los recursos de los ensayos; no hay diferencia, de cualquier modo el hombre y sus ideas sobre el tiempo serán devorados por el tiempo mismo, y cada uno de estos conceptos no es más que una gota del río de Heráclito. La intensidad lírica que por momentos adquiere el problema del tiempo nos hace pensar que, irresueltas y fragmentarias, todas sus búsquedas filosóficas sobre este tema no son más que recursos para aliviar en algo aquél ardor agustiniano que clama por descubrir un enigma que sabe inescrutable. Una de las claves de la poética de Borges podría ciertamente enfocarse en la peculiaridad de una voz poética que, sumida en la certidumbre de su propia finitud, de su vulnerabilidad y contingencia, procura descubrir o apostrofar aquello que lo socava, que lo disgrega, que le inflige límites. Muchas veces este yo poético es un sujeto conciente de que el único índice del tiempo existente es la epifanía que engendra la contemplación del curso mismo de las entidades disolviéndose en el aire; aquel instante inaprensible en que el sujeto es al descubrirse atravesado por el cauce del tiempo que, inquebrantable, lo erosiona y lo olvida, al mismo tiempo que lo nombra. De esta manera, ese tiempo, recurrentemente metaforizado en río, se revela como la huella que queda a su paso impresa en nuestra memoria bajo el nombre de pasado, una memoria tan frugal y perecedera como los granos de arena del reloj ancestral. Tal como dicen los últimos versos de Todos los ayeres, un sueño, el pasado es aquella arcilla que el presente labra infatigablemente a su antojo. Bajo el signo de Heráclito, bajo aquél principio que, erigiendo la contradicción como origen de todas las cosas, debemos asumir que el tiempo, aquello que nos consume y anonada, es a la vez aquello que nos constituye y nos realiza. ¿Qué es lo que le queda al sujeto borgeano una vez revisadas y desechadas todas las claves que sobre el problema del tiempo ofrecen los fatigados volúmenes de la enciclopedia filosófica? Cuando callan los conceptos del filósofo, es momento de hablar para el poeta; la poesía, más que la filosofía, o filósofa ella misma de su propia emoción, queda como una ínfima esperanza o rebeldía, y es entonces cuando el creador recurre a su Arte poética para “convertir el ultraje de los años /en una música, un rumor y un símbolo[12]/”. El poeta, trenzado con el tiempo como con el lenguaje, no puede sino abandonarse a la deriva de ese río que también a él lo hará naufragar, mezclarse entre su cauce y rendirse bajo su designio para poder convertirlo luego en su propia música, en su propio arrullo. Esta parece haber sido finalmente la astucia de Borges para cortejar al tiempo, aunque él mismo sepa que esto significa destinarse al pasado, entregar su propia obra a su poder para que, poco a poco, socave aquella cara que en el Epílogo del Hacedor el poeta descubre antes de morir construida por el trazo de su propia pluma. El resultado de dicha empresa parece dejar el mismo sabor ingrato que el de una quimera y, quizás por eso, los versos de Son los ríos suenan como el lamento del aquel que se descubre materia dócil en las manos del tiempo al afirmar que “somos el tiempo. Somos la famosa/ parábola de Heráclito el Oscuro. / Somos el agua, no el diamante en duro/[13]”.<br /><br />Otra vez Heráclito, otra vez este río de las horas es lo único que parece (a su pesar) trascender de entre todas las incursiones que hace Borges sobre el tiempo. Su poema Heráclito, al tiempo que nos ubica en los albores de la filosofía occidental, es el instante de su obra en donde se lanza la pregunta más grandiosa, la temblorosa y exigente, la más vital de la metafísica:<br /><br /> <br /><br />“¿Qué trama es ésta<br /><br />del será, del es y del fue?[14]”<br /><br /> <br /><br />Para Heráclito todo deviene, todo cambia; todo es y deja de ser. El río de las horas, intermitente, fluye arrastrando espadas y mitologías. El presente, de carácter fugaz, está constituido por el instante efímero, imperceptible, por la memoria de un pasado que se aleja de nosotros y por la esperanza de un futuro incierto que nunca llega en tanto tal. Aquí es donde el problema del tiempo, ideal para los textos borgeanos, contiene en sí mismo un matrimonio entre la filosofía y la poesía, matrimonio cuyas partes parecen confundirse entre sí en un abrazo permanente. <br /><br />Desde el punto de vista poético, menos intelectual y más emotivo, el tiempo es la materia ontológica que determina nuestra suerte: la fugacidad, el olvido, la muerte. <br /><br />Desde una óptica más filosófica, prevalece la interrogación y la duda como método, un medio que, si bien no nos sirve para obtener la respuesta incuestionable que nos permita saber la verdad, al menos nos acerca a ella permitiéndonos saber qué conceptos no son ciertos. En este sentido es significativo que textos como Historia de la eternidad presenten ante los conceptos frases como “no puedo negarla del todo (…) tampoco lo repudio (…) ya no se que opinar (…) a esa pregunta no hay contestación”. <br /><br />Tal vez la única resolución filosófica, que sigue invocando motivos poéticos, no es más que esta constante alusión a Heráclito que, en los momentos más conclusivos de los textos, alcanza una contundencia declamatoria en donde la poesía y la filosofía se convierten en una sola cosa: “El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges”.<br /><br /> <br /><br /> <br /><br /><br /><br />--------------------------------------------------------------------------------<br /><br />[1] Borges, Jorge Luis, Historia de la eternidad, Buenos Aires, Emecé, 1974<br /><br />[2] Borges, Jorge Luis, en “El tiempo” de Borges oral, Madrid, Alianza Editorial, S.A., 1998 <br /><br />[3] En El Zahir, hay Borges hace una alusión al tiempo humano de Bergson en analogía con las posibilidades del dinero: <br /><br />“Puede ser una tarde en las afueras, puede ser música de Brahms, puede ser mapas, puede ser ajedrez, puede ser café, puede ser las palbras de Epicteto, que enseñan el desprecio del oro; es un Proteo más versátil que el de la isla de Pharos. Es tiempo imprevisible, tiempo de Bergson, no duro tiempo del Islam o del Pórtico”.<br /><br />Borges, Jorge Luis, El Aleph, Madrid, Alianza Editorial, S.A., 1998 <br /><br />[4] <br /><br />[5] Borges, Jorge Luis, Historia de la eternidad, Buenos Aires, Emecé, 1974.<br /><br />[6] Borges, Jorger Luis, El otro, el mismo, Buenos Aires, Emecé, 1974.<br /><br />[7] Borges, Jorge Luis, Ficciones, Buenos Aires, Emecé, 1974.<br /><br />[8] Borges, Jorge Luis, Ficciones, Buenos Aires, Emecé, 1974.<br /><br />[9] <br /><br />[10] Borges comenta esto en la siguiente cita de Historia de la eternidad “Con este repetido apoyo, los modos potenciales del verbo pudieron ingresar en la eternidad… nosotros percibimos los hechos reales e imaginamos los posibles (y los futuros); en el Señor no cabe esa distinción, que pertenece al desconocimiento y al tiempo…Su eternidad combinatoria y puntual es mucho más copiosa que el universo”<br /><br />[11] Borges, Jorge Luis, El hacedor, Buenos Aires, Emecé, 1960<br /><br />[12] Borges, Jorge Luis, El hacedor, Buenos Aires, Emecé, 1960<br /><br />[13] Borges, Jorge Luis, Los Conjurados, Madrid, Alianza Editorial, 1985<br /><br />[14] Borges, Jorge Luis. Elogio de la sombra, Buenos Aires, Emecé, 1969.Alejandrohttp://www.blogger.com/profile/00744375867529191979noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-8956153068481701088.post-22955092859555902402008-11-04T17:19:00.000-08:002008-11-04T17:24:49.394-08:00Buenos Aires y la poética urbana de los años veinte.<em><br />Vengo de Buenos Aires, digo a mis amigos desconocidos,<br />de Buenos Aires que es tres veces más grande que París,<br />y tres veces más pequeña.</em><br />Raúl Gonzáles Tuñón.<br /><br /><br /><strong>Un proceso recorre Europa: el proceso de la modernidad</strong>.<br /><br />En sus estudios sobre la poética de Baudelaire, Walter Benjamin describe una escena estremecedora: varias personas desconocidas, en un espacio cerrado, deben pasar un tiempo considerable mirándose unas a otras sin intercambiar palabras.<br />Esta situación cotidiana, la circunstancia de un grupo de pasajeros que comparten un vagón de un tren o un par de butacas en un autobús, sólo puede comprenderse como estremecedora si tenemos en cuenta que las formas de vida propias de la modernidad, un proceso político, económico y cultural ya cristalizado en las grandes ciudades del siglo XXI, ha debido ser en un principio una experiencia inédita que conllevaba todo tipo de sobresaltos: “la multitud de la gran ciudad despertaba miedo, repugnancia, terror en los primeros que la miraron de frente<a title="" style="mso-footnote-id: ftn1" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftn1" name="_ftnref1">[1]</a>”.<br />¿Qué es una ciudad? La ciudad, como cualquier fenómeno social, tiene su historia y, dentro de su historia -explícita o implícitamente articulada con una coyuntura de fenómenos políticos, culturales y económicos-, la vemos en su estado de apoteosis en tanto el espacio que hace posible un fenómeno que, como ella, establece los límites entre viejas y nuevas formas de percibir la realidad: la modernidad.<br />Si bien la modernidad es un proceso extenso y de largos siglos de evolución, podríamos considerar que las grandes ciudades son el resultado más representativo de su especificidad y que consolidan su presencia a partir del siglo XIX: no es posible entender la modernidad sin entender la ciudad, ni tampoco lo contrario. Reflexionar sobre la modernidad es, al mismo tiempo, comprender la ciudad.<br />¿Qué es la modernidad? Ante todo, una nueva manera de vivir, y con ella de sentir el tiempo y el espacio, la relación con los otros y con uno mismo. Hay modernidad, una nueva forma de realidad sociocultural, en tanto que hay un hombre nuevo, el hombre moderno. ¿Y cuáles son los nuevos fenómenos que, produciendo la modernidad, producen al hombre moderno? Básicamente, el inventario de fenómenos que articulan aquello que delimitamos como la modernidad comprenden los nuevos modos de producción propios de la revolución industrial, el acento en el valor del sujeto humano como individuo y ciudadano a partir de la Revolución Francesa, una fe en el progreso escudada en los recursos proporcionados por los grandes descubrimientos de las ciencias, los sistemas masivos de comunicación, la consolidación del capitalismo en tecnificadas sociedades de mercado, la definición de los estados nacionales con la impronta de un afán expansionista y, por supuesto, las grandes alteraciones demográficas junto a la emergencia de las grandes metrópolis habitadas por complejísimas multitudes urbanas.<br />Este proceso vertiginoso, sacudido siempre por cruciales transformaciones, produjo en los sujetos sociales que lo experimentaron como novedad todo tipo de tensiones. Berman Marshal, en uno de los estudios más interesantes sobre el proceso, describe a la modernidad como “una vida de paradojas y contradicciones<a title="" style="mso-footnote-id: ftn2" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftn2" name="_ftnref2">[2]</a>”. <br />La modernidad parece constituirse sobre una base de crisis constante que, a la vez que nos promete todo tipo de aventuras y transformaciones, amenaza con destruir todo lo que tenemos. Frente a la incontrolable vorágine de construcción y destrucción simultánea y permanente, el sujeto que experimenta la modernidad es revolucionario y conservador a la vez; un hombre que, ante las nuevas experiencias, asume tanto un carácter vitalista como una sensación de angustia y de temor debido al nihilismo y a la desintegración del orden tradicional que estas nuevas experiencias producen. Marshal observa este fenómeno en las grandes personalidades que han desarrollado sus producciones culturales durante el proceso de modernización; tanto en Marx como en Nietzsche, en Rousseau como en Baudelaire, ya se trate de poetas, filósofos o historiadores, los espíritus modernos se caracterizan por una imposibilidad de captar y abarcar las potencialidades del mundo moderno sin entrar en lucha contra ellas en un juego que comprende tanto la fascinación como el aborrecimiento. La ciudad, espacio por antonomasia condensador de este proceso modernizador, produce un ciudadano con características tan peculiares con respecto a una etapa premoderna que, desde una perspectiva ya casi antropológica, teóricos como Simmel lo han estudiado bajo el rótulo específico del urbanitas.<br />El espacio de las grandes metrópolis, un espacio que somete a los individuos a un histérico ataque de estímulos, a un ininterrumpido intercambio de impresiones internas y externas, produce un tipo de hombre, el urbanitas, que se caracteriza por un “acrecentamiento de la vida nerviosa<a title="" style="mso-footnote-id: ftn3" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftn3" name="_ftnref3">[3]</a>”. Al contrario del hombre de campo que, en un espacio vital más lento y regular, logra mantener con las cosas y con las personas de su entorno una relación directa y afectiva, hasta el punto de conocerlas en su historia y especificidad, el habitante que produce las grandes metrópolis, incapaz de reconocer la singularidad de cada uno de los miles de fenómenos y estímulos que lo acosan en una multitud convulsionada, sólo puede sobrevivir mediante una relación fríamente intelectual; sólo puede reaccionar mediante un entendimiento neutralizador y objetivo ante la realidad urbana que lo acosa. Esta racionalidad no es más que una protección de la vida subjetiva ante la violencia de la gran ciudad, y sus mecanismos psicológicos están estrechamente ligados con la economía monetaria. La economía monetaria procede con los hombres y las cosas como si fuesen números; el mercado, a su vez, opera sobre consumidores desconocidos que no entran en la esfera de los productores; el dinero, símbolo de la economía monetaria y del hombre moderno, es un valor de cambio que uniforma la diversidad de las cosas. Esta conducta psicológica del intelectualismo abstracto y frío, sumada a otras como la indolencia, el miedo, o una distancia espiritual proporcional a la estrechez corporal de las grandes ciudades, conforman para Simmel un individuo urbano que, producto y productor de la modernidad, se nos presenta como la expresión de un espíritu objetivo sobre la subjetividad de los ciudadanos hasta el punto de que el mayor problema de la vida moderna parte de la lucha que tiene que hacer el individuo por “conservar su autonomía y la peculiaridad de su existencia frente a la prepotencia de la sociedad”.<br />Evidentemente, el impacto de la modernidad sobre el sujeto que la experimenta tiene una magnitud tan considerable, tan radical, que resulta inevitable una reformulación de todos los campos políticos, culturales y estéticos: así como hay un nuevo tipo de hombre moderno, hay un nuevo tipo de arte moderno. La literatura, entendida como un discurso capaz de registrar la sensibilidad de una época, resulta sumamente interesante para reflexionar sobre la modernidad. La modernidad, con sus nuevos recursos tecnológicos en materia de imprenta, con la extensión del periodismo, la amplitud del alfabetismo y la conformación de un mercado editorial, da lugar a la formación de un campo propio para la actividad literaria, al tiempo que ofrece todo tipo de desafíos en cuando a los tipos de representación.<br />¿Qué lugar tiene la literatura en el espacio socioeconómico de las grandes ciudades de masas? ¿De qué modo la experiencia de este hombre moderno definido por Simmel encuentra su expresión literaria? ¿Cuál es la relación entre la ciudad y la literatura?<br /><br /><strong>El proceso recorre el mundo: la modernidad en Argentina</strong>.<br /><br />Es inherente al proceso de la modernidad la idea de su universalismo. La modernidad, “construcción de una imagen racionalista del mundo” según Touraine<a title="" style="mso-footnote-id: ftn4" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftn4" name="_ftnref4">[4]</a>, se proyecta como un fenómeno global que todo lo ocupa, que todo lo conquista. Modernidad y capitalismo son dos modos de decir lo mismo: una nueva manera de producción y de explotación, un sistema expansivo de medios masivos articulado con sociedades de consumo, todo sumado a una nueva manera de percibir la realidad, constituyen fenómenos de un mismo proceso. Dentro del proceso modernizador que, en el marco de una geografía política, implica su expansión desde las metrópolis centrales hacia las zonas periféricas del mundo, podemos observar todo tipo de particularidades.<br />La modernidad, en sí misma un fenómeno atravesado de tensiones, se desarrolla en regiones como la de América Latina sumando a las tensiones características del proceso aquellas que derivan de la condición periférica de sus países: entre lo criollo y lo europeo, lo central y lo periférico, el capitalismo avanzado y el capitalismo subdesarrollado, la experiencia de la modernidad se introduce de manera contradictoria, disruptiva y a veces tardía en las regiones periféricas del capitalismo internacional.<br />Si bien la república Argentina, particularmente la ciudad de Buenos Aires, se suma de manera intensa a los procesos de modernización a partir del siglo XIX, recién a principios del siglo XX podríamos registrar, en los modos de vida porteños, una irrupción definitiva de la experiencia urbana de las grandes metrópolis modernas a nivel internacional, y uno de los lugares en donde mejor se registra esta experiencia es en la literatura.<br />La ciudad de Buenos Aires, escenario condensador de todo tipo de conflictos culturales, sociales e ideológicos, ha sido desde siempre una gran obsesión para la literatura argentina. A lo largo de su evolución, desde una ciudad mediocre y pampeana –tal vez uno de los centros más periféricos de la conquista española-, hasta convertirse en una gran aldea y, finalmente, en una de las principales metrópolis de América del Sur, Buenos Aires ha sido vivenciada de manera nostálgica, tradicionalista, fatalista, futurista, provinciana e imperialista. Su complejo y turbulento desarrollo, que se acentúa a partir del siglo XIX, ha dado lugar a todo tipo de sensibilidades y representaciones. El arquitecto e historiador Adrián Gorelik observa que en 1887, debido a la federalización de Buenos Aires, el gobierno de la provincia cedió al de la Capital una parte de su territorio. De cuatro mil hectáreas, ocupadas por cuatrocientos mil habitantes, la ciudad pasó a tener catorce mil hectáreas, convirtiéndose, después de Londres, en la segunda jurisdicción más extensa de la época<a title="" style="mso-footnote-id: ftn5" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftn5" name="_ftnref5">[5]</a>. Sin embargo, fue durante las primeras décadas del siglo XX cuando sucede en Buenos Aires un crecimiento espectacular, de dimensiones casi inéditas en la historia de las ciudades. Ezequiel Gallo observa que el período de transformación urbana que vivió Buenos Aires durante las primeras décadas del siglo XX fue de una magnitud tan impresionante que, al comparar el nuevo aspecto de la ciudad con el que presentaba apenas unas décadas atrás, pareciera que se tratase de dos países diferentes. Este proceso de modernización, sobre la base de un desmesurado crecimiento económico y una transformación poblacional casi inverosímil, afectó radicalmente el tamaño, las costumbres, la vida cultural y, sobre todo, la composición de la población: “Los alrededor de 2.000.000 de habitantes existentes en 1880, se convirtieron en cerca de 8.000.000 en 1914<a title="" style="mso-footnote-id: ftn6" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftn6" name="_ftnref6">[6]</a>”. En cuanto a la presencia de la inmigración, basta con decir que, hacia 1914, los inmigrantes representaban más del 60% de la población total. Estos cambios, a diferencia de otras regiones igualmente transformadas, se han dado en Buenos Aires en un período demasiado corto, de modo tal que, tal como afirma Beatriz Sarlo, quién tenía algo más de veinte años en 1925 podía observar diferencias tan radicales que muchas veces resultaban difíciles de procesar.<br />¿Cómo se acomoda la literatura a este período vertiginoso, conmocionado por grandes transformaciones que afectan el paisaje, los modos de vida y la sensibilidad?<br />Raymond Williams, en su estudio sociológico de la literatura inglesa del siglo XIX, se pregunta qué fue lo que dio lugar a que en sólo veinte meses, entre 1847 y 1848, se hayan publicado en Londres una serie de novelas que serían fundamentales para la literatura inglesa. La respuesta es que la novela, hija de la ciudad, se conformó como un género capaz de dar cuenta de una sensibilidad social, por entonces inédita, que comprendía la forma de vida en las grandes ciudades. En efecto, Londres era, para aquellas épocas, “el primer mundo predominantemente urbano en la historia de las sociedades humanas<a title="" style="mso-footnote-id: ftn7" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftn7" name="_ftnref7">[7]</a>”. Siete décadas más tarde, en pleno auge de la expansión de los procesos de modernización de los países centrales hacia la periferia capitalista, puede verse en Buenos Aires un fenómeno similar: según Gorelik, hubo pocos momentos en Buenos Aires en que la cultura remitiera tan directamente a las figuraciones urbanas para definir sus programas y manifestar sus conflictos. En las primeras décadas del siglo veinte, Buenos Aires empieza a ser el personaje principal de la literatura argentina: Gálvez, Arlt, Tuñón, y enteros conflictos estéticos como el de Florida-Boedo, empiezan a producir una literatura que explora las posibilidades de la experiencia urbana en una ciudad como un nuevo eje regulador de temáticas y estéticas, así sea desde la resistencia tradicionalista, vanguardista y revolucionaria, o dramáticamente oscilante hasta el punto de ya no representar una época sino vivirla de manera involuntaria.<br />En este trabajo se analizará la relación entre la literatura y la gran ciudad de los años veinte en base a la poesía de tres autores significativos de la época: Jorge Luís Borges, Oliverio Girondo y Álvaro Yunque.<br /><br /><br /><strong>Oliverio Girondo, 1922.</strong><br /><br /><em>Al llegar a una esquina, mi sombra se separa de mí, y de<br />pronto, se arroja entre las ruedas de un tranvía.</em><br />Girondo.<br /><br />En el año 1922 Oliverio Girondo publica su primer libro de poemas: Veinte poemas para ser leídos en el tranvía. A modo de añadido prólogo, escribe en París en diciembre de 1922: “poemas tirados en medio de la calle, poemas que uno recoge como quien junta puchos en la vereda”<a title="" style="mso-footnote-id: ftn8" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftn8" name="_ftnref8">[8]</a>. Antes del prólogo, antes de los poemas mismos, el título ya delimita el espacio eminentemente urbano de esta poética: el tranvía, la calle, la ciudad. La lectura en el tranvía prefigura, para un libro urbano, un lector urbano; nuevo modo de escribir y nuevo modo de leer resultan de un nuevo modo de vivir. La poética de Girondo, inscripta en un vanguardismo exaltado, provocador (declarando la guerra “a la levita con que se escribe en España”), experimentador y cosmopolita, registra sensibilidades y modos de percepción que provienen de la experiencia urbana de las metrópolis. Hay, en cada uno de estos poemas, aquél “acrecentamiento de la vida nerviosa” que propone Simmel, o aquél vertiginoso cruce de vidas, conflictos y destinos propios de una quebrada “comunidad cognoscible” que, según Williams, sólo puede hallar representaciones mediante los nuevos recursos que, inmersa en el proceso, va hallando la literatura<a title="" style="mso-footnote-id: ftn9" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftn9" name="_ftnref9">[9]</a>.<br />Tal vez uno de los rasgos más eminentemente urbanos de este primer Girondo es el exaltado cosmopolitismo: Verona, París, Sevilla, Río de Janeiro, Mar del Plata y, por supuesto y recurrentemente, Buenos Aires, son los sitios en donde están fechados los poemas. Girondo, un poeta de Buenos Aires, es un poeta universal que arma su poemario con vivencias y paisajes de países, así como el Buenos Aires de los años veinte, conformado con una inmigración internacional, ofrecía en la calle un espectáculo alocadamente heterogéneo.<br />El mundo entra en Buenos Aires, y el poeta de Buenos Aires en el mundo.<br />La modernidad, en un proceso vertiginoso y acelerado, se expande hacia un espacio internacional a una velocidad que conmociona. Es justamente esa velocidad, esa rapidez con la que vuelan las imágenes de estos poemas de Girondo la que, como un tranvía, o como los ciudadanos que nos empujan en la apurada multitud, nos ataca cuando leemos los veinte poemas: edificios que saltan unos encima de otros, las hojas de los árboles desteñidas por el ruido de los automóviles, jardines derramados en cascadas de terrazas y transeúntes que se nos entran por las pupilas. El primer libro de Girondo es un poderoso registro del impacto de la modernidad; sus poemas, incorporando en su percepción elementos de la técnica y de la ciudad misma que se vuelve un cuerpo, ponen en una escena contemporánea la vivencia de la experiencia urbana, la velocidad, la simultaneidad, la pérdida de la subjetividad. El yo lírico, lejos de la nostalgia o la melancolía, parece figurar aquel urbanitas que, en términos de Simmel, recibe de la experiencia urbana un ataque tan radical que debe luchar para conservar su autonomía para no ser aniquilado por la sociedad. Hay de hecho en estos veinte poemas la figura de un cuerpo fragmentado, violentado, convulsionado que, empujado por una especie de mecanización, termina perdiendo tanto su subjetividad como la naturalidad de sus movimientos: un inglés que fabrica niebla con sus pupilas, ojos aceitados, senos de goma, mujeres que cierran las piernas para que no se les caiga el sexo. Los cuerpos se cosifican como mercancías de una economía cuyas diferencias son neutralizadas por la homogeneidad del valor de cambio del dinero; las cosas, a su vez, adquieren cualidades ficticias, y por momentos humanas: tabernas que cantan, sifones irascibles, autos afónicos, cañerías que gritan, kioscos que se tragan a las personas. La experiencia urbana de la modernidad pareciera no distinguir los seres humanos de las cosas: todo fluye velozmente por las calles de una ciudad violenta en dónde el sujeto, atacado por brazos, faroles, piernas amputadas, semáforos, cabezas flotantes, automóviles, no tiene más opción que la de dejarse llevar por una velocidad irrespetuosa que sólo deja sitio para la fugacidad del presente. Según Jarkowsky hay en la poesía de Girondo “el gozo de experimentar la evaporación del yo<a title="" style="mso-footnote-id: ftn10" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftn10" name="_ftnref10">[10]</a>”. El yo poético tradicional, ilusión de la libertad de un sujeto sometido a los mandatos de la razón, la moral, la religión y la ideología, se desvanece y lucha por reintegrarse en el torbellino de la modernidad, dando lugar a la máxima de Baudelaire, padre de la poesía moderna: “Sobre la evaporización y la centralización del Yo. Todo consiste en eso<a title="" style="mso-footnote-id: ftn11" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftn11" name="_ftnref11">[11]</a>”. La crítica literaria ha insistido en aquél “todo consiste en eso” de la primera época de Girondo: todo consiste en dejarse llevar por la experiencia urbana, y hallar en ella nuevos medios estéticos y temáticos para la representación. Graciela Speranza explica la importancia de lo visual en la poesía de Girondo como un rasgo característico de la experiencia urbana, y califica esta renovación perceptiva de cinematográfica: “Girondo reconoce en el lenguaje cinematográfico un enfoque inédito de la realidad<a title="" style="mso-footnote-id: ftn12" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftn12" name="_ftnref12">[12]</a>”. Este sería uno de los recursos que incorpora la poesía para captar la sensibilidad de una experiencia urbana inédita. Condiciones inéditas de vida producen condiciones inéditas de escritura: las vanguardias. Girondo es un vanguardista, y se pone a la vanguardia de la experiencia moderna con un canto celebratorio, incorporando en la poesía todo aquello que resulte útil para poetizar experiencias nuevas. Jorge Schwartz, en sus estudios sobre las vanguardias, encuentra en estos poemas de Girondo una nueva visión que se asemeja a la pintura moderna: mediante “los principios de montaje cubista, destinados a producir una perspectiva múltiple”, en los poemas de Girondo, los objetos aparecen flotando, entra el crisis el concepto de la perspectiva, los cuerpos se deforman y se geometrizan, y la técnica domina la cultura<a title="" style="mso-footnote-id: ftn13" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftn13" name="_ftnref13">[13]</a>. Contra todo lo permanente, contra todo lo trascendente, contra “el prejuicio de lo sublime”, los primeros poemas de Girondo celebran un presente absoluto, en donde el pasado, la nostalgia, la tradición y los valores se descomponen, se ridiculizan, entran en el círculo del mercado despojados de moral y trascendencia. Aquí se poetiza aquellas frases del Manifiesto Comunista en donde Berman lee la modernidad: lo sagrado es profanado, las creencias quedan rotas, y todo lo sólido se desvanece en el aire. En efecto, los Veinte poemas para ser leídos en el tranvía desacralizan constantemente todo aquello que antes fuera el material solemne de la cultura y de la poesía: la mujer (mujeres salobres, enyodadas), la religión (La virgen, sentada en una fuente, como sobre un bidé), la naturaleza (¡El mar! Con su baba y con su epilepsia). En la modernidad, en esta escena urbana mercantilista y tecnificada, empujada por la velocidad y la multitud convulsionada, no hay lugar para lo sublime.<br />Los poemas de Girondo, lejos del yo lírico y sentimental, se convierten en un ojo profano que Sarlo conceptualiza como “el ojo que ve el presente<a title="" style="mso-footnote-id: ftn14" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftn14" name="_ftnref14">[14]</a>”, un ojo sin historia y sin tradición, el ojo propio de la autosuficiencia de las cosas que, en el espacio urbano, no requieren de ninguna dimensión simbólica; un ojo propio del poema de la exterioridad que, a través de la percepción y jamás de los sentimientos, incorpora en la literatura un espacio desacralizado en donde todo está sujeto a un movimiento permanente.<br />Si, según Gorelik, recién en los años 30 se completa en Buenos Aires el ciclo de la modernización, reemplazándose una ciudad con restos del pasado por otra acabadamente moderna, la poesía de Girondo, literalmente vanguardista, se anticipa a lo nuevo, se apura a registrar la sensibilidad del vértigo metropolitano de una manera exaltada y voluntariosa, por momentos festiva.<br />La literatura es capaz de habitar una ciudad que está en potencia en la ciudad real, al mismo tiempo que otros, desde una perspectiva opuesta, tienden a producir textos que intentan, en el presente, habitar una ciudad pasada, horrorizados ante la fatalidad de que los únicos grillos que canten en Buenos Aires sean los de las canillas mal cerradas.<br /><br /><br /> <strong>Jorge Luís Borges, 1923.</strong><br /><br /><em>A mi ciudad que se abre clara como una pampa,<br />yo volví de las viejas tierras antiguas del Occidente<br />y recobré sus casas y la luz de sus casas</em><br />Borges.<br /><br />En el año 1923, Jorge Luís Borges publica su primer libro de poemas, Fervor de Buenos Aires:<br /><br />Yo soy el único espectador de esta calle;<br />si dejara de verla moriría<a title="" style="mso-footnote-id: ftn15" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftn15" name="_ftnref15">[15]</a>.<br /><br />La primera poética de Borges podría resumirse en esos dos versos: Borges recupera con su mirada una Buenos Aires que ya no existe, o que está dejando de existir irremediablemente.<br />El contraste entre el primer libro de Borges y el primer libro de Girondo reproduce en verso el contraste prosaico entre el Juguete Rabioso, de Roberto Arlt, y Don Segundo Sobra, de Güiraldes. Si las espectaculares transformaciones que ha vivido Buenos Aires en esos tiempos son de tal magnitud que, en comparación con pocos años atrás, pareciera tratarse de dos ciudades distintas, observamos que la literatura encarna este conflicto produciendo textos que, con una lectura desatenta, resulta difícil ubicarlos en la misma ciudad. En la misma década, Borges parece habitar una Buenos Aires distinta a la de Girondo. Dos miradas poéticas construyen, desde el mismo espacio, dos espacios diferentes. Hay en ambos el afán vanguardista, y la conmoción ante las transformaciones. Pero si en Girondo es explícita y celebrada, en Borges hay una fuga: Borges huye de la modernidad y se refugia en los suburbios que él llama “las orillas”, un entre-lugar entre el campo y la ciudad que pareciera estar muy lejos de las vertiginosas trasformaciones. El objetivo es recuperar la esencia de una ciudad tradicional en donde las cosas actúan como símbolos, y el pasado configura el sentido del presente.<br />Las madreselvas y el olor del jazmín, los jacarandás y acacias de la Plaza San Martín, la tierra mojada y el pastito precario que salpica las piedras de la calle, el almacén rosado, el silencio de la tarde y los caminantes solitarios que bajan la voz ante la memoria de sus mayores: esta es la Buenos Aires que existe en el fervor de la mirada de Borges, un fervor que magnifica la nostalgia y la dimensión cultural de un pasado histórico, un ojo que mira el pasado. No es extraño que el primer poema del libro sea La recoleta: el cementerio, la memoria de algo que ya no fue y que el poeta quiere resucitar. Girondo escribe en una mesa del Café-concierto rodeado de prostitutas, mientras Borges pasea por el cementerio y los arrabales rodeado de fantasmas. Ante un vanguardismo cinematográfico que se antepone al desarrollo mismo del cine, Borges construye un vanguardismo criollista en donde no hay lugar para las multitudes extranjeras que una ciudad real, como mucho, aparece en unos versos entre paréntesis:<br /><br />(Y pensar<br />que mientras juego con dudosas imágenes,<br />la ciudad que canto, persiste<br />en un lugar predestinado del mundo,<br />con su topografía precisa,<br />poblada como un sueño,<br />con hospitales y cuarteles<br />y lentas alamedas<br />y hombres de labios podridos<br />que sienten frío en los dientes).<br /><br />La multitud y los hombres de labios podridos están ahí, mientras Borges, que juega con dudosas imágenes, los pone entre paréntesis. Para que esta ciudad insufrible, la ciudad que es Buenos Aires en los años veinte, no ocupe el cuerpo central de un poemario, Borges sale a caminar a las orillas para encontrar, en los márgenes, la Buenos Aires de su mirada nostálgica; de este modo evita la Buenos Aires de la calle Florida y de La Boca que no quiere incorporar su literatura. ¿Qué significado tiene, en Borges y en la ciudad, el suburbio?<br />Los suburbios, partes integrantes, aunque rezagadas, de las grandes metrópolis en formación, adquieren diversos significados y reformulaciones. Según Gorelik, el espacio de la pampa era, para los primeros apologistas de la ciudad porteña (Sarmiento, Alberdi), la amenaza de una naturaleza bárbara que había que sofocar. La manera de hacerlo se materializó en una expansión urbana mediante el trazado de la cuadrícula: manzanas y manzanas que avanzaban regularmente poblando el espacio vacío. Sin embargo, a medida que la cuadrícula avanza en calidad de suburbios, comienza a convertirse en una metáfora de la pampa. La geométrica regularidad sin límites precisos, que imagina a la nueva ciudad como una prolongación lo más exacta posible a la existente, se convierte, por su ausencia de organicidad y su monótono paisaje, en un símbolo de la naturaleza que pretendía derrocar. Recién entonces la pampa aparece como un lugar incontaminado, una reserva de valores puros que, resignificado como emblema de la nacionalidad, ofrece una respuesta cultural a la necesidad de reconstruir una identidad frente al aluvión inmigratorio. Las orillas borgenas, pobladas por casas<br /><br />diferentes e iguales,<br />miedosas y humilladas<br />juiciosas cual ovejas en manada,<br />encarceladas en manzanas<br /><br />permiten la síntesis entre la modernidad y la tradición, la ciudad y la pampa, la sensación de eternidad: “el vanguardismo clasicista construye un barrio que se propone recuperar desde el suburbio la Buenos Aires blanca que añora la elite cultural, con su pobreza y su dignidad estética frente al caos ecléctico del cocoliche modernizador<a title="" style="mso-footnote-id: ftn16" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftn16" name="_ftnref16">[16]</a>”. En esta configuración de Buenos Aires, puede rastrearse lo que Piglia llama la ideología en Borges: una escritura “fundada en el pasado de sangre y en la estirpe, en el origen y en el culto a los mayores<a title="" style="mso-footnote-id: ftn17" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftn17" name="_ftnref17">[17]</a>”. La biblioteca de libros ingleses de su padre, y el linaje patricio de su madre, operan en Borges a la hora de construir una Buenos Aires que, eludiendo la muchedumbre inmigratoria, se refugia en un espacio tradicional y literario en donde tienen presencia la voz de los muertos; La recoleta, lugar de la ceniza de sus mayores, es para el poeta de 1923 el lugar de su propia ceniza, el espacio de una ciudad que es, en relación con el contexto, una contra-ciudad mitológica que, desde la literatura, desde la mirada de un poeta, se resiste al proceso de modernización que convierte a Buenos Aires en una metrópolis desacralizada.<br />En el número 18 de la Revista Martín Fierro, Borges escribe sobre la poesía de Girondo y dice: “Girondo es un violento. Mira largamente las cosas y de golpe les tira un manotón”. Más allá de las polémicas estéticas, podríamos decir que esa violencia de Girondo es, para Borges, la misma ciudad de Buenos Aires que Borges no ha querido ni podido escribir. En la cita, Girondo adquiere las cualidades de la ciudad que poetiza. Como Girondo, Buenos Aires es una violenta, y tira de un manotón la ciudad tradicional, la voz de los mayores, los almacenes rosados; la ciudad de Buenos Aires de los años veinte, violenta e irrespetuosa, es la experiencia misma de la modernidad ante la cual Borges decide negar ubicándose en las orillas.<br /><br /><br /> <br /><strong>Álvaro Yunque, 1924.</strong><br /><br /><em>¿Bruma?, ¿lodo?: ¡El espíritu de la ciudad malvada!</em><br />Yunque.<br /><br />En el año 1924, Álvaro Yunque publica su primer libro de poemas, Versos de la calle. Si Borges miraba una ciudad que recuperaba un pasado y Girondo una ciudad que anunciaba un futuro, Álvaro Yunque quiere mirar la ciudad en su presente y dar cuenta de sus conflictos:<br /><br />Vagando por las calles solitarias y mudas<br />como venas exhaustas del tísico arrabal;<br />pensando en la miseria y el dolor que esconden<br />estas casuchas que me ven pasar.<a title="" style="mso-footnote-id: ftn18" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftn18" name="_ftnref18">[18]</a><br /><br /> Inscripto en el ideologema Boedo, Yunque se desentiende de los vanguardismos, sean éstos criollistas o futuristas, y se hace eco de un arte social moralizante que, en palabras de Barleta, sólo podría considerar como una nueva tendencia al socialismo. Versos de la calle es un ojo que mira la miseria de la ciudad, la faz de leproso de la fachada de los conventillos, los trenes cargados de inmigrantes, los casuchones de lata, la crueldad de las fábricas, las ventanas de los hospitales y los arrabales hediondos de inmundicia:<br /><br />Allí donde la urbe no llega todavía<br />o donde dejó algunas casitas olvidadas:<br />ranchos de paja y barro<br /><br />El arrabal, lejos de ser el espacio en donde permanece una tradición y un pasado, es ocupado por las capas populares que, al igual que “Una familia de inmigrantes por la Avenida de mayo”, arrastrarán sus ropas pobres y sus ilusiones para “tan sólo dar con la miseria acaso”. Los habitantes de estos versos callejeros no son ni los viejos criollos de las orillas de Borges, ni los bólidos de brazos y piernas de los croquis de Girondo. En la poesía de Yunque las calles de Buenos Aires están llenas de lustrabotas, vendedores ambulantes, tísicas, tuberculosos, rameras. Es un nuevo escenario social en busca de sus nuevas formas de expresión artística: el tango, el teatro popular, el realismo social.<br />El poeta de Versos de la Calle, un caminante más de la ciudad que describe, se construye a sí mismo como una nueva voz literaria que proviene de un sector marginal de la ciudad, un sector que busca sus recursos estéticos y hace sus elecciones temáticas:<br /><br />Yo, poeta sin dinero<br />esta mañana de estío;<br />me echo a andar por la avenida.<br /><br />¿Qué ciudad nos muestran estos poetas sin dinero?<br />Los poetas sin dinero nos muestran la ciudad de las injusticias, la contratara de una modernidad que llevaba a cabo su proceso económico y político de expansión capitalista a costa de enormes contrastes e injusticias. Si Girondo celebra y Borges recuerda, Álvaro Yunque denuncia: denuncia las miserias de la modernidad, la falta de ética de aquél “enjambre negro de los hombres”, la mala administración de la política:<br /><br />La muchedumbre de gringos<br />inmigrantes congestiona,<br />descomedida y gritona,<br />un andén de la estación;<br />y en otro andén, casi juntos,<br />la muchedumbre pacata<br />de ricos va a Mar del Plata.<br />¡Qué mala administración!<br /><br />Si, por un lado, la modernidad produce en el poeta callejero la exaltación ante los cables de luz eléctrica que<br /><br />dan vigor y movimiento y vida<br />de púgil macho a la ciudad moderna<br /><br />por otro lado produce la reprobación ante la inhumanidad de su sistema comercial y político, simbolizado recurrentemente en las vidrieras:<br /><br />¿No piensas que el hambriento pueda ante ti pararse<br />tú, vidriera que exhibes deliciosos manjares?<br /><br />La ciudad moderna, a la vez de subyuga por sus novedades tecnológicas, es el escenario de la injusticia social, de la falta de valores y de nivel de vida para las masas que la habitan. Así, en la ciudad de los Versos de la calle hay una psiquis mediocre asociada al adoquín: es la psiquis de un sujeto urbano inmoral, deshonesto, insensible ante las injusticias. La ciudad se convierte en un espacio tan reprochable que el poeta alude a cloacas que, si hablaran, no dejarían limpia la reputación de nadie, o una luna roja de vergüenza por oír lo que dicen los ciudadanos, y una multitud de hombres en donde nadie se da por aludido ante la palabra “honrado”.<br />Los versos callejeros de Álvaro Yunque, de un estilo sencillo, sin experimentos estilistas ni grandes pretensiones retóricas, manifiestan un sentimentalismo humanista que denuncia la miseria de las grandes ciudades modernas. El ojo de Yunque es el ojo que mira de frente la pobreza de las grandes ciudades, un fenómeno que ya es imposible, por su creciente notoriedad, de ser desconsiderado como un tema de importancia para la literatura argentina.<br />Buenos Aires es una ciudad llena de basura y de faroles torcidos, llena de pobres y de trabajadores consumidos por un entorno urbano que produce tanto asombro como consternación, tanto interés como rechazo. La desigualdad y la miseria, un espacio constitutivo de las grandes ciudades, genera nuevas formas de cultura, una cultura popular que, lejos de los criollismos y los experimentos vanguardistas, impone su presencia en la producción literaria y busca un lugar en la literatura así como los inmigrantes pobres en la gran ciudad moderna.<br /><br /><strong>Consideraciones finales.</strong><br /><br />La recurrencia de la ciudad como tema principal de la producción literaria de escritores de variada extracción social y decisión estética da cuenta del enorme impacto de las transformaciones urbanas en la Buenos Aires de los años veinte, y expone sus consecuencias culturales.<br />Una lectura de diferentes poemarios publicados dentro del primer lustro de la década del veinte manifiesta la compleja relación entre la ciudad y la literatura, sobre todo el modo en el que interaccionan. Esta relación, si bien compleja, es de una relevancia innegable: las nuevas formas de vida de las grandes ciudades producen nuevas formas de escritura, y así como la ciudad ayuda a explicar la literatura, la literatura puede ayudar a explicar la ciudad.<br />No hay una simetría ni una jerarquía entre ciudad y representación de la ciudad en la literatura. La literatura, más allá de representar el espacio urbano, es uno más de los elementos que integran el proceso de modernización que lo constituye.<br />Tres veces más grande o tres veces más pequeña que la ciudad real, la ciudad que leemos en la literatura es un discurso que registra distintos modos de sensibilidad propios de una población en un momento histórico determinado. La pluralidad de miradas y la divergencia de criterios, sean éstos la celebración ante la modernidad, el rechazo, la evasión o la denuncia, delimita un espacio cultural que, al igual que el urbano, permite el cruce y la convivencia de diferentes fragmentos o sectores de un ineludible todo que no deja a nadie indiferente.<br />Poetas viajeros, poetas sin dinero, poetas criollos y poetas inmigrantes: las calles están habitadas por todos ellos al mismo tiempo en un espacio donde confluyen diferentes realidades, así como la literatura argentina está escrita por todos ellos y ofrece distintas miradas sobre un mismo punto: Buenos Aires.<br /><br /><br /><br /><br /><br /><br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn1" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftnref1" name="_ftn1">[1]</a> Benjamin, Walter: Poesía y capitalismo, Iluminaciones II, Madrid, Taurus, 1998.<br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn2" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftnref2" name="_ftn2">[2]</a> Berman, Marshal, Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad (1982), Buenos Aires, Siglo XXI, 1989.<br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn3" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftnref3" name="_ftn3">[3]</a> Simmel, Georg: “Las grandes urbes y la vida del espíritu”, en El individuo y la libertad. Ensayos de crítica de la cultura. Ediciones Península, Barcelona, 1986.<br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn4" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftnref4" name="_ftn4">[4]</a> Touraine, A. Crítica de la Modernidad. Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1993. <br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn5" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftnref5" name="_ftn5">[5]</a> Gorelik, Andrián, La grilla y el parque. Espacio público y cultura urbana en Buenos Aires (1887- 1936). Universidad Nacional de Quilmes, Buenos Aires, 1998.<br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn6" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftnref6" name="_ftn6">[6]</a>Gallo, Ezequiel. “La consolidación del estado y la reforma política (1880-1914)”. En: Nueva Historia de la Nación Argentina, tomo 4. Planeta, Buenos Aires, 2000.<br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn7" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftnref7" name="_ftn7">[7]</a> Williams, R.: Solos en la ciudad. La novela inglesa de Dickens a. D.H. Lawrence, Madrid, Debate, 1997<br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn8" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftnref8" name="_ftn8">[8]</a> Girondo, Oliverio: Veinte poemas para ser leídos en el tranvía – Calcomanías, Losada, Buenos Aires, 1997. Todas las citas serán extraídas de esta edición. <br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn9" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftnref9" name="_ftn9">[9]</a> Williams, R.: El campo y la ciudad, Buenos Aires, Paidos, 2001<br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn10" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftnref10" name="_ftn10">[10]</a> Jarkowski, Aníbal, “Prólogo” a Oliverio Girondo, Textos selectos. Muestra individual. Buenos Aires, Corregidor, 2001.<br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn11" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftnref11" name="_ftn11">[11]</a> Baudelaire, Charles, Mi corazón al desnudo y otros papeles íntimos, Visor, Madrid, 1995.<br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn12" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftnref12" name="_ftn12">[12]</a> Speranza, Graciela, y Stratta, Isabel, “Girondo, y Gonzáles Tuñón: el vértigo de los viajes y la revolución” en Graciela Montaldo (comp.), Yrigoyen, entre Borges y Arlt, Buenos Aires, Contrapunto, 1989.<br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn13" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftnref13" name="_ftn13">[13]</a> Schwarzt, Jorge, Vanguardia y cosmopolitismo en la década del veinte, Buenos Aires, Veatriz Viterbo, 1993.<br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn14" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftnref14" name="_ftn14">[14]</a> Sarlo, Beatriz. Una modernidad periférica: Buenos Aires 1920 y 1930, Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión, 1988.<br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn15" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftnref15" name="_ftn15">[15]</a> Borges, Jorge Luis: Obra poética 1. Alianza Editorial, S.A., Madrid, 1998.<br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn16" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftnref16" name="_ftn16">[16]</a> Ídem 5<br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn17" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftnref17" name="_ftn17">[17]</a> Piglia, Ricardo. “Ideología y ficción en Borges”. Punto de Vista n 5, 1979.<br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn18" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftnref18" name="_ftn18">[18]</a> Yunque, Álvaro, Versos de la calle, Claridad, Buenos Aires, 1924.Alejandrohttp://www.blogger.com/profile/00744375867529191979noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-8956153068481701088.post-39807452423926681162008-10-19T15:59:00.000-07:002008-10-19T16:00:14.086-07:00Diferencias y similitudes a propósito de la experiencia urbana en relación con el advenimiento de la ciudad moderna; relación con la literatura.<div align="justify"><br /><br />La experiencia urbana de las grandes ciudades es, como la literatura, un fenómeno histórico que cuenta con sus fechas de nacimiento, de esplendor y de crisis, así como posiblemente las tendrá para su declive y decadencia. El término español “literatura” aparece por primera vez en el año 1490 en “Universal vocabulario latino y romance” de Alonso Fernández de Palencia. La literatura, que todavía no se presentaba tal como nosotros la concebimos, se define aquí como un cultismo de la latina “literattura”, que a su vez es una traducción del griego “gramática”. El nacimiento de lo propiamente literario, a saber, una obra artística que presupone nociones tales como la de ficción, la de libro de imprenta y la de autor, todas ellas ausentes en las sociedades orales de la antigua épica o epopeya, se considera para distintas corrientes de la crítica literaria como un fenómeno del siglo XVIII: según Jauss, la literatura surge a partir de “la emancipación de las bellas artes” en el ámbito de la cultura burguesa, y otros autores como Foucault consideran que la literatura tiene lugar a partir de Sade, autor considerado “el umbral histórico de la literatura”<a title="" style="mso-footnote-id: ftn1" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftn1" name="_ftnref1">[1]</a>. Del mismo modo, el fenómeno de la experiencia urbana en las grandes ciudades, con todas las peculiaridades que conlleva en el ámbito de la cultura, data de un proceso que se va forjando durante la revolución industrial del siglo XVIII y que halla su primera consolidación en el siglo XIX de la mano de la emergente sociedad burguesa. Desde este criterio se puede establecer entre la ciudad y la literatura una relación dialéctica que las descubre hermanadas en su modernidad: una nueva forma de vivir, la de las grandes ciudades, a menudo condice con una nueva forma de sentir y por ende de escribir. Así, el fenómeno moderno de la vida en la gran ciudad dialoga constantemente con el tipo de representación literaria, aunque este diálogo sea sumamente conflictivo. De cualquier modo, la forma de vida propia de las grandes ciudades se entiende, al igual que la literatura, como un resultado de la sociedad burguesa industrial y mercantilista que se consolida en el siglo XIX. Ambos fenómenos, hijos de la modernidad, serán pensados cuando comiencen a presentar un problema: ¿cómo organizar, contener y adaptarse a los problemas que presenta la vida en las grandes ciudades, y de qué modo representarlos culturalmente?<br />El sociólogo y urbanista estadounidense Lewis Mumford ha investigado, en “La ciudad en la historia”, el nuevo tipo de experiencia urbana que ha producido el advenimiento de las grandes ciudades modernas en el marco de la consolidación burguesa del siglo XIX<a title="" style="mso-footnote-id: ftn2" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftn2" name="_ftnref2">[2]</a>. De una novela de Charles Dickens toma la imagen que considera apropiada para definir el nuevo tipo de ciudad mercantilista y neotécnica: coketown. Según Mumford, la emergente ciudad burguesa del siglo XIX tuvo como filosofía una concepción utilitarista que, en pos del mercado y de la industria, se desentendía de todo aquello que fuera imprescindible para la dignidad de la vida humana. La ciudad moderna, una patria de banqueros, industriales y científicos de la técnica, conllevaba una experiencia urbana sumamente degradada que apenas dejaba espacio para una vida digna de ser vivida. El nuevo sujeto de estas sociedades es un individuo atomizado, egoísta por principio; el agente de una tendencia social que sólo daba lugar a las actividades económicas juzgando como un derroche cualquier tiempo invertido en otras funciones. Esta concepción utilitarista asumió las formas de un desprecio global ante las alegrías de la vida dando lugar a un medio urbano que, según Mumford, sería el más degradado de la historia; la mina, expandida por los rieles del ferrocarril, el ruido y el humo de las fábricas, eran las nuevos protagonistas de una experiencia urbana antihumana que, en los contornos de la industria, hacinaba enormes masas de población en condiciones de miseria, suciedad e insalubridad fatales. Las montañas de escoria y de basura, los ríos convertidos en cloacas, los enormes tanques de gas que contaminaban la cotidianeidad de los ciudadanos, eran las formas del nuevo paisaje urbano así como los símbolos de una filosofía que sublimaba el interés práctico del capitalismo en desmedro de las necesidades vitales. No había en estas ciudades ningún criterio decente de urbanismo: las ventajas del progreso técnico, en lugar de utilizarse para mejorar la vida en sociedad, fueron funcionales al interés de los emprendimientos capitalistas marginando todo tipo de autoridad municipal. Mientras tanto, la ciudad como unidad social y política quedaba fuera del circuito utilitarista al punto tal que ni siquiera se contaba con los órganos característicos de la ciudad de la edad de piedra. Según Mumford, lo único bueno que ha generado este nuevo tipo de ciudad ha sido la reacción que produjo contra sus propias calamidades; recién a fines del siglo XIX tendrán cabida criterios urbanistas que aprovecharán los recursos de la técnica para la reconstrucción de un medio urbano capaz de reconocer la importancia del aire fresco, el agua pura, el espacio verde y la luz solar. Mientras tanto, la ciudad industrial, un amontonamiento maldito de hombres que no dejaba lugar para la personalidad humana, generaba una experiencia urbana que despreciaba al arte y a la religión en tanto meras decoraciones. La Villa Carbón, con su concepción utilitarista de la vida, había sido incapaz de producir arte, e incluso de importarlo de los centros más antiguos: tan sólo algunos poetas como Hugo, Ruskin o Morris podían vislumbrar la sordidez de una experiencia urbana degradada que los filisteos del utilitarismo, enceguecidos por el oro de las minas y aturdidos por los ruidos de las máquinas, no hacían más que negarla.<br />Esta perspectiva podría delimitarnos un criterio interesante a la hora de pensar la literatura en relación a la experiencia urbana de las grandes ciudades modernas: si, por un lado, la literatura moderna parece surgir de las condiciones de vida propias de las emergentes sociedades burguesas, por otro lado necesitaba rebelarse ante las mismas condiciones que habían dado lugar a su nacimiento. Julio Ramos observa que la ciudad moderna, “con el mismo movimiento que genera una crisis, es la condición de posibilidad de la autonomía del intelectual de las instituciones tradicionales”<a title="" style="mso-footnote-id: ftn3" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftn3" name="_ftnref3">[3]</a>. En efecto, si pasamos de Europa a Latinoamérica, encontramos en el modernismo literario -fenómeno literario concomitante con la llegada del modo de vida urbana, globalizada e industrialista en América-, un escenario apropiado para reflexionar sobre la relación de la literatura con las condiciones de vida propias de la experiencia urbana de las grandes ciudades capitalistas. Si, tal como afirma Berman Marshal, la modernidad es un fenómeno que se caracteriza por “una vida de paradojas y contradicciones”<a title="" style="mso-footnote-id: ftn4" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftn4" name="_ftnref4">[4]</a> que nos sumerge en una fascinación y un malestar simultáneo, esta tensión entre la celebración y el rechazo se manifiesta de manera explícitamente dramática en la literatura. Las condiciones económicas del liberalismo burgués habían propiciado, desde mediados del siglo XIX, una secularización del campo cultural que tuvo como consecuencia una conflictiva autonomización del campo literario. En este sentido, el poder de la burguesía y su cosmovisión mercantilista y utilitaria será para la literatura tanto una posibilidad de existencia como un declarado enemigo. La moral del artista, rebelde a toda visión burguesa, necesitará no obstante de la sociedad burguesa para insertarse en el mercado y desarrollar la profesionalización y la autonomía de la actividad artística. Se sobreentiende que un producto estético, antiutilitario por tradición, no podía hallar con facilidad un lugar dentro del mercado dirigido por la burguesía –un poeta era “algo nuevo y extraño” para el Rey Burgués de Darío-. Es justamente por ello que el escritor modernista estará escindido entre el orgullo de su creación cultural y la servidumbre a la que debía someterla para ocupar un lugar en las nuevas sociedades. El utilitarista sistema de valores de la consolidada sociedad burguesa iba de la mano con los principios económicos del capitalismo, y el modernismo literario, en busca de su propio desarrollo, no podía ni hacerse a un lado ni unirse a las reglas del juego de manera incondicional.<br />Julio Ramos entiende el espacio de la ciudad moderna como un complejo campo de significación caracterizado por la fragmentación de todos los códigos; se trata de una realidad desarticulada que pone en crisis los sistemas tradicionales de representación. La experiencia urbana conlleva entonces un problema de representación que es, más que nada, el problema de lo irrepresentable, ¿cómo representar un espacio que se manifiesta desarticulado, turbulento, iconoclasta de todos los recursos establecidos por la cultura literaria? La literatura, además de resolver qué lugar ocupa, en tanto un campo autónomo, en la realidad económica mercantilista de la ciudad moderna, también tiene que resolver cómo representar ese espacio que la enfrenta a desafíos inéditos. Analizando la producción del modernismo, Ramos observa que la crónica, en tanto un género híbrido, novedoso, relativamente definido y estilísticamente solidario con el periodismo y la literatura, se constituye como un género capaz de hacerle frente a la experiencia de la modernidad. La crónica, producto de la modernidad y a la vez crítica de la misma, constituye un género literario de una compleja flexibilidad formal que tiende a poner en orden los elementos de una experiencia urbana que sobrepasaba los recursos representativos de los saberes establecidos. Si el periódico moderno es una producción textual concomitante con la experiencia urbana en tanto cristalizador de la temporalidad y la especialidad modernas, el cronista procura reescribir la fragmentariedad del periódico pero en un plano formal más intenso. Si bien consigue formar parte, con recursos del género periodístico, del ámbito mercantilista de la ciudad moderna, al mismo tiempo propone revalorar la esfera propiamente literaria de lo bello incorporándola al mercado como un objeto estético celoso del utilitarismo. La crónica, a la vez que se reincorpora al mercado editorial, produce un mecanismo decorativo de la fealdad moderna: el escritor modernista es un maquillador que cubre el peligroso rostro de la ciudad y se sirve de la crónica para componer un archivo de los peligros de la nueva experiencia urbana. La literatura participa de la modernidad intentando narrar aquello que presenta como inenarrable con la intención de reconstruir, en un plano formal, la organicidad destruida por la experiencia urbana. Así, la actividad urbana y mercantil se convierte en un objeto estético y la ciudad es representada por un escritor caminante que, inmerso en ella, observa la fragmentaridad de su espacio con el propósito de articularla en un discurso literario.<br />A la luz de estos conceptos, es estimulante interrogarnos sobre la efectiva situación del escritor, ¿logra representar la ciudad, dominarla, poseerla dentro de un discurso estético separándose de ella, o más bien cede al caos urbano componiendo un género híbrido, entre la literatura y el periodismo, que más que representar la ciudad queda inmerso en ella y subordinado a una experiencia urbana que sobrepasa sus recursos representativos convirtiendo el texto en una mercancía más del mercado periodístico? Según Michel de Certaud, la ciudad, debido al caos constitutivo de su espacio, sólo es observable en tanto que el escritor logre salirse de ella: al contrario del flaneur, un caminante entre los caminantes, el escritor sólo puede observar la ciudad desde una torre, sin formar parte de la multitud moderna. En el capítulo VII de “La invención de lo cotidiano”, Certeau define el espacio urbano como una masa múltiple, formada por fragmentos de trayectorias y alteraciones de espacios, cuyo constante fluido de elementos imposibilita, formando parte del medio, un dominio sobre el mismo. Los caminantes de la ciudad abandonan su subjetividad a un espacio urbano que constituyen con la condición de no poder comprenderlo. Solamente un mirón aislado, desde las alturas de una cima, es capaz de observar la ciudad convirtiéndola en un cuadro: “la ciudad-panorama es un simulacro teórico (…) que tiene como condición de posibilidad un olvido y un desconocimiento de las prácticas<a title="" style="mso-footnote-id: ftn5" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftn5" name="_ftnref5">[5]</a>”. La ciudad moderna, hostil a quienes quieran representarla en los límites de un texto, resulta ella misma un texto que incluye a los ciudadanos que quisieran incluirla en un texto a ella. Certeau, llevando esta idea hasta el extremo, relaciona la enunciación -el escribir-, con el desplazamiento urbano -el andar-, siendo éste último otro tipo de enunciado. El acto de caminar es al sistema urbano lo que la enunciación es a la lengua. Así como el escritor se apropia de la lengua, el peatón se apropia del sistema tipográfico y, así como el acto de habla es una realización sonora de la lengua, el trayecto del peatón es una realización espacial del lugar. En suma, el andar es un espacio de enunciación análogo al escribir.<br />Resulta estimulante, para reflexionar sobre el campo literario con respecto a la experiencia urbana, el concepto de la ciudad en tanto texto. Si, tal como dijimos al principio, la ciudad y la literatura son dos fenómenos propios de una modernidad capitalista, es tan pertinente pensar, a la manera de Ramos, en una literatura que comprende una ciudad o, a la manera de Certeau, en una ciudad que comprende a una literatura. Ambos conceptos entran en dialéctica en el marco de una problemática que los pone en tensión hasta el punto de confundirlos como dos manifestaciones de un mismo proceso histórico.<br /><br /><br /><br /><br /><br /><br /><br /><br /><br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn1" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftnref1" name="_ftn1">[1]</a> Foucault, Michel, “Lenguaje y literatura”, Barcelona, Paidós.<br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn2" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftnref2" name="_ftn2">[2]</a> Mumford L. (1961) Capítulos XV y XVI de La ciudad en la historia, 2 Volúmenes, Buenos Aires, Ediciones Infinito, 1979. <br /><br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn3" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftnref3" name="_ftn3">[3]</a>Ramos, Julio. “Decorar la ciudad: crónica y experiencia urbana” en Desencuentros de la modernidad en América Latina, México, Fondo de Cultura Económica, 1989.<br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn4" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftnref4" name="_ftn4">[4]</a> Berman, Marshal, Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad (1982), Buenos Aires, Siglo XXI, 1989.<br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn5" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftnref5" name="_ftn5">[5]</a> Michel de Certeau, Luce Guiard y Pierre Mayol (1990). Capítulos VII y el IX (Tercera parte: Prácticas del espacio), en La invención de lo cotidiano, Volumen I, México, Universidad Iberoamericana, 2000. <br /> </div>Alejandrohttp://www.blogger.com/profile/00744375867529191979noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-8956153068481701088.post-29914129472188903942008-10-19T15:58:00.000-07:002008-10-19T15:59:24.809-07:00Reflexión sobre los vínculos de ciudad y novela con respecto a la concepción bajtiniana del lenguaje.<div align="justify"><br />Así como la diversa temática de la obra de Bajtín podría entenderse como la puesta en práctica de una teoría del lenguaje, esta teoría del lenguaje podría entenderse, a su vez, como un contrapunto ante la lingüística saussuriana y ante la incorporación de ésta en la propuesta del formalismo ruso.<br />Si para Saussure la lengua es un sistema de valores puros aislado de la realidad, abstraído del terreno inclasificable del habla, y si para los formalistas rusos la teoría literaria, tan científica y específica como la lingüística saussuriana, tenía el deber de aislar la producción literaria de las demás series discursivas para descubrir su especificidad autónoma y estructural, para Bajtín, al contrario, la lengua será un fenómeno histórico, social y político identificado en el terreno del habla, y la literatura, en tanto lenguaje, es otro más de los discursos sumamente ideológicos impregnado de las valoraciones de su entorno social.<br />Para una concepción social del lenguaje, tal como la que elabora Bajtín, Saussure no es otra cosa que un estudioso de lenguas muertas. Desviando los pasos del camino trazado por el maestro ginebrino, Bajtín elaborará una lingüística del habla considerando al signo lingüístico no ya como el resultado de las valoraciones abstractas de un sistema de oposiciones sino como una materialidad efectiva, una materialidad generada por la historia, determinada y valorizada por las relaciones establecidas entre los seres humanos en la lucha por la vida.<br />El signo, elemento real de una lengua empírica, será el material mismo de la conciencia y dará cuenta de la lecha de clases y de la ideología: tanto la ideología como la conciencia son, ante todo, fenómenos lingüísticos. El signo, “arena de la lucha de clases<a title="" style="mso-footnote-id: ftn1" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftn1" name="_ftnref1">[1]</a>”, es un producto social que condensa la ideología y la conciencia humana: está producido por la historia así como, a su vez, es capaz de producirla a ella. Lejos de las abstracciones saussurianas, la lengua es en Bajtín un fenómeno histórico y político: “las diversas esferas de la actividad humana están todas relacionadas con el uso de la lengua<a title="" style="mso-footnote-id: ftn2" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftn2" name="_ftnref2">[2]</a>”. El lenguaje, entonces, lejos de ser un sistema de valores puros, un don divino o un regalo de la naturaleza, se convierte en un producto colectivo de la actividad humana, un espejo de la organización económica y sociopolítica de una sociedad determinada. La lengua, como fenómeno social y real, se desarrolla en el proceso de relación entre los hablantes en el marco de una sociedad, y cada esfera social construye usos específicos del lenguaje denominados géneros discursivos. Esto géneros discursivos, constituidos por distintos tipos de enunciados, dan cuenta de los modelos orientativos de las relaciones entre los seres humanos, y de la relación entre éstos y el mundo. Este criterio social e ideológico del lenguaje es una herramienta extraordinaria para pensar la literatura como un género discursivo de alta complejidad capaz de dar cuenta de la conciencia y, a la vez, de producirla. La literatura, sin dejar de ser un hecho específico, sigue siendo un hecho eminentemente social articulado con la realidad política y con la infinita cadena de enunciados que, impregnados de valoraciones sociales, constituyen la cultura. ¿Qué importancia pueden tener estos conceptos a la hora de indagar los distintos vínculos entre ciudad y novela?<br />Bastaría con repasar las características que Bajtín considera constitutivas de la novela para observar que la novela, producto social, complejo género discursivo capaz de incorporar interminables géneros primarios más sencillos en un espacio delimitado, contiene en sí los mismos rasgos constitutivos del espacio urbano propio de las grandes ciudades modernas.<br />En su estudio sobre la novela en contraposición a la épica, Bajtín afirma que “el nacimiento y el proceso de formación del género novelesco tienen lugar a plena luz del día histórico<a title="" style="mso-footnote-id: ftn3" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftn3" name="_ftnref3">[3]</a>”. La novela, como la ciudad, es un fenómeno histórico en proceso de formación más joven que la escritura, y solamente ella está adaptada a las nuevas formas de recepción. La novela, al contrario de los géneros elevados, que se asemejan al estudio de las lenguas muertas, es, como la ciudad, un fenómeno producido y alimentado por la época moderna, y su estudio se asemeja al estudio de las lenguas vivas que, para Bajtín, es lo mismo que decir las lenguas a secas. No hace falta que Bajtín, en esta clasificación de la novela, aluda de manera explícita a una analogía entre el fenómeno urbano de las ciudades modernas y la producción novelística. En cada uno de los rasgos distintivos de la novela podemos hacer nosotros mismos una contundente analogía: la novela, un género problemático, con “multitud” de planos, es una zona de contacto máximo con el presente que, luego de un pasado histórico que daba cuenta de un espacio cerrado –o amurallado-, manifiesta las nuevas condiciones de las relaciones internacionales e interlingüísticas. La novela, madre de la literatura moderna, género en búsqueda y reelaboración permanente, exclusivamente preocupado por la realidad contemporánea en el marco de un presente efímero e inestable es, como las grandes ciudades, un fenómeno social caracterizado por una sensibilidad propia del espacio urbano consolidado a partir del siglo XIX. Reflexionar sobre la especificidad de la novela es lo mismo que reflexionar sobre la especificidad de las sociedades contemporáneas, y subyace a esta reflexión una teoría del lenguaje que pone el acento en la naturaleza social de todos los fenómenos culturales: la novela da cuenta de una nueva sensibilidad y de una nueva teoría lingüística, la de una lengua viva, social e ideológica, que supera y reemplaza la sensibilidad de épocas pasadas, propia de la épica, género que condice con una teoría lingüística, igualmente superada, que sólo sirve para el estudio de las lenguas muertas. Así como la novela se desarrolla en el espacio de la ciudad, podríamos aventurar que la ciudad, espacio social por excelencia, es el espacio lógicamente representado por la novela. Franco Moreti, luego de recordar un concepto de teoría literaria fundamental en la obra de Bajtín, a saber, “que el género y sus variantes se determinan precisamente por el cronotopo<a title="" style="mso-footnote-id: ftn4" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftn4" name="_ftnref4">[4]</a>”, afirma que el espacio propio del Estado Nación, en el contexto de la experiencia urbana de las modernas ciudades capitalistas, encuentra su modo de representación a través de la novela<a title="" style="mso-footnote-id: ftn5" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftn5" name="_ftnref5">[5]</a>. Al contrario de una aldea o una corte, fácilmente abarcables con una mirada, susceptibles de ser representadas en la imagen de un cuadro, el aspecto de un Estado-Nación, realidad compleja, de magnitudes difusamente limitadas y compuesto por una realidad social inconmensurable, solamente puede representarse mediante la forma simbólica de la novela. La novela, así como podría ser la ciudad entendida desde un criterio semiótico<a title="" style="mso-footnote-id: ftn6" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftn6" name="_ftnref6">[6]</a>, es un texto que da cuenta de un complejo género discursivo condensador de la conflictividad social. En efecto, podrían hacerse analogías entre los estudios sobre el espacio correspondiente a la producción verbal de la Edad Media en contraposición a la literatura moderna, desarrollados por Paul Zumthor, y las diferencias que Bajtín examina entre la épica y la novela. Según Zumthor, la literatura constituye una “proyección imaginaria del espacio social”<a title="" style="mso-footnote-id: ftn7" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftn7" name="_ftnref7">[7]</a> que puede remitir tanto a la representación literaria del espacio físico, al espacio textual propio de la escritura, o a un espacio poético propio del género literario. El texto medieval, anterior a su paso por la escritura, presenta complejidades que abren todo tipo de problemáticas a la hora de aplicar sobre ellos una crítica literaria contemporánea. No obstante, en cuanto a la representación del espacio físico, Zumthor observa que la Divina Comedia reproduce una percepción del universo propia del siglo XIII: la tierra se mantiene inmóvil en el centro de dos hemisferios, y su trama de desarrolla en un espacio humano estrictamente jerárquico en donde la autoridad proviene de la voz de los hombres del pasado, y sólo a través de ellos es posible alguna proyección sobre el presente. Es en contraposición a estos textos donde podemos pensar la novela como el género de la modernidad que da cuenta de un presente efímero en donde el héroe, perdido en un espacio lleno de oscuridades, sometido a un flujo permanente de la realidad, camina por un espacio conflictivo y secularizado como el que sólo es capaz de ofrecer la experiencia urbana en el espacio de las grandes ciudades. Al respecto, los estudios literarios de Raymond Williams, caracterizados por sus criterios fundamentalmente sociológicos, aportan perspectivas de interés para reflexionar, sobre la base de los conceptos de Bajtín, algunos fenómenos que atañen a la relación entre la ciudad y la novela. Williams, desde una perspectiva materialista, se pregunta qué fue lo que dio lugar a que en sólo veinte meses, entre 1847 y 1848, se hayan publicado en Londres una serie de novelas que serían fundamentales para la literatura inglesa, y que a la vez marcarían el predominio del género durante las siguientes décadas. La respuesta es que la novela, hija de la ciudad, se conformó como un género capaz de dar cuenta de una sensibilidad social, por entonces inédita, que comprendía la forma de vida en las grandes ciudades. En efecto, Londres era, para aquellas épocas, “el primer mundo predominantemente urbano en la historia de las sociedades humanas<a title="" style="mso-footnote-id: ftn8" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftn8" name="_ftnref8">[8]</a>”. La Revolución Industrial, la lucha por la democracia, el surgimiento de la gran metrópolis, provocaron una crisis en la experiencia en los habitantes de la comunidad urbana. El significado de vivir en comunidad se vuelve incierto; lleno de complicaciones y situaciones inéditas<a title="" style="mso-footnote-id: ftn9" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftn9" name="_ftnref9">[9]</a>, los ciudadanos se hallan fuertemente conmocionados ante los desafíos de la experiencia urbana. Williams encuentra un criterio útil en la comparación entre la ciudad y el campo: al contrario del campo, que se caracteriza por una transparencia en el modo de experimentar las relaciones propias de la comunidad, en la ciudad la experiencia de la comunidad se vuelve opaca; hay un quiebre de la comunidad cognoscible que da lugar a la demanda de nuevos recursos para explorar la vida social<a title="" style="mso-footnote-id: ftn10" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftn10" name="_ftnref10">[10]</a>. La experiencia de la ciudad ya no puede comunicarse de manera sencilla; debe ser revelada y penetrada en la conciencia. Es la novela, género urbano por excelencia, el único recurso capaz de ofrecer nuevas herramientas para explorar la realidad social de las grandes ciudades. La novela, como la ciudad, se constituye como un espacio capaz de exponer, en un mismo espacio, el cruce de varias vidas, diversos conflictos y destinos, que se vuelcan hacia el momento contemporáneo capturando las nuevas formas de sensibilidad del espacio urbano. Así, Williams analiza en la obra de Dickens un ejemplo contundente de este fenómeno novelístico<a title="" style="mso-footnote-id: ftn11" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftn11" name="_ftnref11">[11]</a>. Hasta aquí es evidente que Williams, al igual que Bajtín, considera que la novela es un género discursivo, o un fenómeno cultural, que se caracteriza por ser constitutivamente urbano; un producto histórico impregnado de las valoraciones sociales de una sociedad dada, y sobre todo el receptáculo de la experiencia inédita de la modernidad. Sin embargo, los lazos pueden estrecharse todavía más si observamos que, al igual que Bajtín, Raymond Williams construye sus conceptos luego de haber delimitado sus criterios lingüísticos. En Marxismo y Literatura, luego de explorar la conflictiva noción de estructura y superestructura que, en un marxismo vulgar y mecanicista, reducía el lenguaje a un reflejo secundario de la verdadera estructura social, Williams reformula algunos criterios marxistas para resolver, sin entrar en contradicción con ellos, la manera de considerar el lenguaje como un elemento material, condensador de la ideología, capaz de incidir en la conciencia y, por lo tanto, de transformar la realidad. El lenguaje, desde una perspectiva materialista de la cultura, se instituye como un elemento real de la sociedad que mantiene una relación estrecha y decisiva con la misma y, tal como ocurre con Bajtín, la semiología de los productos culturales como la literatura, conectados con el surgimiento de las grandes ciudades, ofrecen herramientas poderosas para reflexionar sobre las relaciones entre el lenguaje, la sociedad, y las expresiones artísticas dentro de los límites de un contexto histórico determinado.<br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn1" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftnref1" name="_ftn1">[1]</a> Voloshinov, Valentín, El signo ideológico y la filosofía del lenguaje, Bs. As., Nueva Visión, 1976.<br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn2" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftnref2" name="_ftn2">[2]</a> Bajtín, M.: “El problema de los géneros discursivos”, en Estética de la creación verbal, México, Siglo XXI, 1982.<br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn3" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftnref3" name="_ftn3">[3]</a> Bajtín, Mijaíl, Teoría y estética de la novela, Taurus Humanidades, Madrid, 1989.<br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn4" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftnref4" name="_ftn4">[4]</a>Bajtín, Mijaíl (1937-1938) “Formas del tiempo y del cronotopo en la novela”, en Problemas Literarios y estéticos, La Habana, Cuba, Editorial Arte y Literatura, 1986.<br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn5" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftnref5" name="_ftn5">[5]</a> Moretti, F.: Atlas de la novela europea 1800-1900 (1997), Madrid, Trama, 2001.<br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn6" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftnref6" name="_ftn6">[6]</a> En la conferencia Semiología y Urbanismo, Barthes establece criterios básicos para considerar la posibilidad de una semiótica urbana: la ciudad leída como un texto.<br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn7" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftnref7" name="_ftn7">[7]</a> Zumthor, P: La medida del mundo. Representación del espacio en la Edad Media (1993), Madrid, Cátedra, 1994.<br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn8" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftnref8" name="_ftn8">[8]</a> Williams, R.: Solos en la ciudad. La novela inglesa de Dickens a. D.H. Lawrence, Madrid, Debate, 1997<br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn9" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftnref9" name="_ftn9">[9]</a> Tal vez Walter Benjamin, en sus estudios sobre Baudelaire, de el ejemplo más concreto de situación urbana inédita, al observar que, antes del siglo XIX, la gente no había estado nunca en la situación de tener que mirarse un tiempo largo sin pronunciar palabra alguna: “La multitud de la gran ciudad despertaba miedo, repugnancia, terror en los primeros que la miraron de frente”. <br />Benjamin, W.; Poesía y capitalismo, Iluminaciones II, Taurus Humanidades. <br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn10" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftnref10" name="_ftn10">[10]</a> Williams, R.: El campo y la ciudad, Buenos Aires, Piados, 2001<br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn11" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftnref11" name="_ftn11">[11]</a>Uno de los rasgos de la novelísticas de Dickens que, según Williams, dan cuenta de esta nueva sensibilidad, está por ejemplo en el modo en el que pasan los personajes por la calle: hay entre ellos una ausencia de conexiones, los personajes pasan sin relacionarse, y a veces se chocan. También es notable que tanto las instituciones sociales como sus consecuencias, que ya no eran accesibles a la observación física ordinario, son presentadas como si fueran personas o fenómenos naturales.<br /> </div>Alejandrohttp://www.blogger.com/profile/00744375867529191979noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-8956153068481701088.post-54585602205196597002008-08-25T09:13:00.000-07:002008-08-25T09:14:34.195-07:00El Informe de Borges.<div align="justify"><br />¿Qué arco habrá arrojado esta saeta<br />que soy? ¿Qué cumbre puede ser la meta?<br />Jorge Luis Borges.<br /><br />El problema de la filosofía en la obra de Borges, entendiendo por tal problema la pregunta sobre si hay en Borges un filósofo, una filosofía, o por el contrario un mero uso estético de cuestiones filosóficas por parte de un escritor de literatura, ha sido siempre objeto de discusión para los críticos de su obra.<br />Más allá de la inclusión o la exclusión de la obra borgeana en la historia de la filosofía, parece haber un acuerdo en el innegable hecho de que sus textos, sean o no sean filosóficos en un sentido estricto, lo mismo encierran las inquietudes más radicalmente filosóficas de la historia: la infinitud, las paradojas del tiempo, el espacio, la naturaleza del lenguaje, la dialéctica entre lo real y lo ilusorio o entre el azar y el orden, los arquetipos platónicos y los límites de la lógica. El acuerdo o desacuerdo radicará no ya en el componente filosófico de los temas borgeanos sino en la posibilidad de que el tipo de uso que hace Borges de estos temas lo conviertan en un pensador, un filósofo, o en un poeta que juega de manera estética con asuntos que han pensado otros.<br />Excede a este ensayo una argumentación a favor o en contra de la consideración de la obra de Borges como obra de mayor relevancia filosófica o estética. De todos modos, resulta estimulante considerar que la obra de Borges, si bien puede que carezca de la lógica y la autosuficiencia explícita de un sistema de ideas a la manera de los filósofos tradicionales -aquellos autores que no despiertan dudas acerca de su ubicación en la categoría de filósofos-, es no obstante una obra que, siempre sensible a los grandes interrogantes de la filosofía, presenta una actitud recurrente que podríamos considerar una actitud radicalmente filosófica: la interrogación constante, la duda.<br />Si bien es aceptable la objeción de que no basta, para que una obra sea filosófica, el mero ejercicio de la duda y de la pregunta filosófica, es igualmente aceptable el retruque de que tampoco basta, para que una obra sea filosófica, el mero ejercicio de las respuestas, y que en la historia de la filosofía las preguntas, lejos de superarse, se enriquecen, se profundizan y se mantienen abiertas, en tanto que las respuestas más que cerrar las preguntas las enriquecen añadiendo nuevos motivos de reflexión. Subyace a esta afirmación la posibilidad de considerar plausible la relevancia filosófica de cualquier obra que, como la de Borges, exponga un trabajo constante de interrogación filosófica, aunque no alcance el estatuto de sistema de ideas propio.<br />Incluso considerando las mismas palabras de Borges, quién más de una vez opinó de su propia obra que se trata, no ya de un pensamiento propio, sino del uso de la filosofía como un instrumento literario, podríamos sostener que: así como algunos textos filosóficos pueden utilizarse como instrumentos de la literatura, también algunos textos literarios podríamos utilizarlos como instrumentos de la filosofía.<br />En efecto, si consideramos la recurrente duda y puesta en tensión de la obra borgeana sobre los asuntos más importantes del pensamiento filosófico, podríamos sostener que su literatura, más allá de su inclusión o exclusión en la rigurosa filosofía, nos ofrece una toma de posición ante el mundo –generalmente escéptica, lúdica, especulativa y materialista- que nos permite el ejercicio filosófico mediante el clásico recurso de la duda.<br />El Informe de Brodie, el último cuento de su libro homónimo, podría simbolizar esta importancia filosófica de la obra borgeana.<br />La aparente sencillez de su prosa y de su asunto contrasta con la inconmensurable complejidad de los interrogantes que plantea, y podría decirse que lo que este texto pone en el centro de la escena es el ejercicio mismo de la duda ante todo lo que existe.<br />En la obra de Borges en general, y en El informe de Brodie en particular, la duda sistemática, que opera tanto en la forma como en el contenido del texto, tiene el borgeano propósito de sugerir que las grandes construcciones, y con ellas la totalidad de la cultura, antes de ser productos del uso lógico de la razón o de la naturaleza son más bien procedimientos de la imaginación, y la pregunta sobre la naturaleza de estas construcciones suele ser lo que revela su condición de artificios. Los artificios y el candor del hombre no tienen fin, como dicen los versos del poema El Golem.<br />El informe de Brodie, al presentarnos una sociedad que puede ser o no verosímil mediante un relato que puede ser o no verosímil, sugiere la calidad de construcciones de nuestras creencias y la opacidad de nuestras certezas. La sociedad de los Yahoos es, según los criterios del lector occidental, una contra-sociedad. Uno de los gestos de este relato es aquél que nos sugiere que puede ser posible una sociedad que cuestiona nuestras nociones de la ética, de la moral, del lenguaje, de la organización política, de la cultura, y que pone en tensión una confrontación o una identidad entre ambas hasta el punto de dejar abierta la posibilidad de que una sociedad como la sociedad de los Yahoos es, más que una sociedad primitiva, una sociedad degradada: aquello en lo que nosotros podríamos llegar a convertirnos.<br />Las arbitrariedades y las oscuridades del narrador son proporcionales a la plausible respetabilidad de sus conclusiones: este pueblo que por momentos nos resulta inverosímil tiene instituciones, un lenguaje basado en conceptos genéricos y una jerarquía social provista de reyes. Los Yahoos creen en la poesía, adivinan que el alma sobrevive a la muerte del cuerpo, profesan la doctrina del cielo y del infierno, afirman la verdad de los castigos y las recompensas y, por lo tanto, representan “la cultura, como la representamos nosotros, pese a nuestros muchos pecados<a title="" style="mso-footnote-id: ftn1" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftn1" name="_ftnref1">[1]</a>”.<br />David Brodie, misionero escocés presbiteriano que había predicado su fe en África y Brasil, ha convivido con un pueblo nunca antes conocido, el pueblo de los Mlch y, luego de haber escrito un informe sobre ellos, lo ocultó entre las páginas de un volumen de Las Mil y una noches, descubierto tiempo después por el primer narrador del cuento.<br />Según este curioso texto, el misionero espera que el gobierno de su majestad británica no desoiga lo que sugiere el informe. Estas son las últimas palabras del texto: el pedido de que se considere posible lo que nos cuesta admitir como posible. Porque, ¿qué es lo que sugiere el informe sino la osada opinión de que los Yahoos representan la cultura tanto como la occidentalísima sociedad británica? La sugerencia de Brodie es la sugerencia de que otra ética es posible, otros mecanismos de lenguaje son posibles, otras formas de vida, por más insólitas que resulten para nuestros esquemas culturales, son posibles. La sociedad Yahoo, incluso en caso de que nos parezca del todo inverosímil, está basada en principios tan serios como los de nuestras sociedades. Si bien podríamos replicar el carácter imaginario de esta cultura, no sería tan fácil dejar de admitir el carácter igualmente imaginario de nuestra cultura. En Avatares de la tortura Borges considera que las filosofías son coordinaciones de palabras y se sirve de una cita de Novalis para decretar el carácter imaginario del mundo. Somos el mejor de los hechiceros, es decir, aquél que toma sus propias fantasmagorías por apariciones autónomas, y toda nuestra real cultura es, como la ficción Yahoo, un sueño soñado por nosotros mismos (aunque dotado por pequeños intersticios de sinrazón que nos advierten su falsedad). Esta sinrazón, que pareciera ser propia de los Yahoos, es propia de todas las culturas.<br />El propósito de Brodie, lograr que el Gobierno de Su Majestad británica respete la cultura de un pueblo como el pueblo descrito, es una provocación filosófica: aceptar la existencia de la sociedad de los Yahoos es cuestionar la existencia de nuestras sociedades en tanto sociedades que representan la cultura tanto como aquellas que consideramos inadmisibles, censurables, inverosímiles. Así, el propósito de Brodie es análogo al propósito de la ficción borgeana: la puesta en duda de nuestra cultura, de nuestros valores, de nuestras instituciones. Dudar sobre el carácter real de nuestra cultura, o admitir, a efectos de esa duda, el carácter imaginario de todas las culturas, tiene la consecuencia filosófica de que todas las culturas, debido a su carácter igualmente imaginario, son equivalentes, y la sociedad de los Yahoos se equipara a cualquier sociedad occidental incluso cuando la cataloguemos de ficticia.<br />Si bien los interrogantes que abre este informe son de muy variada índole, una variedad asombrosa tratándose de un relato tan aparentemente sencillo, el interrogante de mayor dimensión, acaso el menos visitado en el resto de la obra de Borges, es el interrogante acerca de la cuestión socio-política, lo cual impregna a este texto de elementos muy sustanciales de la filosofía política de la historia. <br />En este texto encontramos la forma literaria de un problema de filosofía política. El problema que nos presenta Borges en El informe de Brodie es fundamentalmente el problema del orden social, el de la relación entre una ética y un sistema de justicia, el de una ley que equilibre la libertad del individuo con el interés de la comunidad; en suma, la constitución de un sistema social en el contorno de un sistema de creencias, es decir, una cultura.<br />La sociedad que sugiere al lector estos problemas son los Mlch, renombrados como Yahoos –guiño literario que refiere a Swift-, debido a su naturaleza bestial.<br />Los Yahoos no tienen noción de la historia ni del pasado, no conciben la causalidad, se alimentan con leche de gato (y de murciélago…), duermen donde los sorprende la noche, su lenguaje carece de vocales, sus personas de nombres, su sistema numeral llega hasta el cuatro y, adoradores de la pestilencia, desconocen toda ética en su actividad sexual. Lo más llamativo del caso es que mutilan a los reyes y luego devoran sus cadáveres: ¿cómo esperar que Su Majestad pueda tolerar la sugerencia de este informe y considerar que este pueblo representa tanto a la cultura como la nación británica? La proeza que debería hacer la corona británica, al aceptar la cultura Yahoo, es la proeza que se espera del lector de Borges: la puesta en duda de todo aquello que consideramos aceptable. Brodie, que se incomoda ante la entrega sexual de la reina, tampoco deja de incomodarse cuando, ya fuera de esta comunidad, ve comer en público a un misionero católico. Este relativismo cultural, un recurso muy efectivo para ejercer la duda ante lo propio en contraposición ante lo ajeno, implica que no hay diferencias esenciales entre una cultura como la de los Yahoos y una cultura como la que produjo las expediciones misionales de Brodie.<br />Los Yahoos, pese a su barbarismo, han logrado una forma de orden social mediante una indistinción entre la naturaleza y la cultura. Incapaces de distinguir la diferencia que hay entre un árbol y una cabaña hecha con árboles, no obstante son capaces de organizarse en sociedad por medio de valores y de un lenguaje: por insólitos que nos parezcan, son capaces de acceder a la aspiración máxima de toda civilización.<br />Según un exponente de la filosofía inglesa como Thomas Hobbes, habría un estado de naturaleza que, en tanto una hipotética etapa prosocial, mantendría a todos contra todos y sería incapaz de instituir cualquier forma de justicia<a title="" style="mso-footnote-id: ftn2" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftn2" name="_ftnref2">[2]</a>. En este estado de naturaleza, la única ley es la de hacer aquello que conserve la propia vida, y por lo tanto no queda lugar para ningún tipo de orden social que haga prevalecer los valores de una comunidad cultural por encima de las acciones de cada uno de sus individuos. La sociedad Yahoo, con su equilibrio o compatibilidad entre la naturaleza y la organización social dotada de valores, no condice con este criterio.<br />Otros filósofos, si bien adscriben a las mismas nociones, las discuten, como por ejemplo Jhon Locke. Para Locke el estado de naturaleza, lejos de ser un estado hipotético, es un efectivo estado histórico capaz de conformar un estado social, un estado de derecho regulado por ciertas leyes que permite a los hombres disponer de sus propiedades y de sus personas acatando algunos principios morales esenciales<a title="" style="mso-footnote-id: ftn3" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftn3" name="_ftnref3">[3]</a>. La sociedad Yahoo condice con este criterio, en tanto una real organización social que, sin salir de un estado natural, es capaz de conformar un orden regulado por ciertos principios.<br />Estos conceptos de la filosofía política relativos al orden social es preciso identificarlos, aunque de manera confusa, en el texto de Borges, y el resultado es la reflexión, mediante una ficción literaria, sobre preguntas fundamentales de la filosofía política, así como otros textos borgeanos nos plantean preguntas metafísicas.<br />El informe que nos presenta Brodie nos hace dudar sobre la verosimilitud o no de esta sociedad, y con estas dudas nos interrogamos sobre las sociedades que habitamos. Incluso las características más asombrosas de los Yahoos, como puede ser su incapacidad de causalidad y de todo tipo de razón -señalar un hormiguero para demostrar que los brujos pueden convertir a los hombres en hormigas-, no resultan del todo inverosímiles para los aficionados a los relatos de viajes o los estudios antropológicos<a title="" style="mso-footnote-id: ftn4" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftn4" name="_ftnref4">[4]</a>. Sin embargo, si bien este informe, al ofrecer esta descripción de una sociedad semejante, nos hace dudar de las virtudes de nuestra sociedad por efecto de comparación, hay en este texto elementos que nos hacen dudar del mismo Brodie debido a las ambigüedades de su discurso. Brodie, al describir este pueblo, abusa demasiado de las conjeturas y, más que demostrar los hechos que narra, lo que hace es interpretarlos con criterios demasiado arbitrarios. El lector, a efectos del texto, por momentos duda de la sociedad de los Yahoos, por momentos de la respetabilidad de su propia sociedad, y también del narrador: el ejercicio de la duda opera en este relato en varios planos. Sin embargo, cabe preguntarse si el nivel conjetural del relato de Brodie, tanto como las dudosas pruebas de su informe y las ambivalencias de sus criterios, más que defectos del propio Brodie son defectos inevitables de la misma investigación histórica o antropológica, de los discursos culturales mismos.<br />Al igual que Borges, Brodie pone en escena las preguntas más importantes de la filosofía mediante procedimientos tan ambiguos como la ficción narrativa. Borges utiliza los recursos de la literatura tal como Brodie utiliza los recursos de la antropología o de la historia: construcciones del lenguaje altamente imaginativas e inevitablemente contradictorias –nutridas de sinrazones-, que permiten poner en duda nuestras nociones del universo.<br />Tanto la filosofía como la historia pueden subordinarse al simbolismo literario, y hay varios criterios que pueden sustentar esta postura. Para Hayden White la historia es una ficción verbal cuyos contenidos son tanto encontrados como inventados<a title="" style="mso-footnote-id: ftn5" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftn5" name="_ftnref5">[5]</a>. Esta aseveración llega al límite de concebir a la historia como un “género bastardo” de un discurso superior, el literario. La base de este argumento es lingüística: si bien la historia puede referir a sucesos diferentes a los ficticios, la ficcionalidad se halla de todos modos en las estructuras narrativas propias de ambos discursos. Los historiadores, condenados al constructivismo, deben hacer uso de la “imaginación constructiva” para relatar los hechos. El historiador, para construir una trama de sucesos históricos, debe dotar a estos sucesos de significados mediante una operación inevitablemente literaria, “productora de ficción”.<br />El informe de Brodie, mediante una operación literaria, permite involucrar al lector en la duda filosófica y nos obliga a una interrogación sobre la cultura en sí que compromete, por supuesto, las nociones y las creencias de nuestra propia cultura. Según Leonardi, la literatura de Borges se caracteriza por construir un espacio narrativo, entre la ciencia y la filosofía, que permite desplegar el rol intelectual de “sembrar la duda, discutir, denunciar la falsa transparencia de los códigos culturales<a title="" style="mso-footnote-id: ftn6" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftn6" name="_ftnref6">[6]</a>”.<br />Mediante el despliegue de la duda por medio de un lenguaje que recupera la función intelectual del discurso ficticio, El informe de Brodie, así como la literatura de Borges, permitirá cuestionar tanto la sociedad propia como la sociedad relatada del discurso y, dentro de la reflexión sobre estas sociedades, sean reales o ficticias, quedarán igualmente en duda los criterios acerca de la naturaleza de la ética, la justicia, el lenguaje, la historia, las instituciones y los valores que las conforman.<br /><br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn1" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftnref1" name="_ftn1">[1]</a> Borges, Jorge Luis, El informe de Brodie, Editorial Alianza, Buenos Aires, 1998.<br /><a href="http://www.literatura.us/borges/elinforme.html">http://www.literatura.us/borges/elinforme.html</a><br /><br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn2" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftnref2" name="_ftn2">[2]</a> Hobbes, Thomas: Leviatan, México, Fondo de Cultura Económica, 1980.<br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn3" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftnref3" name="_ftn3">[3]</a> Locke, John, Dos tratados sobre el gobierno civil, ed. Alianza, 2002.<br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn4" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftnref4" name="_ftn4">[4]</a> En su diario del Congo, “Pasajes de la guerra revolucionaria: Congo”, el Che Guevara cuenta que los congoleses creían en un líquido que los hacía invulnerables a las balas, y la única manera de que este líquido no tuviera efecto es en caso de haber el sentimiento del miedo en el combatiente y el contacto con mujer. Cada vez que un hombre caía, el hipotético miedo explicaba la falla del efecto.<br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn5" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftnref5" name="_ftn5">[5]</a> White, Hayden, “El texto histórico como artefacto literario y otros escritos”. Paidós, I.C.E. de la Universidad Autónoma de Barcelona, Barcelona, Buenos Aires, México, 1978.<br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn6" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftnref6" name="_ftn6">[6]</a> Leonardi, Emanuele, Cuatro ensayos sobre Borges, la Filosofía y la Ciencia, Ficha de Cátedra del Seminario de grado “Juegos filosóficos y enigmas científicos en la literatura de Borges. Su vínculo con pensadores y escritores italianos”, Universidad de Filosofía y Letras, Buenos Aires, 2008.</div>Alejandrohttp://www.blogger.com/profile/00744375867529191979noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-8956153068481701088.post-9153485160708513932007-12-06T17:22:00.000-08:002007-12-06T17:23:18.830-08:00El modernismo poético y el proceso de secularización del arte y la consolidación de la burguesía en América Latina<div align="justify"><br /><span style="font-size:130%;">Rubén Darío, figura estelar del modernismo, dice en razón de las formas estéticas y del prefacio a uno de sus más importantes libros las siguientes frases: “Yo no soy un poeta para las muchedumbres. Pero sé que indefectiblemente tengo que ir a ellas”. Este par de frases cortas, que podrían haber sido una sola frase larga sin el punto que antecede al adversativo, nos condensa varios elementos del movimiento modernista entre los cuales se pueden abstraer dos de ellos: la escisión –poeta solitario, poeta de muchedumbres- y el carácter de indefectible, la conciencia de estar inmerso en una corriente de la que no se puede salir.<br />Indefectiblemente, el modernismo, tal como su nombre lo indica, está relacionado con un movimiento mayor dentro y contra del cual deberá formarse lidiando con tensiones. Este movimiento mayor es la modernidad con todo aquello que ésta implica: la fe en la ciencia y en el progreso, la industrialización de la producción, el crecimiento urbano, el desarrollo de los sistemas de comunicación, la definición de los estados nacionales, el afán expansionista y, sobre todo, la confluencia de todo lo anterior dentro del avance del sistema capitalista sobre la base de una consolidada burguesía.<br />Esta nueva época, generadora de una nueva sensibilidad, afectó a todas las manifestaciones de la vida social alcanzando a la proyección artística hasta el punto en que Ángel Rama haya podido decir que el modernismo, en la literatura, no es otra cosa que el liberalismo en la política.<br />El modernismo literario, fenómeno de explosión cultural, no podía dejar de hacer en algunos puntos un cuerpo común con la modernidad, fenómeno de explosión capitalista.<br />Lo escindido y lo indefectible, elementos condensados en el prefacio de Cantos de Vida y esperanza, configuran la situación del modernismo literario ante el contexto de la modernidad: el modernismo, a la vez que nace y avanza sobre la nueva época, la celebra y la combate, la acompaña y la protesta. En este sentido se puede comprender que la universalidad de la lírica de Darío, entusiasta y celebradora de las nuevas sensibilidades, sea a la vez análoga a una amargura propia de todo aquél que detesta la época en que le tocó vivir. Durante aquella celebrada y amonestada época la proyección del arte se veía afectada particularmente por dos fenómenos concomitantes: el proceso de secularización y la consolidación de la burguesía latinoamericana.<br />La secularización implica lo indefectible. El arte, en las sociedades atravesadas por los procesos de modernización, no puede seguir siendo ni la intermediación divina del clérigo ni el virtuoso héroe solitario del romanticismo. La autonomización de la literatura, susceptible de ser convertida en un objeto más del mercado en el contexto del desarrollo capitalista, encuentra en este fenómeno tanto una liberación cuanto una encrucijada. Cuando el arte deja de ser sagrado y logra su emancipación de las demás instituciones, el artista, lejos de las posibilidades del mecenazgo, deja de ser un profeta o un iluminado y deviene en un especialista con su lujar fijado dentro de la división del trabajo, o directamente un funcionario, situación que genera diversos contrastes y tensiones con la naturaleza creativa. De algún modo, más allá de la intención de cada artista, habrá que ir a las muchedumbres, esto es, insertarse en un mercado con el beneficio de un público, reformular la razón de ser del artista en una sociedad moderna, masificada y democratizada. Esta es la encrucijada: el arte, para sobrevivir en su autonomía, debe sin embargo emplearse y comercializarse ante las leyes de un sistema con cuya lógica materialista y utilitarista no se termina de conciliar. Estas tensiones, que van desde la bohemia analizada por Gutierrez Girardot hasta la funcionalidad orgánica de algunos tantos casos como los que expone Real de Azua, constituyen una de las particularidades de la producción modernista. La secularización implica una puesta en tierra de la obra artística, una determinada articulación de la creación con la sociedad industrial comandada por el capitalismo mercantil de la burguesía. Ángel Rama describe un clima de época en el que los escritores, reunidos en cafés y tertulias, frecuentaban ciertos grupos que “funcionaban como centros de obtención de trabajos mediante las conexiones que allí se establecían” (Rama, 1983). Sarlo y Altamirano, en un texto sobre la argentina del Centenario, afirman que ya a principios del novecientos la función del escritor adquiere perfiles profesionales. Una suma de modernización, secularización e inmigración afectarían la esfera de las actividades intelectuales constituyendo determinadas “ideologías de artista”. Una de las maneras de posicionarse como escritor profesional, desempeñada tanto por Darío como por Martí, es el recurso del periodismo, actividad que, Según Sarlo y Altamirano, siempre estuvo acompañada “de un vasto movimiento de reflexión acerca de la propia actividad literaria” (Altamirano y Sarlo, 1997). Otras actividades culturales, tales como las conferencias y las revistas, formaban parte de esta emergente profesionalización del escritor. Aunque esta secularización del arte, propiciada por las condiciones económicas del liberalismo burgués, no pudo desarrollarse sin conflictos tan serios como la adaptación del producto literario a un determinado público, o la sublimidad del oficio frente las vulgaridades de la democratización expuestas desde sensibilidades como la del arielismo, de cualquier modo es indiscutible que la secularización y el profesionalismo que produjo el modernismo literario alteró definitivamente la actividad artística. Lejos quedaron aquellos “gentleman escritores” definidos por David Viñas, distinguidos señores poseedores de cigarros y ratos de ocio cuyas rentas y pertenencias sociales condescendían y permitían su actividad cultural. La figura del artista modernista parece ajustarse más bien al retrato que hace Rama de Rubén Darío en tanto un intelectual riguroso, moderno, austero en su producción: “un tímido, apacible, discreto hombre entredormido” (Rama, 1983).<br />Si este proceso de secularización, si esta profanización de las prosas implica para el modernismo un elemento indefectible, la consolidación de la burguesía latinoamericana implica lo escindido: el poder de la burguesía y su cosmovisión mercantilista y utilitaria será para el modernismo tanto una posibilidad de existencia como un declarado enemigo. La moral del artista, rebelde a toda visión burguesa, necesitará no obstante de la sociedad burguesa para insertarse en el mercado y desarrollar la profesionalización y la autonomía de la actividad artística. Se sobreentiende que un producto estético, orgullosamente antiutilitario, una obra del espíritu y de la belleza, no podía hallar con facilidad un lugar dentro del necesario mercado dirigido por la burguesía –un poeta era “algo nuevo y extraño” para el Rey Burgués-. Es justamente por ello que el escritor modernista estará escindido entre el orgullo de su creación cultural y la servidumbre a la que debía someterla para ocupar un lugar en las nuevas sociedades. El sistema de valores de la consolidada sociedad burguesa iban de la mano con los principios económicos del capitalismo, y el modernismo literario, en busca de su propio desarrollo, no podía ni hacerse a un lado ni unirse incondicionalmente a las reglas del juego. Ante la inevitable desvalorización mercantil de la obra de arte debido a la carencia de un fructífero mercado literario</span><a title="" style="mso-footnote-id: ftn1" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftn1" name="_ftnref1"><span style="font-size:130%;">[1]</span></a><span style="font-size:130%;">, muchos artistas se vieron tentados a la marginalización de sus figuras y de su trabajo que seguía encarnando una oposición ante los valores de ascenso social y adquisición material que monopolizaban las aspiraciones burguesas. Sin embargo, la línea de conducta más habitual ha tenido que ser la ambivalencia. Y es en este contexto cuando tiene un sentido el poeta que, sin sentirse parte de las multitudes, asume la necesidad de acercarse a ellas.</span></div><div align="justify"><span style="font-size:130%;"></span> </div><div align="justify"><br /><a title="" style="mso-footnote-id: ftn1" href="http://www.blogger.com/post-create.g?blogID=8956153068481701088#_ftnref1" name="_ftn1"><span style="font-size:130%;">[1]</span></a><span style="font-size:130%;"> Julio Ramos ha expuesto con claridad las condiciones de la época, un momento en el que “aunque ya es operativo el concepto autonómico de la literatura, ese discurso aún carece de las bases institucionales que posibilitarían la consolidación social de su territorio” (Ramos, 1989). Analizando el caso de Martí demuestra que el revolucionario cubano, conciente de este problema, llega a la conclusión de que es preferible la dependencia ante los mecanismos modernizadores de la ciudad que la dependencia ante el mundo tradicional. </span></div>Alejandrohttp://www.blogger.com/profile/00744375867529191979noreply@blogger.com0