Los caribes son la mitad más felices que nosotros.
Rousseau
Los que a cada rato nos presentan el cartabón de otras naciones cuya raza, cuya religión, cuyas tradiciones difieren de las nuestras, deberían tomar nota de estas observaciones.
Lucio V. Mansilla.
Bárbaro, término de origen indoeuropeo, onomatopeya despectiva para señalar, aludiendo al sonido balbuceante de su lengua, el carácter oscuro e inferior del extranjero, se convierte en el siglo XIX en el concepto, la fórmula, el adjetivo más pronunciado para menospreciar al nativo.
Desde que Sarmiento publica en Chile el Facundo, la dicotomía civilización y barbarie, aunque no era en absoluto novedosa, no sin tensiones logra establecer, particularmente en la cultura letrada argentina, un poderoso criterio ideológico que, tan eficiente como maniqueo, se utiliza para distinguir lo bueno de lo malo, lo ilustrado de lo ignorante, lo superior de lo inferior. Si leyéramos los términos de esta dicotomía, civilización y barbarie, desde el criterio de un estudio de fronteras, a la luz de Sarmiento nos apuraríamos a entender que la disyunción “y” marca una línea que divide lo civilizado (Europa, la ciudad, el escritor) de lo bárbaro (América, la campaña, el nativo) y, efectivamente, estas nociones operan en el texto y en el imaginario social de la época. Incluso en aquellos personajes fronterizos que tienen algo de los dos polos, como el caso del Mayor Navarro, Sarmiento no deja de esclarecer qué conductas pertenecen a uno y otro de los términos: el Mayor Navarro es civilizado porque proviene de una familia distinguida de San Juan pero es bárbaro porque come carne cruda y bebe sangre.
Si bien podríamos considerar que la disyunción “y” admite una sutileza semiótica que permite cierto género de equiparación entre dos términos mutuamente influenciados, una frontera comprendida como zona heterogénea, compleja, en donde confluyen diversos elementos, lo cierto es que a lo largo del texto, a fuerza de recurrencias, se establece la idea de que hay entre ambos términos una jerarquía inevitable: la civilización, la ciudad, la escritura, Europa, el progreso, ha de derrotar a la barbarie, Rosas, el elemento autóctono, el atraso económico y el vacío cultural. Ante este panorama resulta notable que, un cuarto de siglo después, el Coronel Mansilla, en tanto representante del gobierno de Sarmiento, y luego de haber apoyado su candidatura, sea uno de los escritores que con mayor eficacia haya horadado las nociones comunes de esta dicotomía entre lo bárbaro y lo civilizado comprendida según el uso de Sarmiento, y cuestionar constantemente la noción de jerarquía, a favor de la civilización, de la disyunción: “La civilización y la barbarie se dan la mano; la humanidad se salvará porque los extremos se tocan[1]”. No se trata, cabe aclarar, de que la jerarquía entre civilización y barbarie, por mucho que se cuestione, desaparezca; si bien Mansilla no deja de ser un coronel de la civilización, al mismo tiempo no deja de cuestionar la superioridad de esta civilización que él mismo sostiene y representa.
Se podría decir que el Facundo ni siquiera se ocupa de demostrar el carácter bárbaro del indígena argentino porque, estando éste por debajo del gaucho, se da sin mayor complicación por sobreentendido. De modo que, más que notable, resulta ahora asombroso que sea justamente la figura del indio la que ilumine Mansilla para cuestionar la civilización y la jerarquía entre la dicotomía que forma parte del título del Facundo. Mansilla, a lo largo de su célebre Una excursión a los indios ranqueles, cuestiona desde el principio la lectura convencional de la dicotomía:
“No vayas a creer que los indios ignoran este pensamiento.
También ellos reciben y leen La Tribuna.
¿Te ríes, Santiago?”.
Si el lector quisiera, y con razón, advertir que la intención de producir asombro es estructural del texto de Mansilla, tanto por la aventura que se narra como por la forma de hacerlo, le sería lícito considerar que la imagen de los ranqueles que ofrece Mansilla, disonante con la idea del indio que tiene preconcebida un lector culto, es uno de los recursos más eficaces para producir el asombro y la controversia: de la mano del indígena, el bárbaro por antonomasia, Mansilla cuestiona y por momentos destruye las nociones convencionales de civilización y de barbarie que el actual presidente de la república había formulado tiempo atrás. Durante el relato de su experiencia, Mansilla se ocupará de cortarle la risa a todo lector que suponga imposible la idea de un indio lector de La Tribuna, poniéndose a sí mismo como experimentador del asombro que procura hacer sentir: “Si me hubieran dicho que los indios me iban a enseñar a conocer la humanidad, una carcajada homérica habría sido mi contestación”.
No hay, desde luego, una indistinción entre el indígena y el cristiano: se trata de dos grupos diferentes, cada cual con sus vicios y virtudes. Tampoco es posible negar que Mansilla opera ideológicamente con los criterios culturales que otorgan al cristiano la superioridad por sobre el indígena, como ciertas manifestaciones de asco (“en donde hay indios, hay olor a azafétida”), reprobación (“parecían un grupo de reptiles asquerosos”) o su arenga apasionada durante el debate público (“Ustedes no saben nada, porque no saben leer; porque no tienen libros”). Sin embargo, resulta igualmente indiscutible que, cuando se ocupa explícitamente del asunto civilización y barbarie, se lanza provocativamente contra la jerarquía entre ambos términos: los indios son bárbaros, pero no están por debajo de los civilizados que los ultrajan con esta palabra. No se cuestiona la eficacia de los términos en tanto conceptos que explican dos culturas diferentes, pero sí se cuestiona la existencia de una indiscutible jerarquía de una cultura por encima de la otra: “Es indudable que la civilización tiene sus ventajas sobre la barbarie; pero no tantas como aseguran los que se dicen civilizados”. Esta afirmación, que en un principio parece condescendiente con respecto al criterio clásico de civilización, se transforma de inmediato, en el párrafo siguiente, en una punzante ironía al afirmar su verdadera opinión sobre la civilización:
“En que haya muchos médicos y muchos enfermos, muchos abogados y muchos pleitos, muchos soldados y muchas guerras, muchos ricos y muchos pobres. En que se impriman muchos periódicos y circulen muchas mentiras”.
Tierra Adentro, del otro lado de la frontera, en el corazón mismo de la barbarie, Mansilla vive una experiencia, un descubrimiento del otro y sus costumbres que le permite un relato capaz de reformular las nociones de civilización y barbarie del hombre urbano. Hay que dirigirse a Tierra Adentro y ubicarse en el territorio del supuesto bárbaro para adquirir un mirara diferente, capaz de dar varias vueltas de tuerca a lo que se dice desde afuera. Instalado en las tolderías, Mansilla es el viajero que puede conocer al otro frente a frente, y ese haber estado ahí, ese haber visto con sus propios ojos, legitima su relato y lo vuelve capaz de desafiar la risa del interlocutor urbano que ignora los archivos -la lectura- de caciques como Mariano Rosas; del interlocutor urbano que ignora la maravillosa complejidad y riqueza de esa cultura de Tierra Adentro simplificada y reducida a una sencilla visión jerárquica entre la civilización y la barbarie[2]. Para conocer al otro hay que verlo de cerca, oír su voz, y advertir que los hechos desmienten ciertas clasificaciones ideológicas[3]. La historia de Crisóstomo, una de las tantas que Mansilla recoge para persuadir al lector, muestra la de un hombre que, visto desde lejos, parecía no tener otra cualidad que la del salvajismo. Pero una vez que se lo observa de cerca y que se oye su historia (“Este introito en labios de un hombre inculto llamó la atención de los interlocutores”), el autor descubre que por más allá de las apariencias se esconde en este hombre, como en la barbarie, una suma de valores, sentimientos y virtudes que no merecen ninguna crítica por parte de una civilización que “no tiene el derecho de ser tan rígida y severa con los salvajes”.
De modo que sólo del otro lado de la frontera, una vez que se hallan “quemado” los libros del hombre urbano, es posible conformar otro criterio sobre la dicotomía: ubicarse en otro lado, lo diferente, es lo que permite ver otras cosas y pensar algo diferente, sobre todo algo diferente con especto a lo propio. Julio Ramos, analizando el carácter excéntrico de Mansilla, advierte que, frente a los textos de viajes de la época, que tomando como norte a Europa procuraban ir de lo bajo a lo alto, la excursión de Mansilla es una inversión, “un deliberado viaje a la barbarie” (Ramos; 1996, p.74). Esta inversión sarmientina, que ahora alude al tipo de viaje, se extiende al tipo de conclusiones: observar el mundo de la barbarie implica cuestionar el concepto de la misma. En efecto, algunas costumbres de los ranqueles, como el acto humanitario de dormir a una yegua con un golpe de bola para que no sufra el degüello (“los bárbaros pueden darles lecciones de humanidad a los que les desprecian”) provocan en Mansilla el respeto por el otro, hasta el punto de situarse, no ya como el civilizador, aquél que va a iluminar, a enseñar, sino como el sujeto pasivo que está ahí para aprender del otro: “Yo he aprendido más de mi tierra yendo a los indios ranqueles, que en diez años de despestañarme, leyendo opúsculos, folletos, gacetillas, revistas y libros especiales”.
En esta óptica respetuosa, los defectos y falencias que pueda tener el otro se deben, más que a una condición inferior, a las determinaciones de la cultura y el terreno que las explican y hasta justifican. Mansilla, ante el gesto humanitario del “cuarterón”, típico gaucho aindiado, condensación híbrida de la barbarie, lanza con sinceridad una pregunta retórica, sin otro objetivo que el de lograr que el lector urbano se haga la misma pregunta y comprenda las consecuencias de su afirmativa respuesta:
“¿Sería yo mejor que ese hombre, me pregunté, si no supiera quién me había dado el ser; si no me hubieran educado, dirigido, aconsejado; si mi vida hubiera sido oscura, fugitiva; si me hubiera refugiado entre los bárbaros y hubiera adoptado sus costumbres y sus leyes y me hubiera cambiado el nombre, embruteciéndome hasta olvidar el que primitivamente tuviera”?
Podría verse aquí cierta analogía de criterios con el Facundo, sobre todo en aquellos fragmentos en los que Sarmiento, reconociendo ciertos encantos de la barbarie, da a entender, sobre la idea del hombre grande, que caudillos como Rosas o Quiroga, nacidos en Europa, hubieran sido napoleones. Pero Mansilla va más lejos, ya que no se limita a iluminar los encantos de la barbarie sino que denuncia la civilización:
“¡Ah!, esta civilización nuestra puede jactarse de todo, hasta de ser cruel y exterminadora consigo misma. Hay, sin embargo, un título modesto que no puede reivindicar todavía: es haber cumplido con los indígenas los deberes del más fuerte. Ni siquiera clementes hemos sido. Es el peor de los males”.
Hay, en este respeto y hasta fascinación por el gaucho y el indígena, algún eco de las teorías roussoneanas sobre las virtudes de un hombre en estado de naturaleza, más sano y auténtico que el hombre de la ciudad, sujeto corrompido por los vicios y refinamientos de la civilización. De modo que no es asombroso que Mansilla cite más de una vez al autor del Emilio, y que formule algunas preguntas que pareciera haber leído en este filósofo ginebrino: “¿El contacto con la civilización será corruptor de la buena fe primitiva?”. Para desarrollar su estudio de campo en tanto una especie de comprobación empírica, antropológica, de las ideas de Rousseau, Mansilla utiliza el recurso de la comparación: “para sacar de su ignorancia a nuestra orgullosa civilización, hay que obligarla a entablar comparaciones”. Son estas comparaciones las que inducen al lector a cuestionar la existencia de una insalvable jerarquía entre la civilización y la barbarie a medida que advierte que “los de la colonia inglesa en algo se parecen a los ranqueles”, o que los alemanes, “orgullosos de ser paisanos de Schiller y de Goethe, se parecen también a ellos”, comparaciones que permiten, luego de observar cada costumbre indígena, formular la siguiente pregunta: “¿Pasa otra cosa en el mundo civilizado?”. Resulta provocativa esta semejanza entre los malones que toman por asalto las ciudades y la cultura francesa y alemana, cima de la respetabilidad para una intelectualidad criolla que, poco antes de efectuar la Campaña del Desierto, fundaba sus valores en la superioridad y el progreso de la civilización europea. Mansilla, luego de demostrar que “nuestro sistema parlamentario se parece al de los ranqueles”, que hay entre los indígenas numerosos cristianos o mestizos (y entre ellos los más salvajes), empezando por sus caciques mismos que, como Ramón, resulta ser el ideal del hombre de trabajo y progreso, justifica todo lo que no obstante pueda haber de bárbaro en la barbarie debido a la mala política de los gobiernos civilizados:
“¿Y qué han hecho éstos, qué han hecho los gobiernos, qué ha hecho la civilización en bien de una raza desheredada, que roba, mata y destruye, forzada a ello por la dura ley de necesidad?”.
Esta crítica a la dicotomía sarmientina expresada en el Facundo podría ahora extenderse a la crítica de su gestión presidencial, sobre todo teniendo en cuenta la relación conflictiva que hubo entre ambos durante el gobierno de Sarmiento[4]. La crítica ha echado luz sobre esta disidencia política de la Excursión de Mansilla, texto que, publicado en un diario a modo de folletín, encontraba recursos idóneos para hacer todo tipo de alusiones maliciosas a la coyuntura política de la época[5]. Al respecto, Cristina Iglesia concluye que “Sarmiento es el verdadero destinatario de sus acciones y también de la escritura de Ranqueles” (Iglesia; 2002, p.556) y Caillet Bois, en su prólogo al texto, afirma de éste que “critica veladamente el sistema de los gobiernos fuertes de tipo presidencial, que Sarmiento admiraba y practicaba” (Caillet Bois; 1947, p.XXVI). Julio Ramos, posicionado en la misma línea de lectura, sostiene, de la mano de Mansilla, que no hay nada de irresoluble entre la ciudad y Tierra Adentro, que tal irresolución no es más que “la política del Estado presidido por Sarmiento, que bien podría ser reformulada”, en tanto que el texto de Mansilla, criticando la mala lectura que había hecho el liberalismo de la barbarie, ofrece su propia lectura, y emprende su excursión, “para demostrarle al “nosotros” sarmientino que incluso en lo que se había llamado “barbarie” existían, oscuramente, los signos de la civilización (Ramos; 1996, p.84)”. A la luz de este contexto histórico resultan evidentemente hipócritas las palabras que Mansilla, en tanto embajador de Sarmiento, le dice al cacique Mariano Rosas para convencerlo de una inverosímil buena fe de los cristianos:
-“Y dígame, hermano, me preguntó: -¿cómo se llama el Presidente?
-Domingo F. Sarmiento.
-¿Y es amigo suyo?
-Muy amigo”.
Estos diálogos, y los esfuerzos que debe hacer Mansilla para convencer a los ranqueles sobre la bondad de los cristianos que los atacarían pocos años después, dan cuenta de la conciencia y competencia política de las tribus, cualidades que impiden que el cronista deje de parafrasear al cacique ranquelino quien, ante el discurso oficialista, responde con una frase directa: “¿Mire, hermano, por qué no me habla la verdad?”.
La verdad de Mansilla, lejos de ubicarse en sus palabras como embajador del gobierno, se disemina en una serie de retratos, reflexiones y observaciones de un escritor original capaz de producir, en el espacio de su originalidad, un relato fronterizo cuya verdad, decíamos, parece posicionarse con una mirada crítica ante el gobierno y a favor de una mirada respetuosa ante la barbarie, combatida y desprestigiada por una civilización injusta, inclemente, corrompida, siempre dispuesta a despreciar o reírse de los otros sin tomar conciencia de sus propias y no menos reprochables imperfecciones.
[1] Mansilla, Lucio V., Una excursión a los indios Ranqueles, Tomo I y II, colección Biblioteca de la Nación, Buenos Aires, 1909. Todas las citas serán extraídas de esta edición.
[2]“Mansilla propone su Excursión como operación correctiva e impugnadora de las representaciones vigentes acerca de una Pampa básicamente desconocida, reorganizando y desdibujando las dicotomías establecidas en el Facundo entre lo que hasta entonces parecían ser dos formas de vida diametralmente distintas y discontinuas” (Nacach y Floria; 2004, p.238).
[3] Cristina Iglesia afirma que el texto de Mansilla “muestra que, aún en el momento de la escritura de Facundo, la escisión absoluta entre los dos polos era inverificable en los hechos” (Iglesia; 2003, p.556).
[4] Julio Caillet-Bois, en su prólogo a la Excursión, repone el contexto histórico que explica las desavenencias entre el coronel y el presidente, que comienzan con la frustración de Mansilla quien, aspirando a un ministerio, tuvo que conformarse con un cargo de Comandante de frontera (Cailles-Bois; 1947)
[5] Mansilla escribe su Excursión, en donde afirma que “la raza de este ser desheredado que se llama gaucho, digan lo que quieran, es excelente”, siete años después de la famosa carta de Sarmiento a Mitre en donde le indicaría que “no debe ahorrarse sangre de gauchos, es lo único que tienen de humano y es preciso abonar con ella la tierra”.
BIBLIOGRAFÍA:
Caillet-Bois, Julio, “Lucio Victorio Mansilla”, Prólogo a Lucio V. Mansilla, Una excursión a los indios ranqueles, México, Fondo de Cultura Económica, 1947.
Iglesia, Cristina, “Mejor se duerme en la pampa. Deseo y naturaleza en Una excursión a los indios ranqueles”, La violencia del azar, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2003.
Iglesia, Cristina, “Mansilla, la aventura del relato”, en Julio Schvartzman, La lucha de los lenguajes, volumen II de la Historia crítica de la literatura argentina, dirigida por Noé Jitrik, Buenos Aires, Emecé, 2003
Mansilla, Lucio V., Una excursión a los indios Ranqueles, Tomo I y II, colección Biblioteca de la Nación, Buenos Aires, 1909.
Nacach, Gabriela y Pedro Navarro Floria, “El recinto vedado. La frontera pampeana en 1870 según Lucio V. Mansilla” en Fronteras de la historia, Bogotá, 2004.