miércoles, 23 de septiembre de 2009

Contame una historia, poéticas del tango y literatura argentina.

Ponencia en estilo oral, presentada en la Universidad del Comahue, Neuquén, durante el V encuentro nacional de estudiantes de Letras.


Esta ponencia, llamada Contame una historia, es el fruto de un seminario, dictado en la UBA en el primer cuatrimestre de este año sobre tango y literatura. Lo que hicimos fue analizar poéticas del tango, corpus de letras de tango, de la misma manera en la que analizamos obras literarias, tanto desde criterios formales (métricas, estilos), como desde criterios culturales más amplios (sociológicos, políticos, urbanistas). Nuestros autores literarios fueron Gardel, Lepera, Manzi, Pascual Contursi, Cátulo Castillo, Cadícamo, entreverados con Oliverio Girondo, Tuñón, Arlt, Borges, etcétera.
Yo voy a hablar un poco del universo de las letras del tango, vinculándolo con algunas cuestiones literarias, o más bien voy a exponer algunas cuestiones generales sobre las letras del tango como si fueran una obra de tipo literario.
El eje que elijo, es el eje del nacimiento de las letras del tango, de la evolución de estas letras dentro de una coyuntura cultural.
En principio, el origen de las letras del tango nos lleva a un tipo de estudio que nos recuerda un poco al estudio de la épica, porque trabajamos con un material complicado debido a su carácter oral, no escrito, no hecho para ser leído sino oído.
Leo, entonces, el planteo, que se llama, como la letra de un tango, Contame una historia, la letra de un tango que empieza así:

Vos que tenés labia, contame una historia.
Metele con todo, no te hagas rogar.
Frename este absurdo girar en la noria
moliendo una cosa que llaman "verdad"...

Contame una historia distinta de todas,
un lindo balurdo que invite a soñar.
Quitame esta mufa de verme por dentro
y este olor a muerte de mi soledad...

Contame una historia es el título, y la súplica, que entona Adrián Guida, vocalista de Pugliese, un siglo después de la época en la que nace el tango en Buenos Aires.
La letra del tango Contame una historia, de Mario Iaquinandi, podría haber sido la letra de un hipotético primer tango canción e introducir nuestras preguntas: ¿cómo surgieron las letras del tango, música muda del suburbio, que tuvo que tomarse su tiempo antes de incorporar su primer cantor? ¿Qué fenómeno urbano, político y social conformó esta voz que cantó y contó una historia?

Los estudios sobre los orígenes del tango coinciden en el hecho de que los primeros tangos, sencilla música de lenocinio, carecían de letra. Sus notas debieron ser improvisadas por algún músico ambulante “para facilitar el acercamiento entre pupilas y clientes ”. Sus primeros balbuceos, que no llegaban a ser historias, eran, como mucho, chistes pecaminosos, frecuentemente obscenos, explícitamente tributarios de su ambiente prostibulario: Dos veces sin sacarla, Con qué tropieza que no dentra, el Choclo. Gobello no duda en afirmar que las primeras letras, sin canto ni música, tuvieron que ser “exclamaciones de admiración que exhalaban los compadritos cuando algún compinche se lucía con su compañera ”. Idea Vilariño se pregunta si se trataba de tangos o más bien improvisaciones sobre habaneras, como el de la casera, o tangos andaluces como el del pitillo.
A fines del siglo XIX, las primeras manifestaciones de lo que ya era el tango, gestado en el marco de la milonga, fueron fundamentalmente música, baile, pero todavía sin cantor y sin historias. Borges, que malquería el tango canción y sus lunfardas historias melosas, escribe en una de sus mejores páginas que no puede hacerse un tango sin atardeceres y noches de Buenos Aires . Tal vez este precioso material bastaba, a fines del diecinueve, para cualquier composición, ¿pero por qué y sobre la base de qué contexto llegó la letra y los tangos empezaron a contar historias?
Para pensar una posible respuesta para esta pregunta, estimo acertada la clave de considerar que el auge de las letras del tango coincide con el auge de Buenos Aires como una gran ciudad inmigratoria que, a partir del siglo XX, deja de ser una gran aldea para convertirse en una gran metrópolis.
Durante las primeras décadas del siglo XX, Buenos Aires experimenta un proceso de crecimiento espectacular, casi inédito en la historia de las ciudades: “Los alrededor de 2.000.000 de habitantes existentes en 1880, se convirtieron en cerca de 8.000.000 en 1914 ”.
Vale decir que la ciudad, así como su música, se llenó de una multitud de historias en un breve período de tiempo. La complejidad de este proceso exige detallados análisis de coyuntura, pero me atrevo a decir que, así como Buenos Aires se convirtió en la ciudad llena de gente, el tango se llenó de historias, desacomodos, nostalgias, nostalgias que, aunque hablen de Buenos Aires, nos hacen pensar en la de pueblos que se han dejado para llegar a Buenos Aires, a la letra del tango.

Lugar ambiguo entre las orillas y los salones, los payadores y los poetas, la calle y la academia, tal vez la letra del tango fue el lugar en donde menos artificiosamente se expresó la manera de ser y de pensar propia de una ciudad cosmopolita e inmigratoria.

Con menos problemática que la literatura, y aunque todavía capaz de cantar asuntos de atmósfera criolla o campera, a partir de la década del veinte el tango explota en la cultura porteña con una poética, una sensibilidad, una temática y un ambiente eminentemente urbano cuyos personajes, liberados de los tópicos de una literatura gauchesca, eran ya los ciudadanos del bulín, los malevos del conventillo, el baraje gringo, las francecitas, las galleguitas, los que bajan del barco italiano.

La circunstancia demográfica de la ciudad que escuchó cantar a Gardel la historia de Mi noche triste indica que, hacia 1914, los inmigrantes representaban más del 60% de la población total, a diferencia del apenas 12% que ocupaban en 1860. Y es justamente el período que abarca las décadas del diez, del veinte y del treinta, el que ofrece la cumbre del tango como composición poética. La Guardia Vieja termina cuando Gardel, en el año 1917, hace popular la letra de Mi noche triste para dar vida al auge del tango canción. Pelletieri, citado por Logmanovich, afirma que este tango, lejos de aquellas rimas obscenas del lenocinio, se constituye como el tango que representa a la ciudad nueva, a la ciudad gringa, a la ciudad de la multitud extranjera, en tanto que “estar en el tango es estar en el mundo de la gran ciudad” . Mi noche triste, además de ubicarse en el espacio urbano, desplazando el rancho por el bulín, se despide de la fiel y campestre morocha para sufrir por la fugitiva y urbana “percanta”, estableciendo con naturalidad el registro del lunfardo: “amuraste”, “encordelarse”, “catrera”, “campaneando”, “cabrero”. La morocha ya se ha convertido en “la amada enferma de la ciudad” del poeta inspirado por La musa de la mala pata. Un poeta como Nicolás Olivari incorpora la poética tanguera y sus términos lunfardos para resumirlo todo en una poesía urbana y popular con una manera peculiar de retratar la ciudad, el hombre, la mujer:
La pobre ya siente que toca
la inmortalidad de “Yira-Yira ”.

La misma mujer de la ciudad, de la mala vida, aquella que más tarde Discépolo y Homero Expósito retratarían, de igual manera, en el Fangal:

¡Pobre mina que nació en un conventillo
con los pisos de ladrillos, el aljibe y el parral!

Vemos en este léxico la primera y contundente señal de una poética urbana. ¿Acaso el lunfardo, jerga eminentemente inmigratoria, pastiche de ingredientes italianos, españoles, ingleses, franceses, no bastaría para probar el carácter urbano y cosmopolita de las letras del tango?
La literatura argentina experimentó en los años veinte los desafíos inherentes al modo de expresión propio de la nueva vida urbana, pero no estuvo tan a la altura de las circunstancias como las letras de los tangos. Sin resolver el contrapunto entre Silvio Astier y Don Segundo Sombra, autores como Borges, Girondo, Raúl Gonzáles Tuñón, Nicolás Olivari escribieron, en los primeros años de la década del veinte, poemarios ansiosos por entregarse a la Buenos Aires actual o resucitar la Buenos Aires antigua: Fervor de Buenos Aires, Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, El violín del Diablo, La Musa de la mala pata, Versos de la calle. Tal vez Girondo y Borges, más acá o más allá del tango, hayan sido las dos caras de esta moneda porteña; un Girondo vanguardista, entusiasmado con la experiencia urbana vertiginosa, cosmopolita de Buenos Aires, se superpone con un Borges nostálgico y criollista empeñado en recuperar el olor del jazmín, los jacarandás y acacias de la Plaza San Martín, el pastito precario que salpica las piedras de la calle, el almacén rosado, el silencio de la tarde y los caminantes solitarios que bajan la voz ante la memoria de sus mayores, el linaje patricio. Si Borges malquiere el tango canción, es porque el tango canción es la Buenos Aires de aquél italianaje mirón que, reemplazando para siempre el patriciado criollo, canta la canción de una ciudad violenta, escéptica, multitudinaria, la ciudad habitada por, en palabras de Lugones, una “plebe ultramarina ”, los hijos de este reptil de lupanar que hacía escándalo en el zaguán del Teatro Odeón cuando el poeta fascista intentaba definir la raza pura de la argentina criolla leyéndole el poema de José Hernández a una platea que lo aplaudía con guantes blancos.

Sin embargo, era esa mayoría ultramarina la que ya había llegado para no irse, la que había traído tantas historias que cantar en las letras de los tangos, historias de una ciudad llena de cafetines, esquinas, conventillos, puentes y faroles que juntaban a los protagonistas de una ciudad llena de traiciones, desilusiones, violencias e infamias que no hubieran podido existir en las pulperías de la campaña ni en las historias militares del linaje borgeano. Las historias que cuenta el tango configuran una poética que tienen un nuevo héroe que no es ya el hombre de la esquina rosada ni Juan Moreira: es el ciudadano escéptico, traicionado, perdido en una multitud irrespetuosa; es el rencoroso con berretín de filósofo que se sienta en la mesa del cafetín de la gran ciudad para blasfemar el hastío de tanta muchedumbre insolente.

Si bien Pascual Contursi y Celedonio Flores, entre otros nombres célebres, podrían estudiarse como los primeros contadores de historias, los primeros poetas que dieron al tango la trama social urbana y su argumento, tal vez el célebre Discépolo que pisó fuerte en los años 30, letrista estrella de una época en donde la retórica tanguera se hallaba definitivamente constituida, sea el poeta de un universo urbano cuyo héroe, o antihéroe, canta en las letras de los tangos las historias del nuevo y definitivo hombre porteño.
Ningún tango más apropiado que Cambalache para resumir el espíritu resignado ante la vida de la gran ciudad inmigratoria que empieza a establecerse; un espíritu que se queja de esta vida puerca al tiempo que, inevitablemente, forma parte de ella sabiendo que ya no es posible ninguna vía de escape. Ya no hay quién lo niegue, ya son más de diez millones los argentinos que, en el mismo lodo y todos manoseados, se revuelcan en los episodios de una población cosmopolita que, por las características inherentes a su espacio urbano, encuentran el modo de pisotear los valores, afanar, estafar y mentir para luego indiferenciarse, mezclados con todo, en una multitud problemática y febril. Ya no hay quién niegue que Buenos Aires se convirtió en un cambalache en donde todo está mezclado: lo criollo con lo extranjero, Carnera con San Martín, lJesús y el ladrón.


Arlt pregunta en Los siete locos, por boca de uno de ellos, ¿de dónde salieron tantos monstruos? ¿Y de dónde salieron tantas historias? Ahora hay muchas historias para contar, hay mucho que decir, hay mucha gente, muchas ilusiones que se han perdido, muchas letras, mucho tango.
Como Buenos Aires, el tango está maduro: ha sufrido y se ha vuelto escéptico; ha vendido el alma y rifado el corazón; ha visto que el mundo no tiene solución; ha visto a su morocha, ya descangayada, salir del cabaret; ha visto su honor desnudado en una feria; se ha arrastrado entre espinas; ha yirado mucho en la vía sin una ayuda, una mano ni un favor. Como Buenos Aires, el tango está maduro: cansado de ver la vida, se ha desencantado y canta ya la historia de su vida y el enojo de sus quejas porque acaba de morir su sueño de juventud.

El sujeto de Discépolo es un sujeto quebrado, fragmentado por la infamia; ha perdido la integridad, la identidad; no es ni estrictamente revolucionario, ni tampoco conservador: es un sujeto aniquilado por la multitud infame, por la violencia de una ciudad en la que despierta como de una pesadilla para decir “no sé más quién soy”.
Hay un semblante grave que alcanza reflexiones y vivencia situaciones que van más allá de los arquetípicos dramas amorosos, criollismos tardíos e incluso alegrías nocturnas de la primera época gardeliana. Mientras Ezequiel Martínez Estrada concibe la Radiografía de la pampa, los tangos de Discépolo ya están cantando las penas de un hombre urbano atormentado por la miseria social, moral y espiritual de un enorme conventillo que, sin parar de crecer, en un despliegue de maldad insolente, adquiere el tamaño del mundo y le pregunta qué es lo que pasa a su creador, ¿qué sapa, señor? ¿Por qué todo está al revés? ¿Por qué unos pocos tiran manteca al techo en París mientras que los muchos deambulan vencidos y hambrientos por unas calles llenas de furia?

La crítica historiográfica no ha podido dejar de ver a Discépolo como el poeta del pueblo, el cantor de la desesperanza popular, el registro de una época infame en donde la crudeza de la injusticia, la arlteana vida puerca, ya no puede esconderse ni evadirse en los preciosismos estéticos de Florida. Para Norberto Galasso, Discépolo compone en sus letras “una filosofía en mangas de camisa y una poesía cálida y humana que sintetizan la experiencia de la gran ciudad ”. Al mismo tiempo que la poética discepoliana se impregnaba de la vida precaria del hombre de la calle, la poesía argentina, particularmente desde las huestes de Boedo, le daba a la temática social toda la importancia que merecía. Los Versos de la calle que publica Álvaro Yunque en 1924, poco antes de la composición de Quevachaché, primera obra de Discépolo, exploran espacios urbanos y formas de expresión que se desentienden de los complicados vanguardismos, sean éstos criollistas o futuristas, y se hacen eco de un arte social moralizante. Versos de la calle es un ojo que mira la miseria de la ciudad, la faz de leproso de la fachada de los conventillos, los trenes cargados de inmigrantes, los casuchones de lata, la crueldad de las fábricas, las ventanas de los hospitales y los arrabales hediondos de inmundicia.

Los habitantes de estos versos callejeros no son ni los viejos criollos de las orillas de Borges, ni los bólidos de brazos y piernas de los croquis de Girondo. En la poesía de Yunque las calles de Buenos Aires están llenas de lustrabotas, vendedores ambulantes, tísicas, tuberculosos, putas. Es un nuevo escenario social que, concomitante con la periferia que se va formando en torno de la gran ciudad fenicia, empieza a buscar sus nuevas formas de expresión artística: el tango, el teatro popular, la política. Algunos de los escenarios urbanos de los Versos de la calle prefiguran ya los mismos ambientes de la poética tanguera. Pero, si bien son abundantes los ejemplos, es pertinente enfocar la poética urbana del tango en uno de sus creadores más célebres: Discépolo.
Discépolo, junto a su hermano Armando, se inscribe en esta línea poética y empieza a contar historias a un público todavía impactado por la gravedad de sus asuntos. Con las palabras del hombre de la calle, el poeta del tango pinta el mundo de los bajos fondos donde yiran los frustrados, los excluidos de una maquinaria social que, entrando en crisis, condena a sus víctimas populares a la mendicidad y la delincuencia:

“Al hombre lo ha mareao
el humo, al incendiar,
y ahora entreverao
no sabe dónde va” .

En el parisino gobierno de Alvear “el que no afana es un gil”: subyace a la crisis de valores discepoliana, además de esta peculiar poética, un fenómeno político y social. Cuando “la razón la tiene el de más guita” y el idealista es un iluso “gallito embanderado”, se plantea la imposibilidad de los valores morales en una sociedad donde la sobrevivencia exige una lucha atroz y cruel. El fracaso del yrigoyenismo, la crisis internacional y el comienzo de la Década Infame le dictan a Discépolo, garabateadas en los papeles de su bohardilla humilde, la letra de Yira Yira, las historias de los amargados, los desencantados, los vencidos, y la historia de un matrimonio tuberculoso en una casa pobre es la imagen de una ciudad que cuenta las miserias de su hacinamiento y de su injusticia social y política. Dice Discépolo:

“hay un hambre que es tan grande como la del pan y es la de la injusticia, la de la incomprensión. Y la producen las grandes ciudades donde uno lucha, solo, entre millones de hombres indiferentes al dolor que uno grita y ellos no oyen. Londres y Nueva York grises, Buenos Aires gris, todas deben ser iguales ”.

¡Todo es igual! ¡Nada es mejor! ¡No sé más quién soy! ¡Qué desencanto más hondo!¡Qué ganas tengo de llorar nuestra niñez!
¿Cuál es la niñez que llora el hombre de los tangos de Discépolo? Discépolo llora la niñez en tanto lo que se ha perdido: se ha perdido aquella vieja alegría de los chistes ligeros, la candidez de los primeros tiempos, la vieja pared con la madreselva, los orígenes, la música simple, sin letras, sin más historia que lo que pudiera improvisar la sencillez de un momento anterior a la irrupción de la gran ciudad, de la madurez, de todas las historias que llegaron para contarse, cantarse. Y la letra del Discépolo es el canto del desencanto, la historia que se cuenta cuando ya se murió la madre, se perdió origen, y al hombre sólo le queda la amargura de una queja:

“¡Qué desencanto más hondo,
qué desencanto brutal!
¡Qué ganas de echarse en el suelo
y ponerse a llorar!”

El tango, como su ciudad, nació sin voz, apenas susurrando breves quejidos inmaduros para luego, en la flor de la edad, contar todas las historias de sus esperanzas y fracasos. Tal vez algunas de las creaciones del bandoneón de Piazzola, otra vez sin letra, hayan sido un Adiós Nonino que quiso volver, con la sabiduría de la vejez, a “la bruma primigenia” o “la niebla de los primeros días ”, porque poco se diferencia el no tener aún mucho que decir con el tenerlo dicho todo.



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