domingo, 19 de octubre de 2008

Diferencias y similitudes a propósito de la experiencia urbana en relación con el advenimiento de la ciudad moderna; relación con la literatura.



La experiencia urbana de las grandes ciudades es, como la literatura, un fenómeno histórico que cuenta con sus fechas de nacimiento, de esplendor y de crisis, así como posiblemente las tendrá para su declive y decadencia. El término español “literatura” aparece por primera vez en el año 1490 en “Universal vocabulario latino y romance” de Alonso Fernández de Palencia. La literatura, que todavía no se presentaba tal como nosotros la concebimos, se define aquí como un cultismo de la latina “literattura”, que a su vez es una traducción del griego “gramática”. El nacimiento de lo propiamente literario, a saber, una obra artística que presupone nociones tales como la de ficción, la de libro de imprenta y la de autor, todas ellas ausentes en las sociedades orales de la antigua épica o epopeya, se considera para distintas corrientes de la crítica literaria como un fenómeno del siglo XVIII: según Jauss, la literatura surge a partir de “la emancipación de las bellas artes” en el ámbito de la cultura burguesa, y otros autores como Foucault consideran que la literatura tiene lugar a partir de Sade, autor considerado “el umbral histórico de la literatura”[1]. Del mismo modo, el fenómeno de la experiencia urbana en las grandes ciudades, con todas las peculiaridades que conlleva en el ámbito de la cultura, data de un proceso que se va forjando durante la revolución industrial del siglo XVIII y que halla su primera consolidación en el siglo XIX de la mano de la emergente sociedad burguesa. Desde este criterio se puede establecer entre la ciudad y la literatura una relación dialéctica que las descubre hermanadas en su modernidad: una nueva forma de vivir, la de las grandes ciudades, a menudo condice con una nueva forma de sentir y por ende de escribir. Así, el fenómeno moderno de la vida en la gran ciudad dialoga constantemente con el tipo de representación literaria, aunque este diálogo sea sumamente conflictivo. De cualquier modo, la forma de vida propia de las grandes ciudades se entiende, al igual que la literatura, como un resultado de la sociedad burguesa industrial y mercantilista que se consolida en el siglo XIX. Ambos fenómenos, hijos de la modernidad, serán pensados cuando comiencen a presentar un problema: ¿cómo organizar, contener y adaptarse a los problemas que presenta la vida en las grandes ciudades, y de qué modo representarlos culturalmente?
El sociólogo y urbanista estadounidense Lewis Mumford ha investigado, en “La ciudad en la historia”, el nuevo tipo de experiencia urbana que ha producido el advenimiento de las grandes ciudades modernas en el marco de la consolidación burguesa del siglo XIX[2]. De una novela de Charles Dickens toma la imagen que considera apropiada para definir el nuevo tipo de ciudad mercantilista y neotécnica: coketown. Según Mumford, la emergente ciudad burguesa del siglo XIX tuvo como filosofía una concepción utilitarista que, en pos del mercado y de la industria, se desentendía de todo aquello que fuera imprescindible para la dignidad de la vida humana. La ciudad moderna, una patria de banqueros, industriales y científicos de la técnica, conllevaba una experiencia urbana sumamente degradada que apenas dejaba espacio para una vida digna de ser vivida. El nuevo sujeto de estas sociedades es un individuo atomizado, egoísta por principio; el agente de una tendencia social que sólo daba lugar a las actividades económicas juzgando como un derroche cualquier tiempo invertido en otras funciones. Esta concepción utilitarista asumió las formas de un desprecio global ante las alegrías de la vida dando lugar a un medio urbano que, según Mumford, sería el más degradado de la historia; la mina, expandida por los rieles del ferrocarril, el ruido y el humo de las fábricas, eran las nuevos protagonistas de una experiencia urbana antihumana que, en los contornos de la industria, hacinaba enormes masas de población en condiciones de miseria, suciedad e insalubridad fatales. Las montañas de escoria y de basura, los ríos convertidos en cloacas, los enormes tanques de gas que contaminaban la cotidianeidad de los ciudadanos, eran las formas del nuevo paisaje urbano así como los símbolos de una filosofía que sublimaba el interés práctico del capitalismo en desmedro de las necesidades vitales. No había en estas ciudades ningún criterio decente de urbanismo: las ventajas del progreso técnico, en lugar de utilizarse para mejorar la vida en sociedad, fueron funcionales al interés de los emprendimientos capitalistas marginando todo tipo de autoridad municipal. Mientras tanto, la ciudad como unidad social y política quedaba fuera del circuito utilitarista al punto tal que ni siquiera se contaba con los órganos característicos de la ciudad de la edad de piedra. Según Mumford, lo único bueno que ha generado este nuevo tipo de ciudad ha sido la reacción que produjo contra sus propias calamidades; recién a fines del siglo XIX tendrán cabida criterios urbanistas que aprovecharán los recursos de la técnica para la reconstrucción de un medio urbano capaz de reconocer la importancia del aire fresco, el agua pura, el espacio verde y la luz solar. Mientras tanto, la ciudad industrial, un amontonamiento maldito de hombres que no dejaba lugar para la personalidad humana, generaba una experiencia urbana que despreciaba al arte y a la religión en tanto meras decoraciones. La Villa Carbón, con su concepción utilitarista de la vida, había sido incapaz de producir arte, e incluso de importarlo de los centros más antiguos: tan sólo algunos poetas como Hugo, Ruskin o Morris podían vislumbrar la sordidez de una experiencia urbana degradada que los filisteos del utilitarismo, enceguecidos por el oro de las minas y aturdidos por los ruidos de las máquinas, no hacían más que negarla.
Esta perspectiva podría delimitarnos un criterio interesante a la hora de pensar la literatura en relación a la experiencia urbana de las grandes ciudades modernas: si, por un lado, la literatura moderna parece surgir de las condiciones de vida propias de las emergentes sociedades burguesas, por otro lado necesitaba rebelarse ante las mismas condiciones que habían dado lugar a su nacimiento. Julio Ramos observa que la ciudad moderna, “con el mismo movimiento que genera una crisis, es la condición de posibilidad de la autonomía del intelectual de las instituciones tradicionales”[3]. En efecto, si pasamos de Europa a Latinoamérica, encontramos en el modernismo literario -fenómeno literario concomitante con la llegada del modo de vida urbana, globalizada e industrialista en América-, un escenario apropiado para reflexionar sobre la relación de la literatura con las condiciones de vida propias de la experiencia urbana de las grandes ciudades capitalistas. Si, tal como afirma Berman Marshal, la modernidad es un fenómeno que se caracteriza por “una vida de paradojas y contradicciones”[4] que nos sumerge en una fascinación y un malestar simultáneo, esta tensión entre la celebración y el rechazo se manifiesta de manera explícitamente dramática en la literatura. Las condiciones económicas del liberalismo burgués habían propiciado, desde mediados del siglo XIX, una secularización del campo cultural que tuvo como consecuencia una conflictiva autonomización del campo literario. En este sentido, el poder de la burguesía y su cosmovisión mercantilista y utilitaria será para la literatura tanto una posibilidad de existencia como un declarado enemigo. La moral del artista, rebelde a toda visión burguesa, necesitará no obstante de la sociedad burguesa para insertarse en el mercado y desarrollar la profesionalización y la autonomía de la actividad artística. Se sobreentiende que un producto estético, antiutilitario por tradición, no podía hallar con facilidad un lugar dentro del mercado dirigido por la burguesía –un poeta era “algo nuevo y extraño” para el Rey Burgués de Darío-. Es justamente por ello que el escritor modernista estará escindido entre el orgullo de su creación cultural y la servidumbre a la que debía someterla para ocupar un lugar en las nuevas sociedades. El utilitarista sistema de valores de la consolidada sociedad burguesa iba de la mano con los principios económicos del capitalismo, y el modernismo literario, en busca de su propio desarrollo, no podía ni hacerse a un lado ni unirse a las reglas del juego de manera incondicional.
Julio Ramos entiende el espacio de la ciudad moderna como un complejo campo de significación caracterizado por la fragmentación de todos los códigos; se trata de una realidad desarticulada que pone en crisis los sistemas tradicionales de representación. La experiencia urbana conlleva entonces un problema de representación que es, más que nada, el problema de lo irrepresentable, ¿cómo representar un espacio que se manifiesta desarticulado, turbulento, iconoclasta de todos los recursos establecidos por la cultura literaria? La literatura, además de resolver qué lugar ocupa, en tanto un campo autónomo, en la realidad económica mercantilista de la ciudad moderna, también tiene que resolver cómo representar ese espacio que la enfrenta a desafíos inéditos. Analizando la producción del modernismo, Ramos observa que la crónica, en tanto un género híbrido, novedoso, relativamente definido y estilísticamente solidario con el periodismo y la literatura, se constituye como un género capaz de hacerle frente a la experiencia de la modernidad. La crónica, producto de la modernidad y a la vez crítica de la misma, constituye un género literario de una compleja flexibilidad formal que tiende a poner en orden los elementos de una experiencia urbana que sobrepasaba los recursos representativos de los saberes establecidos. Si el periódico moderno es una producción textual concomitante con la experiencia urbana en tanto cristalizador de la temporalidad y la especialidad modernas, el cronista procura reescribir la fragmentariedad del periódico pero en un plano formal más intenso. Si bien consigue formar parte, con recursos del género periodístico, del ámbito mercantilista de la ciudad moderna, al mismo tiempo propone revalorar la esfera propiamente literaria de lo bello incorporándola al mercado como un objeto estético celoso del utilitarismo. La crónica, a la vez que se reincorpora al mercado editorial, produce un mecanismo decorativo de la fealdad moderna: el escritor modernista es un maquillador que cubre el peligroso rostro de la ciudad y se sirve de la crónica para componer un archivo de los peligros de la nueva experiencia urbana. La literatura participa de la modernidad intentando narrar aquello que presenta como inenarrable con la intención de reconstruir, en un plano formal, la organicidad destruida por la experiencia urbana. Así, la actividad urbana y mercantil se convierte en un objeto estético y la ciudad es representada por un escritor caminante que, inmerso en ella, observa la fragmentaridad de su espacio con el propósito de articularla en un discurso literario.
A la luz de estos conceptos, es estimulante interrogarnos sobre la efectiva situación del escritor, ¿logra representar la ciudad, dominarla, poseerla dentro de un discurso estético separándose de ella, o más bien cede al caos urbano componiendo un género híbrido, entre la literatura y el periodismo, que más que representar la ciudad queda inmerso en ella y subordinado a una experiencia urbana que sobrepasa sus recursos representativos convirtiendo el texto en una mercancía más del mercado periodístico? Según Michel de Certaud, la ciudad, debido al caos constitutivo de su espacio, sólo es observable en tanto que el escritor logre salirse de ella: al contrario del flaneur, un caminante entre los caminantes, el escritor sólo puede observar la ciudad desde una torre, sin formar parte de la multitud moderna. En el capítulo VII de “La invención de lo cotidiano”, Certeau define el espacio urbano como una masa múltiple, formada por fragmentos de trayectorias y alteraciones de espacios, cuyo constante fluido de elementos imposibilita, formando parte del medio, un dominio sobre el mismo. Los caminantes de la ciudad abandonan su subjetividad a un espacio urbano que constituyen con la condición de no poder comprenderlo. Solamente un mirón aislado, desde las alturas de una cima, es capaz de observar la ciudad convirtiéndola en un cuadro: “la ciudad-panorama es un simulacro teórico (…) que tiene como condición de posibilidad un olvido y un desconocimiento de las prácticas[5]”. La ciudad moderna, hostil a quienes quieran representarla en los límites de un texto, resulta ella misma un texto que incluye a los ciudadanos que quisieran incluirla en un texto a ella. Certeau, llevando esta idea hasta el extremo, relaciona la enunciación -el escribir-, con el desplazamiento urbano -el andar-, siendo éste último otro tipo de enunciado. El acto de caminar es al sistema urbano lo que la enunciación es a la lengua. Así como el escritor se apropia de la lengua, el peatón se apropia del sistema tipográfico y, así como el acto de habla es una realización sonora de la lengua, el trayecto del peatón es una realización espacial del lugar. En suma, el andar es un espacio de enunciación análogo al escribir.
Resulta estimulante, para reflexionar sobre el campo literario con respecto a la experiencia urbana, el concepto de la ciudad en tanto texto. Si, tal como dijimos al principio, la ciudad y la literatura son dos fenómenos propios de una modernidad capitalista, es tan pertinente pensar, a la manera de Ramos, en una literatura que comprende una ciudad o, a la manera de Certeau, en una ciudad que comprende a una literatura. Ambos conceptos entran en dialéctica en el marco de una problemática que los pone en tensión hasta el punto de confundirlos como dos manifestaciones de un mismo proceso histórico.









[1] Foucault, Michel, “Lenguaje y literatura”, Barcelona, Paidós.
[2] Mumford L. (1961) Capítulos XV y XVI de La ciudad en la historia, 2 Volúmenes, Buenos Aires, Ediciones Infinito, 1979.

[3]Ramos, Julio. “Decorar la ciudad: crónica y experiencia urbana” en Desencuentros de la modernidad en América Latina, México, Fondo de Cultura Económica, 1989.
[4] Berman, Marshal, Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad (1982), Buenos Aires, Siglo XXI, 1989.
[5] Michel de Certeau, Luce Guiard y Pierre Mayol (1990). Capítulos VII y el IX (Tercera parte: Prácticas del espacio), en La invención de lo cotidiano, Volumen I, México, Universidad Iberoamericana, 2000.

Reflexión sobre los vínculos de ciudad y novela con respecto a la concepción bajtiniana del lenguaje.


Así como la diversa temática de la obra de Bajtín podría entenderse como la puesta en práctica de una teoría del lenguaje, esta teoría del lenguaje podría entenderse, a su vez, como un contrapunto ante la lingüística saussuriana y ante la incorporación de ésta en la propuesta del formalismo ruso.
Si para Saussure la lengua es un sistema de valores puros aislado de la realidad, abstraído del terreno inclasificable del habla, y si para los formalistas rusos la teoría literaria, tan científica y específica como la lingüística saussuriana, tenía el deber de aislar la producción literaria de las demás series discursivas para descubrir su especificidad autónoma y estructural, para Bajtín, al contrario, la lengua será un fenómeno histórico, social y político identificado en el terreno del habla, y la literatura, en tanto lenguaje, es otro más de los discursos sumamente ideológicos impregnado de las valoraciones de su entorno social.
Para una concepción social del lenguaje, tal como la que elabora Bajtín, Saussure no es otra cosa que un estudioso de lenguas muertas. Desviando los pasos del camino trazado por el maestro ginebrino, Bajtín elaborará una lingüística del habla considerando al signo lingüístico no ya como el resultado de las valoraciones abstractas de un sistema de oposiciones sino como una materialidad efectiva, una materialidad generada por la historia, determinada y valorizada por las relaciones establecidas entre los seres humanos en la lucha por la vida.
El signo, elemento real de una lengua empírica, será el material mismo de la conciencia y dará cuenta de la lecha de clases y de la ideología: tanto la ideología como la conciencia son, ante todo, fenómenos lingüísticos. El signo, “arena de la lucha de clases[1]”, es un producto social que condensa la ideología y la conciencia humana: está producido por la historia así como, a su vez, es capaz de producirla a ella. Lejos de las abstracciones saussurianas, la lengua es en Bajtín un fenómeno histórico y político: “las diversas esferas de la actividad humana están todas relacionadas con el uso de la lengua[2]”. El lenguaje, entonces, lejos de ser un sistema de valores puros, un don divino o un regalo de la naturaleza, se convierte en un producto colectivo de la actividad humana, un espejo de la organización económica y sociopolítica de una sociedad determinada. La lengua, como fenómeno social y real, se desarrolla en el proceso de relación entre los hablantes en el marco de una sociedad, y cada esfera social construye usos específicos del lenguaje denominados géneros discursivos. Esto géneros discursivos, constituidos por distintos tipos de enunciados, dan cuenta de los modelos orientativos de las relaciones entre los seres humanos, y de la relación entre éstos y el mundo. Este criterio social e ideológico del lenguaje es una herramienta extraordinaria para pensar la literatura como un género discursivo de alta complejidad capaz de dar cuenta de la conciencia y, a la vez, de producirla. La literatura, sin dejar de ser un hecho específico, sigue siendo un hecho eminentemente social articulado con la realidad política y con la infinita cadena de enunciados que, impregnados de valoraciones sociales, constituyen la cultura. ¿Qué importancia pueden tener estos conceptos a la hora de indagar los distintos vínculos entre ciudad y novela?
Bastaría con repasar las características que Bajtín considera constitutivas de la novela para observar que la novela, producto social, complejo género discursivo capaz de incorporar interminables géneros primarios más sencillos en un espacio delimitado, contiene en sí los mismos rasgos constitutivos del espacio urbano propio de las grandes ciudades modernas.
En su estudio sobre la novela en contraposición a la épica, Bajtín afirma que “el nacimiento y el proceso de formación del género novelesco tienen lugar a plena luz del día histórico[3]”. La novela, como la ciudad, es un fenómeno histórico en proceso de formación más joven que la escritura, y solamente ella está adaptada a las nuevas formas de recepción. La novela, al contrario de los géneros elevados, que se asemejan al estudio de las lenguas muertas, es, como la ciudad, un fenómeno producido y alimentado por la época moderna, y su estudio se asemeja al estudio de las lenguas vivas que, para Bajtín, es lo mismo que decir las lenguas a secas. No hace falta que Bajtín, en esta clasificación de la novela, aluda de manera explícita a una analogía entre el fenómeno urbano de las ciudades modernas y la producción novelística. En cada uno de los rasgos distintivos de la novela podemos hacer nosotros mismos una contundente analogía: la novela, un género problemático, con “multitud” de planos, es una zona de contacto máximo con el presente que, luego de un pasado histórico que daba cuenta de un espacio cerrado –o amurallado-, manifiesta las nuevas condiciones de las relaciones internacionales e interlingüísticas. La novela, madre de la literatura moderna, género en búsqueda y reelaboración permanente, exclusivamente preocupado por la realidad contemporánea en el marco de un presente efímero e inestable es, como las grandes ciudades, un fenómeno social caracterizado por una sensibilidad propia del espacio urbano consolidado a partir del siglo XIX. Reflexionar sobre la especificidad de la novela es lo mismo que reflexionar sobre la especificidad de las sociedades contemporáneas, y subyace a esta reflexión una teoría del lenguaje que pone el acento en la naturaleza social de todos los fenómenos culturales: la novela da cuenta de una nueva sensibilidad y de una nueva teoría lingüística, la de una lengua viva, social e ideológica, que supera y reemplaza la sensibilidad de épocas pasadas, propia de la épica, género que condice con una teoría lingüística, igualmente superada, que sólo sirve para el estudio de las lenguas muertas. Así como la novela se desarrolla en el espacio de la ciudad, podríamos aventurar que la ciudad, espacio social por excelencia, es el espacio lógicamente representado por la novela. Franco Moreti, luego de recordar un concepto de teoría literaria fundamental en la obra de Bajtín, a saber, “que el género y sus variantes se determinan precisamente por el cronotopo[4]”, afirma que el espacio propio del Estado Nación, en el contexto de la experiencia urbana de las modernas ciudades capitalistas, encuentra su modo de representación a través de la novela[5]. Al contrario de una aldea o una corte, fácilmente abarcables con una mirada, susceptibles de ser representadas en la imagen de un cuadro, el aspecto de un Estado-Nación, realidad compleja, de magnitudes difusamente limitadas y compuesto por una realidad social inconmensurable, solamente puede representarse mediante la forma simbólica de la novela. La novela, así como podría ser la ciudad entendida desde un criterio semiótico[6], es un texto que da cuenta de un complejo género discursivo condensador de la conflictividad social. En efecto, podrían hacerse analogías entre los estudios sobre el espacio correspondiente a la producción verbal de la Edad Media en contraposición a la literatura moderna, desarrollados por Paul Zumthor, y las diferencias que Bajtín examina entre la épica y la novela. Según Zumthor, la literatura constituye una “proyección imaginaria del espacio social”[7] que puede remitir tanto a la representación literaria del espacio físico, al espacio textual propio de la escritura, o a un espacio poético propio del género literario. El texto medieval, anterior a su paso por la escritura, presenta complejidades que abren todo tipo de problemáticas a la hora de aplicar sobre ellos una crítica literaria contemporánea. No obstante, en cuanto a la representación del espacio físico, Zumthor observa que la Divina Comedia reproduce una percepción del universo propia del siglo XIII: la tierra se mantiene inmóvil en el centro de dos hemisferios, y su trama de desarrolla en un espacio humano estrictamente jerárquico en donde la autoridad proviene de la voz de los hombres del pasado, y sólo a través de ellos es posible alguna proyección sobre el presente. Es en contraposición a estos textos donde podemos pensar la novela como el género de la modernidad que da cuenta de un presente efímero en donde el héroe, perdido en un espacio lleno de oscuridades, sometido a un flujo permanente de la realidad, camina por un espacio conflictivo y secularizado como el que sólo es capaz de ofrecer la experiencia urbana en el espacio de las grandes ciudades. Al respecto, los estudios literarios de Raymond Williams, caracterizados por sus criterios fundamentalmente sociológicos, aportan perspectivas de interés para reflexionar, sobre la base de los conceptos de Bajtín, algunos fenómenos que atañen a la relación entre la ciudad y la novela. Williams, desde una perspectiva materialista, se pregunta qué fue lo que dio lugar a que en sólo veinte meses, entre 1847 y 1848, se hayan publicado en Londres una serie de novelas que serían fundamentales para la literatura inglesa, y que a la vez marcarían el predominio del género durante las siguientes décadas. La respuesta es que la novela, hija de la ciudad, se conformó como un género capaz de dar cuenta de una sensibilidad social, por entonces inédita, que comprendía la forma de vida en las grandes ciudades. En efecto, Londres era, para aquellas épocas, “el primer mundo predominantemente urbano en la historia de las sociedades humanas[8]”. La Revolución Industrial, la lucha por la democracia, el surgimiento de la gran metrópolis, provocaron una crisis en la experiencia en los habitantes de la comunidad urbana. El significado de vivir en comunidad se vuelve incierto; lleno de complicaciones y situaciones inéditas[9], los ciudadanos se hallan fuertemente conmocionados ante los desafíos de la experiencia urbana. Williams encuentra un criterio útil en la comparación entre la ciudad y el campo: al contrario del campo, que se caracteriza por una transparencia en el modo de experimentar las relaciones propias de la comunidad, en la ciudad la experiencia de la comunidad se vuelve opaca; hay un quiebre de la comunidad cognoscible que da lugar a la demanda de nuevos recursos para explorar la vida social[10]. La experiencia de la ciudad ya no puede comunicarse de manera sencilla; debe ser revelada y penetrada en la conciencia. Es la novela, género urbano por excelencia, el único recurso capaz de ofrecer nuevas herramientas para explorar la realidad social de las grandes ciudades. La novela, como la ciudad, se constituye como un espacio capaz de exponer, en un mismo espacio, el cruce de varias vidas, diversos conflictos y destinos, que se vuelcan hacia el momento contemporáneo capturando las nuevas formas de sensibilidad del espacio urbano. Así, Williams analiza en la obra de Dickens un ejemplo contundente de este fenómeno novelístico[11]. Hasta aquí es evidente que Williams, al igual que Bajtín, considera que la novela es un género discursivo, o un fenómeno cultural, que se caracteriza por ser constitutivamente urbano; un producto histórico impregnado de las valoraciones sociales de una sociedad dada, y sobre todo el receptáculo de la experiencia inédita de la modernidad. Sin embargo, los lazos pueden estrecharse todavía más si observamos que, al igual que Bajtín, Raymond Williams construye sus conceptos luego de haber delimitado sus criterios lingüísticos. En Marxismo y Literatura, luego de explorar la conflictiva noción de estructura y superestructura que, en un marxismo vulgar y mecanicista, reducía el lenguaje a un reflejo secundario de la verdadera estructura social, Williams reformula algunos criterios marxistas para resolver, sin entrar en contradicción con ellos, la manera de considerar el lenguaje como un elemento material, condensador de la ideología, capaz de incidir en la conciencia y, por lo tanto, de transformar la realidad. El lenguaje, desde una perspectiva materialista de la cultura, se instituye como un elemento real de la sociedad que mantiene una relación estrecha y decisiva con la misma y, tal como ocurre con Bajtín, la semiología de los productos culturales como la literatura, conectados con el surgimiento de las grandes ciudades, ofrecen herramientas poderosas para reflexionar sobre las relaciones entre el lenguaje, la sociedad, y las expresiones artísticas dentro de los límites de un contexto histórico determinado.
[1] Voloshinov, Valentín, El signo ideológico y la filosofía del lenguaje, Bs. As., Nueva Visión, 1976.
[2] Bajtín, M.: “El problema de los géneros discursivos”, en Estética de la creación verbal, México, Siglo XXI, 1982.
[3] Bajtín, Mijaíl, Teoría y estética de la novela, Taurus Humanidades, Madrid, 1989.
[4]Bajtín, Mijaíl (1937-1938) “Formas del tiempo y del cronotopo en la novela”, en Problemas Literarios y estéticos, La Habana, Cuba, Editorial Arte y Literatura, 1986.
[5] Moretti, F.: Atlas de la novela europea 1800-1900 (1997), Madrid, Trama, 2001.
[6] En la conferencia Semiología y Urbanismo, Barthes establece criterios básicos para considerar la posibilidad de una semiótica urbana: la ciudad leída como un texto.
[7] Zumthor, P: La medida del mundo. Representación del espacio en la Edad Media (1993), Madrid, Cátedra, 1994.
[8] Williams, R.: Solos en la ciudad. La novela inglesa de Dickens a. D.H. Lawrence, Madrid, Debate, 1997
[9] Tal vez Walter Benjamin, en sus estudios sobre Baudelaire, de el ejemplo más concreto de situación urbana inédita, al observar que, antes del siglo XIX, la gente no había estado nunca en la situación de tener que mirarse un tiempo largo sin pronunciar palabra alguna: “La multitud de la gran ciudad despertaba miedo, repugnancia, terror en los primeros que la miraron de frente”.
Benjamin, W.; Poesía y capitalismo, Iluminaciones II, Taurus Humanidades.
[10] Williams, R.: El campo y la ciudad, Buenos Aires, Piados, 2001
[11]Uno de los rasgos de la novelísticas de Dickens que, según Williams, dan cuenta de esta nueva sensibilidad, está por ejemplo en el modo en el que pasan los personajes por la calle: hay entre ellos una ausencia de conexiones, los personajes pasan sin relacionarse, y a veces se chocan. También es notable que tanto las instituciones sociales como sus consecuencias, que ya no eran accesibles a la observación física ordinario, son presentadas como si fueran personas o fenómenos naturales.