jueves, 17 de diciembre de 2009

Civilización y barbarie del otro lado de la frontera: los Ranqueles de Mansilla.



Los caribes son la mitad más felices que nosotros.
Rousseau

Los que a cada rato nos presentan el cartabón de otras naciones cuya raza, cuya religión, cuyas tradiciones difieren de las nuestras, deberían tomar nota de estas observaciones.
Lucio V. Mansilla.


Bárbaro, término de origen indoeuropeo, onomatopeya despectiva para señalar, aludiendo al sonido balbuceante de su lengua, el carácter oscuro e inferior del extranjero, se convierte en el siglo XIX en el concepto, la fórmula, el adjetivo más pronunciado para menospreciar al nativo.
Desde que Sarmiento publica en Chile el Facundo, la dicotomía civilización y barbarie, aunque no era en absoluto novedosa, no sin tensiones logra establecer, particularmente en la cultura letrada argentina, un poderoso criterio ideológico que, tan eficiente como maniqueo, se utiliza para distinguir lo bueno de lo malo, lo ilustrado de lo ignorante, lo superior de lo inferior. Si leyéramos los términos de esta dicotomía, civilización y barbarie, desde el criterio de un estudio de fronteras, a la luz de Sarmiento nos apuraríamos a entender que la disyunción “y” marca una línea que divide lo civilizado (Europa, la ciudad, el escritor) de lo bárbaro (América, la campaña, el nativo) y, efectivamente, estas nociones operan en el texto y en el imaginario social de la época. Incluso en aquellos personajes fronterizos que tienen algo de los dos polos, como el caso del Mayor Navarro, Sarmiento no deja de esclarecer qué conductas pertenecen a uno y otro de los términos: el Mayor Navarro es civilizado porque proviene de una familia distinguida de San Juan pero es bárbaro porque come carne cruda y bebe sangre.
Si bien podríamos considerar que la disyunción “y” admite una sutileza semiótica que permite cierto género de equiparación entre dos términos mutuamente influenciados, una frontera comprendida como zona heterogénea, compleja, en donde confluyen diversos elementos, lo cierto es que a lo largo del texto, a fuerza de recurrencias, se establece la idea de que hay entre ambos términos una jerarquía inevitable: la civilización, la ciudad, la escritura, Europa, el progreso, ha de derrotar a la barbarie, Rosas, el elemento autóctono, el atraso económico y el vacío cultural. Ante este panorama resulta notable que, un cuarto de siglo después, el Coronel Mansilla, en tanto representante del gobierno de Sarmiento, y luego de haber apoyado su candidatura, sea uno de los escritores que con mayor eficacia haya horadado las nociones comunes de esta dicotomía entre lo bárbaro y lo civilizado comprendida según el uso de Sarmiento, y cuestionar constantemente la noción de jerarquía, a favor de la civilización, de la disyunción: “La civilización y la barbarie se dan la mano; la humanidad se salvará porque los extremos se tocan[1]”. No se trata, cabe aclarar, de que la jerarquía entre civilización y barbarie, por mucho que se cuestione, desaparezca; si bien Mansilla no deja de ser un coronel de la civilización, al mismo tiempo no deja de cuestionar la superioridad de esta civilización que él mismo sostiene y representa.
Se podría decir que el Facundo ni siquiera se ocupa de demostrar el carácter bárbaro del indígena argentino porque, estando éste por debajo del gaucho, se da sin mayor complicación por sobreentendido. De modo que, más que notable, resulta ahora asombroso que sea justamente la figura del indio la que ilumine Mansilla para cuestionar la civilización y la jerarquía entre la dicotomía que forma parte del título del Facundo. Mansilla, a lo largo de su célebre Una excursión a los indios ranqueles, cuestiona desde el principio la lectura convencional de la dicotomía:

“No vayas a creer que los indios ignoran este pensamiento.
También ellos reciben y leen La Tribuna.
¿Te ríes, Santiago?”.


Si el lector quisiera, y con razón, advertir que la intención de producir asombro es estructural del texto de Mansilla, tanto por la aventura que se narra como por la forma de hacerlo, le sería lícito considerar que la imagen de los ranqueles que ofrece Mansilla, disonante con la idea del indio que tiene preconcebida un lector culto, es uno de los recursos más eficaces para producir el asombro y la controversia: de la mano del indígena, el bárbaro por antonomasia, Mansilla cuestiona y por momentos destruye las nociones convencionales de civilización y de barbarie que el actual presidente de la república había formulado tiempo atrás. Durante el relato de su experiencia, Mansilla se ocupará de cortarle la risa a todo lector que suponga imposible la idea de un indio lector de La Tribuna, poniéndose a sí mismo como experimentador del asombro que procura hacer sentir: “Si me hubieran dicho que los indios me iban a enseñar a conocer la humanidad, una carcajada homérica habría sido mi contestación”.
No hay, desde luego, una indistinción entre el indígena y el cristiano: se trata de dos grupos diferentes, cada cual con sus vicios y virtudes. Tampoco es posible negar que Mansilla opera ideológicamente con los criterios culturales que otorgan al cristiano la superioridad por sobre el indígena, como ciertas manifestaciones de asco (“en donde hay indios, hay olor a azafétida”), reprobación (“parecían un grupo de reptiles asquerosos”) o su arenga apasionada durante el debate público (“Ustedes no saben nada, porque no saben leer; porque no tienen libros”). Sin embargo, resulta igualmente indiscutible que, cuando se ocupa explícitamente del asunto civilización y barbarie, se lanza provocativamente contra la jerarquía entre ambos términos: los indios son bárbaros, pero no están por debajo de los civilizados que los ultrajan con esta palabra. No se cuestiona la eficacia de los términos en tanto conceptos que explican dos culturas diferentes, pero sí se cuestiona la existencia de una indiscutible jerarquía de una cultura por encima de la otra: “Es indudable que la civilización tiene sus ventajas sobre la barbarie; pero no tantas como aseguran los que se dicen civilizados”. Esta afirmación, que en un principio parece condescendiente con respecto al criterio clásico de civilización, se transforma de inmediato, en el párrafo siguiente, en una punzante ironía al afirmar su verdadera opinión sobre la civilización:

“En que haya muchos médicos y muchos enfermos, muchos abogados y muchos pleitos, muchos soldados y muchas guerras, muchos ricos y muchos pobres. En que se impriman muchos periódicos y circulen muchas mentiras”.

Tierra Adentro, del otro lado de la frontera, en el corazón mismo de la barbarie, Mansilla vive una experiencia, un descubrimiento del otro y sus costumbres que le permite un relato capaz de reformular las nociones de civilización y barbarie del hombre urbano. Hay que dirigirse a Tierra Adentro y ubicarse en el territorio del supuesto bárbaro para adquirir un mirara diferente, capaz de dar varias vueltas de tuerca a lo que se dice desde afuera. Instalado en las tolderías, Mansilla es el viajero que puede conocer al otro frente a frente, y ese haber estado ahí, ese haber visto con sus propios ojos, legitima su relato y lo vuelve capaz de desafiar la risa del interlocutor urbano que ignora los archivos -la lectura- de caciques como Mariano Rosas; del interlocutor urbano que ignora la maravillosa complejidad y riqueza de esa cultura de Tierra Adentro simplificada y reducida a una sencilla visión jerárquica entre la civilización y la barbarie[2]. Para conocer al otro hay que verlo de cerca, oír su voz, y advertir que los hechos desmienten ciertas clasificaciones ideológicas[3]. La historia de Crisóstomo, una de las tantas que Mansilla recoge para persuadir al lector, muestra la de un hombre que, visto desde lejos, parecía no tener otra cualidad que la del salvajismo. Pero una vez que se lo observa de cerca y que se oye su historia (“Este introito en labios de un hombre inculto llamó la atención de los interlocutores”), el autor descubre que por más allá de las apariencias se esconde en este hombre, como en la barbarie, una suma de valores, sentimientos y virtudes que no merecen ninguna crítica por parte de una civilización que “no tiene el derecho de ser tan rígida y severa con los salvajes”.
De modo que sólo del otro lado de la frontera, una vez que se hallan “quemado” los libros del hombre urbano, es posible conformar otro criterio sobre la dicotomía: ubicarse en otro lado, lo diferente, es lo que permite ver otras cosas y pensar algo diferente, sobre todo algo diferente con especto a lo propio. Julio Ramos, analizando el carácter excéntrico de Mansilla, advierte que, frente a los textos de viajes de la época, que tomando como norte a Europa procuraban ir de lo bajo a lo alto, la excursión de Mansilla es una inversión, “un deliberado viaje a la barbarie” (Ramos; 1996, p.74). Esta inversión sarmientina, que ahora alude al tipo de viaje, se extiende al tipo de conclusiones: observar el mundo de la barbarie implica cuestionar el concepto de la misma. En efecto, algunas costumbres de los ranqueles, como el acto humanitario de dormir a una yegua con un golpe de bola para que no sufra el degüello (“los bárbaros pueden darles lecciones de humanidad a los que les desprecian”) provocan en Mansilla el respeto por el otro, hasta el punto de situarse, no ya como el civilizador, aquél que va a iluminar, a enseñar, sino como el sujeto pasivo que está ahí para aprender del otro: “Yo he aprendido más de mi tierra yendo a los indios ranqueles, que en diez años de despestañarme, leyendo opúsculos, folletos, gacetillas, revistas y libros especiales”.
En esta óptica respetuosa, los defectos y falencias que pueda tener el otro se deben, más que a una condición inferior, a las determinaciones de la cultura y el terreno que las explican y hasta justifican. Mansilla, ante el gesto humanitario del “cuarterón”, típico gaucho aindiado, condensación híbrida de la barbarie, lanza con sinceridad una pregunta retórica, sin otro objetivo que el de lograr que el lector urbano se haga la misma pregunta y comprenda las consecuencias de su afirmativa respuesta:
“¿Sería yo mejor que ese hombre, me pregunté, si no supiera quién me había dado el ser; si no me hubieran educado, dirigido, aconsejado; si mi vida hubiera sido oscura, fugitiva; si me hubiera refugiado entre los bárbaros y hubiera adoptado sus costumbres y sus leyes y me hubiera cambiado el nombre, embruteciéndome hasta olvidar el que primitivamente tuviera”?

Podría verse aquí cierta analogía de criterios con el Facundo, sobre todo en aquellos fragmentos en los que Sarmiento, reconociendo ciertos encantos de la barbarie, da a entender, sobre la idea del hombre grande, que caudillos como Rosas o Quiroga, nacidos en Europa, hubieran sido napoleones. Pero Mansilla va más lejos, ya que no se limita a iluminar los encantos de la barbarie sino que denuncia la civilización:
“¡Ah!, esta civilización nuestra puede jactarse de todo, hasta de ser cruel y exterminadora consigo misma. Hay, sin embargo, un título modesto que no puede reivindicar todavía: es haber cumplido con los indígenas los deberes del más fuerte. Ni siquiera clementes hemos sido. Es el peor de los males”.

Hay, en este respeto y hasta fascinación por el gaucho y el indígena, algún eco de las teorías roussoneanas sobre las virtudes de un hombre en estado de naturaleza, más sano y auténtico que el hombre de la ciudad, sujeto corrompido por los vicios y refinamientos de la civilización. De modo que no es asombroso que Mansilla cite más de una vez al autor del Emilio, y que formule algunas preguntas que pareciera haber leído en este filósofo ginebrino: “¿El contacto con la civilización será corruptor de la buena fe primitiva?”. Para desarrollar su estudio de campo en tanto una especie de comprobación empírica, antropológica, de las ideas de Rousseau, Mansilla utiliza el recurso de la comparación: “para sacar de su ignorancia a nuestra orgullosa civilización, hay que obligarla a entablar comparaciones”. Son estas comparaciones las que inducen al lector a cuestionar la existencia de una insalvable jerarquía entre la civilización y la barbarie a medida que advierte que “los de la colonia inglesa en algo se parecen a los ranqueles”, o que los alemanes, “orgullosos de ser paisanos de Schiller y de Goethe, se parecen también a ellos”, comparaciones que permiten, luego de observar cada costumbre indígena, formular la siguiente pregunta: “¿Pasa otra cosa en el mundo civilizado?”. Resulta provocativa esta semejanza entre los malones que toman por asalto las ciudades y la cultura francesa y alemana, cima de la respetabilidad para una intelectualidad criolla que, poco antes de efectuar la Campaña del Desierto, fundaba sus valores en la superioridad y el progreso de la civilización europea. Mansilla, luego de demostrar que “nuestro sistema parlamentario se parece al de los ranqueles”, que hay entre los indígenas numerosos cristianos o mestizos (y entre ellos los más salvajes), empezando por sus caciques mismos que, como Ramón, resulta ser el ideal del hombre de trabajo y progreso, justifica todo lo que no obstante pueda haber de bárbaro en la barbarie debido a la mala política de los gobiernos civilizados:

“¿Y qué han hecho éstos, qué han hecho los gobiernos, qué ha hecho la civilización en bien de una raza desheredada, que roba, mata y destruye, forzada a ello por la dura ley de necesidad?”.

Esta crítica a la dicotomía sarmientina expresada en el Facundo podría ahora extenderse a la crítica de su gestión presidencial, sobre todo teniendo en cuenta la relación conflictiva que hubo entre ambos durante el gobierno de Sarmiento[4]. La crítica ha echado luz sobre esta disidencia política de la Excursión de Mansilla, texto que, publicado en un diario a modo de folletín, encontraba recursos idóneos para hacer todo tipo de alusiones maliciosas a la coyuntura política de la época[5]. Al respecto, Cristina Iglesia concluye que “Sarmiento es el verdadero destinatario de sus acciones y también de la escritura de Ranqueles” (Iglesia; 2002, p.556) y Caillet Bois, en su prólogo al texto, afirma de éste que “critica veladamente el sistema de los gobiernos fuertes de tipo presidencial, que Sarmiento admiraba y practicaba” (Caillet Bois; 1947, p.XXVI). Julio Ramos, posicionado en la misma línea de lectura, sostiene, de la mano de Mansilla, que no hay nada de irresoluble entre la ciudad y Tierra Adentro, que tal irresolución no es más que “la política del Estado presidido por Sarmiento, que bien podría ser reformulada”, en tanto que el texto de Mansilla, criticando la mala lectura que había hecho el liberalismo de la barbarie, ofrece su propia lectura, y emprende su excursión, “para demostrarle al “nosotros” sarmientino que incluso en lo que se había llamado “barbarie” existían, oscuramente, los signos de la civilización (Ramos; 1996, p.84)”. A la luz de este contexto histórico resultan evidentemente hipócritas las palabras que Mansilla, en tanto embajador de Sarmiento, le dice al cacique Mariano Rosas para convencerlo de una inverosímil buena fe de los cristianos:

-“Y dígame, hermano, me preguntó: -¿cómo se llama el Presidente?
-Domingo F. Sarmiento.
-¿Y es amigo suyo?
-Muy amigo”.


Estos diálogos, y los esfuerzos que debe hacer Mansilla para convencer a los ranqueles sobre la bondad de los cristianos que los atacarían pocos años después, dan cuenta de la conciencia y competencia política de las tribus, cualidades que impiden que el cronista deje de parafrasear al cacique ranquelino quien, ante el discurso oficialista, responde con una frase directa: “¿Mire, hermano, por qué no me habla la verdad?”.
La verdad de Mansilla, lejos de ubicarse en sus palabras como embajador del gobierno, se disemina en una serie de retratos, reflexiones y observaciones de un escritor original capaz de producir, en el espacio de su originalidad, un relato fronterizo cuya verdad, decíamos, parece posicionarse con una mirada crítica ante el gobierno y a favor de una mirada respetuosa ante la barbarie, combatida y desprestigiada por una civilización injusta, inclemente, corrompida, siempre dispuesta a despreciar o reírse de los otros sin tomar conciencia de sus propias y no menos reprochables imperfecciones.


[1] Mansilla, Lucio V., Una excursión a los indios Ranqueles, Tomo I y II, colección Biblioteca de la Nación, Buenos Aires, 1909. Todas las citas serán extraídas de esta edición.
[2]“Mansilla propone su Excursión como operación correctiva e impugnadora de las representaciones vigentes acerca de una Pampa básicamente desconocida, reorganizando y desdibujando las dicotomías establecidas en el Facundo entre lo que hasta entonces parecían ser dos formas de vida diametralmente distintas y discontinuas” (Nacach y Floria; 2004, p.238).
[3] Cristina Iglesia afirma que el texto de Mansilla “muestra que, aún en el momento de la escritura de Facundo, la escisión absoluta entre los dos polos era inverificable en los hechos” (Iglesia; 2003, p.556).
[4] Julio Caillet-Bois, en su prólogo a la Excursión, repone el contexto histórico que explica las desavenencias entre el coronel y el presidente, que comienzan con la frustración de Mansilla quien, aspirando a un ministerio, tuvo que conformarse con un cargo de Comandante de frontera (Cailles-Bois; 1947)
[5] Mansilla escribe su Excursión, en donde afirma que “la raza de este ser desheredado que se llama gaucho, digan lo que quieran, es excelente”, siete años después de la famosa carta de Sarmiento a Mitre en donde le indicaría que “no debe ahorrarse sangre de gauchos, es lo único que tienen de humano y es preciso abonar con ella la tierra”.


BIBLIOGRAFÍA:

Caillet-Bois, Julio, “Lucio Victorio Mansilla”, Prólogo a Lucio V. Mansilla, Una excursión a los indios ranqueles, México, Fondo de Cultura Económica, 1947.

Iglesia, Cristina, “Mejor se duerme en la pampa. Deseo y naturaleza en Una excursión a los indios ranqueles”, La violencia del azar, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2003.

Iglesia, Cristina, “Mansilla, la aventura del relato”, en Julio Schvartzman, La lucha de los lenguajes, volumen II de la Historia crítica de la literatura argentina, dirigida por Noé Jitrik, Buenos Aires, Emecé, 2003

Mansilla, Lucio V., Una excursión a los indios Ranqueles, Tomo I y II, colección Biblioteca de la Nación, Buenos Aires, 1909.

Nacach, Gabriela y Pedro Navarro Floria, “El recinto vedado. La frontera pampeana en 1870 según Lucio V. Mansilla” en Fronteras de la historia, Bogotá, 2004.

Exposición sobre Sarmiento, Avendaño, y las nociones de frontera.

Comentaré algunas cuestiones sobre la noción de frontera en Sarmiento y Avendaño en torno a las categorías de Civilización y Barbarie. Predeciblemente, estas categorías me obligan a empezar con Sarmiento, y a centrarme un poco en él.

A modo de introducción quisiera, si a ustedes no les parece mal, empezar con dos imágenes de esta figura tan compleja que es Sarmiento, dos imágenes que extraigo de dos textos de Sarmiento que no están en la bibliografía. Se trata de dos cartas. La primera, una de esas famosas y maliciosamente citadas cartas a Mitre, la que envía Sarmiento el 24 de diciembre de 1861 y le dice:

“Mientras haya un chiripá no habrá ciudadanos. (…) El poncho y el chiripá son de origen salvaje y forman una división entre la ciudad culta y el pueblo”.

Subrayo la palabra “división”, porque bien podría haber dicho ahí frontera. En el Facundo, dice Sarmiento de Quiroga:

“era el comandante de campaña, el gaucho malo, enemigo de la justicia civil, del orden civil; del hombre educado, del sabio, del frac, de la ciudad, en una palabra”.

De esta cita extraigo la primera imagen, que es la de un Sarmiento como soldado boletinero en el Ejército Grande de Urquiza. Entonces, como boletinero, Sarmiento lleva al campo de batalla su propia imprenta, plumas, papeles, pero además, y esto es lo que me interesa, lleva un uniforme europeo. Sarmiento manda a hacerse su uniforme militar en Europa, y aparece entonces con quepi y plumas. Tal como vimos en las clases sobre la Guerra del Paraguay, en ese entonces el ejército no estaba todavía profesionalizado, y esto afectaba la cuestión del uniforme. En ese lindo texto de Devoto y Madero sobre vida privada, cotidianeidad y frontera hay algunos datos sobre esto, y también podemos pensar en Martín Fierro cuando dice “yo no tenía ni camisa”, contando su experiencia como soldado. El Ejército Grande estaba compuesto por muchos gauchos de chiripa, y muchos ni siquiera eran argentinos porque Urquiza, que se había distanciado de la Confederación, había hecho alianzas internacionales, de modo que había uruguayos y brasileros. Entonces rescato esta imagen de un Sarmiento vestido con quepi y plumas, a la europea, entre medio de gauchos de chiripá, y me pregunto, ¿a qué se debe esta incongruencia? Se debe en principio, a sus parámetros ideológicos, a esto de que “mientras haya chiripá no habrá ciudadanos”. ¿Por qué Sarmiento introduce estos signos de la civilización europea en un espacio de barbarie? Para imponer la civilización, porque si bien la barbarie está en la campaña, en la pulpería, en el chiripá, ¿la civilización dónde está? Puede tener también un espacio geográfico, como podría ser París, pero a mí me gusta más la idea de que la civilización está allí en donde esté él: la civilización es la cultura europea, el uniforme europeo, y Sarmiento la lleva por donde vaya: él mismo, que contiene la civilización, es la frontera de la civilización que se expande allí donde no está.

La segunda imagen está en los Viajes, y es una carta a Juan Thompson, fechada en Orán el 2 de enero de 1847.
Sarmiento visita Argelia, y cuando está en el Sahara, constantemente compara lo que ve con la pampa argentina, lo cual es previsible, porque en el Facundo establece todo el tiempo este tipo de comparaciones, no ya con África, pero sí con el oriente musulmán, como Palestina. Permítanme que les lea unas citas:

“Guiado solo por la análoga fisonomía exterior del Sahara y de la Pampa, yo me encontré en América”.

Y así, durante toda su excursión, va tomando nota de que el baqueano árabe le llama la atención por su identidad con los nuestros de la pampa, y que las tiendas patriarcales de los descendientes de Abraham son similares a los toldos de nuestros salvajes. Pero hay un momento conclusivo, y de aquí extraigo la segunda imagen, en que Sarmiento se para frente al desierto del Sahara, y empieza a alucinar… Les leo la cita:

¿Por qué no veremos usted y yo en nuestra lejana patria surgir villas y ciudades por una impulsión poderosa de la sociedad y el gobierno, por qué no veremos llegar la civilización y la industria hasta el borde de los incógnitos Saharas que esconde la América?

Después de decir esto dice que tuvo que cerciorarse de que estaba despierto, lo cual me hace pensar en este Sarmiento soñador, el de Argiropolis: Ezequiel Martínez Estrada, en Radiografía de la pampa, dice que los argentinos vivimos en un sueño de Sarmiento.

Esta es la segunda imagen. Después de un Sarmiento con uniforme europeo en medio de gauchos con chiripá, ahora lo tenemos parado frente al desierto del Sahara, imaginándose el crecimiento de fabulosas ciudades industriales…

Ahora sí, a partir de estas dos imágenes, que para mí ya lo dicen todo, salgo de los desiertos africanos y entro al eje del programa.
¿Cómo pensar la frontera en la fórmula civilización y barbarie? ¿Hay, entre ambas, una frontera? Yo pienso que la misma frase civilización y barbarie condensa ya muchas nociones de frontera. Por ejemplo, las dos que propone el texto Estatuas para amarrar caballos de Claudia Román y Fontana: la frontera puede ser tanto una línea divisoria concreta, como la política, o bien una zona, un espacio heterogéneo en donde confluyen diferentes elementos.
Yo creo que estos dos tipos de frontera están presentes en Sarmiento, incluso al mismo tiempo. No tiendo a pensar que prevalezca el espacio heterogéneo sobre la línea divisoria, más bien que los dos tipos de frontera operan de maderera paralela. Por eso insisto en el análisis de la fórmula misma de “civilización y barbarie”, un título muy significativo, y la idea de que ya están allí sugeridas, incluso por ls disposición sintáctica, estas dos nociones.
Si tomamos la frontera como línea divisoria concreta entre dos cosas diferentes, la disyunción “y”, de civilización y barbarie, podría haber sido más bien una “o”, para marcar mejor la diferencia de los opuestos. De un lado, estaría entonces la civilización, Europa, la ciudad, el libro, Guizot, Toqueville, y del otro la barbarie: América, la campaña, el gaucho, Quiroga. Piglia dice que la visión política de Sarmiento nos obliga a ver una “o” donde hay una “Y”.
Si tomamos la frontera como una zona de elementos heterogéneos, entonces la “y” de la disyunción estaría marcando no un antagonismo entre dos términos sino cierta equiparación. Estarían en un mismo nivel, incluso en un mismo espacio: podemos decir civilización y barbarie como podemos decir Hamlet y Macbech, que a veces Sarmiento los confunde… En este segundo criterio vemos que ambos términos pueden entreverarse un poquito, influirse, determinarse mutuamente, formar parte de un mismo espacio.
Yo creo que en Sarmiento funcionan estos dos tipos de fronteras al mismo tiempo, y para analizarlo creo que lo más eficaz es ver el lugar de la escritura en la ideología de Sarmiento.

En principio, yo diría que Sarmiento cifra la civilización sobre todo en la escritura. Ya sé que todo es mucho más complejo, pero me parece un eje poderoso: la civilización está en la cultura letrada. La noción tiene cierto peso. Si tomamos, por ejemplo, los estudios de Ong, vemos que es el paso de una sociedad oral a una sociedad letrada lo que marca el gran salto hacia la modernidad.

En el capítulo XIV del Facundo dice algo muy significativo: para demostrar la barbarie de la tiranía, basta como prueba el “no hallarse del lado de Rosas un solo escritor”. También demuestra el estado de barbarie de una provincia (La rioja), diciendo que no hay letrados ni hombres que vistan frac.
Bueno, desde ya que esto es harto discutible, y nosotros analizamos la importancia de la escritura en el ámbito de la barbarie, la figura del secretario del caudillo. Pero como Sarmiento dice que la civilización es la escritura, tiene que decir que allí en donde está la barbarie la escritura no funciona.
Ya en la advertencia del Facundo, y esto lo analiza muy bien Piglia en las Cinco claves, vemos que lo que separa a bárbaros de civilizados es la posibilidad de leer una frase en francés: On ne tue point les idées. La escritura, este producto urbano que sería ajeno al ámbito salvaje de la pulpería, es en Sarmiento la frontera misma, pero es una frontera dinámica, que puede expanderse, movilizarse, ocupar el espacio de la barbarie, como esta cita de Diderot escrita con carbón en los baños de Zonda. En contra la oralidad del despotismo asiático o americano, que no tiene más ley que la voluntad del caudillo, la civilización tiene la escritura, es decir el libro, y el libro es la constitución, la ley, la cultura francesa que hizo la revolución. Si la escritura, como cifra de la civilización, es lo que lucha contra la barbarie, entonces se explica la política pedagógica de Sarmiento, pero también esta idea de una frontera dinámica que lleva la civilización a todas partes: puede ser el mismo Sarmiento, en el Sahara, o su libro, el Facundo, que, como le dice a Alsina, es capaz de “emprender largos viajes” y de llegar a las campañas del gaucho e incluso a las oficinas del pobre tirano.
Todo lo que acabo de decir podría considerarse como una introducción para hablar de Avendaño. En las memorias de Avendaño aparecen todos estos elementos. En principio, así como Sarmiento presume de la civilización que lleva consigo en medio de los gauchos con chiripá o ante el desierto mismo del Sahara, Avendaño también la lleva hacia las tolderías, y esta civilización es el mero hecho de saber leer. Vemos nuevamente esta intromisión de la civilización en la barbarie mediante la escritura: así como el Facundo llega a los toldos, tal como nos cuentas Zeballos, también llega la capacidad de leerlo en voz alta, Avendaño. La civilización es este libro, esta frase de Diderot, esta capacidad de saber leerla. De modo que si pensamos que la civilización está sobre todo en la cultura letrada, Avendaño es un ejemplo extraordinario. Por el solo hecho de saber leer logra mantener el contacto con la civilización en medio del desierto: toda la civilización la conserva en la lectura. Si no hubiera sabido leer hubiera sido un cautivo más, se hubiera convertido en un indio, hubiera perdido la civilización. Esto lo analiza muy bien Graciela Batticuore en su texto “Leer y escribir en la frontera”. Me gustaría decir que lo vi yo mismo en el texto, pero una vez leído el análisis de este artículo es imposible dejar de parafrasearlo: Avendaño mantiene un lazo con la civilización mediante la lectura, y advierte cuán significativo es que lea los oficios de la misa. Avendaño necesita calcular cuándo es domingo para hacer esta lectura, de modo que la lectura hace que conserve, entre los infieles, la tradición cristiana, y con ella toda la estructura racionalizadota de la cultura occidental que implica una manera de medir el tiempo. Batticuore también advierte que es la lectura lo que establece entre él y Baigorria una complicidad que posibilita su fuga: después de alejarse de los toldos para leer juntos, se planea la fuga. Y el libro que leen, que es una historia de los incas, me parece también algo muy interesante, y me da pie para encontrar otra coincidencia con Sarmiento y volver al tema de la frontera entra civilización y barbarie.
Habíamos visto que en Sarmiento la civilización y la barbarie, a la vez que se enfrentan formando un drama sangriento, forman parte de un mismo espacio. Yo diría que la complejidad de este espacio se debe a que la escritura, que es la civilización, toma como objeto a la barbarie. Acá es donde se da el mayor grado de entrevero entre ambos términos.
En América escribir es escribir al otro, es usar el saber letrado para capturar el paisaje argentino que produjo a Quiroga. Sarmiento no escribe libros sobre la vida de los letrados franceses: escribe sobre el Chacho, sobre Quiroga, así como Avendaño sobre los caciques y los indios.
Sarmiento, al igual que Cooper, quiere pintar ese cuadro americano en el que la civilización lucha contra la barbarie, y esto se debe a que el hecho mismo de capturar esta escena en un libro implica el triunfo del lado ilustrado. Algo de esto vimos en La cautiva: en este poema la ficción lo que hace es capturar para sí, o sea para la cultura europea, el paisaje del indio, y plantar el ombú y la cruz en la pampa. Así como Echeverría quiere capturar este paisaje, Sarmiento quiere capturar a Facundo Quiroga y Avendaño las costumbres de los indios. Entonces yo veo que tanto el Facundo como las Memorias de Avendaño comparten dos cosas centrales: una, que están extraordinariamente bien escritos, que ostentan, mediante su mismo tipo admirable de escritura, la civilización que poseen, y la otra cosa es que escriben sobre la barbarie, el gaucho y el indio. De hecho hay dos escenas en estos libros que son análogas. Se trata de los tigres. En Facundo la escena de Quiroga y el tigre es una de las más notables del libro. Y también en Avendaño se luce mucho este suceso en el que un tigre ataca a unos indígenas que volvían de un malón. Los dos autores destacan las máximas virtudes letradas de la civilización mediante la pintura de la máxima barbarie: la lucha de las fieras con los nativos.

En cuanto a este cruce de civilización y barbarie en la escritura, es muy interesante la discusión que plantea Ramos con el texto de Piglia en Desencuentros de la modernidad. Piglia analiza los defectos del Facundo para decir que se trata de una escritura salvaje, una cultura de segundo orden que sabe mal lo que sabe, que está llena de barbarismos que vulgariza el mismo saber que ostenta. Pero Julio Ramos demuestra que no se trata de una cultura de segundo orden sino de una estrategia: un recurso necesario para conocer la vida americana, para capturar un saber que la ciencia europea no es capaz de aprehender.
Sarmiento se vale de Europa pero para explicarle a Europa lo que su ciencia no puede abarcar, que es la barbarie. El Facundo, aunque sea un libro “indisciplinado” e “informe”, es no obstante, o mejor dicho, por eso mismo, capaz de explicar lo que los europeos no pueden, lo que los unitarios no pudieron.
El Facundo se llama civilización y barbarie porque nos dice que la civilización, la escritura, toma como objeto a la barbarie, y lo hace para enfrentarla, para ocupar su espacio, así como Avendaño lleva las oraciones de la misa al desierto, así como Sarmiento, después de Caseros, se sienta en el gabinete de Palermo.

El secreto de la barbarie, el gran enigma nacional, se devela mediante un libro, mediante la civilización: esto da cuenta, al mismo tiempo, los dos tipos de fronteras de las que hablé al principio: por un lado los términos están opuestos, enfrentados, pero por otro lado es este mismo enfrentamiento lo que los trenza en un mismo espacio heterogéneo.

Apuntes sobre literatura argentina y violencia: La invasión del peronismo.

Si tomamos textos como Cabecita negra, de Rozenmacher, La banda, de Cortázar, y Sábado de Gloria, de Estrada, y procuramos hacer una lectura desde el eje de la violencia política, nos sentimos obligados a vincularlos con el contexto del peronismo. Carlos Gamerro, que analiza Casa tomada, dice que este tipo de literatura está tan asociada al peronismo, que ahora ni siquiera se trata de que es necesario leerlos para explicar el peronismo: es el peronismo lo que explicamos con estos cuentos. ¿Dónde entra la violencia en esta lectura? En la lucha de clases, principalmente. Si nos atenemos a la frase de Voloshinov, el signo es la arena de la lucha de clases, vemos que en estos textos, escritos entre los años cuarenta y los cincuenta, hay una violencia clasista, un enfrentamiento entre lo que sería la capa intelectual de clase media y los cabecitas negras, la masas populares que entran en escena en la vida política a partir del 17 de octubre del 45. Por eso la violencia se trata de una invasión: las masas invaden espacios que hasta ese momento estaban libres de ellas. En Buenos Aires, alienación y vida cotidiana, Sebrelli es el primero en dar esta clave de lectura: “Casa tomada expresa fantásticamente esa angustiosa sensación de invasión que el cabecita negra provoca en la clase media” (1964). Como la mayoría de los textos literarios no han sido escritos por cabecitas negras sino por intelectuales de las capas medias, todos ellos coinciden de algún modo en esta sensación de invasión, de no poder escuchar el último concierto de Alban Berg por culpa de los gritos populares, peronistas, del altoparlante. Andrés Avellaneda, en “El habla de la ideología”, dice:

“El sentimiento de invasión es típico en la clase media opositora al peronismo de la época, muchas veces racionalizado aquél prestigiosamente con la dicotomía de sarmiento de civilización frente a barbarie”.

Un gran lector de Sarmiento como Ezequiel Martínez Estrada es considerado por la crítica como el primero en producir un texto que da cuenta de esta violencia invasiva que la clase media percibe por parte de la clase alta. Isabel Stratta destaca que los veinte cuentos que escribió Estrada fueron entre 1943 y 1957, ni antes ni después, es decir, durante los años fuertes del peronismo. Todos ellos tematizan el acoso y el desamparo del hombre medio ante la invasión de las masas. Sábado de Gloria, si bien está ambientado en el golpe del 4 de junio del 43, nos remite al 17 de octubre del 45. Julio Nievas, que es el personaje principal, el típico empleado de clase media, sufre con el cambio de gobierno, podría decirse, con la aparición del peronismo, un proceso de invasión y de humillación. La invasión se da explícitamente en la cantidad infernal de empleados que se incorporan a la oficina. Se representa un mundo pesadillesco, lleno de agresiones por parte de una mayoría, y sobre todo una burocracia que la sostiene. En el discurso del mayor vemos, por el registro, por el tipo de lenguaje, que la jerga popular, de clase baja para el protagonista, se institucionaliza: “se sabe a la hora que se dentra pero no a la hora que se salirá”. También es destacable que su discurso gire en torno al trabajo, que es algo muy peronista. Detrás de este mayor se describe a un ordenanza como más alto y más morocho, y vestido de manera estrafalaria. Hay una mediocridad que toma el poder, que invade las jefaturas y, podríamos decir, el gobierno. Andrés Avellaneda interpreta en clave alegórica el episodio de Alcañaz, el empleado del banco que humilla a Nievas: su cuñado, el coronel Asmodeo, es Perón, y Alcañaz y su hermana son Juan Duarte y Evita. Esto es una alegoría de la violencia clasista entre la clase baja y la media: Julio Nieves, que antes había humillado a la clase baja, paga su culpa con la llegada del peronismo, y ahora el humillado es él y el cabecita negra tiene un cuñado que va a ser ministro del gobierno. También hay que destacar, en esta cadena de humillaciones, la visita del tío, prácticamente un pordiosero: a lo largo de todo el texto hay elementos que nos hacen pensar en esta fórmula de Sebrelli, la humillación del clase media por parte del cabecita negra.
Pero otro elemento interesante de este texto es la influencia kafkiana. La literatura de Kafka es ideal para representar la humillación y enajenación del individuo frente al poder de una burocracia omnipotente, institucionalizada, y gobernada por personajillos mediocres. Pero sobre todo porque se trata de una literatura que representa al mundo como una pesadilla. El peronismo, para este estrato social, fue vivido ciertamente como una pesadilla, un inverosímil, un simulacro, para citar a Borges. Esta representación pesadillesca de la sociedad peronista se ve en La fiesta del monstruo por ejemplo, pero también en Sábado de Gloria, que utiliza muchos recursos kafkianos para representarla. Adolfo Prieto destaca la naturaleza de las parábolas kafkianas en estos textos de Estrada: el espacio físico sobresaturado en el que viven los hombres; la espera sin esperanza; la normalidad con la que se presentan los acontecimientos extraordinarios, la incapacidad de comunicación, la indiferencia como una frontera insalvable entre los hombres, la ruptura de la relación convencional entre espacio y tiempo, la percepción de una subjetividad alienada. Dice Estrada de Kafka:

“Confieso que le debo muchísimo –el haber pasado de una credulidad ingenua a un certeza fenomenológica de que las leyes del mundo del espíritu son las del laberinto y no las del teorema”.

Andrés Avellaneda aclara que a esta influencia kafkiana Estrada le agrega elementos propios que serían la intensificación de los sentimientos de humillación física y moral de los personajes, y la ubicación en una circunstancia concreta que permite unicarlo en la historia. De hecho hay en Sábado de Gloria una tesis sobre la historia argentina, una mirada fatalista, negativa, que se basa en el mito del eterno retorno: lo que siempre vuelve es la barbarie, sea bajo la forma de las masas federales o las peronistas. Esto es algo que nos recuerda a Fin de Fiesta, de Beatriz Guido, en donde también se entiende la historia argentina como una fatalidad circular.
Si bien este texto de Estrada se considera como el primero en representar al peronismo como una invasión ultrajante de la masa, el texto más célebre es Casa tomada de Cortázar, un texto que puede interpretarse de muchas maneras, y sin embargo la lectura peronista es, dentro de la crítica, hegemónica. La casa de una vieja familia aristocrática en decadencia es tomada por una fuerza oscura, inevitable, que ni siquiera tiene una cara precisa. Incluso, leyéndolo en esta clave peronista, podríamos decir que el cuento no es antiperonista, porque esta pareja de hermanos no está muy valorizada, aparecen como dos seres indolentes, famélicos, decadentes, y uno puede pensar que está muy bien que haya sucedido esto. Más allá de la pluralidad de lecturas, es evidente que tiene fuerza la lectura de la invasión, de esta violencia clasista que sufre el hombre medio. David Viñas, cuando dice que la literatura argentina empieza con una violación y así sigue, considera esta toma de la casa como una de las violaciones, la violación del espacio privado, íntimo. Para reforzar esta lectura peronista, Rozenmacher publica en 1962 Cabecita Negra, que vendría a ser, en esta línea de lectura, una reformulación irónica de Casa tomada: aquí lo que se quiere interpretar en Casa tomada es explícito: el señor Lanari es el invadido, un ciudadano de clase media, conservador y clasista, que habla de los pobres como “los negros”, y una pareja de cabecitas negras, el policía y su hermana, le invaden la casa, se le acuestan en la cama, le toman el whisky. No se puede precisar del todo si fue Sebrelli o Rosenmacher el primero en hacer esta lectura de Casa tomada, e ignoro si hay alguna entrevista a Rozenmacher que sea iluminadora. De cualquier modo, a esta altura es imposible desvincular estos textos del peronismo. Y si bien Casa tomada puede leerse sin este criterio, sin ningún problema, hay otros cuentos de Cortázar que sí nos exigen una lectura peronista, como La banda, de Fin del juego, en donde hay referencias históricas, como la fecha, que es febrero de 1947. Es impresionante, en este texto, la manera despectiva con la que se representa a los personajes de las capas populares, que son los que le invaden el Gran Cine Ópera al protagonista: son cuerpos. Luego precisa que se trata de “cocineras endomingadas”, pero en un primer momento se refiere a ellos como cuerpos, ni siquiera se trata de personas. Este cuento narra la vida de ese Cortázar que no podía escuchar su música culta por culpa de los altoparlantes. Y acá la referencia peronista, además de la fecha, es transparente ya que esta banda, que es toda una masa popular y grosera, es la “BANDA de alpargatas”, es decir, alpargatas sí, y libros no. Vemos entonces la invasión de estos personajes de clase baja, de estos cabecitas negras, que a lo largo del corpus de textos sobre peronismo aparecen siempre calificados de una manera similar: los monstruos, para el Cortázar de las puertas del cielo; los roñosos para el coronel de Esa mujer; los negros, en Rozenmacher y Fogwill; en todos los casos, se trata de los cabecitas negras que ponen las patas en las fuentes de la plaza de mayo, que invaden la escena política, y provocan en la clase media una sensación de pesadilla, de humillación, de inseguridad.

Cabecita Negra termina así: “y de pronto el señor Lanari supo que desde entonces jamás estaría seguro de nada. De nada”.

Y el narrador de La banda, expresa la invasión en estos términos: “comprendió que esa visión podía prolongarse a la calle, a El Galeón, a su traje azul, a su programa de la noche, a su oficina de mañana, a su plan de ahorro, a su veraneo de marzo, a su amiga, a su madurez, al día de su muerte”.

Apuntes sobre literatura argentina y violencia: la imagen de Eva Perón.

Tomas Eloy Martínez, en Santa Evita, dice de Eva Perón que “Muerta puede ser infinita”. Yo no sé si infinitas, pero las interpretaciones, lecturas y representaciones de la imagen de Eva en la literatura son numerosas y variadas. El cuerpo de Eva Perón, a partir de su muerte el 26 de julio del 52, se convierte en un mito, y también en un campo de batalla de las pasiones argentinas. Aparece endiosada, vulgarizada, amada, odiada, pero todas estas miradas, pese a sus diferencias, coinciden en el hecho de otorgar a la figura de Eva una trascendencia indiscutible, tanto por parte de sus apologistas o detractores. En cuanto a la imagen de Eva como mito en la literatura, a mí me resultó muy interesante la lectura de Marcelo Méndez que considera la mitologización de Eva mediante la figura de la elipsis, en Esa mujer de Rodolfo Walsh. Lo no dicho, lo elidido, es el nombre de Eva y el peronismo. Esta elipsis da cuenta de una figura mítica por dos motivos. Primero, tener en cuenta la ausencia del cuerpo, de una Eva de carne y hueso, y ese vacío es llenado por una imagen mítica en el imaginario social. Pero lo más interesante es que es el potencial mítico de Eva, ya en 1961, lo que hace posible hacer un cuento sobre ella sin nombrarla, aunque esto pueda ser por prohibiciones del gobierno. No hace falta ni nombrarla porque ya forma parte de la mitología nacional, y los lectores dan por sobreentendido de quien se habla: ni siquiera hace falta ponerle a un texto Facundo, porque el mito ya está, el escrito puede contar con que la figura de Eva y sus pormenores ya está tan instalada en el lector argentino que es posible hablar de ella sin siquiera nombrarla. Esto me recuerda a una canción de Silvio Rodríguez, con respecto al Che, que se llama simplemente “Hombre”: el que oye esta canción puede reponer la imagen mítica del Che a través de una letra que solo dice “hombre”, que aunque podría ser cualquiera, incluso la especie, sabemos que solo habla de uno. Y pasa algo parecido en el poema de Cortázar: “Yo tuve un hermano”. Siguiendo esta línea de lectura que da cuenta de una Eva mítica, vemos que se mantiene en un texto como la obra de teatro de Copi, Evita, que en este caso ofrece una mirada negativa sobre Eva. Pero la figura sigue siendo un mito: Elena Donato, en Perón en París, dice que en la obra se deduce la dimensión mítica del personaje. No sólo porque es la protagonista de un drama que lleva su nombre, como tantos mitos, sino por el hecho de que aparece en un espacio cerrado, ya fuera de la historia, y además queda la idea de su inmortalidad: hay algunos poemas sobre Gardel en donde se dice que no murió en el avión sino que se escapó y sigue por ahí pudiendo ser cualquier argentino: está en todos los argentinos. Lo mismo en Evita Vive de Néstor Perlonguer: en este texto hay una especie de paradoja, porque parece que la figura de Eva se desmitifica, se vulgariza, al hacerla partícipe de una suma de orgías en un contexto marginal, lumpen. Pero en verdad se trata de que Eva no murió, que está con el pueblo, en lo más puro del pueblo, mezclada en fiestas donde la gente se droga y se alcoholiza. Los griegos decían que los hombres no podían ver a los dioses tal como era porque quedarían fulminados ante la presencia de ellos: no se llega a tanto en este folclore popular, pero en todos estos cuentos hay, de alguna manera, un respeto sagrado por Eva: se ve en el coronel del cuento de Walsh, que la compara con Cristo, e incluso en La señora muerte de Viñas, porque la mujer parece que puede burlarse de todo y tolerarlo todo excepto que se le diga “yegua”.
Ahora bien, más allá de esta imagen mítica de Eva, me interesa leer estos textos desde otra óptica más política. Cómo se representa en estos cuentos el peronismo a partir de la figura de Eva. Y me resulta interesante partir de la imagen de la solapa de Las malas costumbres, de Viñas, según la lectura del artículo de Claudia Román, que forma parte de la ficha. Lo que hay una solapa es una foto de Viñas que mira al lector de frente, y detrás, a lo lejos, está la masa, y las banderas que dan a entender el nombre proscripto, Perón. Se plantea en esta imagen un distanciamiento entre el escritor, el intelectual, y la masa, que es todo un tópico peronista, en tanto que el intelectual puede ser la imagen misma del gorila: ya vimos en la fiesta del monstruo que el hombre del libro bajo el brazo, para los peronistas, lo mismo que el unitario para los federales de El matadero. El peronismo y el intelectual parecen imposibles de conciliarse, y hay pocas excepciones, como Marechal, excepciones que confirma la regla. Incluso el peronismo de Marechal es complicadísimo: Ángel Rama dice que es un escritor peronista pero que su obra no puede ser leída por los peronistas. Y el caso más claro del primer Cortázar, la marcha peronista contra la música clásica, que ya plantea este campo de batalla entre los intelectuales y la masa popular. Lo que yo observo en este corpus, es que todos los cuentos sobre Evita plantean de algún modo este enfrentamiento: hay una clase media o alta que ofrece una mirada despectiva, cínica, o de lástima ante esta masa peronista. En este sentido el mito de Eva sería un opio del pueblo, para la izquierda, o un simulacro demagogo, para la derecha: Eva, como mito, se sostiene sobre el carácter crédulo, ingenuo, de un pueblo inculto, supersticioso, engañado. Se podría empezar con El simulacro, de Borges, el punto de partida del gorilismo literario: este cuento, que se atreve a escribir la palabra Perón, dice que el peronismo es un simulacro, un fraude, un chasco como diría Silvina Ocampo, y la masa se traga esta mentira de pura ignorante y supersticiosa. En un poema sobre Ascasubi, de 1975, Borges habla del pueblo, y dice lo siguiente:


“La canalla
Sentimental no había usurpado el nombre
Del pueblo. En esa aurora, hoy ultrajada,
Vivió Ascasubi”.

Vemos entonces una mirada sobre el pueblo actual como la canalla: es el pueblo peronista, una canalla inculta, los cabecitas negras que se limpian los pies en la fuente de la plaza de mayo y que creen en una diosa de cotillón. En casi todos estos cuentos hay una mirada despectiva sobre este pueblo: así como el protagonista de Las puertas del cielo dice los monstruos, el militar de Esa mujer dice los roñosos, y Moure, en La señora muerta, destaca la suciedad de la gente que está en la cola del velorio de Evita. Y ni hablar en La cola de Fogwill, cuando habla de los negros, y marca explícitamente el enfrentamiento entre dos clases: el narrador pertenece a una clase en donde hay escritores, universitarios, periodistas, y los demás son los negros. Algo propio de esta mirada crítica es el cinismo, que muchas veces consiste en un deseo de hacer negocios con este sentimentalismo popular, de sacar tajada: aquello que Jorge Asís llevó al extremo en Los reventados. Todos tienen algún interés: el personaje de La cola quiere vender un documental, el de Viñas levantarse una mina, y el personaje de Eva, en el texto de Copi, dice: ¡Están esperando el momento en que yo reviente para heredarme! Lo que queda claro es que, incluso en los textos que tienen una mirada despectiva sobre Eva, todos acatan la trascendencia de la figura, del mito, y todos sacan provecho, en este caso provecho literario. Los mitos se ponen por encima de las facciones políticas: el antiperonismo, o los intelectuales disidentes, admiten que la figura de Eva ya forma parte de la mitología nacional, y que es imposible ser indiferente ante ella. Esto me recuerda a la famosa carta de Sábato, el otro rostro del peronismo, que es toda una declaración de principios en cuanto al debate de los intelectuales contra Perón ahí es donde Sábato dice que mientras festejaba la caída de Perón en una casa distinguida, al pasar al baño vio que en la cocina estaba las sirvientas llorando, y ahí dice: en algo me debo haber equivocado. Está claro que el peronismo se ganó a la clase trabajadora, y que con eso no hay vuelta atrás: hay que lidiar con el peronismo, aceptar, de algún modo, su hegemonía en las clases populares.

Apuntes sobre literatura argentina y violencia: Borges y la violencia como cifra nacional.

En el marco de una lectura de los textos de Borges que toman la cuestión de la violencia como eje crítico, me resulta particularmente interesante la perspectiva borgeana de la violencia como cifra nacional.
Es notable, en principio, la coincidencia de esta perspectiva, que se puede leer en Borges en clave literaria, con el criterio crítico explícito de Viñas, en Mirada y violación en la literatura argentina. Notable porque se trata de dos escritores que parecen haber tomado caminos muy diferentes, y por momentos indiferentes el uno del otro: Viñas, en una entrevista que le hacen a propósito de Contorno, dice que Borges no le interesaba, y sin embargo vemos en Borges muchos elementos que nos permiten hacer una lectura política, ideológica, que liga la tradición literaria argentina con la violencia, a la manera de Viñas. Piglia, por ejemplo, en Ideología y ficción en Borges, hace esta lectura crítica.

En principio, dos textos claves pueden ser El sur, de Ficciones, y el Poema conjetural, de El otro, el mismo.

En estos dos textos la muerte tomada como tópico literario es la muerte violenta, y se trata de una violencia determinada por cuestiones políticas que atañen a la historia argentina.
Esta muerte violenta, que Sarmiento, en el Facundo, considera que es casi una muerte natural en Argentina, aparece nuevamente en Borges como cifra nacional: la muerte a cuchillo es la muerte criolla, el argentino muere en combate o en un duelo.
Explícitamente lo dice el Poema Conjetural: la muerte del coronel Laprida, tío bisabuelo de Borges, es un “destino sudamericano”, porque muere en combate, y lo mismo en cuanto al destino de Johannes Dahlmann en El sur, porque muere en un duelo.
Se trata de textos en donde la muerte violenta es una especie de fatalidad nacional. Encontrarla, sufrirla con valentía, es una manera de encontrarse con el destino propio de una vida argentina. Tanto así que los personajes se abandonan a esta posibilidad, buscan esta muerte, o permiten que suceda.
Esta muerte es la daga que un gaucho viejo, símbolo de la argentina criolla del siglo XIX, le tira al personaje de El sur para que pelee. Es también la muerte que, según Borges, figura la poética del tango: “el recuerdo imposible de haber muerto peleando en una esquina del suburbio”. Es la muerte ideal, la que Pedro Demián hubiera preferido. Y lo mismo en el Sur, ya que Borges escribe de Dahlmann: “Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado”.
Y ambos personajes prefiguran un poco al autor porque, como Borges, ellos eran hombres de estudio, de letras, abogados, que sin embargo son llamados por esta vertiente criolla, sienten el encanto, la poesía de esta violencia sudamericana como Sarmiento en el Facundo.

Desde luego que esta perspectiva de la muerte violenta como cifra nacional, la muerte del gaucho en un duelo o de un militar en combate, aparece, en la obra de Borges, como el elemento criollista, la tradición nacional. Sin embargo, Borges recupera esta tradición desde otras tradiciones, por ejemplo, la europea, la del hombre de letras: en términos de Sarmiento, podríamos decir que Borges construye e incorpora en su escritura la imagen del bárbaro desde la cultura del civilizado. En su ensayo sobre Borges y el género gauchesco, Josefine Ludmer dice que Borges enfrentó la autobiografía de Hernández con los códigos y la escritura de Sarmiento. Hace un texto civilizado sobre la barbarie.

Estas dos tradiciones, lo criollo y lo europeo, son las que, fusionándose, producen la escritura borgeana.

En este sentido es que Piglia, resumiendo un corpus extenso de crítica literaria sobre el tema, habla de los dos linajes, un linaje doble: el de sus antepasados de sangre, sus mayores, los militares, y sus antepasados literarios, la biblioteca de ilimitados libros ingleses de su padre. Por parte de la madre recibe una tradición criolla y por parte del padre una tradición literaria. Lo que hay en uno de los extremos es lo que falta en el otro, y Borges construye su obra a partir de una síntesis. Clara Glencairn, la pintora del cuento El duelo, dice que “no existe una oposición entre lo tradicional y lo nuevo, entre el orden y la aventura”. De hecho Borges, con su escritura, demuestra que la tradición europea es genuinamente argentina, es materia de la cultura argentina, al punto que se confunden, se entreveran, tal como la cautiva de Historia del guerrero y la cautiva, una inglesa que se convierte en India. La literatura de Borges es el mestizaje de estos dos linajes: el resultado es la literatura argentina, la literatura de Borges. Al mismo tiempo, Borges marca límites, diferencias, por ejemplo ubicándose biográficamente más del lado de la tradición inglesa: yo no fui valiente, yo no merecí usar la espada.

Sobre la importancia de su linaje biográfico a la hora de producir una literatura nacional, es significativo el hecho de que Borges se ponga a sí mismo como personaje: Rosendo Juárez y el protagonista de El hombre de la esquina rosada le cuentan los hechos a Borges mismo, ubicado en esta función del hombre que se documenta sobre los malevos frente al que los conoció. Y aquí podemos hablar de la apropiación que hace Borges de la tradición gauchesca, que es la que más evidentemente expone la violencia y el coraje como cifra nacional, desde José Hernández, o el folletín Juan Moreira de Eduardo Gutiérrez. El narrador de Hombre de la esquina rosada dice que un pueblo, cuando más sufrido, más obligación tiene de ser guapo. Es decir que la realidad argentina es la que determina este culto al coraje que es uno de los tópicos de la gauchesca.

Borges lee toda esta tradición y la reelabora, la define fundiéndola con la tradición letrada de su linaje literario. Escribe nuevamente el poema de Hernández, y en este caso los cuentos claves serían El fin y la Biografía de Tadeo Isidoro Cruz. En estos cuentos, en principio, aparece nuevamente el tópico del destino sudamericano: los personajes son buscados por este destino, se entregan a él. Martín Fierro cuando va a pelear con el moreno, Cruz cuando lo ve a Martín Fierro y elige dejar de ser un sargento para ser un gaucho fugitivo entre los indios. Borges, en varios cuentos, trabaja con estos tópicos gauchescos del coraje y de la muerte violenta entendida como cifra nacional.

En Borges, un escritor en las orillas, Beatriz Sarlo se ocupa de hacer un análisis más sociológico de esos tópicos. Es la peculiaridad argentina, un país periférico, que en el siglo XIX todavía no había logrado un Estado constituido, un orden social legítimo, lo que produce estos códigos del honor, del culto al coraje, del duelo: el individuo se tiene que hacer cargo de la justicia porque ese es un lugar que el Estado todavía no ocupa. El duelo y la venganza establecen una ley no escrita, y el individuo tiene que proceder según un código de honor propio, porque no puede ampararse en instituciones sociales capaces de mediar en los conflictos de los ciudadanos y resolverlos. En Nuestro pobre individualismo Borges dice que para el argentino el Estado es una abstracción, no puede concebirlo. De modo que la violencia es una cifra nacional porque define la cultura criolla y, como dice Sarlo, es vivida como un destino americano porque durante siglos había puesto a los hombres en un límite en dónde sólo la resignación y el coraje eran virtudes adecuadas.

Finalmente podríamos decir, con respecto al Poema Conjetural, que al ser escrito en 1943 nos remite al universo del peronismo, del antiperonismo más bien, en tanto que los federales que matan a su tío bisabuelo, el unitario, son ahora los cabecitas negras que dilapidan al judío culto en La fiesta del monstruo. Acá se recupera, dentro de la tradición literaria, El matadero, de modo que la violencia como cifra nacional sigue funcionando en la literatura de Borges a la hora de aludir a los fenómenos políticos del siglo XX. Desde luego que ya no se trata de una violencia asociada al culto del coraje, al duelo, al cuchillo: es la violencia de la masa contra el sujeto, del muchos contra uno, o del Estado mismo, que antes era una figura desplazada por el coraje del individuo. Ahora el Estado está consolidado y existe la violencia dictatorial, que Borges sabe identificar mejor en el extranjero que en su país: la violencia del nazismo que le inspiran los artículos publicados en Sur, o cuentos como Deutsches Requiem, en donde Otto dice que, para llevar a cabo la misión del nazismo, la historia les exigía dejar de ser individuos.

Apuntes sobre literatura argentina y violencia: Operación Masacre de Rodolfo Wash.

Rodolfo Walsh es un autor ideal para el eje violencia. Ya en el prólogo de Operación Masacre dice “la violencia me ha manchado las paredes”, y también le ha condicionado y definido el tipo de escritura, que va desde el cuento policial hasta el periodismo y la no ficción: todo ello al servicio de una literatura que, en un contexto de violencia social, pretende ser, como le dice a Piglia en una entrevista, subversiva, denunciante, actuante.

En Operación Masacre la literatura es un recurso efectivo para representar y denunciar la violencia del estado y, por consiguiente, para explicar y hasta legitimar la respuesta igualmente violenta por parte de los sectores opositores al statu-quo.

En “Para una crítica de la violencia”, Benjamín afirma que aquello que funda y caracteriza al Estado es la violencia. El Estado, lejos de abolir la violencia, lo que hace es ejercer el monopolio de la misma: utilizarla para sus propios fines. La violencia es lo que mantiene en el poder al Estado, y el estado debe ejercerla para garantizar su poderío. En Operación Masacre se narra y se denuncia a un Estado que ejerce la violencia sobre un grupo de ciudadanos en el momento de un levantamiento contra el gobierno.

(El 9 de junio de 1956, una comisión de la policía de la provincia de Buenos Aires, a las órdenes directas de su jefe, el teniente coronel Desiderio Fernández Suárez, antes de que el gobierno de facto de Aramburu promulgara la ley marcial, llevó a cabo un allanamiento en una casa del barrio de Florida –Hipólito Yrigoyen 4519- deteniendo a un grupo de civiles bajo la acusación de estar implicados en el levantamiento del general Valle).

Esta violencia se considera injusta, ilegal, carente de fundamento e innecesaria. Sin embargo, a lo largo de las ediciones de Operación Masacre, Walsh agrega una serie de prólogos, introducciones, epílogos, desde el 57 hasta el 72, donde escribe su biografía intelectual y su evaluación de los resultados de su libro. Si bien en un principio confiaba en la actuación de su libro, y creía en él, ya en el apéndice del 57 considera que es una ingenuidad esperar la justicia, las explicaciones del gobierno o la reparación de los hechos. La democracia, y la reparación son ilusiones: Aramburu ascendió a Fernández Suárez y “dentro del sistema no hay justicia”. Parece constatarse la premisa de Benjamin de que la violencia es el derecho del Estado y que es inútil pretender, por parte del mismo Estado, la justicia: en este sentido Walsh argumentará que el terrorista de abajo que pone una bomba (por ejemplo Marcelo) es la respuesta lógica al terrorismo de arriba, que aplica la picana. En ambos casos, la violencia es lo que prevalece: sea desde el terrorismo de Estado o desde el terrorismo subversivo.

Entonces Operación Masacre toma una posición: la denuncia, por parte del intelectual crítico solidarizado con los sectores populares, hacia la violencia represiva del Estado. Walsh encarna la figura del intelectual crítico, comprometido.
Para cumplir con este objetivo la literatura se convierte en un arma de combate mediante varios recursos: el periodismo de investigación (que o es neutral ni objetivo como el clásico, esto se le escapa a Amar Sanchez), la no ficción, el género policial. Según Aníbal Ford, la cara herida de Livraga es el hecho concreto, la argentina real, y en Operación Masacre la literatura se desacraliza, deja de ser un espacio mitologizado y respetuoso a la manera borgeana. La autoreferencialidad de la literatura se bastardea al convertirse en una crítica al sistema y a la realidad imperante. Uno de los recursos es el periodismo: Operación Masacre desdibuja la línea que separa periodismo y literatura. La reconstrucción de los hechos, el hacer saber, es una manera de actuar sobre la realidad, de denunciarla, de poner al escritor en el lugar del juez. De las invenciones, los arquetipos, y las convenciones de la literatura, saltamos a la crónica, la documentación, el análisis de la realidad política y la participación activa en los conflictos. Según Lafforgue el uso del periodismo es tan radical que Operación Masacre, en la línea de la tradición sarmientina, es un género híbrido que resulta en una obra renovadora que violenta los esquemas establecidos mediante la incorporación de varios discursos: la noticia, el retrato, la biografía.
En Operación Masacre la investigación periodística es un punto de partida para la narración de hechos reales mediante procedimientos ficcionales. Según Amar Sánchez el libro parte de una selección de notas periodísticas (en “Propósitos”, “Mayoría”, “Revolución nacional”), que se organizan luego con procedimientos literarios. El periodismo de investigación, que procura obtener una información que se quiere mantener oculta, deviene en un recurso eficaz para una literatura de denuncia que utiliza la non-ficción. Esta impronta periodística se ficcionaliza mediante la construcción de un narrador, la primera persona, las descripciones, la interioridad de los personajes, pero se conserva de ella lo que sirve de argumento y denuncia.

Así como los recursos del periodista se llevan a la literatura, hay recursos literarios que se llevan a la política: la literatura policial. Si bien Operación Masacre no sigue ningún modelo clásico del policial, aunque podrían tomarse muchos elementos de la novela negra, hay técnicas del género policial que se utilizan para darle eficacia a la narración. Hay una politización de ciertas estrategias del género policial tales como el suspenso narrativo, la reconstrucción de un hecho mediante la saturación de pruebas, la persecución de un culpable, las interrogaciones, los enigmas, la suspensión de las informaciones. La distancia con respecto al policial, o la novedad, sería el hecho de que la historia de la investigación, relatada en los paratextos, no forma parte del cuerpo central de la novela. Así y todo, el narrador es una especie de detective subversivo que, tal como afirma Viñas en “R. W. el ajedrez y la guerra”, deja atrás el acertijo para comentar la represión: en la literatura de Walsh no hay un asesino solitario sino que el Estado mismo es el asesino que mata mediante la fuerza militar. El detective es entonces el narrador periodista: la policía cometió un crimen y el aparato judicial se encarga de encubrirlo. Como dice Gamerro: en el centro del género ya no está la razón del detective analítico sino en las redes de solidaridad del ciudadano común. Ángel Rama (“R.W. La narrativa en el conflicto de las culturas”) dice que se trata de un policial para pobres, un texto que se basa en el “drama policial” que tiene su antecedente en Juan Moreira. Todo esto incorporando, a la vez, las características de la serie negra, en donde la trama lo que hace es revelar las relaciones entre el poder y el dinero, los mecanismos oscuros de la justicia, las mafias y los intereses políticos y económicos. Amar Sánchez también destaca que en estos textos, al contrario de la vertiente policial clásica, no hay un regreso a un orden quebrado por la injusticia: el orden mismo es la injusticia, es una pesadilla ante la cual no hay protección.

Apuntes sobre literatura argentina y violencia: Saer y la mirada fragmentaria.

Antes de hacer una lectura de los textos de Saer que leímos en el programa, es necesario mencionar algunas características generales de su literatura que podrían encontrarse en casi todos sus textos.
De hecho, la obra de Saer es un conjunto de novelas, cuentos, poemas, que están todos relacionados entre sí, que comparten tramas argumentales y personajes, e incluso es muy difícil hablar sobre un libro de Saer sin hablar sobre todos los otros.
En principio, la literatura de Saer construye un lenguaje que indaga sobre cuestiones del lenguaje, sobre sí mismo. Hay muchas palabras que hablan sobre las palabras, y mucha literatura que habla sobre la literatura.
Una cuestión central sería la de la percepción: Saer se pregunta todo el tiempo sobre las posibilidades que tiene el lenguaje de percibir el mundo real. Es decir, si bien es una literatura que le da a las cuestiones formales una importancia extrema, no se trata en ningún momento de alejarse de la cuestión del realismo: más bien intensifica esta cuestión: la obra no evita la realidad sino que se pregunta todo el tiempo sobre la posibilidad de aprehenderla.
La pregunta crucial de la obra de Saer sería la siguiente: ¿se puede, mediante el lenguaje, acceder al conocimiento, aprehender el mundo? Todas estas ideas sobre el lenguaje, la percepción, el conocimiento, están sedimentadas en el lenguaje mismo de la literatura de Saer.
El problema de la percepción es que depende siempre de un sujeto, de modo que lo percibido siempre es parcial, fragmentario, discutible, o del todo falso.
Tomo dos observaciones que hacen Miguel Dalmaroni y Margarita Merbilhaá en un artículo que se llama “Un azar convertido en don”. Dicen que los principios de la obra de Saer invierten los de Proust. En En busca del tiempo perdido se sostiene la posibilidad de capturar el pasado mediante el recuerdo y a través de un discurso, la famosa escena de la magdalena. La literatura de Saer lo que hace es plantear la imposibilidad de esta captura. Y el texto cita un fragmento del cuento La mayor, que alude a esto explícitamente, diciendo:

“Y yo ahora, me llevo a la boca, por segunda vez, la galletita empapada en el té y no saco, al probarla, nada, lo que se dice nada”.


Otra cosa que observa este ensayo sobre la prosa de Saer es que tiende a la repetición y a la dilatación, y muchas veces el lenguaje se detiene en alguna unidad mínima de acción hasta el punto de desubicarla como eslabón de una cadena de sucesos. Yo creo que hay acá una especie de paradoja: se trata de una híper-percepción que, cuanto más minuciosa es, menos capacidad tiene de decir algo concreto sobre algo. Es como si la prosa de Saer fuera el lente de un potente microscopio, capaz de captar los mínimos detalles de algo, pero esta enorme capacidad de captación es lo que hace que el objeto se nos desintegre. Cuanto más de cerca se ve algo, menos se lo aprehende. Las cosas se ven o de lejos, pero convertidas en algo falso, o se las ve muy de cerca, para comprobar que es imposible tener una idea precisa de ellas.
Lo que se juega acá es el problema del conocimiento: se cuestiona la posibilidad de conocer, de saber qué pasó, de que exista efectivamente el conocimiento de algo. En el texto “En el extranjero”, Pichón Garay dice:

“Releyéndome, compruebo que, como de costumbre, lo esencial no se ha dejado decir”.

Estas indagaciones sobre el conocimiento, la percepción, suelen derivar en un pesimismo, en la idea de una vida absurda, sin sentido alguno. El final del texto “Algo se aproxima”, parece ser ilustrativo de esta tesis: le preguntan a Barco qué sentido tiene la vida y éste responde: “Ninguno, por supuesto”.

A la luz de estas características, la novela Nadie nada nunca se presenta como un texto que lleva al extremo los principios de la literatura de Saer.
Por empezar, podríamos decir que ya se encuentran en el mismo título: Nadie nada nunca es ya una negación de tres categorías fundamentales: la del sujeto, la del objeto, y la del tiempo. De modo que este título ya contiene la idea de esta obturación del conocimiento, de la percepción del mundo. También podríamos pensar que esto es paradójico: porque estas negaciones son a la vez afirmaciones: se afirma la negación, se afirma que estas imposibilidades son los principios contractivos de la ficción.
Ahora bien, Nadie nada nunca, como bien dice Sarlo en su artículo “De la voz al recuerdo”, escrito para La nación por la muerte de Saer en el 2005, es una novela política. Y esto nos lleva al eje del programa: de qué medios se vale una novela como Nadie nada nunca, con estas características, para ofrecer una mirada sobre la historia política, sobre la violencia política, concretamente, la de la dictadura de Videla, que es el contexto histórico de los personajes de Saer, y también uno de los motivos fundamentales de la trama.
Esta literatura, que dice que no se puede decir nada sobre nada, sin embargo dice algo sobre algo, y ese algo es la violencia de la dictadura. ¿Cómo lo hace? Desde luego que no lo hace directamente. Damos por descartado que todos los tópicos de un realismo convencional, vulgar, son desechados. Lo que hay es una mirada fragmentaria de los hechos, una intensificación de detalles, que no por ser detalles, ni por ser fragmentarios, son ineficaces para dar cuenta del todo, o menos efectivos que textos como Operación Masacre.
En principio, hay un componente alegórico: una matanza serial de caballos.
Esta matanza serial de caballos, a la vez que tiene que ver con los enigmático, lo absurdo, lo extraño de la obra de Saer, logra construir una mirada sobre la violencia política. La matanza de caballos, que además son destripados, nos hace pensar en una persecución política, en la injusticia, en la ferocidad que alcanza una maldad que parece ya no tener ni sentido: algo de eso hubo en el sistema de torturas de la última dictadura. Con estas torturas, y el epígrafe de la novela (Marcel Schwob) remite a la tortura, podemos pensar en esta maldad innecesaria, incomprensible. Pero la novela, de vez en cuanto, nos aclara que esta matanza tiene que ver con los problemas políticos de la dictadura. Marqué algunas citas claves sobre esto:

En el capítulo VII, alguien opina que estos actos criminales los hacía la policía para tener un pretexto que le permita encarcelar a algunas personas que no están de acuerdo con el gobierno. Otros dicen que se debe a que algunos revolucionarios andaban por la costa haciendo maniobras y los mataba por accidente.

Vemos que, aunque se alude al tema político, se mantiene el misterio, la falta de claridad sobre los hechos, la multiplicidad de percepciones y puntos de vista.

Más citas:
Leemos en el capítulo X: “Simone, el encargado de la Agencia, charla con la secretaria. Tema: los caballos. Se trata, según Simone, de una maniobra del gobierno destinada a justificar desplazamientos misteriosos del ejército y de la policía”.

Luego, tenemos a un panadero, uno de los dueños de los caballos asesinados, que no quiso hacer la denuncia porque opinaba que “toda la historia de los caballos era pura política”.

En otro momento se dice que estas matanzas generaron en la sociedad un clima de sospechas y desconfianzas. En el capítulo II leemos: “El vecino de años, el padre o el hermano, el amigo de la infancia, se volvieron de golpe sospechosos”.
Finalmente, desde la perspectiva del bañero, tenemos al siguiente cita: “Ha de haber, responde el bañero, mucho de política en todo eso”.


Que se nos sugiera todo el tiempo que la historia de los caballos muertos tiene que ver con la política es como que se nos diga, más concretamente, que Nadie nada nunca es una novela que, pese a esta versión fragmentada, pesimista, que se plantea la imposibilidad de representación, es una novela sobre la dictadura y sobre la violencia estatal.
Es significativo que el comisario muerto por los guerrilleros se llame justamente Caballo: acá podemos pensar que la muerte de los caballos son un aviso, una señal, de la muerte de un torturador por los subversivos. De hecho podemos pensar las dos cosas: la matanza de los caballos puede aludir a las matanzas del Estado, con esta violencia innecesaria, casi inverosímil, o a la matanza que hacen los subversivos contra los militares, simbolizados en éste que se llama Caballo, el Caballo Leyba.

En cuanto a esta manera que tiene Nadie nada nunca de representar la violencia política de la última dictadura, yo pienso que se puede comparar con Cuerpo a Cuerpo de David Viñas.
En principio, ambas novelas fueron publicadas en México, durante el exilio de sus autores, la de Viñas en el 79 y la de Saer en el 80; y ambas tuvieron una limitada y complicadísima recepción. Y las dos comparten, a su manera, este recurso de representar la violencia mediante recursos formales, sobre todo mediante una visión fragmentada que ofrece muchas complicaciones de lectura, y que cuestiona la posibilidad de la totalidad. Antes que nada, habría que hacer una salvedad importante: si bien se puede decir, con respecto a Cuerpo a cuerpo, que es el contexto histórico lo que condiciona este tipo de lenguaje, en Saer esto no funcionaría de igual modo, porque ya dijimos que estas características de fragmentación no son exclusivas del contexto histórico de la dictadura: atraviesan la obra de Saer durante cuarenta años. Mientras que Cuerpo a cuerpo es una novela que no se parece a las demás del autor. Sin embargo, analizándolas en sí mismas, es significativo que sean del mismo año y que utilicen recursos similares. En las dos novelas el lector tiene que reconstruir la trama mediante los fragmentos dispersos que le ofrece la escritura.

Para hablar del tipo de representación fragmentaria de la violencia que hace Viñas en Cuerpo a Cuerpo y Saer en Nadie nada nunca ame parece interesante comentar algunas observaciones que hace Julio Ramos en Desencuentros de la modernidad. Julio Ramos lo que hace es leer los modos de representación de lo latinoamericano, y se pregunta qué es Latinoamérica, respondiéndose que Latinoamérica es, ante todo, un campo de lucha producido por una serie de discursos intelectuales, textos. De modo que América Latina es, ante todo, un concepto, no es un campo organizado que existe antes de las miradas que quieren representarlo. ¿A qué se debe esta importancia tan acentuada de la representación textual de la identidad americana? Se debe a la violencia histórica en tanto un elemento característico del espacio latinoamericano, un espacio traumático, desfigurado, conquistado, atacado continuamente. América Latina, debido a su violencia, es un cuerpo descoyuntado y descompuesto por la violencia histórica, un cuerpo enfermo que necesita un discurso que lo organice, que articule textualmente, en una totalidad, todos sus órganos que en la realidad están dispersos. Ante un espacio social quebrado, desarticulado, inmaduro, es necesario un discurso coherente que construya esta identidad como un todo concreto. Esto es lo que lee Julio Ramos en los textos de Martí, sobre todo Nuestra América. Martí, a la hora de hablar de América Latina, necesita servirse de una retórica impecable, definir un estilo coherente y abarcador capaz de juntar y articular las partes desmembradas del continente: necesita hacer el poema de la identidad latinoamericana. Se define así un discurso que habla de la identidad, es decir, de la totalidad: ante la violencia histórica que destruye el territorio latinoamericano cortándolo en pedazos, los textos lo que hacen es rearmar este cuerpo, representar la totalidad que la realidad destruye con la violencia.

Si quisiéramos definir el tipo de representación que hacen Viñas y Saer de la violencia histórica en Argentina, de la violencia estatal, bastaría con pensar que hace todo lo contrario. Aníbal Jarkowski, en su artículo sobre la novela (Sobreviviente de una guerra; enviando tarjetas postales), dice que Cuerpo a cuerpo expone un modelo narrativo que cuestiona los grandes relatos históricos o filosóficos que intentaron versiones sobre la totalidad de lo real, y lo mismo se puede decir de Nadie nada nunca. La experiencia trágica de la última dictadura militar hizo imposible una representación de la totalidad. Ante esto estas dos novelas usan como estrategias la fragmentación discursiva. En lugar de hacer una novela de la totalidad, lo que hacen es exponer el cuerpo quebrado, los fragmentos, los pedazos de un cuerpo, la historia argentina, tal como están, desmembrados y poco articulados, debido a la violencia política.
La estructura misma de estas dos novelas, algo caóticas, desordenadas, llenas de referencias difíciles de recuperar, las dificultades que presenta la lectura: todo esto da la idea de ese cuerpo descoyuntado por la violencia estatal que es la argentina de los años setenta.

Apuntes sobre literatura argentina y violencia: Roberto Arlt y la modernidad.

La literatura de Arlt, autor considerado como el creador de la moderna novela urbana, es frecuentemente analizada como un nuevo tipo de estética y de temática que tiene que ver con el mundo de la gran ciudad, la alienación del individuo, la incorporación de escenarios y saberes tecnológicos, el expresionismo, la conformación de un campo literario opuesto al prestigioso, etc.
Sin descuidar estos matices, yo decidí hacer una lectura que entra en lo profundo de la cuestión de la modernidad, la modernidad en la amplitud de su concepto tal como lo define Berman Marshall en Todo lo sólido se desvanece en el aire. Resumidamente, para Marshall la modernidad es un proceso histórico que, básicamente, tiene que ver con una experiencia de la ciudad que incluye los nuevos modos de producción, la fe en el progreso, el imaginario tecnológico, los grandes descubrimientos de las ciencias, pero sobre todo la nueva experiencia de un sujeto urbano, convulsionado por todas estas experiencias. La década del veinte y del treinta son, en Buenos Aires, las de una modernidad periférica, tal como analiza Sarlo. Pero es interesante, siguiendo a Marshall, pensar la modernidad como un fenómeno que se constituye sobre una base de crisis constante que, a la vez que promete todo tipo de aventuras y transformaciones, amenaza con destruir todo lo que se tiene.
Frente a la incontrolable vorágine de construcción y destrucción simultánea y permanente, el sujeto que experimenta la modernidad es revolucionario y conservador a la vez; un hombre que, ante las nuevas experiencias, asume tanto un carácter vitalista como una sensación de angustia y de temor debido al nihilismo y a la desintegración del orden tradicional que estas nuevas experiencias producen. El sujeto moderno se caracteriza por la imposibilidad de captar y abarcar las potencialidades del mundo moderno sin entrar en lucha contra ellas en un juego que comprende tanto la fascinación como el aborrecimiento. Entrar en la modernidad es entrar en un mundo de tensiones y de contradicciones, de fascinación y rechazo simultáneos.
La mayoría de los personajes de Arlt podrían ser leídos desde esta óptica. Silvio Astier, por ejemplo, es un personaje que se caracteriza por un estado bipolar de optimismo y pesimismo, un estado de ánimo que pasa de la grandeza a la angustia: luego de intentar suicidarse, dice “y sin embargo, vida, eres linda”. Y aquí es donde entran en juego dos tópicos del universo arltiano: la angustia y la violencia. En Los lanzallamas la angustia se representa como un cilindro de acero entrando en la masa de su cráneo: de modo que vemos que la angustia es lo mismo que la violencia, en tanto algo generado por ella. El carácter urbano de esta angustia y de esta violencia es explícito: en el díptico arltiano la ciudad es un infierno o una cárcel, es la cuna de todos los males, y los sentimientos de angustia y de violencia se materializan, se expresan con metáforas e imágines tan materiales como los arcos voltaicos, las planchas de acero, o la zona de angustia:

‘Sobre el nivel de las ciudades, a dos metros de altura existe una zona de angustia’: “Esa zona de angustia, era la consecuencia del sufrimiento de los hombres y como una nube de gas venenoso se trasladaba pesadamente de un punto a otro, penetrando murallas y atravesando los edificios sin perder su forma plana y horizontal”.

La angustia y la violencia pueden entenderse como las consecuencias de este estado desquiciante: el sujeto urbano, convulsionado por estas contradicciones constantes, puede hundirse en ellas mediante la angustia o escapar de ellas mediante la violencia. Hay una oscilación constante entre ser una víctima de la ciudad, o ser su victimario: un oprimido de la vida puerca, o un superhombre que toma el poder mediante una sociedad secreta. Lo que no hay es escapatoria; ninguno se va al desierto como al menos alguna vez pudo hacer el buscador de oro: todos los personajes de Arlt están atravesados por la violencia urbana, y ante esta violencia se puede ejercer una violencia mayor o perecer, pero es imposible la indiferencia. Berman Marshall analiza estas contradicciones y turbulencias, propias del sujeto urbano, en Marx, Goethe, Rousseau, Baudelaire. Y yo diría que el personaje del Astrólogo sería una exasperación de este tipo de sujeto, una caricatura literaria de este hombre moderno: todas las tensiones de la modernidad confluyen en sus discursos, un discurso que, entre lo fascista y lo bolchevique, lo industrial y lo esotérico, lo libertario y lo opresor, finalmente derivan en una ensalada que ni dios entiende, y no es más que una promesa de vitalidad violenta que se le ofrece a los angustiados, a los pisoteados por la alienación urbana.
Esta crisis del sujeto es la columna vertebral de la obra de Arlt, y se representa en toda su amplitud, más allá de lo político o ideológico: se representa con una gravedad metafísica. De hecho la crítica vio en la literatura de Arlt un equivalente argentino del expresionismo alemán, un movimiento que se caracteriza por representar un espíritu inconformista mediante un individualismo exacerbado, más acorde a las exigencias de un mundo moderno que el impresionismo, o que el mero realismo naturalista en el que Arlt nunca pudo encasillarse. Una característica del expresionismo es que los acontecimientos son menos importantes que una intimidad caótica signada por la represión y la frustración. Esta exaltación del yo lírico nace de una necesidad: es una explosión del individuo ante el ahogo que siente su personalidad en el contexto de una modernidad deshumanizada. Oscar Masota, desde un criterio más existencialista, habla del malditismo: el personaje de Arlt la acción mala es el medio de salir de la angustia de la vida, se trata del asesinato de Rascolnicov que, para ser Napoleón, tiene que matar a una vieja usurera.
Simmel habla del urbanitas, en tanto un sujeto urbano que, ante la violencia de estímulos propia de la ciudad, termina caracterizándose por el “acrecentamiento de la vida nerviosa”, y su obsesión es la de “conservar su autonomía y la peculiaridad de su existencia frente a la prepotencia de la sociedad”. ¿Cómo se sale de esta prepotencia de la sociedad, de este conflicto? En Arlt, excéntrico, Sarlo dice que hay que matar a alguien o suicidarse, las dos opciones de Erdosain, finalmente cumplidas. Ante la crisis de todos los valores, el hombre angustiado de las ciudades no tiene otra escapatoria que la violencia: hay que suicidarse o hacer la revolución. También podríamos aquí hablar de la ensoñación violenta, estos sueños de destrucción, asociados al imaginario bélico de las guerras mundiales, que serían una vía de escape que encuentra el individuo ante la alienación social.
Sarlo dice que Arlt es un excéntrico porque su literatura mezcló lo que no se había mezclado antes: la novela del siglo XIX, el folletín, la poesía modernista y el decadentismo, la crónica periodística y los saberes técnicos. Es un concepto paradójico el de excentricidad, ya que podría ser excéntrico más bien el personaje de Don segundo sombra: Arlt sería un excéntrico por hacer lo más adecuado a su tiempo, es decir, ubicar a la literatura en la línea de la temática urbana en Buenos Aires, la gran ciudad.


Apuntes sobre literatura argentina y violencia: Raúl Gonzáles Tuñón y la violencia revolucionaria.

Tuñón es un poeta que escribió durante toda su vida más de veinte libros y que presenta la faceta del vanguardista, el viajero, el internacionalista, el porteño, el político, el periodista, todas ellas cruzadas de algún modo, y muchas veces simultáneas. Si elijo, para cumplir con la propuesta del programa, el eje de la violencia, el libro Todos Bailan resulta ideal.
En la década del treinta aparece en la poética de Tuñón una violencia que es clasista, progresista e ideológica.
Quisiera comentar tres citas de Todos Bailan. Una es un verso del poema “Canción de un revolucionario chino” que dice: “Estoy alegre y manchado de sangre”. Otra es un verso del poema “Historia de veinte años” que dice: “Todavía Gandhi, el viejecito cretino, predica la desobediencia pasiva”. Y finalmente los dos últimos versos de Contra, que no está en Todos bailan por motivos judiciales, y dice:

“Yo arrojo este poema violento y quebrado
contra el rostro de la burguesía”.

Creo que en estos versos que cité está la clave: hay una violencia necesaria que nos hace pensar en autores como Sorel. Esta es una violencia humanitaria, casi filantrópica, porque termina con un mundo injusto, el mundo burgués, y construye el comunismo, el mundo obrero. Hay que celebrar la violencia, exaltarse ante una bomba que mata a la nobleza europea, atacar a los millonarios.
La poesía tiene que participar de este proceso histórico que se considera inevitable. La creencia y el optimismo de un futuro comunista es esencial, dentro del contexto histórico de Tuñón, para comprender esta violencia. Beatriz Sarlo, por ejemplo, dice que el fundamento de esta poesía radica en la certeza sobre la revolución y el convencimiento de que ya existe una patria para el socialismo. En La calle del agujero en la media ya se anuncia cierto tipo de deslizamiento que es un tránsito desde una poética popular, marginal, todavía con resabios modernistas y baudelaireanos, a una poética claramente ideológica y comprometida: de poemas como “Marionettes”, donde prevalece la forma de la canción, y puede haber todavía un yo lírico en primera persona, pasamos a poemas como el Blues de los pequeños deshollinadores, en donde los personajes marginales, vendedores, ladrones, tienen ya que convertirse en revolucionarios y confluir en una voz colectiva que es la de la clase: acá vemos la violencia clasista, la violencia de clase contra clase que aparece mucho en la revista Contra. Como dice Viñas: acá salimos de los puertos y de las cafeterías para ingresar en las trincheras. También dice Viñas que en este momento sucede un desplazamiento desde el yo al nosotros. En el prólogo a La rosa blindada Tuñón define un poco esta propuesta poética: dice que el poeta tiene que ser un revolucionario, que no puede ser neutral en los momentos de grandes transformaciones. De hecho hay muchos poemas, como todos los de La muerte en Madrid, que son versos escritos al pie de los acontecimientos, con una clara voluntar de intervención política e ideológica, lo cual influye en el estilo, por ejemplo cierto uso de metro popular, rimas, juicios de valor, un ritmo de himnos, alusiones a temas de la coyuntura actual, como el de los nueve negros. Es una poesía más adecuada para ser leída, tiene un tono oratorio que la hace apta para ser leída en voz alta en un contexto de lucha.
Hay que hacer poesía revolucionaria, y esto implica considerar que el poeta es un hombre de acción, que hace su arte con la vida y lo usa para transformar la vida. Es una mezcla de Marx y de Rimbaud. No se plantea que para esto tenga que haber una estética determinada, como podría ser el realismo socialista. El poeta revolucionario no tiene que descuidar la técnica. De hecho es interesante ver que pese a esta funcionalidad política, Tuñón en ningún momento abandona los recursos estéticos de sus primeros libros: lo que hace es ideologizarlos. La persistencia del personaje Juancito caminador puede ser una manera de observar esta cierta línea de continuidad, ya que atraviesa sus poesías. Y además establece los principios: en Todos Bailan dice “yo trabajo con toda la realidad”, y esto incluye el sueño, la esperanza, el inconsciente: se plantea una estética que va más allá de un realismo superficial.
Isabel Stratta, por ejemplo, dice que hay dos orientaciones en la poesía de Tuñón, una romántica y bohemia, y otra vanguardista, y que las dos se fusionan. A partir de Todos bailan esta fusión se ideologiza. Ya en sus primeros libros Tuñón había expresado la vida marginal arrabalera, el desacomodo del inmigrante, la denuncia a un sistema opresor. Trabaja, como Borges, en las orillas, es “el otro poeta del suburbio”. Pero como dice Viñas, Borges es con quien más coincide y con quien más polemiza. Para Borges las orillas es un espacio criollo, nostálgico y tradicional, mientras que para Tuñón es el lugar de la inmigración, de la injusticia de la ciudad, de la ilegalidad. Borges ilumina patios y Tuñón puertos. Estos marginales de las orillas son los que en Todos Bailan tendrán que ejercer la violencia contra el capitalismo, y se internacionalizan. El vitalismo de Tuñón, que ya estaba presente en Violín del diablo, se convierte en optimismo político: hay que seguir a la masa y plantear la revolución como la poesía misma, y la revolución es violenta. Todo tiene que ajustarse y comprometerse con esta violencia: las técnicas vanguardistas, el saber del viajero, la marginalidad popular y la vida de los poetas.

Apuntes sobre literatura argentina y violencia: Juan Martini y la serie negra.

El Agua en los pulmones (1973), y El Cerco (1977), de Juan Martini, se caracterizan por trabajar con los recursos de la novela negra, una derivación del clásico relato policial inglés. La serie negra fue revalorizada en la década del setenta por cuestiones sociales y políticas. Claudia Gilman analiza la política como un parámetro de legitimidad para la producción textual de la época: es ella la que le dará sentido a la producción cultural. La literatura empieza a concebirse como un recurso para cuestionar la realidad, para denunciar la violencia del poder e incluso para contribuir a la transformación de la sociedad. En este contexto, el policial clásico empieza a perder el sentido y se exploran nuevas formas que permiten incluir la cuestión social: la novela negra, que había tenido su origen en el hard boiled norteamericano. Si bien Martini no hace un uso estricto de estos recursos, Según Piglia, la novela negra introduce en el género una variante que toma como centro la motivación social: el crimen se convierte en un espejo de la sociedad. Mientras que en la novela clásica el crimen es un problema matemático, un juego intelectual resuelto por un racionalista, en la novela negra el crimen es el núcleo de la sociedad, aquello que determina las relaciones de poder entre los integrantes de la misma. La figura del detective, lejos de aquél inmaculado héroe racionalista que Borges y Bioy habían representado en un hombre que resolvía todo sentado en su silla, es en la serie negra un individuo que transita el espacio corrupto de la política y la economía de la sociedad capitalista, y no sólo puede ser incapaz de resolver un hecho sino que por momentos es superado por las circunstancias y se encuentra sin saber qué hacer. Simón Solís, el protagonista de El agua en los pulmones, se ve enredado en un episodio que involucra empresarios, matones, abogados y políticos. En un momento le dicen que no es más que un hombre solo que apenas puede romperse las uñas arañando la superficie de las cosas. Es uno más de los eslabones de una sociedad corrompida que solicita sus servicios a favor de ciertos intereses que terminan siendo el verdadero enigma de la trama: para quién trabaja, para qué lo están usando. Su peripecia en esta trama llena de intereses opuestos y corrupción es el núcleo de una novela que, a través de los recursos de la serie negra, representa una jungla social donde lo enigmático no es más que el modo en el que se desarrolla la corrupción entre los políticos, los empresarios y la policía.
Según Piglia, la policial inglesa presenta un enigma lógico que se resuelve mediante una secuencia igualmente lógica de análisis por parte de un intelectual, mientras que en la novela negra el único criterio es la práctica: el investigador se lanza ciegamente a los acontecimientos y su labor va a la par de los crímenes que se van produciendo. En efecto, Solís no sabe bien cuál es su misión al llegar a Rosario; sólo tiene que cumplir con instrucciones ambiguas, involucrarse en una serie de hechos misteriosos. En un momento le dice a Lina que a veces no sabe cuál es el próximo paso a seguir. La situación que lo envuelve se va aclarando paso a paso, mientras va descubriendo los hechos y mientras se suceden las muertes: las conflictivas relaciones entre un empresario, Iglesias, y su abogado, Ferrer, en el marco de un negocio con una empresa extranjera que requiere la corrupción política con un funcionario a la hora de adquirir terrenos dentro de un juego de alianzas y traiciones. Mediante la serie negra esta novela representa las relaciones de poder de la moderna sociedad capitalista cuyo único fundamente es el dinero. Según Piglia, hay en este género una retórica materialista que hace que el dinero, en su relación con la ley, tenga un papel protagónico: el negocio con la empresa Jefferson, las coimas a porteros y mozos, los asesinos a sueldo. Es un mundo donde los policías, lejos ya de ser los emisarios del bien, pueden ser más inmorales e inescrupulosos de los delincuentes, tal como el personaje de Vargas: un personaje de pasado marginal que pasó de una organización de juego clandestino a la policía, que trabaja por su cuenta gracias a una carrera debido a sus contactos con “rufianes, traficantes de droga, jugadores, rateros”. Una idéntica red entre empresarios, abogados y custodios policiales determina la trama de El Cerco. También aquí será la custodia legal de un empresario poderoso la responsable de la primera muerte: un hombre inocente, “un pobre tipo” que se acercó demasiado al poderoso empresario.
El dinero, base de las relaciones capitalistas, es quién legisla la moral y sostiene la ley: el poder del señor Stein deriva de su solvencia económica. Al contrario del policial clásico, en la serie negra el orden no se reestablece nunca. Según Ana María Amar Sánchez la serie negra, lejos de la cosmovisión burguesa de la serie clásica, pone su acento en la relación entre delito y sociedad: en este caso, los asesinatos de Ferrer y Vargas, a causa de intereses económicos, o el asesinato de Ferrero. La justicia es imposible porque la injusticia es constitutiva del sistema y del orden: el crimen es un producto social perpetrado por sus autoridades. Al contrario del dejo conservador del policial clásico, en donde el crimen se resuelve, el culpable se atrapa y se reestablece la confianza en el sistema, en la novela negra la cotidianeidad misma del orden es una pesadilla que precisa del crimen para sostenerse. En El Cerco hay un enigma que es aquello que amenaza el sólido mundo de un poderoso empresario: “El señor Stein, conmovido, sabe que la normalidad fue interrumpida, que el circuito se altera y de pronto se reestablece”. Sin embargo, la normalidad no será restablecida nunca: el enigma se hará cada vez más intenso hasta darnos la imagen de un hombre abatido, indefenso, esperando el desenlace. Tampoco en El Agua en los pulmones hay resoluciones, y el hecho de saber la verdad sólo le sirve a Solís para cobrar diez mil dólares por responder unas preguntas a una de las partes del conflicto, un conflicto en el que todos los personajes, empresarios, policías y políticos, están dispuestos a corromperse y transgredir la ley. En ambas novelas el dinero es la sustancia de una sociedad regida por relaciones arbitrarias de un poder que, para mantener sus intereses, recurre inevitablemente a la violencia. La filosofía de la vida del protagonista de El Cerco, que podría ser una metáfora del poder, puede resumirse en esta frase: “Vivo como quiero. Lo demás no me interesa”. Sin embargo será todo lo demás, es decir, el mundo que se agita más allá de su universo de edificios y custodios, aquello que empieza a perturbarlo, a atacar su poder mediante otro poder igualmente agresivo. Esta lucha de poderes, esta violencia que, según Sorel, es algo inevitable en la sociedad, y que sólo puede enfrentarse con más violencia, es el centro mismo del enigma: la violencia social representada por los recursos del policial negro. A través de estos recursos Martini reflexiona sobre la arbitrariedad del poder, sobre la violencia que subyace al mismo en el seno de la sociedad: el intruso le pregunta a Stein cuantos pordioseros maltratan sus hombres por día. Esta fortaleza de Stein (esta riqueza que le permite vivir como quiere, que le proporciona el lujo de ordenar a sus sirvientes que llenen de agua limpia una pileta en invierno), está sostenida por hombres armados que no vacilan en matar a “un pobre tipo” como Ferrero. Sin embargo, se trata de un poder que se ve desafiado por otro poder que parece dar la clave filosófica de la novela, el mensaje que de algún modo resuelve el enigma: “El poder, señor Stein, suele ser un acto de violencia”. Por su parte, el protagonista de El agua en los pulmones, que por momentos encarna la figura del hombre leal según el retrato del detective con honor definido por Chandler, también decide enfrentarse al poder al rechazar la oferta de Iglesias, trabajar por su cuenta, y comprometerse con la suerte de Mariano: sus actitudes le traen la tortura y lo convierten en una víctima.
En el contexto de la dictadura argentina, estas novelas, a la vez que representan la corrupción social en las sociedades capitalistas, puede sugerir tanto la posibilidad de morir por manos del poder, por parte de quienes se atreven a enfrentarlo, como la amenaza revolucionaria contra los detentores del poder económico, entre ellos los grandes empresarios burgueses.