martes, 4 de noviembre de 2008

Buenos Aires y la poética urbana de los años veinte.


Vengo de Buenos Aires, digo a mis amigos desconocidos,
de Buenos Aires que es tres veces más grande que París,
y tres veces más pequeña.

Raúl Gonzáles Tuñón.


Un proceso recorre Europa: el proceso de la modernidad.

En sus estudios sobre la poética de Baudelaire, Walter Benjamin describe una escena estremecedora: varias personas desconocidas, en un espacio cerrado, deben pasar un tiempo considerable mirándose unas a otras sin intercambiar palabras.
Esta situación cotidiana, la circunstancia de un grupo de pasajeros que comparten un vagón de un tren o un par de butacas en un autobús, sólo puede comprenderse como estremecedora si tenemos en cuenta que las formas de vida propias de la modernidad, un proceso político, económico y cultural ya cristalizado en las grandes ciudades del siglo XXI, ha debido ser en un principio una experiencia inédita que conllevaba todo tipo de sobresaltos: “la multitud de la gran ciudad despertaba miedo, repugnancia, terror en los primeros que la miraron de frente[1]”.
¿Qué es una ciudad? La ciudad, como cualquier fenómeno social, tiene su historia y, dentro de su historia -explícita o implícitamente articulada con una coyuntura de fenómenos políticos, culturales y económicos-, la vemos en su estado de apoteosis en tanto el espacio que hace posible un fenómeno que, como ella, establece los límites entre viejas y nuevas formas de percibir la realidad: la modernidad.
Si bien la modernidad es un proceso extenso y de largos siglos de evolución, podríamos considerar que las grandes ciudades son el resultado más representativo de su especificidad y que consolidan su presencia a partir del siglo XIX: no es posible entender la modernidad sin entender la ciudad, ni tampoco lo contrario. Reflexionar sobre la modernidad es, al mismo tiempo, comprender la ciudad.
¿Qué es la modernidad? Ante todo, una nueva manera de vivir, y con ella de sentir el tiempo y el espacio, la relación con los otros y con uno mismo. Hay modernidad, una nueva forma de realidad sociocultural, en tanto que hay un hombre nuevo, el hombre moderno. ¿Y cuáles son los nuevos fenómenos que, produciendo la modernidad, producen al hombre moderno? Básicamente, el inventario de fenómenos que articulan aquello que delimitamos como la modernidad comprenden los nuevos modos de producción propios de la revolución industrial, el acento en el valor del sujeto humano como individuo y ciudadano a partir de la Revolución Francesa, una fe en el progreso escudada en los recursos proporcionados por los grandes descubrimientos de las ciencias, los sistemas masivos de comunicación, la consolidación del capitalismo en tecnificadas sociedades de mercado, la definición de los estados nacionales con la impronta de un afán expansionista y, por supuesto, las grandes alteraciones demográficas junto a la emergencia de las grandes metrópolis habitadas por complejísimas multitudes urbanas.
Este proceso vertiginoso, sacudido siempre por cruciales transformaciones, produjo en los sujetos sociales que lo experimentaron como novedad todo tipo de tensiones. Berman Marshal, en uno de los estudios más interesantes sobre el proceso, describe a la modernidad como “una vida de paradojas y contradicciones[2]”.
La modernidad parece constituirse sobre una base de crisis constante que, a la vez que nos promete todo tipo de aventuras y transformaciones, amenaza con destruir todo lo que tenemos. Frente a la incontrolable vorágine de construcción y destrucción simultánea y permanente, el sujeto que experimenta la modernidad es revolucionario y conservador a la vez; un hombre que, ante las nuevas experiencias, asume tanto un carácter vitalista como una sensación de angustia y de temor debido al nihilismo y a la desintegración del orden tradicional que estas nuevas experiencias producen. Marshal observa este fenómeno en las grandes personalidades que han desarrollado sus producciones culturales durante el proceso de modernización; tanto en Marx como en Nietzsche, en Rousseau como en Baudelaire, ya se trate de poetas, filósofos o historiadores, los espíritus modernos se caracterizan por una imposibilidad de captar y abarcar las potencialidades del mundo moderno sin entrar en lucha contra ellas en un juego que comprende tanto la fascinación como el aborrecimiento. La ciudad, espacio por antonomasia condensador de este proceso modernizador, produce un ciudadano con características tan peculiares con respecto a una etapa premoderna que, desde una perspectiva ya casi antropológica, teóricos como Simmel lo han estudiado bajo el rótulo específico del urbanitas.
El espacio de las grandes metrópolis, un espacio que somete a los individuos a un histérico ataque de estímulos, a un ininterrumpido intercambio de impresiones internas y externas, produce un tipo de hombre, el urbanitas, que se caracteriza por un “acrecentamiento de la vida nerviosa[3]”. Al contrario del hombre de campo que, en un espacio vital más lento y regular, logra mantener con las cosas y con las personas de su entorno una relación directa y afectiva, hasta el punto de conocerlas en su historia y especificidad, el habitante que produce las grandes metrópolis, incapaz de reconocer la singularidad de cada uno de los miles de fenómenos y estímulos que lo acosan en una multitud convulsionada, sólo puede sobrevivir mediante una relación fríamente intelectual; sólo puede reaccionar mediante un entendimiento neutralizador y objetivo ante la realidad urbana que lo acosa. Esta racionalidad no es más que una protección de la vida subjetiva ante la violencia de la gran ciudad, y sus mecanismos psicológicos están estrechamente ligados con la economía monetaria. La economía monetaria procede con los hombres y las cosas como si fuesen números; el mercado, a su vez, opera sobre consumidores desconocidos que no entran en la esfera de los productores; el dinero, símbolo de la economía monetaria y del hombre moderno, es un valor de cambio que uniforma la diversidad de las cosas. Esta conducta psicológica del intelectualismo abstracto y frío, sumada a otras como la indolencia, el miedo, o una distancia espiritual proporcional a la estrechez corporal de las grandes ciudades, conforman para Simmel un individuo urbano que, producto y productor de la modernidad, se nos presenta como la expresión de un espíritu objetivo sobre la subjetividad de los ciudadanos hasta el punto de que el mayor problema de la vida moderna parte de la lucha que tiene que hacer el individuo por “conservar su autonomía y la peculiaridad de su existencia frente a la prepotencia de la sociedad”.
Evidentemente, el impacto de la modernidad sobre el sujeto que la experimenta tiene una magnitud tan considerable, tan radical, que resulta inevitable una reformulación de todos los campos políticos, culturales y estéticos: así como hay un nuevo tipo de hombre moderno, hay un nuevo tipo de arte moderno. La literatura, entendida como un discurso capaz de registrar la sensibilidad de una época, resulta sumamente interesante para reflexionar sobre la modernidad. La modernidad, con sus nuevos recursos tecnológicos en materia de imprenta, con la extensión del periodismo, la amplitud del alfabetismo y la conformación de un mercado editorial, da lugar a la formación de un campo propio para la actividad literaria, al tiempo que ofrece todo tipo de desafíos en cuando a los tipos de representación.
¿Qué lugar tiene la literatura en el espacio socioeconómico de las grandes ciudades de masas? ¿De qué modo la experiencia de este hombre moderno definido por Simmel encuentra su expresión literaria? ¿Cuál es la relación entre la ciudad y la literatura?

El proceso recorre el mundo: la modernidad en Argentina.

Es inherente al proceso de la modernidad la idea de su universalismo. La modernidad, “construcción de una imagen racionalista del mundo” según Touraine[4], se proyecta como un fenómeno global que todo lo ocupa, que todo lo conquista. Modernidad y capitalismo son dos modos de decir lo mismo: una nueva manera de producción y de explotación, un sistema expansivo de medios masivos articulado con sociedades de consumo, todo sumado a una nueva manera de percibir la realidad, constituyen fenómenos de un mismo proceso. Dentro del proceso modernizador que, en el marco de una geografía política, implica su expansión desde las metrópolis centrales hacia las zonas periféricas del mundo, podemos observar todo tipo de particularidades.
La modernidad, en sí misma un fenómeno atravesado de tensiones, se desarrolla en regiones como la de América Latina sumando a las tensiones características del proceso aquellas que derivan de la condición periférica de sus países: entre lo criollo y lo europeo, lo central y lo periférico, el capitalismo avanzado y el capitalismo subdesarrollado, la experiencia de la modernidad se introduce de manera contradictoria, disruptiva y a veces tardía en las regiones periféricas del capitalismo internacional.
Si bien la república Argentina, particularmente la ciudad de Buenos Aires, se suma de manera intensa a los procesos de modernización a partir del siglo XIX, recién a principios del siglo XX podríamos registrar, en los modos de vida porteños, una irrupción definitiva de la experiencia urbana de las grandes metrópolis modernas a nivel internacional, y uno de los lugares en donde mejor se registra esta experiencia es en la literatura.
La ciudad de Buenos Aires, escenario condensador de todo tipo de conflictos culturales, sociales e ideológicos, ha sido desde siempre una gran obsesión para la literatura argentina. A lo largo de su evolución, desde una ciudad mediocre y pampeana –tal vez uno de los centros más periféricos de la conquista española-, hasta convertirse en una gran aldea y, finalmente, en una de las principales metrópolis de América del Sur, Buenos Aires ha sido vivenciada de manera nostálgica, tradicionalista, fatalista, futurista, provinciana e imperialista. Su complejo y turbulento desarrollo, que se acentúa a partir del siglo XIX, ha dado lugar a todo tipo de sensibilidades y representaciones. El arquitecto e historiador Adrián Gorelik observa que en 1887, debido a la federalización de Buenos Aires, el gobierno de la provincia cedió al de la Capital una parte de su territorio. De cuatro mil hectáreas, ocupadas por cuatrocientos mil habitantes, la ciudad pasó a tener catorce mil hectáreas, convirtiéndose, después de Londres, en la segunda jurisdicción más extensa de la época[5]. Sin embargo, fue durante las primeras décadas del siglo XX cuando sucede en Buenos Aires un crecimiento espectacular, de dimensiones casi inéditas en la historia de las ciudades. Ezequiel Gallo observa que el período de transformación urbana que vivió Buenos Aires durante las primeras décadas del siglo XX fue de una magnitud tan impresionante que, al comparar el nuevo aspecto de la ciudad con el que presentaba apenas unas décadas atrás, pareciera que se tratase de dos países diferentes. Este proceso de modernización, sobre la base de un desmesurado crecimiento económico y una transformación poblacional casi inverosímil, afectó radicalmente el tamaño, las costumbres, la vida cultural y, sobre todo, la composición de la población: “Los alrededor de 2.000.000 de habitantes existentes en 1880, se convirtieron en cerca de 8.000.000 en 1914[6]”. En cuanto a la presencia de la inmigración, basta con decir que, hacia 1914, los inmigrantes representaban más del 60% de la población total. Estos cambios, a diferencia de otras regiones igualmente transformadas, se han dado en Buenos Aires en un período demasiado corto, de modo tal que, tal como afirma Beatriz Sarlo, quién tenía algo más de veinte años en 1925 podía observar diferencias tan radicales que muchas veces resultaban difíciles de procesar.
¿Cómo se acomoda la literatura a este período vertiginoso, conmocionado por grandes transformaciones que afectan el paisaje, los modos de vida y la sensibilidad?
Raymond Williams, en su estudio sociológico de la literatura inglesa del siglo XIX, se pregunta qué fue lo que dio lugar a que en sólo veinte meses, entre 1847 y 1848, se hayan publicado en Londres una serie de novelas que serían fundamentales para la literatura inglesa. La respuesta es que la novela, hija de la ciudad, se conformó como un género capaz de dar cuenta de una sensibilidad social, por entonces inédita, que comprendía la forma de vida en las grandes ciudades. En efecto, Londres era, para aquellas épocas, “el primer mundo predominantemente urbano en la historia de las sociedades humanas[7]”. Siete décadas más tarde, en pleno auge de la expansión de los procesos de modernización de los países centrales hacia la periferia capitalista, puede verse en Buenos Aires un fenómeno similar: según Gorelik, hubo pocos momentos en Buenos Aires en que la cultura remitiera tan directamente a las figuraciones urbanas para definir sus programas y manifestar sus conflictos. En las primeras décadas del siglo veinte, Buenos Aires empieza a ser el personaje principal de la literatura argentina: Gálvez, Arlt, Tuñón, y enteros conflictos estéticos como el de Florida-Boedo, empiezan a producir una literatura que explora las posibilidades de la experiencia urbana en una ciudad como un nuevo eje regulador de temáticas y estéticas, así sea desde la resistencia tradicionalista, vanguardista y revolucionaria, o dramáticamente oscilante hasta el punto de ya no representar una época sino vivirla de manera involuntaria.
En este trabajo se analizará la relación entre la literatura y la gran ciudad de los años veinte en base a la poesía de tres autores significativos de la época: Jorge Luís Borges, Oliverio Girondo y Álvaro Yunque.


Oliverio Girondo, 1922.

Al llegar a una esquina, mi sombra se separa de mí, y de
pronto, se arroja entre las ruedas de un tranvía.

Girondo.

En el año 1922 Oliverio Girondo publica su primer libro de poemas: Veinte poemas para ser leídos en el tranvía. A modo de añadido prólogo, escribe en París en diciembre de 1922: “poemas tirados en medio de la calle, poemas que uno recoge como quien junta puchos en la vereda”[8]. Antes del prólogo, antes de los poemas mismos, el título ya delimita el espacio eminentemente urbano de esta poética: el tranvía, la calle, la ciudad. La lectura en el tranvía prefigura, para un libro urbano, un lector urbano; nuevo modo de escribir y nuevo modo de leer resultan de un nuevo modo de vivir. La poética de Girondo, inscripta en un vanguardismo exaltado, provocador (declarando la guerra “a la levita con que se escribe en España”), experimentador y cosmopolita, registra sensibilidades y modos de percepción que provienen de la experiencia urbana de las metrópolis. Hay, en cada uno de estos poemas, aquél “acrecentamiento de la vida nerviosa” que propone Simmel, o aquél vertiginoso cruce de vidas, conflictos y destinos propios de una quebrada “comunidad cognoscible” que, según Williams, sólo puede hallar representaciones mediante los nuevos recursos que, inmersa en el proceso, va hallando la literatura[9].
Tal vez uno de los rasgos más eminentemente urbanos de este primer Girondo es el exaltado cosmopolitismo: Verona, París, Sevilla, Río de Janeiro, Mar del Plata y, por supuesto y recurrentemente, Buenos Aires, son los sitios en donde están fechados los poemas. Girondo, un poeta de Buenos Aires, es un poeta universal que arma su poemario con vivencias y paisajes de países, así como el Buenos Aires de los años veinte, conformado con una inmigración internacional, ofrecía en la calle un espectáculo alocadamente heterogéneo.
El mundo entra en Buenos Aires, y el poeta de Buenos Aires en el mundo.
La modernidad, en un proceso vertiginoso y acelerado, se expande hacia un espacio internacional a una velocidad que conmociona. Es justamente esa velocidad, esa rapidez con la que vuelan las imágenes de estos poemas de Girondo la que, como un tranvía, o como los ciudadanos que nos empujan en la apurada multitud, nos ataca cuando leemos los veinte poemas: edificios que saltan unos encima de otros, las hojas de los árboles desteñidas por el ruido de los automóviles, jardines derramados en cascadas de terrazas y transeúntes que se nos entran por las pupilas. El primer libro de Girondo es un poderoso registro del impacto de la modernidad; sus poemas, incorporando en su percepción elementos de la técnica y de la ciudad misma que se vuelve un cuerpo, ponen en una escena contemporánea la vivencia de la experiencia urbana, la velocidad, la simultaneidad, la pérdida de la subjetividad. El yo lírico, lejos de la nostalgia o la melancolía, parece figurar aquel urbanitas que, en términos de Simmel, recibe de la experiencia urbana un ataque tan radical que debe luchar para conservar su autonomía para no ser aniquilado por la sociedad. Hay de hecho en estos veinte poemas la figura de un cuerpo fragmentado, violentado, convulsionado que, empujado por una especie de mecanización, termina perdiendo tanto su subjetividad como la naturalidad de sus movimientos: un inglés que fabrica niebla con sus pupilas, ojos aceitados, senos de goma, mujeres que cierran las piernas para que no se les caiga el sexo. Los cuerpos se cosifican como mercancías de una economía cuyas diferencias son neutralizadas por la homogeneidad del valor de cambio del dinero; las cosas, a su vez, adquieren cualidades ficticias, y por momentos humanas: tabernas que cantan, sifones irascibles, autos afónicos, cañerías que gritan, kioscos que se tragan a las personas. La experiencia urbana de la modernidad pareciera no distinguir los seres humanos de las cosas: todo fluye velozmente por las calles de una ciudad violenta en dónde el sujeto, atacado por brazos, faroles, piernas amputadas, semáforos, cabezas flotantes, automóviles, no tiene más opción que la de dejarse llevar por una velocidad irrespetuosa que sólo deja sitio para la fugacidad del presente. Según Jarkowsky hay en la poesía de Girondo “el gozo de experimentar la evaporación del yo[10]”. El yo poético tradicional, ilusión de la libertad de un sujeto sometido a los mandatos de la razón, la moral, la religión y la ideología, se desvanece y lucha por reintegrarse en el torbellino de la modernidad, dando lugar a la máxima de Baudelaire, padre de la poesía moderna: “Sobre la evaporización y la centralización del Yo. Todo consiste en eso[11]”. La crítica literaria ha insistido en aquél “todo consiste en eso” de la primera época de Girondo: todo consiste en dejarse llevar por la experiencia urbana, y hallar en ella nuevos medios estéticos y temáticos para la representación. Graciela Speranza explica la importancia de lo visual en la poesía de Girondo como un rasgo característico de la experiencia urbana, y califica esta renovación perceptiva de cinematográfica: “Girondo reconoce en el lenguaje cinematográfico un enfoque inédito de la realidad[12]”. Este sería uno de los recursos que incorpora la poesía para captar la sensibilidad de una experiencia urbana inédita. Condiciones inéditas de vida producen condiciones inéditas de escritura: las vanguardias. Girondo es un vanguardista, y se pone a la vanguardia de la experiencia moderna con un canto celebratorio, incorporando en la poesía todo aquello que resulte útil para poetizar experiencias nuevas. Jorge Schwartz, en sus estudios sobre las vanguardias, encuentra en estos poemas de Girondo una nueva visión que se asemeja a la pintura moderna: mediante “los principios de montaje cubista, destinados a producir una perspectiva múltiple”, en los poemas de Girondo, los objetos aparecen flotando, entra el crisis el concepto de la perspectiva, los cuerpos se deforman y se geometrizan, y la técnica domina la cultura[13]. Contra todo lo permanente, contra todo lo trascendente, contra “el prejuicio de lo sublime”, los primeros poemas de Girondo celebran un presente absoluto, en donde el pasado, la nostalgia, la tradición y los valores se descomponen, se ridiculizan, entran en el círculo del mercado despojados de moral y trascendencia. Aquí se poetiza aquellas frases del Manifiesto Comunista en donde Berman lee la modernidad: lo sagrado es profanado, las creencias quedan rotas, y todo lo sólido se desvanece en el aire. En efecto, los Veinte poemas para ser leídos en el tranvía desacralizan constantemente todo aquello que antes fuera el material solemne de la cultura y de la poesía: la mujer (mujeres salobres, enyodadas), la religión (La virgen, sentada en una fuente, como sobre un bidé), la naturaleza (¡El mar! Con su baba y con su epilepsia). En la modernidad, en esta escena urbana mercantilista y tecnificada, empujada por la velocidad y la multitud convulsionada, no hay lugar para lo sublime.
Los poemas de Girondo, lejos del yo lírico y sentimental, se convierten en un ojo profano que Sarlo conceptualiza como “el ojo que ve el presente[14]”, un ojo sin historia y sin tradición, el ojo propio de la autosuficiencia de las cosas que, en el espacio urbano, no requieren de ninguna dimensión simbólica; un ojo propio del poema de la exterioridad que, a través de la percepción y jamás de los sentimientos, incorpora en la literatura un espacio desacralizado en donde todo está sujeto a un movimiento permanente.
Si, según Gorelik, recién en los años 30 se completa en Buenos Aires el ciclo de la modernización, reemplazándose una ciudad con restos del pasado por otra acabadamente moderna, la poesía de Girondo, literalmente vanguardista, se anticipa a lo nuevo, se apura a registrar la sensibilidad del vértigo metropolitano de una manera exaltada y voluntariosa, por momentos festiva.
La literatura es capaz de habitar una ciudad que está en potencia en la ciudad real, al mismo tiempo que otros, desde una perspectiva opuesta, tienden a producir textos que intentan, en el presente, habitar una ciudad pasada, horrorizados ante la fatalidad de que los únicos grillos que canten en Buenos Aires sean los de las canillas mal cerradas.


Jorge Luís Borges, 1923.

A mi ciudad que se abre clara como una pampa,
yo volví de las viejas tierras antiguas del Occidente
y recobré sus casas y la luz de sus casas

Borges.

En el año 1923, Jorge Luís Borges publica su primer libro de poemas, Fervor de Buenos Aires:

Yo soy el único espectador de esta calle;
si dejara de verla moriría[15].

La primera poética de Borges podría resumirse en esos dos versos: Borges recupera con su mirada una Buenos Aires que ya no existe, o que está dejando de existir irremediablemente.
El contraste entre el primer libro de Borges y el primer libro de Girondo reproduce en verso el contraste prosaico entre el Juguete Rabioso, de Roberto Arlt, y Don Segundo Sobra, de Güiraldes. Si las espectaculares transformaciones que ha vivido Buenos Aires en esos tiempos son de tal magnitud que, en comparación con pocos años atrás, pareciera tratarse de dos ciudades distintas, observamos que la literatura encarna este conflicto produciendo textos que, con una lectura desatenta, resulta difícil ubicarlos en la misma ciudad. En la misma década, Borges parece habitar una Buenos Aires distinta a la de Girondo. Dos miradas poéticas construyen, desde el mismo espacio, dos espacios diferentes. Hay en ambos el afán vanguardista, y la conmoción ante las transformaciones. Pero si en Girondo es explícita y celebrada, en Borges hay una fuga: Borges huye de la modernidad y se refugia en los suburbios que él llama “las orillas”, un entre-lugar entre el campo y la ciudad que pareciera estar muy lejos de las vertiginosas trasformaciones. El objetivo es recuperar la esencia de una ciudad tradicional en donde las cosas actúan como símbolos, y el pasado configura el sentido del presente.
Las madreselvas y el olor del jazmín, los jacarandás y acacias de la Plaza San Martín, la tierra mojada y el pastito precario que salpica las piedras de la calle, el almacén rosado, el silencio de la tarde y los caminantes solitarios que bajan la voz ante la memoria de sus mayores: esta es la Buenos Aires que existe en el fervor de la mirada de Borges, un fervor que magnifica la nostalgia y la dimensión cultural de un pasado histórico, un ojo que mira el pasado. No es extraño que el primer poema del libro sea La recoleta: el cementerio, la memoria de algo que ya no fue y que el poeta quiere resucitar. Girondo escribe en una mesa del Café-concierto rodeado de prostitutas, mientras Borges pasea por el cementerio y los arrabales rodeado de fantasmas. Ante un vanguardismo cinematográfico que se antepone al desarrollo mismo del cine, Borges construye un vanguardismo criollista en donde no hay lugar para las multitudes extranjeras que una ciudad real, como mucho, aparece en unos versos entre paréntesis:

(Y pensar
que mientras juego con dudosas imágenes,
la ciudad que canto, persiste
en un lugar predestinado del mundo,
con su topografía precisa,
poblada como un sueño,
con hospitales y cuarteles
y lentas alamedas
y hombres de labios podridos
que sienten frío en los dientes).

La multitud y los hombres de labios podridos están ahí, mientras Borges, que juega con dudosas imágenes, los pone entre paréntesis. Para que esta ciudad insufrible, la ciudad que es Buenos Aires en los años veinte, no ocupe el cuerpo central de un poemario, Borges sale a caminar a las orillas para encontrar, en los márgenes, la Buenos Aires de su mirada nostálgica; de este modo evita la Buenos Aires de la calle Florida y de La Boca que no quiere incorporar su literatura. ¿Qué significado tiene, en Borges y en la ciudad, el suburbio?
Los suburbios, partes integrantes, aunque rezagadas, de las grandes metrópolis en formación, adquieren diversos significados y reformulaciones. Según Gorelik, el espacio de la pampa era, para los primeros apologistas de la ciudad porteña (Sarmiento, Alberdi), la amenaza de una naturaleza bárbara que había que sofocar. La manera de hacerlo se materializó en una expansión urbana mediante el trazado de la cuadrícula: manzanas y manzanas que avanzaban regularmente poblando el espacio vacío. Sin embargo, a medida que la cuadrícula avanza en calidad de suburbios, comienza a convertirse en una metáfora de la pampa. La geométrica regularidad sin límites precisos, que imagina a la nueva ciudad como una prolongación lo más exacta posible a la existente, se convierte, por su ausencia de organicidad y su monótono paisaje, en un símbolo de la naturaleza que pretendía derrocar. Recién entonces la pampa aparece como un lugar incontaminado, una reserva de valores puros que, resignificado como emblema de la nacionalidad, ofrece una respuesta cultural a la necesidad de reconstruir una identidad frente al aluvión inmigratorio. Las orillas borgenas, pobladas por casas

diferentes e iguales,
miedosas y humilladas
juiciosas cual ovejas en manada,
encarceladas en manzanas

permiten la síntesis entre la modernidad y la tradición, la ciudad y la pampa, la sensación de eternidad: “el vanguardismo clasicista construye un barrio que se propone recuperar desde el suburbio la Buenos Aires blanca que añora la elite cultural, con su pobreza y su dignidad estética frente al caos ecléctico del cocoliche modernizador[16]”. En esta configuración de Buenos Aires, puede rastrearse lo que Piglia llama la ideología en Borges: una escritura “fundada en el pasado de sangre y en la estirpe, en el origen y en el culto a los mayores[17]”. La biblioteca de libros ingleses de su padre, y el linaje patricio de su madre, operan en Borges a la hora de construir una Buenos Aires que, eludiendo la muchedumbre inmigratoria, se refugia en un espacio tradicional y literario en donde tienen presencia la voz de los muertos; La recoleta, lugar de la ceniza de sus mayores, es para el poeta de 1923 el lugar de su propia ceniza, el espacio de una ciudad que es, en relación con el contexto, una contra-ciudad mitológica que, desde la literatura, desde la mirada de un poeta, se resiste al proceso de modernización que convierte a Buenos Aires en una metrópolis desacralizada.
En el número 18 de la Revista Martín Fierro, Borges escribe sobre la poesía de Girondo y dice: “Girondo es un violento. Mira largamente las cosas y de golpe les tira un manotón”. Más allá de las polémicas estéticas, podríamos decir que esa violencia de Girondo es, para Borges, la misma ciudad de Buenos Aires que Borges no ha querido ni podido escribir. En la cita, Girondo adquiere las cualidades de la ciudad que poetiza. Como Girondo, Buenos Aires es una violenta, y tira de un manotón la ciudad tradicional, la voz de los mayores, los almacenes rosados; la ciudad de Buenos Aires de los años veinte, violenta e irrespetuosa, es la experiencia misma de la modernidad ante la cual Borges decide negar ubicándose en las orillas.



Álvaro Yunque, 1924.

¿Bruma?, ¿lodo?: ¡El espíritu de la ciudad malvada!
Yunque.

En el año 1924, Álvaro Yunque publica su primer libro de poemas, Versos de la calle. Si Borges miraba una ciudad que recuperaba un pasado y Girondo una ciudad que anunciaba un futuro, Álvaro Yunque quiere mirar la ciudad en su presente y dar cuenta de sus conflictos:

Vagando por las calles solitarias y mudas
como venas exhaustas del tísico arrabal;
pensando en la miseria y el dolor que esconden
estas casuchas que me ven pasar.[18]

Inscripto en el ideologema Boedo, Yunque se desentiende de los vanguardismos, sean éstos criollistas o futuristas, y se hace eco de un arte social moralizante que, en palabras de Barleta, sólo podría considerar como una nueva tendencia al socialismo. Versos de la calle es un ojo que mira la miseria de la ciudad, la faz de leproso de la fachada de los conventillos, los trenes cargados de inmigrantes, los casuchones de lata, la crueldad de las fábricas, las ventanas de los hospitales y los arrabales hediondos de inmundicia:

Allí donde la urbe no llega todavía
o donde dejó algunas casitas olvidadas:
ranchos de paja y barro

El arrabal, lejos de ser el espacio en donde permanece una tradición y un pasado, es ocupado por las capas populares que, al igual que “Una familia de inmigrantes por la Avenida de mayo”, arrastrarán sus ropas pobres y sus ilusiones para “tan sólo dar con la miseria acaso”. Los habitantes de estos versos callejeros no son ni los viejos criollos de las orillas de Borges, ni los bólidos de brazos y piernas de los croquis de Girondo. En la poesía de Yunque las calles de Buenos Aires están llenas de lustrabotas, vendedores ambulantes, tísicas, tuberculosos, rameras. Es un nuevo escenario social en busca de sus nuevas formas de expresión artística: el tango, el teatro popular, el realismo social.
El poeta de Versos de la Calle, un caminante más de la ciudad que describe, se construye a sí mismo como una nueva voz literaria que proviene de un sector marginal de la ciudad, un sector que busca sus recursos estéticos y hace sus elecciones temáticas:

Yo, poeta sin dinero
esta mañana de estío;
me echo a andar por la avenida.

¿Qué ciudad nos muestran estos poetas sin dinero?
Los poetas sin dinero nos muestran la ciudad de las injusticias, la contratara de una modernidad que llevaba a cabo su proceso económico y político de expansión capitalista a costa de enormes contrastes e injusticias. Si Girondo celebra y Borges recuerda, Álvaro Yunque denuncia: denuncia las miserias de la modernidad, la falta de ética de aquél “enjambre negro de los hombres”, la mala administración de la política:

La muchedumbre de gringos
inmigrantes congestiona,
descomedida y gritona,
un andén de la estación;
y en otro andén, casi juntos,
la muchedumbre pacata
de ricos va a Mar del Plata.
¡Qué mala administración!

Si, por un lado, la modernidad produce en el poeta callejero la exaltación ante los cables de luz eléctrica que

dan vigor y movimiento y vida
de púgil macho a la ciudad moderna

por otro lado produce la reprobación ante la inhumanidad de su sistema comercial y político, simbolizado recurrentemente en las vidrieras:

¿No piensas que el hambriento pueda ante ti pararse
tú, vidriera que exhibes deliciosos manjares?

La ciudad moderna, a la vez de subyuga por sus novedades tecnológicas, es el escenario de la injusticia social, de la falta de valores y de nivel de vida para las masas que la habitan. Así, en la ciudad de los Versos de la calle hay una psiquis mediocre asociada al adoquín: es la psiquis de un sujeto urbano inmoral, deshonesto, insensible ante las injusticias. La ciudad se convierte en un espacio tan reprochable que el poeta alude a cloacas que, si hablaran, no dejarían limpia la reputación de nadie, o una luna roja de vergüenza por oír lo que dicen los ciudadanos, y una multitud de hombres en donde nadie se da por aludido ante la palabra “honrado”.
Los versos callejeros de Álvaro Yunque, de un estilo sencillo, sin experimentos estilistas ni grandes pretensiones retóricas, manifiestan un sentimentalismo humanista que denuncia la miseria de las grandes ciudades modernas. El ojo de Yunque es el ojo que mira de frente la pobreza de las grandes ciudades, un fenómeno que ya es imposible, por su creciente notoriedad, de ser desconsiderado como un tema de importancia para la literatura argentina.
Buenos Aires es una ciudad llena de basura y de faroles torcidos, llena de pobres y de trabajadores consumidos por un entorno urbano que produce tanto asombro como consternación, tanto interés como rechazo. La desigualdad y la miseria, un espacio constitutivo de las grandes ciudades, genera nuevas formas de cultura, una cultura popular que, lejos de los criollismos y los experimentos vanguardistas, impone su presencia en la producción literaria y busca un lugar en la literatura así como los inmigrantes pobres en la gran ciudad moderna.

Consideraciones finales.

La recurrencia de la ciudad como tema principal de la producción literaria de escritores de variada extracción social y decisión estética da cuenta del enorme impacto de las transformaciones urbanas en la Buenos Aires de los años veinte, y expone sus consecuencias culturales.
Una lectura de diferentes poemarios publicados dentro del primer lustro de la década del veinte manifiesta la compleja relación entre la ciudad y la literatura, sobre todo el modo en el que interaccionan. Esta relación, si bien compleja, es de una relevancia innegable: las nuevas formas de vida de las grandes ciudades producen nuevas formas de escritura, y así como la ciudad ayuda a explicar la literatura, la literatura puede ayudar a explicar la ciudad.
No hay una simetría ni una jerarquía entre ciudad y representación de la ciudad en la literatura. La literatura, más allá de representar el espacio urbano, es uno más de los elementos que integran el proceso de modernización que lo constituye.
Tres veces más grande o tres veces más pequeña que la ciudad real, la ciudad que leemos en la literatura es un discurso que registra distintos modos de sensibilidad propios de una población en un momento histórico determinado. La pluralidad de miradas y la divergencia de criterios, sean éstos la celebración ante la modernidad, el rechazo, la evasión o la denuncia, delimita un espacio cultural que, al igual que el urbano, permite el cruce y la convivencia de diferentes fragmentos o sectores de un ineludible todo que no deja a nadie indiferente.
Poetas viajeros, poetas sin dinero, poetas criollos y poetas inmigrantes: las calles están habitadas por todos ellos al mismo tiempo en un espacio donde confluyen diferentes realidades, así como la literatura argentina está escrita por todos ellos y ofrece distintas miradas sobre un mismo punto: Buenos Aires.






[1] Benjamin, Walter: Poesía y capitalismo, Iluminaciones II, Madrid, Taurus, 1998.
[2] Berman, Marshal, Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad (1982), Buenos Aires, Siglo XXI, 1989.
[3] Simmel, Georg: “Las grandes urbes y la vida del espíritu”, en El individuo y la libertad. Ensayos de crítica de la cultura. Ediciones Península, Barcelona, 1986.
[4] Touraine, A. Crítica de la Modernidad. Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1993.
[5] Gorelik, Andrián, La grilla y el parque. Espacio público y cultura urbana en Buenos Aires (1887- 1936). Universidad Nacional de Quilmes, Buenos Aires, 1998.
[6]Gallo, Ezequiel. “La consolidación del estado y la reforma política (1880-1914)”. En: Nueva Historia de la Nación Argentina, tomo 4. Planeta, Buenos Aires, 2000.
[7] Williams, R.: Solos en la ciudad. La novela inglesa de Dickens a. D.H. Lawrence, Madrid, Debate, 1997
[8] Girondo, Oliverio: Veinte poemas para ser leídos en el tranvía – Calcomanías, Losada, Buenos Aires, 1997. Todas las citas serán extraídas de esta edición.
[9] Williams, R.: El campo y la ciudad, Buenos Aires, Paidos, 2001
[10] Jarkowski, Aníbal, “Prólogo” a Oliverio Girondo, Textos selectos. Muestra individual. Buenos Aires, Corregidor, 2001.
[11] Baudelaire, Charles, Mi corazón al desnudo y otros papeles íntimos, Visor, Madrid, 1995.
[12] Speranza, Graciela, y Stratta, Isabel, “Girondo, y Gonzáles Tuñón: el vértigo de los viajes y la revolución” en Graciela Montaldo (comp.), Yrigoyen, entre Borges y Arlt, Buenos Aires, Contrapunto, 1989.
[13] Schwarzt, Jorge, Vanguardia y cosmopolitismo en la década del veinte, Buenos Aires, Veatriz Viterbo, 1993.
[14] Sarlo, Beatriz. Una modernidad periférica: Buenos Aires 1920 y 1930, Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión, 1988.
[15] Borges, Jorge Luis: Obra poética 1. Alianza Editorial, S.A., Madrid, 1998.
[16] Ídem 5
[17] Piglia, Ricardo. “Ideología y ficción en Borges”. Punto de Vista n 5, 1979.
[18] Yunque, Álvaro, Versos de la calle, Claridad, Buenos Aires, 1924.

domingo, 19 de octubre de 2008

Diferencias y similitudes a propósito de la experiencia urbana en relación con el advenimiento de la ciudad moderna; relación con la literatura.



La experiencia urbana de las grandes ciudades es, como la literatura, un fenómeno histórico que cuenta con sus fechas de nacimiento, de esplendor y de crisis, así como posiblemente las tendrá para su declive y decadencia. El término español “literatura” aparece por primera vez en el año 1490 en “Universal vocabulario latino y romance” de Alonso Fernández de Palencia. La literatura, que todavía no se presentaba tal como nosotros la concebimos, se define aquí como un cultismo de la latina “literattura”, que a su vez es una traducción del griego “gramática”. El nacimiento de lo propiamente literario, a saber, una obra artística que presupone nociones tales como la de ficción, la de libro de imprenta y la de autor, todas ellas ausentes en las sociedades orales de la antigua épica o epopeya, se considera para distintas corrientes de la crítica literaria como un fenómeno del siglo XVIII: según Jauss, la literatura surge a partir de “la emancipación de las bellas artes” en el ámbito de la cultura burguesa, y otros autores como Foucault consideran que la literatura tiene lugar a partir de Sade, autor considerado “el umbral histórico de la literatura”[1]. Del mismo modo, el fenómeno de la experiencia urbana en las grandes ciudades, con todas las peculiaridades que conlleva en el ámbito de la cultura, data de un proceso que se va forjando durante la revolución industrial del siglo XVIII y que halla su primera consolidación en el siglo XIX de la mano de la emergente sociedad burguesa. Desde este criterio se puede establecer entre la ciudad y la literatura una relación dialéctica que las descubre hermanadas en su modernidad: una nueva forma de vivir, la de las grandes ciudades, a menudo condice con una nueva forma de sentir y por ende de escribir. Así, el fenómeno moderno de la vida en la gran ciudad dialoga constantemente con el tipo de representación literaria, aunque este diálogo sea sumamente conflictivo. De cualquier modo, la forma de vida propia de las grandes ciudades se entiende, al igual que la literatura, como un resultado de la sociedad burguesa industrial y mercantilista que se consolida en el siglo XIX. Ambos fenómenos, hijos de la modernidad, serán pensados cuando comiencen a presentar un problema: ¿cómo organizar, contener y adaptarse a los problemas que presenta la vida en las grandes ciudades, y de qué modo representarlos culturalmente?
El sociólogo y urbanista estadounidense Lewis Mumford ha investigado, en “La ciudad en la historia”, el nuevo tipo de experiencia urbana que ha producido el advenimiento de las grandes ciudades modernas en el marco de la consolidación burguesa del siglo XIX[2]. De una novela de Charles Dickens toma la imagen que considera apropiada para definir el nuevo tipo de ciudad mercantilista y neotécnica: coketown. Según Mumford, la emergente ciudad burguesa del siglo XIX tuvo como filosofía una concepción utilitarista que, en pos del mercado y de la industria, se desentendía de todo aquello que fuera imprescindible para la dignidad de la vida humana. La ciudad moderna, una patria de banqueros, industriales y científicos de la técnica, conllevaba una experiencia urbana sumamente degradada que apenas dejaba espacio para una vida digna de ser vivida. El nuevo sujeto de estas sociedades es un individuo atomizado, egoísta por principio; el agente de una tendencia social que sólo daba lugar a las actividades económicas juzgando como un derroche cualquier tiempo invertido en otras funciones. Esta concepción utilitarista asumió las formas de un desprecio global ante las alegrías de la vida dando lugar a un medio urbano que, según Mumford, sería el más degradado de la historia; la mina, expandida por los rieles del ferrocarril, el ruido y el humo de las fábricas, eran las nuevos protagonistas de una experiencia urbana antihumana que, en los contornos de la industria, hacinaba enormes masas de población en condiciones de miseria, suciedad e insalubridad fatales. Las montañas de escoria y de basura, los ríos convertidos en cloacas, los enormes tanques de gas que contaminaban la cotidianeidad de los ciudadanos, eran las formas del nuevo paisaje urbano así como los símbolos de una filosofía que sublimaba el interés práctico del capitalismo en desmedro de las necesidades vitales. No había en estas ciudades ningún criterio decente de urbanismo: las ventajas del progreso técnico, en lugar de utilizarse para mejorar la vida en sociedad, fueron funcionales al interés de los emprendimientos capitalistas marginando todo tipo de autoridad municipal. Mientras tanto, la ciudad como unidad social y política quedaba fuera del circuito utilitarista al punto tal que ni siquiera se contaba con los órganos característicos de la ciudad de la edad de piedra. Según Mumford, lo único bueno que ha generado este nuevo tipo de ciudad ha sido la reacción que produjo contra sus propias calamidades; recién a fines del siglo XIX tendrán cabida criterios urbanistas que aprovecharán los recursos de la técnica para la reconstrucción de un medio urbano capaz de reconocer la importancia del aire fresco, el agua pura, el espacio verde y la luz solar. Mientras tanto, la ciudad industrial, un amontonamiento maldito de hombres que no dejaba lugar para la personalidad humana, generaba una experiencia urbana que despreciaba al arte y a la religión en tanto meras decoraciones. La Villa Carbón, con su concepción utilitarista de la vida, había sido incapaz de producir arte, e incluso de importarlo de los centros más antiguos: tan sólo algunos poetas como Hugo, Ruskin o Morris podían vislumbrar la sordidez de una experiencia urbana degradada que los filisteos del utilitarismo, enceguecidos por el oro de las minas y aturdidos por los ruidos de las máquinas, no hacían más que negarla.
Esta perspectiva podría delimitarnos un criterio interesante a la hora de pensar la literatura en relación a la experiencia urbana de las grandes ciudades modernas: si, por un lado, la literatura moderna parece surgir de las condiciones de vida propias de las emergentes sociedades burguesas, por otro lado necesitaba rebelarse ante las mismas condiciones que habían dado lugar a su nacimiento. Julio Ramos observa que la ciudad moderna, “con el mismo movimiento que genera una crisis, es la condición de posibilidad de la autonomía del intelectual de las instituciones tradicionales”[3]. En efecto, si pasamos de Europa a Latinoamérica, encontramos en el modernismo literario -fenómeno literario concomitante con la llegada del modo de vida urbana, globalizada e industrialista en América-, un escenario apropiado para reflexionar sobre la relación de la literatura con las condiciones de vida propias de la experiencia urbana de las grandes ciudades capitalistas. Si, tal como afirma Berman Marshal, la modernidad es un fenómeno que se caracteriza por “una vida de paradojas y contradicciones”[4] que nos sumerge en una fascinación y un malestar simultáneo, esta tensión entre la celebración y el rechazo se manifiesta de manera explícitamente dramática en la literatura. Las condiciones económicas del liberalismo burgués habían propiciado, desde mediados del siglo XIX, una secularización del campo cultural que tuvo como consecuencia una conflictiva autonomización del campo literario. En este sentido, el poder de la burguesía y su cosmovisión mercantilista y utilitaria será para la literatura tanto una posibilidad de existencia como un declarado enemigo. La moral del artista, rebelde a toda visión burguesa, necesitará no obstante de la sociedad burguesa para insertarse en el mercado y desarrollar la profesionalización y la autonomía de la actividad artística. Se sobreentiende que un producto estético, antiutilitario por tradición, no podía hallar con facilidad un lugar dentro del mercado dirigido por la burguesía –un poeta era “algo nuevo y extraño” para el Rey Burgués de Darío-. Es justamente por ello que el escritor modernista estará escindido entre el orgullo de su creación cultural y la servidumbre a la que debía someterla para ocupar un lugar en las nuevas sociedades. El utilitarista sistema de valores de la consolidada sociedad burguesa iba de la mano con los principios económicos del capitalismo, y el modernismo literario, en busca de su propio desarrollo, no podía ni hacerse a un lado ni unirse a las reglas del juego de manera incondicional.
Julio Ramos entiende el espacio de la ciudad moderna como un complejo campo de significación caracterizado por la fragmentación de todos los códigos; se trata de una realidad desarticulada que pone en crisis los sistemas tradicionales de representación. La experiencia urbana conlleva entonces un problema de representación que es, más que nada, el problema de lo irrepresentable, ¿cómo representar un espacio que se manifiesta desarticulado, turbulento, iconoclasta de todos los recursos establecidos por la cultura literaria? La literatura, además de resolver qué lugar ocupa, en tanto un campo autónomo, en la realidad económica mercantilista de la ciudad moderna, también tiene que resolver cómo representar ese espacio que la enfrenta a desafíos inéditos. Analizando la producción del modernismo, Ramos observa que la crónica, en tanto un género híbrido, novedoso, relativamente definido y estilísticamente solidario con el periodismo y la literatura, se constituye como un género capaz de hacerle frente a la experiencia de la modernidad. La crónica, producto de la modernidad y a la vez crítica de la misma, constituye un género literario de una compleja flexibilidad formal que tiende a poner en orden los elementos de una experiencia urbana que sobrepasaba los recursos representativos de los saberes establecidos. Si el periódico moderno es una producción textual concomitante con la experiencia urbana en tanto cristalizador de la temporalidad y la especialidad modernas, el cronista procura reescribir la fragmentariedad del periódico pero en un plano formal más intenso. Si bien consigue formar parte, con recursos del género periodístico, del ámbito mercantilista de la ciudad moderna, al mismo tiempo propone revalorar la esfera propiamente literaria de lo bello incorporándola al mercado como un objeto estético celoso del utilitarismo. La crónica, a la vez que se reincorpora al mercado editorial, produce un mecanismo decorativo de la fealdad moderna: el escritor modernista es un maquillador que cubre el peligroso rostro de la ciudad y se sirve de la crónica para componer un archivo de los peligros de la nueva experiencia urbana. La literatura participa de la modernidad intentando narrar aquello que presenta como inenarrable con la intención de reconstruir, en un plano formal, la organicidad destruida por la experiencia urbana. Así, la actividad urbana y mercantil se convierte en un objeto estético y la ciudad es representada por un escritor caminante que, inmerso en ella, observa la fragmentaridad de su espacio con el propósito de articularla en un discurso literario.
A la luz de estos conceptos, es estimulante interrogarnos sobre la efectiva situación del escritor, ¿logra representar la ciudad, dominarla, poseerla dentro de un discurso estético separándose de ella, o más bien cede al caos urbano componiendo un género híbrido, entre la literatura y el periodismo, que más que representar la ciudad queda inmerso en ella y subordinado a una experiencia urbana que sobrepasa sus recursos representativos convirtiendo el texto en una mercancía más del mercado periodístico? Según Michel de Certaud, la ciudad, debido al caos constitutivo de su espacio, sólo es observable en tanto que el escritor logre salirse de ella: al contrario del flaneur, un caminante entre los caminantes, el escritor sólo puede observar la ciudad desde una torre, sin formar parte de la multitud moderna. En el capítulo VII de “La invención de lo cotidiano”, Certeau define el espacio urbano como una masa múltiple, formada por fragmentos de trayectorias y alteraciones de espacios, cuyo constante fluido de elementos imposibilita, formando parte del medio, un dominio sobre el mismo. Los caminantes de la ciudad abandonan su subjetividad a un espacio urbano que constituyen con la condición de no poder comprenderlo. Solamente un mirón aislado, desde las alturas de una cima, es capaz de observar la ciudad convirtiéndola en un cuadro: “la ciudad-panorama es un simulacro teórico (…) que tiene como condición de posibilidad un olvido y un desconocimiento de las prácticas[5]”. La ciudad moderna, hostil a quienes quieran representarla en los límites de un texto, resulta ella misma un texto que incluye a los ciudadanos que quisieran incluirla en un texto a ella. Certeau, llevando esta idea hasta el extremo, relaciona la enunciación -el escribir-, con el desplazamiento urbano -el andar-, siendo éste último otro tipo de enunciado. El acto de caminar es al sistema urbano lo que la enunciación es a la lengua. Así como el escritor se apropia de la lengua, el peatón se apropia del sistema tipográfico y, así como el acto de habla es una realización sonora de la lengua, el trayecto del peatón es una realización espacial del lugar. En suma, el andar es un espacio de enunciación análogo al escribir.
Resulta estimulante, para reflexionar sobre el campo literario con respecto a la experiencia urbana, el concepto de la ciudad en tanto texto. Si, tal como dijimos al principio, la ciudad y la literatura son dos fenómenos propios de una modernidad capitalista, es tan pertinente pensar, a la manera de Ramos, en una literatura que comprende una ciudad o, a la manera de Certeau, en una ciudad que comprende a una literatura. Ambos conceptos entran en dialéctica en el marco de una problemática que los pone en tensión hasta el punto de confundirlos como dos manifestaciones de un mismo proceso histórico.









[1] Foucault, Michel, “Lenguaje y literatura”, Barcelona, Paidós.
[2] Mumford L. (1961) Capítulos XV y XVI de La ciudad en la historia, 2 Volúmenes, Buenos Aires, Ediciones Infinito, 1979.

[3]Ramos, Julio. “Decorar la ciudad: crónica y experiencia urbana” en Desencuentros de la modernidad en América Latina, México, Fondo de Cultura Económica, 1989.
[4] Berman, Marshal, Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad (1982), Buenos Aires, Siglo XXI, 1989.
[5] Michel de Certeau, Luce Guiard y Pierre Mayol (1990). Capítulos VII y el IX (Tercera parte: Prácticas del espacio), en La invención de lo cotidiano, Volumen I, México, Universidad Iberoamericana, 2000.

Reflexión sobre los vínculos de ciudad y novela con respecto a la concepción bajtiniana del lenguaje.


Así como la diversa temática de la obra de Bajtín podría entenderse como la puesta en práctica de una teoría del lenguaje, esta teoría del lenguaje podría entenderse, a su vez, como un contrapunto ante la lingüística saussuriana y ante la incorporación de ésta en la propuesta del formalismo ruso.
Si para Saussure la lengua es un sistema de valores puros aislado de la realidad, abstraído del terreno inclasificable del habla, y si para los formalistas rusos la teoría literaria, tan científica y específica como la lingüística saussuriana, tenía el deber de aislar la producción literaria de las demás series discursivas para descubrir su especificidad autónoma y estructural, para Bajtín, al contrario, la lengua será un fenómeno histórico, social y político identificado en el terreno del habla, y la literatura, en tanto lenguaje, es otro más de los discursos sumamente ideológicos impregnado de las valoraciones de su entorno social.
Para una concepción social del lenguaje, tal como la que elabora Bajtín, Saussure no es otra cosa que un estudioso de lenguas muertas. Desviando los pasos del camino trazado por el maestro ginebrino, Bajtín elaborará una lingüística del habla considerando al signo lingüístico no ya como el resultado de las valoraciones abstractas de un sistema de oposiciones sino como una materialidad efectiva, una materialidad generada por la historia, determinada y valorizada por las relaciones establecidas entre los seres humanos en la lucha por la vida.
El signo, elemento real de una lengua empírica, será el material mismo de la conciencia y dará cuenta de la lecha de clases y de la ideología: tanto la ideología como la conciencia son, ante todo, fenómenos lingüísticos. El signo, “arena de la lucha de clases[1]”, es un producto social que condensa la ideología y la conciencia humana: está producido por la historia así como, a su vez, es capaz de producirla a ella. Lejos de las abstracciones saussurianas, la lengua es en Bajtín un fenómeno histórico y político: “las diversas esferas de la actividad humana están todas relacionadas con el uso de la lengua[2]”. El lenguaje, entonces, lejos de ser un sistema de valores puros, un don divino o un regalo de la naturaleza, se convierte en un producto colectivo de la actividad humana, un espejo de la organización económica y sociopolítica de una sociedad determinada. La lengua, como fenómeno social y real, se desarrolla en el proceso de relación entre los hablantes en el marco de una sociedad, y cada esfera social construye usos específicos del lenguaje denominados géneros discursivos. Esto géneros discursivos, constituidos por distintos tipos de enunciados, dan cuenta de los modelos orientativos de las relaciones entre los seres humanos, y de la relación entre éstos y el mundo. Este criterio social e ideológico del lenguaje es una herramienta extraordinaria para pensar la literatura como un género discursivo de alta complejidad capaz de dar cuenta de la conciencia y, a la vez, de producirla. La literatura, sin dejar de ser un hecho específico, sigue siendo un hecho eminentemente social articulado con la realidad política y con la infinita cadena de enunciados que, impregnados de valoraciones sociales, constituyen la cultura. ¿Qué importancia pueden tener estos conceptos a la hora de indagar los distintos vínculos entre ciudad y novela?
Bastaría con repasar las características que Bajtín considera constitutivas de la novela para observar que la novela, producto social, complejo género discursivo capaz de incorporar interminables géneros primarios más sencillos en un espacio delimitado, contiene en sí los mismos rasgos constitutivos del espacio urbano propio de las grandes ciudades modernas.
En su estudio sobre la novela en contraposición a la épica, Bajtín afirma que “el nacimiento y el proceso de formación del género novelesco tienen lugar a plena luz del día histórico[3]”. La novela, como la ciudad, es un fenómeno histórico en proceso de formación más joven que la escritura, y solamente ella está adaptada a las nuevas formas de recepción. La novela, al contrario de los géneros elevados, que se asemejan al estudio de las lenguas muertas, es, como la ciudad, un fenómeno producido y alimentado por la época moderna, y su estudio se asemeja al estudio de las lenguas vivas que, para Bajtín, es lo mismo que decir las lenguas a secas. No hace falta que Bajtín, en esta clasificación de la novela, aluda de manera explícita a una analogía entre el fenómeno urbano de las ciudades modernas y la producción novelística. En cada uno de los rasgos distintivos de la novela podemos hacer nosotros mismos una contundente analogía: la novela, un género problemático, con “multitud” de planos, es una zona de contacto máximo con el presente que, luego de un pasado histórico que daba cuenta de un espacio cerrado –o amurallado-, manifiesta las nuevas condiciones de las relaciones internacionales e interlingüísticas. La novela, madre de la literatura moderna, género en búsqueda y reelaboración permanente, exclusivamente preocupado por la realidad contemporánea en el marco de un presente efímero e inestable es, como las grandes ciudades, un fenómeno social caracterizado por una sensibilidad propia del espacio urbano consolidado a partir del siglo XIX. Reflexionar sobre la especificidad de la novela es lo mismo que reflexionar sobre la especificidad de las sociedades contemporáneas, y subyace a esta reflexión una teoría del lenguaje que pone el acento en la naturaleza social de todos los fenómenos culturales: la novela da cuenta de una nueva sensibilidad y de una nueva teoría lingüística, la de una lengua viva, social e ideológica, que supera y reemplaza la sensibilidad de épocas pasadas, propia de la épica, género que condice con una teoría lingüística, igualmente superada, que sólo sirve para el estudio de las lenguas muertas. Así como la novela se desarrolla en el espacio de la ciudad, podríamos aventurar que la ciudad, espacio social por excelencia, es el espacio lógicamente representado por la novela. Franco Moreti, luego de recordar un concepto de teoría literaria fundamental en la obra de Bajtín, a saber, “que el género y sus variantes se determinan precisamente por el cronotopo[4]”, afirma que el espacio propio del Estado Nación, en el contexto de la experiencia urbana de las modernas ciudades capitalistas, encuentra su modo de representación a través de la novela[5]. Al contrario de una aldea o una corte, fácilmente abarcables con una mirada, susceptibles de ser representadas en la imagen de un cuadro, el aspecto de un Estado-Nación, realidad compleja, de magnitudes difusamente limitadas y compuesto por una realidad social inconmensurable, solamente puede representarse mediante la forma simbólica de la novela. La novela, así como podría ser la ciudad entendida desde un criterio semiótico[6], es un texto que da cuenta de un complejo género discursivo condensador de la conflictividad social. En efecto, podrían hacerse analogías entre los estudios sobre el espacio correspondiente a la producción verbal de la Edad Media en contraposición a la literatura moderna, desarrollados por Paul Zumthor, y las diferencias que Bajtín examina entre la épica y la novela. Según Zumthor, la literatura constituye una “proyección imaginaria del espacio social”[7] que puede remitir tanto a la representación literaria del espacio físico, al espacio textual propio de la escritura, o a un espacio poético propio del género literario. El texto medieval, anterior a su paso por la escritura, presenta complejidades que abren todo tipo de problemáticas a la hora de aplicar sobre ellos una crítica literaria contemporánea. No obstante, en cuanto a la representación del espacio físico, Zumthor observa que la Divina Comedia reproduce una percepción del universo propia del siglo XIII: la tierra se mantiene inmóvil en el centro de dos hemisferios, y su trama de desarrolla en un espacio humano estrictamente jerárquico en donde la autoridad proviene de la voz de los hombres del pasado, y sólo a través de ellos es posible alguna proyección sobre el presente. Es en contraposición a estos textos donde podemos pensar la novela como el género de la modernidad que da cuenta de un presente efímero en donde el héroe, perdido en un espacio lleno de oscuridades, sometido a un flujo permanente de la realidad, camina por un espacio conflictivo y secularizado como el que sólo es capaz de ofrecer la experiencia urbana en el espacio de las grandes ciudades. Al respecto, los estudios literarios de Raymond Williams, caracterizados por sus criterios fundamentalmente sociológicos, aportan perspectivas de interés para reflexionar, sobre la base de los conceptos de Bajtín, algunos fenómenos que atañen a la relación entre la ciudad y la novela. Williams, desde una perspectiva materialista, se pregunta qué fue lo que dio lugar a que en sólo veinte meses, entre 1847 y 1848, se hayan publicado en Londres una serie de novelas que serían fundamentales para la literatura inglesa, y que a la vez marcarían el predominio del género durante las siguientes décadas. La respuesta es que la novela, hija de la ciudad, se conformó como un género capaz de dar cuenta de una sensibilidad social, por entonces inédita, que comprendía la forma de vida en las grandes ciudades. En efecto, Londres era, para aquellas épocas, “el primer mundo predominantemente urbano en la historia de las sociedades humanas[8]”. La Revolución Industrial, la lucha por la democracia, el surgimiento de la gran metrópolis, provocaron una crisis en la experiencia en los habitantes de la comunidad urbana. El significado de vivir en comunidad se vuelve incierto; lleno de complicaciones y situaciones inéditas[9], los ciudadanos se hallan fuertemente conmocionados ante los desafíos de la experiencia urbana. Williams encuentra un criterio útil en la comparación entre la ciudad y el campo: al contrario del campo, que se caracteriza por una transparencia en el modo de experimentar las relaciones propias de la comunidad, en la ciudad la experiencia de la comunidad se vuelve opaca; hay un quiebre de la comunidad cognoscible que da lugar a la demanda de nuevos recursos para explorar la vida social[10]. La experiencia de la ciudad ya no puede comunicarse de manera sencilla; debe ser revelada y penetrada en la conciencia. Es la novela, género urbano por excelencia, el único recurso capaz de ofrecer nuevas herramientas para explorar la realidad social de las grandes ciudades. La novela, como la ciudad, se constituye como un espacio capaz de exponer, en un mismo espacio, el cruce de varias vidas, diversos conflictos y destinos, que se vuelcan hacia el momento contemporáneo capturando las nuevas formas de sensibilidad del espacio urbano. Así, Williams analiza en la obra de Dickens un ejemplo contundente de este fenómeno novelístico[11]. Hasta aquí es evidente que Williams, al igual que Bajtín, considera que la novela es un género discursivo, o un fenómeno cultural, que se caracteriza por ser constitutivamente urbano; un producto histórico impregnado de las valoraciones sociales de una sociedad dada, y sobre todo el receptáculo de la experiencia inédita de la modernidad. Sin embargo, los lazos pueden estrecharse todavía más si observamos que, al igual que Bajtín, Raymond Williams construye sus conceptos luego de haber delimitado sus criterios lingüísticos. En Marxismo y Literatura, luego de explorar la conflictiva noción de estructura y superestructura que, en un marxismo vulgar y mecanicista, reducía el lenguaje a un reflejo secundario de la verdadera estructura social, Williams reformula algunos criterios marxistas para resolver, sin entrar en contradicción con ellos, la manera de considerar el lenguaje como un elemento material, condensador de la ideología, capaz de incidir en la conciencia y, por lo tanto, de transformar la realidad. El lenguaje, desde una perspectiva materialista de la cultura, se instituye como un elemento real de la sociedad que mantiene una relación estrecha y decisiva con la misma y, tal como ocurre con Bajtín, la semiología de los productos culturales como la literatura, conectados con el surgimiento de las grandes ciudades, ofrecen herramientas poderosas para reflexionar sobre las relaciones entre el lenguaje, la sociedad, y las expresiones artísticas dentro de los límites de un contexto histórico determinado.
[1] Voloshinov, Valentín, El signo ideológico y la filosofía del lenguaje, Bs. As., Nueva Visión, 1976.
[2] Bajtín, M.: “El problema de los géneros discursivos”, en Estética de la creación verbal, México, Siglo XXI, 1982.
[3] Bajtín, Mijaíl, Teoría y estética de la novela, Taurus Humanidades, Madrid, 1989.
[4]Bajtín, Mijaíl (1937-1938) “Formas del tiempo y del cronotopo en la novela”, en Problemas Literarios y estéticos, La Habana, Cuba, Editorial Arte y Literatura, 1986.
[5] Moretti, F.: Atlas de la novela europea 1800-1900 (1997), Madrid, Trama, 2001.
[6] En la conferencia Semiología y Urbanismo, Barthes establece criterios básicos para considerar la posibilidad de una semiótica urbana: la ciudad leída como un texto.
[7] Zumthor, P: La medida del mundo. Representación del espacio en la Edad Media (1993), Madrid, Cátedra, 1994.
[8] Williams, R.: Solos en la ciudad. La novela inglesa de Dickens a. D.H. Lawrence, Madrid, Debate, 1997
[9] Tal vez Walter Benjamin, en sus estudios sobre Baudelaire, de el ejemplo más concreto de situación urbana inédita, al observar que, antes del siglo XIX, la gente no había estado nunca en la situación de tener que mirarse un tiempo largo sin pronunciar palabra alguna: “La multitud de la gran ciudad despertaba miedo, repugnancia, terror en los primeros que la miraron de frente”.
Benjamin, W.; Poesía y capitalismo, Iluminaciones II, Taurus Humanidades.
[10] Williams, R.: El campo y la ciudad, Buenos Aires, Piados, 2001
[11]Uno de los rasgos de la novelísticas de Dickens que, según Williams, dan cuenta de esta nueva sensibilidad, está por ejemplo en el modo en el que pasan los personajes por la calle: hay entre ellos una ausencia de conexiones, los personajes pasan sin relacionarse, y a veces se chocan. También es notable que tanto las instituciones sociales como sus consecuencias, que ya no eran accesibles a la observación física ordinario, son presentadas como si fueran personas o fenómenos naturales.

lunes, 25 de agosto de 2008

El Informe de Borges.


¿Qué arco habrá arrojado esta saeta
que soy? ¿Qué cumbre puede ser la meta?
Jorge Luis Borges.

El problema de la filosofía en la obra de Borges, entendiendo por tal problema la pregunta sobre si hay en Borges un filósofo, una filosofía, o por el contrario un mero uso estético de cuestiones filosóficas por parte de un escritor de literatura, ha sido siempre objeto de discusión para los críticos de su obra.
Más allá de la inclusión o la exclusión de la obra borgeana en la historia de la filosofía, parece haber un acuerdo en el innegable hecho de que sus textos, sean o no sean filosóficos en un sentido estricto, lo mismo encierran las inquietudes más radicalmente filosóficas de la historia: la infinitud, las paradojas del tiempo, el espacio, la naturaleza del lenguaje, la dialéctica entre lo real y lo ilusorio o entre el azar y el orden, los arquetipos platónicos y los límites de la lógica. El acuerdo o desacuerdo radicará no ya en el componente filosófico de los temas borgeanos sino en la posibilidad de que el tipo de uso que hace Borges de estos temas lo conviertan en un pensador, un filósofo, o en un poeta que juega de manera estética con asuntos que han pensado otros.
Excede a este ensayo una argumentación a favor o en contra de la consideración de la obra de Borges como obra de mayor relevancia filosófica o estética. De todos modos, resulta estimulante considerar que la obra de Borges, si bien puede que carezca de la lógica y la autosuficiencia explícita de un sistema de ideas a la manera de los filósofos tradicionales -aquellos autores que no despiertan dudas acerca de su ubicación en la categoría de filósofos-, es no obstante una obra que, siempre sensible a los grandes interrogantes de la filosofía, presenta una actitud recurrente que podríamos considerar una actitud radicalmente filosófica: la interrogación constante, la duda.
Si bien es aceptable la objeción de que no basta, para que una obra sea filosófica, el mero ejercicio de la duda y de la pregunta filosófica, es igualmente aceptable el retruque de que tampoco basta, para que una obra sea filosófica, el mero ejercicio de las respuestas, y que en la historia de la filosofía las preguntas, lejos de superarse, se enriquecen, se profundizan y se mantienen abiertas, en tanto que las respuestas más que cerrar las preguntas las enriquecen añadiendo nuevos motivos de reflexión. Subyace a esta afirmación la posibilidad de considerar plausible la relevancia filosófica de cualquier obra que, como la de Borges, exponga un trabajo constante de interrogación filosófica, aunque no alcance el estatuto de sistema de ideas propio.
Incluso considerando las mismas palabras de Borges, quién más de una vez opinó de su propia obra que se trata, no ya de un pensamiento propio, sino del uso de la filosofía como un instrumento literario, podríamos sostener que: así como algunos textos filosóficos pueden utilizarse como instrumentos de la literatura, también algunos textos literarios podríamos utilizarlos como instrumentos de la filosofía.
En efecto, si consideramos la recurrente duda y puesta en tensión de la obra borgeana sobre los asuntos más importantes del pensamiento filosófico, podríamos sostener que su literatura, más allá de su inclusión o exclusión en la rigurosa filosofía, nos ofrece una toma de posición ante el mundo –generalmente escéptica, lúdica, especulativa y materialista- que nos permite el ejercicio filosófico mediante el clásico recurso de la duda.
El Informe de Brodie, el último cuento de su libro homónimo, podría simbolizar esta importancia filosófica de la obra borgeana.
La aparente sencillez de su prosa y de su asunto contrasta con la inconmensurable complejidad de los interrogantes que plantea, y podría decirse que lo que este texto pone en el centro de la escena es el ejercicio mismo de la duda ante todo lo que existe.
En la obra de Borges en general, y en El informe de Brodie en particular, la duda sistemática, que opera tanto en la forma como en el contenido del texto, tiene el borgeano propósito de sugerir que las grandes construcciones, y con ellas la totalidad de la cultura, antes de ser productos del uso lógico de la razón o de la naturaleza son más bien procedimientos de la imaginación, y la pregunta sobre la naturaleza de estas construcciones suele ser lo que revela su condición de artificios. Los artificios y el candor del hombre no tienen fin, como dicen los versos del poema El Golem.
El informe de Brodie, al presentarnos una sociedad que puede ser o no verosímil mediante un relato que puede ser o no verosímil, sugiere la calidad de construcciones de nuestras creencias y la opacidad de nuestras certezas. La sociedad de los Yahoos es, según los criterios del lector occidental, una contra-sociedad. Uno de los gestos de este relato es aquél que nos sugiere que puede ser posible una sociedad que cuestiona nuestras nociones de la ética, de la moral, del lenguaje, de la organización política, de la cultura, y que pone en tensión una confrontación o una identidad entre ambas hasta el punto de dejar abierta la posibilidad de que una sociedad como la sociedad de los Yahoos es, más que una sociedad primitiva, una sociedad degradada: aquello en lo que nosotros podríamos llegar a convertirnos.
Las arbitrariedades y las oscuridades del narrador son proporcionales a la plausible respetabilidad de sus conclusiones: este pueblo que por momentos nos resulta inverosímil tiene instituciones, un lenguaje basado en conceptos genéricos y una jerarquía social provista de reyes. Los Yahoos creen en la poesía, adivinan que el alma sobrevive a la muerte del cuerpo, profesan la doctrina del cielo y del infierno, afirman la verdad de los castigos y las recompensas y, por lo tanto, representan “la cultura, como la representamos nosotros, pese a nuestros muchos pecados[1]”.
David Brodie, misionero escocés presbiteriano que había predicado su fe en África y Brasil, ha convivido con un pueblo nunca antes conocido, el pueblo de los Mlch y, luego de haber escrito un informe sobre ellos, lo ocultó entre las páginas de un volumen de Las Mil y una noches, descubierto tiempo después por el primer narrador del cuento.
Según este curioso texto, el misionero espera que el gobierno de su majestad británica no desoiga lo que sugiere el informe. Estas son las últimas palabras del texto: el pedido de que se considere posible lo que nos cuesta admitir como posible. Porque, ¿qué es lo que sugiere el informe sino la osada opinión de que los Yahoos representan la cultura tanto como la occidentalísima sociedad británica? La sugerencia de Brodie es la sugerencia de que otra ética es posible, otros mecanismos de lenguaje son posibles, otras formas de vida, por más insólitas que resulten para nuestros esquemas culturales, son posibles. La sociedad Yahoo, incluso en caso de que nos parezca del todo inverosímil, está basada en principios tan serios como los de nuestras sociedades. Si bien podríamos replicar el carácter imaginario de esta cultura, no sería tan fácil dejar de admitir el carácter igualmente imaginario de nuestra cultura. En Avatares de la tortura Borges considera que las filosofías son coordinaciones de palabras y se sirve de una cita de Novalis para decretar el carácter imaginario del mundo. Somos el mejor de los hechiceros, es decir, aquél que toma sus propias fantasmagorías por apariciones autónomas, y toda nuestra real cultura es, como la ficción Yahoo, un sueño soñado por nosotros mismos (aunque dotado por pequeños intersticios de sinrazón que nos advierten su falsedad). Esta sinrazón, que pareciera ser propia de los Yahoos, es propia de todas las culturas.
El propósito de Brodie, lograr que el Gobierno de Su Majestad británica respete la cultura de un pueblo como el pueblo descrito, es una provocación filosófica: aceptar la existencia de la sociedad de los Yahoos es cuestionar la existencia de nuestras sociedades en tanto sociedades que representan la cultura tanto como aquellas que consideramos inadmisibles, censurables, inverosímiles. Así, el propósito de Brodie es análogo al propósito de la ficción borgeana: la puesta en duda de nuestra cultura, de nuestros valores, de nuestras instituciones. Dudar sobre el carácter real de nuestra cultura, o admitir, a efectos de esa duda, el carácter imaginario de todas las culturas, tiene la consecuencia filosófica de que todas las culturas, debido a su carácter igualmente imaginario, son equivalentes, y la sociedad de los Yahoos se equipara a cualquier sociedad occidental incluso cuando la cataloguemos de ficticia.
Si bien los interrogantes que abre este informe son de muy variada índole, una variedad asombrosa tratándose de un relato tan aparentemente sencillo, el interrogante de mayor dimensión, acaso el menos visitado en el resto de la obra de Borges, es el interrogante acerca de la cuestión socio-política, lo cual impregna a este texto de elementos muy sustanciales de la filosofía política de la historia.
En este texto encontramos la forma literaria de un problema de filosofía política. El problema que nos presenta Borges en El informe de Brodie es fundamentalmente el problema del orden social, el de la relación entre una ética y un sistema de justicia, el de una ley que equilibre la libertad del individuo con el interés de la comunidad; en suma, la constitución de un sistema social en el contorno de un sistema de creencias, es decir, una cultura.
La sociedad que sugiere al lector estos problemas son los Mlch, renombrados como Yahoos –guiño literario que refiere a Swift-, debido a su naturaleza bestial.
Los Yahoos no tienen noción de la historia ni del pasado, no conciben la causalidad, se alimentan con leche de gato (y de murciélago…), duermen donde los sorprende la noche, su lenguaje carece de vocales, sus personas de nombres, su sistema numeral llega hasta el cuatro y, adoradores de la pestilencia, desconocen toda ética en su actividad sexual. Lo más llamativo del caso es que mutilan a los reyes y luego devoran sus cadáveres: ¿cómo esperar que Su Majestad pueda tolerar la sugerencia de este informe y considerar que este pueblo representa tanto a la cultura como la nación británica? La proeza que debería hacer la corona británica, al aceptar la cultura Yahoo, es la proeza que se espera del lector de Borges: la puesta en duda de todo aquello que consideramos aceptable. Brodie, que se incomoda ante la entrega sexual de la reina, tampoco deja de incomodarse cuando, ya fuera de esta comunidad, ve comer en público a un misionero católico. Este relativismo cultural, un recurso muy efectivo para ejercer la duda ante lo propio en contraposición ante lo ajeno, implica que no hay diferencias esenciales entre una cultura como la de los Yahoos y una cultura como la que produjo las expediciones misionales de Brodie.
Los Yahoos, pese a su barbarismo, han logrado una forma de orden social mediante una indistinción entre la naturaleza y la cultura. Incapaces de distinguir la diferencia que hay entre un árbol y una cabaña hecha con árboles, no obstante son capaces de organizarse en sociedad por medio de valores y de un lenguaje: por insólitos que nos parezcan, son capaces de acceder a la aspiración máxima de toda civilización.
Según un exponente de la filosofía inglesa como Thomas Hobbes, habría un estado de naturaleza que, en tanto una hipotética etapa prosocial, mantendría a todos contra todos y sería incapaz de instituir cualquier forma de justicia[2]. En este estado de naturaleza, la única ley es la de hacer aquello que conserve la propia vida, y por lo tanto no queda lugar para ningún tipo de orden social que haga prevalecer los valores de una comunidad cultural por encima de las acciones de cada uno de sus individuos. La sociedad Yahoo, con su equilibrio o compatibilidad entre la naturaleza y la organización social dotada de valores, no condice con este criterio.
Otros filósofos, si bien adscriben a las mismas nociones, las discuten, como por ejemplo Jhon Locke. Para Locke el estado de naturaleza, lejos de ser un estado hipotético, es un efectivo estado histórico capaz de conformar un estado social, un estado de derecho regulado por ciertas leyes que permite a los hombres disponer de sus propiedades y de sus personas acatando algunos principios morales esenciales[3]. La sociedad Yahoo condice con este criterio, en tanto una real organización social que, sin salir de un estado natural, es capaz de conformar un orden regulado por ciertos principios.
Estos conceptos de la filosofía política relativos al orden social es preciso identificarlos, aunque de manera confusa, en el texto de Borges, y el resultado es la reflexión, mediante una ficción literaria, sobre preguntas fundamentales de la filosofía política, así como otros textos borgeanos nos plantean preguntas metafísicas.
El informe que nos presenta Brodie nos hace dudar sobre la verosimilitud o no de esta sociedad, y con estas dudas nos interrogamos sobre las sociedades que habitamos. Incluso las características más asombrosas de los Yahoos, como puede ser su incapacidad de causalidad y de todo tipo de razón -señalar un hormiguero para demostrar que los brujos pueden convertir a los hombres en hormigas-, no resultan del todo inverosímiles para los aficionados a los relatos de viajes o los estudios antropológicos[4]. Sin embargo, si bien este informe, al ofrecer esta descripción de una sociedad semejante, nos hace dudar de las virtudes de nuestra sociedad por efecto de comparación, hay en este texto elementos que nos hacen dudar del mismo Brodie debido a las ambigüedades de su discurso. Brodie, al describir este pueblo, abusa demasiado de las conjeturas y, más que demostrar los hechos que narra, lo que hace es interpretarlos con criterios demasiado arbitrarios. El lector, a efectos del texto, por momentos duda de la sociedad de los Yahoos, por momentos de la respetabilidad de su propia sociedad, y también del narrador: el ejercicio de la duda opera en este relato en varios planos. Sin embargo, cabe preguntarse si el nivel conjetural del relato de Brodie, tanto como las dudosas pruebas de su informe y las ambivalencias de sus criterios, más que defectos del propio Brodie son defectos inevitables de la misma investigación histórica o antropológica, de los discursos culturales mismos.
Al igual que Borges, Brodie pone en escena las preguntas más importantes de la filosofía mediante procedimientos tan ambiguos como la ficción narrativa. Borges utiliza los recursos de la literatura tal como Brodie utiliza los recursos de la antropología o de la historia: construcciones del lenguaje altamente imaginativas e inevitablemente contradictorias –nutridas de sinrazones-, que permiten poner en duda nuestras nociones del universo.
Tanto la filosofía como la historia pueden subordinarse al simbolismo literario, y hay varios criterios que pueden sustentar esta postura. Para Hayden White la historia es una ficción verbal cuyos contenidos son tanto encontrados como inventados[5]. Esta aseveración llega al límite de concebir a la historia como un “género bastardo” de un discurso superior, el literario. La base de este argumento es lingüística: si bien la historia puede referir a sucesos diferentes a los ficticios, la ficcionalidad se halla de todos modos en las estructuras narrativas propias de ambos discursos. Los historiadores, condenados al constructivismo, deben hacer uso de la “imaginación constructiva” para relatar los hechos. El historiador, para construir una trama de sucesos históricos, debe dotar a estos sucesos de significados mediante una operación inevitablemente literaria, “productora de ficción”.
El informe de Brodie, mediante una operación literaria, permite involucrar al lector en la duda filosófica y nos obliga a una interrogación sobre la cultura en sí que compromete, por supuesto, las nociones y las creencias de nuestra propia cultura. Según Leonardi, la literatura de Borges se caracteriza por construir un espacio narrativo, entre la ciencia y la filosofía, que permite desplegar el rol intelectual de “sembrar la duda, discutir, denunciar la falsa transparencia de los códigos culturales[6]”.
Mediante el despliegue de la duda por medio de un lenguaje que recupera la función intelectual del discurso ficticio, El informe de Brodie, así como la literatura de Borges, permitirá cuestionar tanto la sociedad propia como la sociedad relatada del discurso y, dentro de la reflexión sobre estas sociedades, sean reales o ficticias, quedarán igualmente en duda los criterios acerca de la naturaleza de la ética, la justicia, el lenguaje, la historia, las instituciones y los valores que las conforman.

[1] Borges, Jorge Luis, El informe de Brodie, Editorial Alianza, Buenos Aires, 1998.
http://www.literatura.us/borges/elinforme.html

[2] Hobbes, Thomas: Leviatan, México, Fondo de Cultura Económica, 1980.
[3] Locke, John, Dos tratados sobre el gobierno civil, ed. Alianza, 2002.
[4] En su diario del Congo, “Pasajes de la guerra revolucionaria: Congo”, el Che Guevara cuenta que los congoleses creían en un líquido que los hacía invulnerables a las balas, y la única manera de que este líquido no tuviera efecto es en caso de haber el sentimiento del miedo en el combatiente y el contacto con mujer. Cada vez que un hombre caía, el hipotético miedo explicaba la falla del efecto.
[5] White, Hayden, “El texto histórico como artefacto literario y otros escritos”. Paidós, I.C.E. de la Universidad Autónoma de Barcelona, Barcelona, Buenos Aires, México, 1978.
[6] Leonardi, Emanuele, Cuatro ensayos sobre Borges, la Filosofía y la Ciencia, Ficha de Cátedra del Seminario de grado “Juegos filosóficos y enigmas científicos en la literatura de Borges. Su vínculo con pensadores y escritores italianos”, Universidad de Filosofía y Letras, Buenos Aires, 2008.