domingo, 19 de julio de 2009

Rousseau y Frankenstein de Shelley

Frankenstein y Rousseau:
monstruos de dos cabezas.




Frankenstein y Rousseau.

La obra de Rousseau, riquísima en su temática y controvertida en su originalidad, se ubica en la historia sociocultural como un puente entre la ilustración del siglo XVIII -a causa de su apasionada defensa de la razón y los derechos individuales-, y el romanticismo del siglo XIX -por su enfática reivindicación de una intensa experiencia subjetiva en desmedro del pensamiento estrictamente racional-. Considerado por esta última faceta como padre del romanticismo, la crítica ha insistido en estudiar la huella del autor del Contrato social en la obra literaria de autores tales como Lord Byron, Goethe, Schiller, Wordsworth, así como en la ensayística de intelectuales de la Revolución Francesa como Maximilien Robespierre y Louis-Antoine de Sain-Just. Sin embargo, la novela Frankenstein o el prometeo moderno de Mary Shelley es, dentro del romanticismo inglés, el texto literario más recurrentemente asociado al intertexto filosófico y lírico de Rousseau. La novela de Mary Shelley deja que el lector encuentre, a lo largo de sus capítulos, numerosas alusiones que nos evocan tanto la forma como el contenido de la obra roussoniana. Sin embargo, una de las características de Frankenstein es que la lógica propia del texto, sin dejar de figurar a Rousseau, presenta una multiplicidad de fuentes y de problemáticas que contienen, de manera condensada, a veces saturada, los temas fundamentales del contexto sociocultural de su época. La novela atesora una riqueza que la hace depositaria de un espíritu de época tributario no sólo de Rousseau sino de la mayoría de las preocupaciones de los intelectuales de su contexto histórico.
En su Introducción a la edición en español de Colihue Clásica, Jerónimo Ledesma insiste en la lógica propia de la obra –una lógica ambigua, compleja-, en su capacidad de incorporar discursos ajenos pero amoldados en su discurso propio, y sobre todo en el carácter original a la vez que polisémico, de modo que cualquier lectura que reduzca la novela a sólo una de sus fuentes podría pecar de reduccionismo:

“Frankenstein está infestado de textos de otros. Sus mismos cimientos y estructuras parecen construidos con materiales ajenos. Esto ha generado una investigación masiva de las fuentes de la novela, que rastrean la presencia ya de algunos autores y obras, ya de ciertas temáticas o discursos (ciencia, religión, mujer, sexualidad, pacto fáustico, etc.)” .

Jerónimo Ledesma deja claro que el monstruo de Frankenstein está hecho de partes de cadáveres, especialmente de cadáveres intelectuales, entre los cuales Rousseau, junto a Milton, Coleridge o Pierce Shelley, no es más que uno de ellos, aunque pueda ser uno más notorio. Sin desconocer la verdad de esta pluralidad de fuentes, de esta lógica propia y de esta riqueza de alusiones que hacen de este texto un poderoso receptáculo de su contexto sociocultural, de todos modos considero que la presencia de Rousseau, tanto explícita como implícita, sigue siendo la fuente de inspiración más importante de Frankenstein. Además, la tesis de que Rousseau ocupa en la novela de Mary Shelley un lugar central, no desmiente en absoluto la tesis de que la novela pueda ser un texto de fuentes diversas, capaz de condensar en sí la mayoría de los tópicos de su época. No la desmiente, más bien la acompaña: Rousseau mismo condensa la mayoría de los tópicos de la época, de modo que un texto lleno de Rousseau es, sólo por eso, un texto lleno de su contexto sociocultural. En esta línea crítica, este trabajo secunda la idea de teóricos como David Marshall, quién no duda al afirmar que Rousseau es la presencia fundamental del texto literario de Mary Shelley, la certeza de que Víctor Frankenstein y el monstruo no hacen otra cosa que “summarizing the life and carácter of Rousseau” .
Sobre la base de esta afirmación, se hará un recorrido sobre una serie de tópicos de Frankenstein que son, a la vez, algunos de los mismos tópicos fundamentales de la obra de Rousseau, y que sostienen entre ellos un sistema de correspondencias.


La educación.

El problema de la educación es un eje estructurante de Frankenstein, y se aborda con una impronta claramente roussoniana.
El Emilio, una de las lecturas de Mary Shelley, resulta ser un intertexto muchas veces explícito, al punto que la novela misma de Frankenstein puede considerarse un tratado sobre la educación. Sin excepción alguna, el bien y el mal son consecuencias de una buena o mala educación. La historia de los personajes principales –y también la de los secundarios- está generada, condicionada y atravesada por sus experiencias pedagógicas. Walton, Víctor Frankenstein y el monstruo, las tres voces narradoras del texto, se presentan y cuentan su historia exponiendo, en primera instancia, la educación que recibieron de manera formal o autodidacta. Las lecciones que recibieron, los libros que leyeron y la influencia de sus maestros son los factores que determinan sus destinos. En mayor o menor medida, todos estos personajes son víctimas y victimarios de su formación: sufren las consecuencias de haber sido mal formados y de formar mal a otros. Walton, el primer narrador, enfatiza su condición de autodidacta, y observa que sus lecturas fueron los motivos que lo llevaron a embarcarse en una peligrosa aventura desaprobada por su padre. Víctor construye a la criatura, el origen de su desgracia, debido a una trayectoria educativa que, desde un principio, estuvo sellada por la lectura de alquimistas y astrólogos del siglo XV (Cornelio Agripa, Alberto Magno y Paracelso) y por la influencia de sus dos primeros maestros universitarios de Ingolstadt, Krempe –que comete el mismo error de su padre al burlarse de sus lecturas- y Waldman –al incentivarlo con un método comprensivo-. Consumados los terribles resultados de su formación científica, el doctor Víctor Frankenstein lamentará, mientras trata de influir a Walton, las consecuencias de no haber sido orientado y prevenido por sus tutores de una manera acertada:

“no puedo dejar de observar aquí cómo desaprovechan los educadores las muchas oportunidades que poseen para orientar a sus alumnos al conocimiento útil ”.

Esta máxima del Emilio, que considera fundamental la orientación del maestro hacia su discípulo, es a la vez el problema pedagógico que atañe al monstruo: el haber sido abandonado, el no haber podido contar con un tutor que lo formase, es la peor falta del creador y la desgracia de la criatura creada. La falta de Rousseau, el abandono, confesada en las Confesiones , es la misma falta de Víctor y la causa de todos los infortunios. La novela de M. Shelley puede leerse, así, como una tragedia educativa en relación al incumplimiento de los deberes del tutor y las consecuencias que esto conlleva en los alumnos. Según el Emilio, “un hombre abandonado a sí mismo entre los demás desde su nacimiento, sería el más desfigurado de todos ”. La monstruosidad de la criatura, además de acusar a quienes violan las leyes naturales, simboliza los desastres de la ausencia total de un tutor que guíe a su alumno para ayudarlo a desarrollar sus facultades. El proyecto educativo del Emilio, controvertido hasta el límite de lo improbable, básicamente una ficción hipotética de las que tanto repudiaba Burkle , esgrime un audaz ideal pedagógico que, lejos de la corrupción social y ajena a todas las instituciones formales, pretende la conformación de un individuo en relación directa con la naturaleza, aislado de toda noción de autoridad y servidumbre que termina exponiendo, como alumno ideal, el modelo de un campesino virtuoso que se caracteriza por un oficio práctico –carpintería-, y que desdeña incluso la lectura con la única excepción del Robinson Crusoe.
¿Por dónde empezar a la hora de exponer las distintas marcas textuales que hacen de Frankenstein un intertexto claro, aún con distancia irónica, de la propuesta pedagógica del Emilio?
Toda la historia está impregnada de alusiones a este proyecto pedagógico que, enemigo de las formalidades y los peligros de los vicios sociales, reivindican una vida sencilla pero íntegra, humilde pero virtuosa, siempre compenetrada con una sabiduría que se considera inherente a la naturaleza. Así, Víctor destaca la virtud de su padre al abandonar muchas de las tareas públicas de su profesión para consagrarse a la educación de sus hijos, una educación que se destaca por un método eficaz y heterodoxo, basado en principios que nos recuerdan constantemente el proyecto del Emilio: “Nuestros estudios nunca eran forzados. […] En lugar de que el estudio se nos volviera odioso por el castigo, amábamos la disciplina.[…]Quizás no leímos tantos libros como los educados por los métodos convencionales, pero lo que aprendimos se imprimió más profundamente en nuestra memoria”. Es de destacar la disposición de la familia Frankenstein a hacerse cargo de parientes o huérfanos para ocuparse de su educación, y así evitar dejarlos en manos de madrastras o comadronas, una de las máximas preocupaciones del libro primero del Emilio. Igualmente destacable es la alusión a personajes que, evidentemente humildes ante la erudición y las ambiciones de Víctor o Walton, logran dentro de su sencillez una virtud y una vida recta de la que éstos últimos se desvían. Walton, todavía enceguecido por sus ambiciones, se refiere al contramaestre de su tripulación, un hombre que pasó toda su vida en un barco, que “apenas tiene una idea que vaya más allá de sogas y velas”, pero que demuestra una nobleza y una entereza moral sumamente destacables. Por lo demás, el pequeño Ernest, el único sobreviviente de la familia Frankenstein, es a la vez el joven destinado a ser granjero, profesión propuesta por Elizabeth con argumentos de eco roussoniano: “la vida de un granjero es muy saludable y feliz; y es la menos dañina y la más benéfica de las profesiones” . También la historia pedagógica de Clerval, el amigo y compañero de formación de Víctor, nos remite al horizonte de ideas del Emilio. Entregado a las lecturas de los romances, la poesía, los libros de fantasía, Clerval debe disputar con su padre para desarrollar su formación intelectual. Su padre, un práctico mercader, le había dicho que puede hacer “diez mil florines al año sin el griego”, participando de este debate roussoniano que, en desmedro de las ciencias y las artes, llega a exaltar las virtudes de los oficios más modestos pero más útiles. Sin embargo, los estudios de Clerval son menos pecaminosos que los de Víctor: lejos de interesarse por las ciencias que pretenden desafiar la naturaleza e ir más allá de lo posible, Clerval se interesa por el mundo interior, por el alma humana, y tiene el acierto de valorar la sabiduría de la naturaleza. En efecto, una vez realizada la obra funesta de Víctor, Clerval lo ayuda a salir de su estado de fiebre nerviosa y desesperación mediante estudios orientalistas, una cultura en cuyas obras “la vida parece consistir en un sol tibio y un jardín”. Este respeto por la grandeza de las pequeñas cosas y el amor por la naturaleza, termina consolando momentáneamente a Víctor quien, sobre la influencia de su amigo, afirma que despertó los mejores sentimientos de su corazón por haberle enseñado a “amar nuevamente el aspecto de la naturaleza y las caras alegres de los niños”. Sin embargo, el núcleo del problema de la educación se ubica en la instrucción que recibe el monstruo de manera casi siempre autodidáctica. En estos capítulos, tal vez los más notables de la novela, la cuestión pedagógica y el intertexto roussoniano resulta tan explícito como implícito, y es aquí en donde se da al mismo tiempo el mayor nivel de homenaje y de distancia irónica. El monstruo, un ser tan poco catalogable como el conjunto de la obra roussoniana, posible símbolo de ésta, es a la vez la obra prometeica que viola la naturaleza y la criatura más natural del mundo. Parado con su enorme talle en medio de la encrucijada entre el amor y el odio a la humanidad, entre la soledad y el deseo de sociedad, su educación, parodia y homenaje de todas las teorías roussonianas, podría encabezarse con la siguiente cita del Emilio:
“Un alumno que está en contacto con la naturaleza, acostumbrado a bastarse a sí mismo, que no está adscrito a ningún lugar, que no tiene ninguna tarea ni otra ley que su voluntad, se acostumbra a no dar un solo paso sin considerar sus consecuencias; él no habla demasiado, actúa, no sabe una palabra de cuanto se hace en el mundo, pero sabe hacer muy bien aquello que le conviene. Como está sin cesar en movimiento, se ve obligado a observar muchas cosas” (Em.,p.133).

El monstruo, un autodidacta silvestre, encarna de manera confusa una suma de doctrinas y teoría que, indistintamente, evocan el ensayo sobre el origen de las lenguas de Rousseau , la tabula rasa de Locke , y todas las discusiones sobre aspectos morales y sociales que uno quiera y pueda analizar en esta criatura conformada con restos de doctrinas y cadáveres. Sin embargo, bastaría escrutar las páginas del Emilio para seguir encontrando pedazos de Rousseau insertados en cada uno de sus miembros. Dice Rousseau: “Nuestros primeros profesores de filosofía son nuestros pies, nuestras manos, nuestros ojos” (Em.,p.140). El monstruo, al descubrir el maravilloso fuego, se quema para reflexionar, como un rústico Heráclito, sobre lo extraño que resulta el que de una misma causa se produzcan efectos tan opuestos. Tal como el hombre en estado de naturaleza, su mirada adánica, sin el auxilio de ninguna instrucción formal, se realiza al descubrir “una luz que aparece en el cielo”, o que un sonido placentero provenía de la garganta de pequeños animales alados. “¿Por qué la educación de un niño no comienza antes que él hable y que él oiga? (Em.,p.67)” se pregunta Rousseau. En efecto, así comienza la educación del monstruo, pero tarde o temprano, gracias a la familia francesa, la instrucción de la sociedad llega a su conciencia, y con ella las tribulaciones. Espiando por un agujero, siguiendo las lecciones de francés impartidas a la joven Safie –quién, como compañera de estudios, nos recuerda a la Shopie de Emilio-, el monstruo toma conciencia de la historia universal, de la organización social, de las costumbres y, para su desgracia, de su propia situación en el mundo: “Y qué era yo”, se pregunta, cual un invertido narciso, al ver su rostro en el espejo, la diferencia entre él y los hombres, y sobre todo al ser rechazado, atacado y despreciado por ellos. Los libros que adquiere, significativos desde varios puntos de vista , le proporcionan un conocimiento que trae como consecuencia una sucesión de desgracias y lamentos:

“Emilio aprenderá a leer y a escribir perfectamente antes de la edad de diez años, pero preferiría más que no supiese leer nunca” (Em.,p.130).

Padeciendo la misma suerte que su creador, víctima de su propia sabiduría, el monstruo encarna otro de los tópicos asociados al problema de la educación pero que merece un capítulo aparte: el conocimiento científico.
La ciencia.

En su Discurso sobre las ciencias y las artes, Rousseau escribió una frase que, con total pertinencia, podría haber servido de epígrafe para el relato y la enseñanza que Víctor Frankenstein le transmite a R. Walton:

“Según una antigua tradición que de Egipto pasó a Grecia, un dios enemigo del reposo de los hombres fue el inventor de las ciencias ”.

La ciencia, poderosa impronta de la ilustración, atañe al problema de la educación y del conocimiento, y atraviesa, como un factor negativo, la novela de M. Shelley. Ya desde el prefacio se indica que algunos científicos y fisiólogos alemanes opinan que no es imposible lo que narra la ficción, lo cual es todo un disparador para analizar esta obra en el contexto científico de su tiempo. Walton, al igual que Víctor en su momento, es un joven deseoso de emprender una carrera científica que se presenta sin límite alguno para sus aspiraciones: “descubrir la fuerza milagrosa que atrae a la aguja” […] “profundizar observaciones astronómicas” […] “averiguar el secreto del imán ”. Lo que Walton experimenta es, en sus palabras, una “ardiente curiosidad”. Esta curiosidad ilimitada, prometeica, capaz de proceder enceguecida, sin ningún reparo en sus consecuencias, es la misma que atormentaba a Víctor cuando, ya inmerso en sus estudios superiores, pretendía descubrir la manera de evitar que existan las enfermedades, o que hubiera un modo de que el hombre sea invulnerable a la muerte violenta. Su máxima aspiración, saber de dónde proviene la vida, se consuma hasta el punto de lograr una obra que desafía y viola el orden de la naturaleza: encontrar el modo de avivar la materia inerte. La obra de Víctor Frankenstein implica, desde un punto de vista roussoniano, el peor defecto del género humano: no aceptar la naturaleza tal cual es. El principio del Emilio, tantas veces citado, y con razón, para demostrar el carácter roussoniano de esta novela, resulta ciertamente ilustrativo:

“Todo es perfecto al salir de manos del hacedor de todas las cosas; todo degenera entre las manos del hombre. (…) Él lo trastorna todo, lo desfigura todo, ama la deformidad, los monstruos; el no quiere nada tal y como lo ha hecho la naturaleza, incluso el hombre…(Em.,p35)”.

La monstruosidad es, tanto en la novela de M. Shelley como en la obra de Rousseau, el resultado que logra el hombre al salirse de la ley natural. Una obra que no provenga de la naturaleza no puede ser sino monstruosa: los monstruos que engendra la razón ilustrada son los monstruos de la ciencia, el conocimiento abstraído de la ley misma de la vida. El relato de Víctor, en el momento final de su vida, cuando no queda ya ninguna esperanza para su felicidad, procura, al menos, evitar la desgracia en los otros: Víctor le dice a Walton y a nosotros, los lectores, que de ninguna manera puede permitirse revelar el secreto de la vida, porque ello no conlleva otra cosa que la desgracia. El conocimiento que nos lleva más allá del orden vital dispuesto por la naturaleza es el pecado del fruto prohibido, la única manzana que no hay que morder. El precio de cometer este error es, en principio, el destierro permanente, la ruptura con todo orden natural que implica una falta de armonía, una proscripción de la paz interior y la paz con el entorno. Pero tanto el problema de la educación como el problema de la ciencia están relacionados con otros tópicos que merecen ser tratados aparte y tienen que ver con los problemas en torno a la moral, la familia, y la soledad.

La moral, la familia y la soledad.

El problema de la moral es, tanto en Rousseau como en M. Shelley, un candente tema filosófico que no puede desvincularse de ninguno de los demás problemas.
En Frankenstein este problema se presenta como una de las máximas aspiraciones de la autora: el Prefacio enfatiza que escribe esta obra con un propósito moral, que es mucho más que una ficción , que no le es indiferente el modo en que el lector pueda verse afectado con las tendencias morales de los personajes y que, al respecto de este propósito, persigue el fin de “exhibir la amabilidad del efecto doméstico y la excelencia de la virtud universal”. Tal como sucede con la obra de Rousseau, el problema de la moral conduce al hombre a un compromiso o a un aislamiento con respecto a su entorno. Aquí es donde, sin salirnos de un parentesco, podemos identificar algunas divergencias entre Frankenstein y el intertexto roussoniano: mientras que la novela de M. Shelley enfatiza el círculo doméstico y la virtud de la familia, la figura virtuosa de Rousseau es más bien la del hombre solitario que, en la novela, se condensa en la figura de un Víctor caído en falta, o del monstruo mismo. Sin embargo, tanto en Rousseau como en Frankenstein, el problema de la moral resulta inseparable del problema social: los personajes de Mery Shelley se quedan solos cuando caen en falta, así como Rousseau es condenado a la soledad debido a los vicios de las sociedades que condenan su obra y lo persiguen a causa de sus virtudes. Mientras que para el Rousseau de las Confesiones la soledad es una felicidad, aunque se la impongan como castigo, Víctor Frankenstein la sufre como un infortunio, ciertamente como un castigo merecido. Sin embargo, el problema de la familia es lo que unifica los textos de los dos autores. Así se prueba con un fragmento correspondiente al final del libro primero de las Confesiones:

“En el seno de mi religión, de mi patria, mi familia y mis amigos, habría vivido tranquila y dulcemente, cual convenía a mi carácter, en la monotonía de una ocupación grata y de una sociedad propia para mi corazón. Habría sido buen cristiano, buen ciudadano, buen padre de familia, buen artesano; en resumen: un hombre de bien. (…) En lugar de todo esto…¡Qué espectáculo voy a presentar!” .

Esta presentación de la vida de Rousseau, palabras que podría haber pronunciado Víctor Frankenstein para presentar la suya, expone claramente el intertexto. Las penas de Rousseau, la historia de su destierro y de sus infortunios con la sociedad, comienzan desde el mismo día en que, movido por sus ambiciones, decide abandonar el hogar paterno y la vida familiar. Esta es la desgracia de Víctor Frankenstein: un ginebrino que, como Rousseau, fue educado en la moral protestante de una familia que se debía a su patria. Sin embargo, al contrario de la vida de Rousseau, marcada prontamente por la orfandad y el abandono, la novela de M. Shelley, más centrada en las virtudes de la familia, enfatiza la infancia feliz de Víctor y su pertenencia a una familia conformada por un linaje de hombres de Estado, comprometidos con la Confederación y los deberes de su patria. Este virtuoso círculo doméstico, base del buen vivir y de la buena sociedad, es lo que pierde Víctor Frankenstein al dejarse llevar por sus ambiciones científicas. Su tarea científica es en todo punto inconciliable con el virtuosismo de la vida familiar, hasta el punto que termina por destruir a todos. Escribe Rousseau en el Emilio: “No existe cuadro más encantador que el de la familia, pero un solo rasgo alterado desfigura a todos los demás (Em.,p50)”. Una vez consumada la obra, y echado a andar el monstruo, ya no es posible volver al orden familiar: por más que Víctor se proponga dejar la ciencia, desposarse con Elizabeth y no volver a desviarse de los consejos de su padre, la cadena de desgracias que provoca este “rasgo alterado” empieza con la muerte de su hermano menor para terminar, luego del asesinado de Elizabeth en su noche de bodas, con la de toda su familia: “si nadie dejara que sus planes interfirieran con la calma de los afectos domésticos, Grecia no habría sido esclavizada, César habría salvado a su país, América hubiera sido descubierta más gradualmente y los imperios de México y Perú no hubieran sido destruidos”. Desde entonces, Víctor se convierte, como el Rousseau de las Confesiones, como su propio monstruo, en un ser obligado a “errar incesantemente sobre la tierra”. A partir de aquí podemos analizar, a través de los escritos autobiográficos de Rousseau, una serie de paralelismos imprescindibles entre todos estos textos. Conviene para ello recordar el problema de las consecuencias del triunfo de sus conocimientos, causa de todas las desgracias, y volver al punto pedagógico de sus respectivas formaciones.
Tal como le sucede a su creador, el monstruo experimenta la misma desdicha luego de haberse ilustrado mediante la lectura de una serie de libros: “con el conocimiento se agravó la tristeza. ¡Ojala hubiera permanecido para siempre en mi bosque natal, sin conocer ni sentir nada fuera del hambre, la sed y el calor”. En el mismo momento de la ilustración, el monstruo siente lo mismo que sintió Víctor al final de su carrera: el deseo de convertirse, como el Rousseau de las Ensoñaciones, en un ser despojado de las penas y las maldades de la sociedad humana; un hombre dispuesto a terminar su vida -si los demás lo hubieran permitido- en un lugar como la isla de Saint-Pierre, destacable por lo salvaje e incontaminado de su naturaleza. Un solitario sin más ocupación que la de compenetrarse con la naturaleza mediante el placer de la botánica, pero prescindiendo de todo libro o laboratorio, y sobre todo “ignorante de cuanto se hacía en el mundo ”.

Las confesiones, las ensoñaciones y las conclusiones.

Los textos autobiográficos de Rousseau, particularmente Las confesiones y las Ensoñaciones de un paseante solitario, se destacan por la voz narradora de un yo lírico que enfatiza su subjetividad. Este sesgo subjetivo y emocional que, en desmedro del racionalismo ilustrado, da los sentimientos un estatuto de verdad, termina realizando, en sus propias palabras, “una empresa que no tiene precedentes” y que conformaría las bases del movimiento romántico en toda Europa. La novela de Mery Shelley es uno de los mejores ejemplos para demostrar la influencia de Rousseau en el romanticismo inglés. El yo confesional roussoniano, intensamente subjetivo y recién divorciado de todos los paradigmas ilustrados, cuyas marcas todavía le atormentan, se corresponden tanto en forma como en contenido con las primeras personas que narran Frankenstein. Este parentesco es tan notable que por momentos toparemos con párrafos enteros de Víctor o del monstruo que tranquilamente podríamos haber leído en las Confesiones o en las Ensoñaciones, y viceversa:

“La primera sorpresa fue espantosa. Yo, que me sentía digno de amor y de estima, yo que me creía honrado, querido como merecía serlo, me vi transformado en un monstruo horroroso como nunca había existido ”.

Esta frase de Rousseau, que podría haber pronunciado el monstruo de Mary Shelley luego de verse por primera vez en el estanque , puede ser un punto de partida para considerar que, en las voces narradoras de Frankenstein, no hay otra cosa que el espíritu y la pluma de Rousseau evocado con respeto y con distancia irónica. Así, la unión del monstruo y de Víctor Frankenstein, pueden conformar las dos caras de una misma moneda, el alma y el cuerpo de un mismo ser que, fusionándose permanentemente e invirtiendo sus papeles, se persiguen uno al otro hasta el punto de crearse y exterminarse recíprocamente. La primera vez que Víctor ve al monstruo en Suiza, sus palabras son las siguientes: “veía en él la imagen de mi propio vampiro, mi espíritu liberado de la tumba, obligado a destruir todo lo que yo amaba”. Las ideas de Rousseau, que oscilan, a veces de un modo increíblemente armónico, entre la misantropía y el amor a la humanidad, lo revolucionario y lo conservador, lo íntimo y lo popular, prefiguran esta danza macabra entre el creador y la criatura del texto de Mery Shelley, confluencia de todos los tópicos del romanticismo. ¿Cómo no evocar el monstruo de Frankenstein cuando leemos, al principio de las Confesiones, las palabras de un ser desplazado de la sociedad humana que se presenta como alguien que no es como ninguno de cuantos ha visto, más aún, “como ninguno de cuantos existen”? ¿Cómo evitar la imagen del Rousseau en el quinto paseo de las Ensoñaciones, navegando en el lago de Bienne, cuando Víctor se abandona a su soledad en los paisajes de Belrive, muchas veces dispuesto a zambullirse en el lago? Víctor Frankenstein y su creación, deliberando y midiéndose en la cumbre del Montanvert, son, sin más, Rousseau, Rousseau mismo frente a su obra, aquella obra que lo ha condenado a la persecución, a la errancia, a la soledad, aquella creación que lo ha dejado en la isla de Saint-Pierre frente a frente con su propia alma, aislado de todo y de todos. Porque no sólo el tono, el estilo, la magnificencia del yo confesional de Frankenstein evocan el carácter precursor de las autobiografías roussonianas: también lo hacen los hechos, el argumento, el entramado mismo de la historia. Por aquí y por allá encontramos en el contenido de la novela hechos que asociamos fácilmente al escritor ginebrino: el deseo de Walton, como el de Rousseau, de encontrar un amigo que lo comprenda; el incidente del monstruo con el niño, como el de Rousseau con el hijo del tonelero en las Ensoñaciones; el juicio de Justine, ante la callada culpa de Víctor, como el juicio del robo de la cinta en las Confesiones. Al respecto, es de destacar la imagen en la que el monstruo, despertando a la existencia, comienza a descubrir el mundo con frases tales como “una suave luz apareció en el cielo y me produjo una sensación de placer”. Esta escena se parece demasiado a la del accidente que sufre Rousseau en el segundo paseo de las ensoñaciones, en tanto que, al despertar, vuelve a descubrir el mundo de manera adánica, tal como la criatura:

“Vi el cielo, algunas estrellas y un poco de verdor. Esta primera sensación constituyó un momento delicioso.(…) En ese instante nacía a la vida y parecíame que con mi leve existencia llenaba todos los objetos que veía” (Ens., p.20).

Pero, más allá de estas similitudes argumentales, resulta evidente que el mayor grado de parentesco entre Rousseau y los personajes de Frankenstein se halla en estas voces narradoras de Víctor y de su criatura, cuyos papeles y suertes se entremezclan y fusionan generando, en su conjunto, un único ser desdoblado que ficcionaliza el intertexto roussoniano. Víctor y el monstruo, leídos de esta manera, conforman una sola criatura representada en la relación del creador con su obra que, a la vez, representa el intertexto roussoniano conformando una subjetividad dividida, deformada por pasiones y paradojas, cuya suerte no es otra que la de ser aborrecidos por la sociedad y condenados a la soledad de una naturaleza sabia, redentora, de la que nadie tendría que haberse desviado nunca. El hecho mismo de la monstruosidad literal nos hace pensar que, al mismo tiempo de un homenaje, Rousseau es leído en la novela de M. Shelley con alguna distancia irónica: este monstruo, un ser educado en la soledad, perseguido por los hombres y, pese a su origen, absolutamente compenetrado con la naturaleza, representa bajo la forma de un hecho mucho de lo que en Rousseau es un concepto .
En conclusión, debemos notar que este carácter contradictorio, paradójico, bipolar de la novela, es al mismo tiempo lo que caracteriza a la obra misma de Rousseau. Lecercle, en un estudio que lee la figura de Frankenstein en tanto un mito moderno, enfatiza el carácter contradictorio de la novela como un rasgo estructural. Una de las claves más importantes para explicar este carácter contradictorio está dada por el contexto histórico:

“Entre la generación de Godwin y de Shelley, media el triunfo de la reacción en Inglaterra, la revulsión frente al terror en la mayoría de los intelectuales británicos favorables a la Revolución (como Wordsworth y Coleridge), el fracaso de ésta y la guerra en Europa” .

Entre la admiración y el rechazo, el triunfo y el fracaso, la adhesión y la crítica a la Revolución Francesa propia de la segunda generación romántica, tenemos pues una novela que, como la obra de Rousseau, nos sumerge en un mundo discursivo lleno de tensiones. Lacercle observa que la novela de M. Shelley tiene, como elemento invariante, una tensión entre la hybris y la rebelión, entre Prometeo y Fausto, entre naturaleza y sociedad. El monstruo mismo, malvado y benévolo al mismo tiempo, es una mezcla de Adán y Satán que bien podría simbolizar la fascinación y el rechazo simultáneos que experimentan los ingleses radicales ante la Revolución.




Podríamos pensar que la figura del monstruo nos suscita los mismos sentimientos encontrados que la obra de Rousseau y la Revolución Francesa pudo haber generado en M. Shelley: por un lado, un inevitable sentimiento de rechazo, el acatamiento de la condición monstruosa como tal; por el otro, un sentimiento de solidaridad, en incluso de admiración, basado en el hecho mismo de que la sociedad, por su hostilidad e hipocresía, no es a nuestros ojos nada mejor que el objeto de sus críticas y merece las garras de este ataque monstruoso, ¿no es esta la idea general de las Confesiones, un texto que, al tiempo que expone sus propios defectos, persigue el propósito de denunciar los defectos ajenos, los de los normales, los perseguidores, la sociedad entera?
Rousseau, la Revolución Francesa y la dualidad conformada por el monstruo y Víctor Frankenstein: monstruos de dos cabezas. Cada uno de estos textos, hechos históricos, obras filosóficas, son monstruos de dos cabezas que, al tiempo que nos fascinan, nos producen todo tipo de rechazos, muchas veces oscilando entre la insurgencia y el conservadurismo, la misantropía y la filantropía, el respeto por la sociedad y el amor a la soledad. Estos sentimientos ambivalentes, encontrados, contradictorios, son propios de la experiencia del lector de Frankenstein y del lector de Rousseau así como del método mismo de éste último, un método tan controvertido como efectivo, resumido de manera explícita en el libro segundo del Emilio y, sin duda alguna, un posible epígrafe para el prefacio de la novela de Mary Shelley:

“Lectores vulgares, perdonadme mis paradojas: es preciso caer en ellas cuando se reflexiona, y sea cual sea lo que podais decir, yo prefiero más ser hombre de paradojas que hombre de prejuicios” (Em., p.101).