La experiencia urbana de las grandes ciudades es, como la literatura, un fenómeno histórico que cuenta con sus fechas de nacimiento, de esplendor y de crisis, así como posiblemente las tendrá para su declive y decadencia. El término español “literatura” aparece por primera vez en el año 1490 en “Universal vocabulario latino y romance” de Alonso Fernández de Palencia. La literatura, que todavía no se presentaba tal como nosotros la concebimos, se define aquí como un cultismo de la latina “literattura”, que a su vez es una traducción del griego “gramática”. El nacimiento de lo propiamente literario, a saber, una obra artística que presupone nociones tales como la de ficción, la de libro de imprenta y la de autor, todas ellas ausentes en las sociedades orales de la antigua épica o epopeya, se considera para distintas corrientes de la crítica literaria como un fenómeno del siglo XVIII: según Jauss, la literatura surge a partir de “la emancipación de las bellas artes” en el ámbito de la cultura burguesa, y otros autores como Foucault consideran que la literatura tiene lugar a partir de Sade, autor considerado “el umbral histórico de la literatura”[1]. Del mismo modo, el fenómeno de la experiencia urbana en las grandes ciudades, con todas las peculiaridades que conlleva en el ámbito de la cultura, data de un proceso que se va forjando durante la revolución industrial del siglo XVIII y que halla su primera consolidación en el siglo XIX de la mano de la emergente sociedad burguesa. Desde este criterio se puede establecer entre la ciudad y la literatura una relación dialéctica que las descubre hermanadas en su modernidad: una nueva forma de vivir, la de las grandes ciudades, a menudo condice con una nueva forma de sentir y por ende de escribir. Así, el fenómeno moderno de la vida en la gran ciudad dialoga constantemente con el tipo de representación literaria, aunque este diálogo sea sumamente conflictivo. De cualquier modo, la forma de vida propia de las grandes ciudades se entiende, al igual que la literatura, como un resultado de la sociedad burguesa industrial y mercantilista que se consolida en el siglo XIX. Ambos fenómenos, hijos de la modernidad, serán pensados cuando comiencen a presentar un problema: ¿cómo organizar, contener y adaptarse a los problemas que presenta la vida en las grandes ciudades, y de qué modo representarlos culturalmente?
El sociólogo y urbanista estadounidense Lewis Mumford ha investigado, en “La ciudad en la historia”, el nuevo tipo de experiencia urbana que ha producido el advenimiento de las grandes ciudades modernas en el marco de la consolidación burguesa del siglo XIX[2]. De una novela de Charles Dickens toma la imagen que considera apropiada para definir el nuevo tipo de ciudad mercantilista y neotécnica: coketown. Según Mumford, la emergente ciudad burguesa del siglo XIX tuvo como filosofía una concepción utilitarista que, en pos del mercado y de la industria, se desentendía de todo aquello que fuera imprescindible para la dignidad de la vida humana. La ciudad moderna, una patria de banqueros, industriales y científicos de la técnica, conllevaba una experiencia urbana sumamente degradada que apenas dejaba espacio para una vida digna de ser vivida. El nuevo sujeto de estas sociedades es un individuo atomizado, egoísta por principio; el agente de una tendencia social que sólo daba lugar a las actividades económicas juzgando como un derroche cualquier tiempo invertido en otras funciones. Esta concepción utilitarista asumió las formas de un desprecio global ante las alegrías de la vida dando lugar a un medio urbano que, según Mumford, sería el más degradado de la historia; la mina, expandida por los rieles del ferrocarril, el ruido y el humo de las fábricas, eran las nuevos protagonistas de una experiencia urbana antihumana que, en los contornos de la industria, hacinaba enormes masas de población en condiciones de miseria, suciedad e insalubridad fatales. Las montañas de escoria y de basura, los ríos convertidos en cloacas, los enormes tanques de gas que contaminaban la cotidianeidad de los ciudadanos, eran las formas del nuevo paisaje urbano así como los símbolos de una filosofía que sublimaba el interés práctico del capitalismo en desmedro de las necesidades vitales. No había en estas ciudades ningún criterio decente de urbanismo: las ventajas del progreso técnico, en lugar de utilizarse para mejorar la vida en sociedad, fueron funcionales al interés de los emprendimientos capitalistas marginando todo tipo de autoridad municipal. Mientras tanto, la ciudad como unidad social y política quedaba fuera del circuito utilitarista al punto tal que ni siquiera se contaba con los órganos característicos de la ciudad de la edad de piedra. Según Mumford, lo único bueno que ha generado este nuevo tipo de ciudad ha sido la reacción que produjo contra sus propias calamidades; recién a fines del siglo XIX tendrán cabida criterios urbanistas que aprovecharán los recursos de la técnica para la reconstrucción de un medio urbano capaz de reconocer la importancia del aire fresco, el agua pura, el espacio verde y la luz solar. Mientras tanto, la ciudad industrial, un amontonamiento maldito de hombres que no dejaba lugar para la personalidad humana, generaba una experiencia urbana que despreciaba al arte y a la religión en tanto meras decoraciones. La Villa Carbón, con su concepción utilitarista de la vida, había sido incapaz de producir arte, e incluso de importarlo de los centros más antiguos: tan sólo algunos poetas como Hugo, Ruskin o Morris podían vislumbrar la sordidez de una experiencia urbana degradada que los filisteos del utilitarismo, enceguecidos por el oro de las minas y aturdidos por los ruidos de las máquinas, no hacían más que negarla.
Esta perspectiva podría delimitarnos un criterio interesante a la hora de pensar la literatura en relación a la experiencia urbana de las grandes ciudades modernas: si, por un lado, la literatura moderna parece surgir de las condiciones de vida propias de las emergentes sociedades burguesas, por otro lado necesitaba rebelarse ante las mismas condiciones que habían dado lugar a su nacimiento. Julio Ramos observa que la ciudad moderna, “con el mismo movimiento que genera una crisis, es la condición de posibilidad de la autonomía del intelectual de las instituciones tradicionales”[3]. En efecto, si pasamos de Europa a Latinoamérica, encontramos en el modernismo literario -fenómeno literario concomitante con la llegada del modo de vida urbana, globalizada e industrialista en América-, un escenario apropiado para reflexionar sobre la relación de la literatura con las condiciones de vida propias de la experiencia urbana de las grandes ciudades capitalistas. Si, tal como afirma Berman Marshal, la modernidad es un fenómeno que se caracteriza por “una vida de paradojas y contradicciones”[4] que nos sumerge en una fascinación y un malestar simultáneo, esta tensión entre la celebración y el rechazo se manifiesta de manera explícitamente dramática en la literatura. Las condiciones económicas del liberalismo burgués habían propiciado, desde mediados del siglo XIX, una secularización del campo cultural que tuvo como consecuencia una conflictiva autonomización del campo literario. En este sentido, el poder de la burguesía y su cosmovisión mercantilista y utilitaria será para la literatura tanto una posibilidad de existencia como un declarado enemigo. La moral del artista, rebelde a toda visión burguesa, necesitará no obstante de la sociedad burguesa para insertarse en el mercado y desarrollar la profesionalización y la autonomía de la actividad artística. Se sobreentiende que un producto estético, antiutilitario por tradición, no podía hallar con facilidad un lugar dentro del mercado dirigido por la burguesía –un poeta era “algo nuevo y extraño” para el Rey Burgués de Darío-. Es justamente por ello que el escritor modernista estará escindido entre el orgullo de su creación cultural y la servidumbre a la que debía someterla para ocupar un lugar en las nuevas sociedades. El utilitarista sistema de valores de la consolidada sociedad burguesa iba de la mano con los principios económicos del capitalismo, y el modernismo literario, en busca de su propio desarrollo, no podía ni hacerse a un lado ni unirse a las reglas del juego de manera incondicional.
Julio Ramos entiende el espacio de la ciudad moderna como un complejo campo de significación caracterizado por la fragmentación de todos los códigos; se trata de una realidad desarticulada que pone en crisis los sistemas tradicionales de representación. La experiencia urbana conlleva entonces un problema de representación que es, más que nada, el problema de lo irrepresentable, ¿cómo representar un espacio que se manifiesta desarticulado, turbulento, iconoclasta de todos los recursos establecidos por la cultura literaria? La literatura, además de resolver qué lugar ocupa, en tanto un campo autónomo, en la realidad económica mercantilista de la ciudad moderna, también tiene que resolver cómo representar ese espacio que la enfrenta a desafíos inéditos. Analizando la producción del modernismo, Ramos observa que la crónica, en tanto un género híbrido, novedoso, relativamente definido y estilísticamente solidario con el periodismo y la literatura, se constituye como un género capaz de hacerle frente a la experiencia de la modernidad. La crónica, producto de la modernidad y a la vez crítica de la misma, constituye un género literario de una compleja flexibilidad formal que tiende a poner en orden los elementos de una experiencia urbana que sobrepasaba los recursos representativos de los saberes establecidos. Si el periódico moderno es una producción textual concomitante con la experiencia urbana en tanto cristalizador de la temporalidad y la especialidad modernas, el cronista procura reescribir la fragmentariedad del periódico pero en un plano formal más intenso. Si bien consigue formar parte, con recursos del género periodístico, del ámbito mercantilista de la ciudad moderna, al mismo tiempo propone revalorar la esfera propiamente literaria de lo bello incorporándola al mercado como un objeto estético celoso del utilitarismo. La crónica, a la vez que se reincorpora al mercado editorial, produce un mecanismo decorativo de la fealdad moderna: el escritor modernista es un maquillador que cubre el peligroso rostro de la ciudad y se sirve de la crónica para componer un archivo de los peligros de la nueva experiencia urbana. La literatura participa de la modernidad intentando narrar aquello que presenta como inenarrable con la intención de reconstruir, en un plano formal, la organicidad destruida por la experiencia urbana. Así, la actividad urbana y mercantil se convierte en un objeto estético y la ciudad es representada por un escritor caminante que, inmerso en ella, observa la fragmentaridad de su espacio con el propósito de articularla en un discurso literario.
A la luz de estos conceptos, es estimulante interrogarnos sobre la efectiva situación del escritor, ¿logra representar la ciudad, dominarla, poseerla dentro de un discurso estético separándose de ella, o más bien cede al caos urbano componiendo un género híbrido, entre la literatura y el periodismo, que más que representar la ciudad queda inmerso en ella y subordinado a una experiencia urbana que sobrepasa sus recursos representativos convirtiendo el texto en una mercancía más del mercado periodístico? Según Michel de Certaud, la ciudad, debido al caos constitutivo de su espacio, sólo es observable en tanto que el escritor logre salirse de ella: al contrario del flaneur, un caminante entre los caminantes, el escritor sólo puede observar la ciudad desde una torre, sin formar parte de la multitud moderna. En el capítulo VII de “La invención de lo cotidiano”, Certeau define el espacio urbano como una masa múltiple, formada por fragmentos de trayectorias y alteraciones de espacios, cuyo constante fluido de elementos imposibilita, formando parte del medio, un dominio sobre el mismo. Los caminantes de la ciudad abandonan su subjetividad a un espacio urbano que constituyen con la condición de no poder comprenderlo. Solamente un mirón aislado, desde las alturas de una cima, es capaz de observar la ciudad convirtiéndola en un cuadro: “la ciudad-panorama es un simulacro teórico (…) que tiene como condición de posibilidad un olvido y un desconocimiento de las prácticas[5]”. La ciudad moderna, hostil a quienes quieran representarla en los límites de un texto, resulta ella misma un texto que incluye a los ciudadanos que quisieran incluirla en un texto a ella. Certeau, llevando esta idea hasta el extremo, relaciona la enunciación -el escribir-, con el desplazamiento urbano -el andar-, siendo éste último otro tipo de enunciado. El acto de caminar es al sistema urbano lo que la enunciación es a la lengua. Así como el escritor se apropia de la lengua, el peatón se apropia del sistema tipográfico y, así como el acto de habla es una realización sonora de la lengua, el trayecto del peatón es una realización espacial del lugar. En suma, el andar es un espacio de enunciación análogo al escribir.
Resulta estimulante, para reflexionar sobre el campo literario con respecto a la experiencia urbana, el concepto de la ciudad en tanto texto. Si, tal como dijimos al principio, la ciudad y la literatura son dos fenómenos propios de una modernidad capitalista, es tan pertinente pensar, a la manera de Ramos, en una literatura que comprende una ciudad o, a la manera de Certeau, en una ciudad que comprende a una literatura. Ambos conceptos entran en dialéctica en el marco de una problemática que los pone en tensión hasta el punto de confundirlos como dos manifestaciones de un mismo proceso histórico.
[1] Foucault, Michel, “Lenguaje y literatura”, Barcelona, Paidós.
[2] Mumford L. (1961) Capítulos XV y XVI de La ciudad en la historia, 2 Volúmenes, Buenos Aires, Ediciones Infinito, 1979.
[3]Ramos, Julio. “Decorar la ciudad: crónica y experiencia urbana” en Desencuentros de la modernidad en América Latina, México, Fondo de Cultura Económica, 1989.
[4] Berman, Marshal, Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad (1982), Buenos Aires, Siglo XXI, 1989.
[5] Michel de Certeau, Luce Guiard y Pierre Mayol (1990). Capítulos VII y el IX (Tercera parte: Prácticas del espacio), en La invención de lo cotidiano, Volumen I, México, Universidad Iberoamericana, 2000.
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