martes, 4 de noviembre de 2008

Buenos Aires y la poética urbana de los años veinte.


Vengo de Buenos Aires, digo a mis amigos desconocidos,
de Buenos Aires que es tres veces más grande que París,
y tres veces más pequeña.

Raúl Gonzáles Tuñón.


Un proceso recorre Europa: el proceso de la modernidad.

En sus estudios sobre la poética de Baudelaire, Walter Benjamin describe una escena estremecedora: varias personas desconocidas, en un espacio cerrado, deben pasar un tiempo considerable mirándose unas a otras sin intercambiar palabras.
Esta situación cotidiana, la circunstancia de un grupo de pasajeros que comparten un vagón de un tren o un par de butacas en un autobús, sólo puede comprenderse como estremecedora si tenemos en cuenta que las formas de vida propias de la modernidad, un proceso político, económico y cultural ya cristalizado en las grandes ciudades del siglo XXI, ha debido ser en un principio una experiencia inédita que conllevaba todo tipo de sobresaltos: “la multitud de la gran ciudad despertaba miedo, repugnancia, terror en los primeros que la miraron de frente[1]”.
¿Qué es una ciudad? La ciudad, como cualquier fenómeno social, tiene su historia y, dentro de su historia -explícita o implícitamente articulada con una coyuntura de fenómenos políticos, culturales y económicos-, la vemos en su estado de apoteosis en tanto el espacio que hace posible un fenómeno que, como ella, establece los límites entre viejas y nuevas formas de percibir la realidad: la modernidad.
Si bien la modernidad es un proceso extenso y de largos siglos de evolución, podríamos considerar que las grandes ciudades son el resultado más representativo de su especificidad y que consolidan su presencia a partir del siglo XIX: no es posible entender la modernidad sin entender la ciudad, ni tampoco lo contrario. Reflexionar sobre la modernidad es, al mismo tiempo, comprender la ciudad.
¿Qué es la modernidad? Ante todo, una nueva manera de vivir, y con ella de sentir el tiempo y el espacio, la relación con los otros y con uno mismo. Hay modernidad, una nueva forma de realidad sociocultural, en tanto que hay un hombre nuevo, el hombre moderno. ¿Y cuáles son los nuevos fenómenos que, produciendo la modernidad, producen al hombre moderno? Básicamente, el inventario de fenómenos que articulan aquello que delimitamos como la modernidad comprenden los nuevos modos de producción propios de la revolución industrial, el acento en el valor del sujeto humano como individuo y ciudadano a partir de la Revolución Francesa, una fe en el progreso escudada en los recursos proporcionados por los grandes descubrimientos de las ciencias, los sistemas masivos de comunicación, la consolidación del capitalismo en tecnificadas sociedades de mercado, la definición de los estados nacionales con la impronta de un afán expansionista y, por supuesto, las grandes alteraciones demográficas junto a la emergencia de las grandes metrópolis habitadas por complejísimas multitudes urbanas.
Este proceso vertiginoso, sacudido siempre por cruciales transformaciones, produjo en los sujetos sociales que lo experimentaron como novedad todo tipo de tensiones. Berman Marshal, en uno de los estudios más interesantes sobre el proceso, describe a la modernidad como “una vida de paradojas y contradicciones[2]”.
La modernidad parece constituirse sobre una base de crisis constante que, a la vez que nos promete todo tipo de aventuras y transformaciones, amenaza con destruir todo lo que tenemos. Frente a la incontrolable vorágine de construcción y destrucción simultánea y permanente, el sujeto que experimenta la modernidad es revolucionario y conservador a la vez; un hombre que, ante las nuevas experiencias, asume tanto un carácter vitalista como una sensación de angustia y de temor debido al nihilismo y a la desintegración del orden tradicional que estas nuevas experiencias producen. Marshal observa este fenómeno en las grandes personalidades que han desarrollado sus producciones culturales durante el proceso de modernización; tanto en Marx como en Nietzsche, en Rousseau como en Baudelaire, ya se trate de poetas, filósofos o historiadores, los espíritus modernos se caracterizan por una imposibilidad de captar y abarcar las potencialidades del mundo moderno sin entrar en lucha contra ellas en un juego que comprende tanto la fascinación como el aborrecimiento. La ciudad, espacio por antonomasia condensador de este proceso modernizador, produce un ciudadano con características tan peculiares con respecto a una etapa premoderna que, desde una perspectiva ya casi antropológica, teóricos como Simmel lo han estudiado bajo el rótulo específico del urbanitas.
El espacio de las grandes metrópolis, un espacio que somete a los individuos a un histérico ataque de estímulos, a un ininterrumpido intercambio de impresiones internas y externas, produce un tipo de hombre, el urbanitas, que se caracteriza por un “acrecentamiento de la vida nerviosa[3]”. Al contrario del hombre de campo que, en un espacio vital más lento y regular, logra mantener con las cosas y con las personas de su entorno una relación directa y afectiva, hasta el punto de conocerlas en su historia y especificidad, el habitante que produce las grandes metrópolis, incapaz de reconocer la singularidad de cada uno de los miles de fenómenos y estímulos que lo acosan en una multitud convulsionada, sólo puede sobrevivir mediante una relación fríamente intelectual; sólo puede reaccionar mediante un entendimiento neutralizador y objetivo ante la realidad urbana que lo acosa. Esta racionalidad no es más que una protección de la vida subjetiva ante la violencia de la gran ciudad, y sus mecanismos psicológicos están estrechamente ligados con la economía monetaria. La economía monetaria procede con los hombres y las cosas como si fuesen números; el mercado, a su vez, opera sobre consumidores desconocidos que no entran en la esfera de los productores; el dinero, símbolo de la economía monetaria y del hombre moderno, es un valor de cambio que uniforma la diversidad de las cosas. Esta conducta psicológica del intelectualismo abstracto y frío, sumada a otras como la indolencia, el miedo, o una distancia espiritual proporcional a la estrechez corporal de las grandes ciudades, conforman para Simmel un individuo urbano que, producto y productor de la modernidad, se nos presenta como la expresión de un espíritu objetivo sobre la subjetividad de los ciudadanos hasta el punto de que el mayor problema de la vida moderna parte de la lucha que tiene que hacer el individuo por “conservar su autonomía y la peculiaridad de su existencia frente a la prepotencia de la sociedad”.
Evidentemente, el impacto de la modernidad sobre el sujeto que la experimenta tiene una magnitud tan considerable, tan radical, que resulta inevitable una reformulación de todos los campos políticos, culturales y estéticos: así como hay un nuevo tipo de hombre moderno, hay un nuevo tipo de arte moderno. La literatura, entendida como un discurso capaz de registrar la sensibilidad de una época, resulta sumamente interesante para reflexionar sobre la modernidad. La modernidad, con sus nuevos recursos tecnológicos en materia de imprenta, con la extensión del periodismo, la amplitud del alfabetismo y la conformación de un mercado editorial, da lugar a la formación de un campo propio para la actividad literaria, al tiempo que ofrece todo tipo de desafíos en cuando a los tipos de representación.
¿Qué lugar tiene la literatura en el espacio socioeconómico de las grandes ciudades de masas? ¿De qué modo la experiencia de este hombre moderno definido por Simmel encuentra su expresión literaria? ¿Cuál es la relación entre la ciudad y la literatura?

El proceso recorre el mundo: la modernidad en Argentina.

Es inherente al proceso de la modernidad la idea de su universalismo. La modernidad, “construcción de una imagen racionalista del mundo” según Touraine[4], se proyecta como un fenómeno global que todo lo ocupa, que todo lo conquista. Modernidad y capitalismo son dos modos de decir lo mismo: una nueva manera de producción y de explotación, un sistema expansivo de medios masivos articulado con sociedades de consumo, todo sumado a una nueva manera de percibir la realidad, constituyen fenómenos de un mismo proceso. Dentro del proceso modernizador que, en el marco de una geografía política, implica su expansión desde las metrópolis centrales hacia las zonas periféricas del mundo, podemos observar todo tipo de particularidades.
La modernidad, en sí misma un fenómeno atravesado de tensiones, se desarrolla en regiones como la de América Latina sumando a las tensiones características del proceso aquellas que derivan de la condición periférica de sus países: entre lo criollo y lo europeo, lo central y lo periférico, el capitalismo avanzado y el capitalismo subdesarrollado, la experiencia de la modernidad se introduce de manera contradictoria, disruptiva y a veces tardía en las regiones periféricas del capitalismo internacional.
Si bien la república Argentina, particularmente la ciudad de Buenos Aires, se suma de manera intensa a los procesos de modernización a partir del siglo XIX, recién a principios del siglo XX podríamos registrar, en los modos de vida porteños, una irrupción definitiva de la experiencia urbana de las grandes metrópolis modernas a nivel internacional, y uno de los lugares en donde mejor se registra esta experiencia es en la literatura.
La ciudad de Buenos Aires, escenario condensador de todo tipo de conflictos culturales, sociales e ideológicos, ha sido desde siempre una gran obsesión para la literatura argentina. A lo largo de su evolución, desde una ciudad mediocre y pampeana –tal vez uno de los centros más periféricos de la conquista española-, hasta convertirse en una gran aldea y, finalmente, en una de las principales metrópolis de América del Sur, Buenos Aires ha sido vivenciada de manera nostálgica, tradicionalista, fatalista, futurista, provinciana e imperialista. Su complejo y turbulento desarrollo, que se acentúa a partir del siglo XIX, ha dado lugar a todo tipo de sensibilidades y representaciones. El arquitecto e historiador Adrián Gorelik observa que en 1887, debido a la federalización de Buenos Aires, el gobierno de la provincia cedió al de la Capital una parte de su territorio. De cuatro mil hectáreas, ocupadas por cuatrocientos mil habitantes, la ciudad pasó a tener catorce mil hectáreas, convirtiéndose, después de Londres, en la segunda jurisdicción más extensa de la época[5]. Sin embargo, fue durante las primeras décadas del siglo XX cuando sucede en Buenos Aires un crecimiento espectacular, de dimensiones casi inéditas en la historia de las ciudades. Ezequiel Gallo observa que el período de transformación urbana que vivió Buenos Aires durante las primeras décadas del siglo XX fue de una magnitud tan impresionante que, al comparar el nuevo aspecto de la ciudad con el que presentaba apenas unas décadas atrás, pareciera que se tratase de dos países diferentes. Este proceso de modernización, sobre la base de un desmesurado crecimiento económico y una transformación poblacional casi inverosímil, afectó radicalmente el tamaño, las costumbres, la vida cultural y, sobre todo, la composición de la población: “Los alrededor de 2.000.000 de habitantes existentes en 1880, se convirtieron en cerca de 8.000.000 en 1914[6]”. En cuanto a la presencia de la inmigración, basta con decir que, hacia 1914, los inmigrantes representaban más del 60% de la población total. Estos cambios, a diferencia de otras regiones igualmente transformadas, se han dado en Buenos Aires en un período demasiado corto, de modo tal que, tal como afirma Beatriz Sarlo, quién tenía algo más de veinte años en 1925 podía observar diferencias tan radicales que muchas veces resultaban difíciles de procesar.
¿Cómo se acomoda la literatura a este período vertiginoso, conmocionado por grandes transformaciones que afectan el paisaje, los modos de vida y la sensibilidad?
Raymond Williams, en su estudio sociológico de la literatura inglesa del siglo XIX, se pregunta qué fue lo que dio lugar a que en sólo veinte meses, entre 1847 y 1848, se hayan publicado en Londres una serie de novelas que serían fundamentales para la literatura inglesa. La respuesta es que la novela, hija de la ciudad, se conformó como un género capaz de dar cuenta de una sensibilidad social, por entonces inédita, que comprendía la forma de vida en las grandes ciudades. En efecto, Londres era, para aquellas épocas, “el primer mundo predominantemente urbano en la historia de las sociedades humanas[7]”. Siete décadas más tarde, en pleno auge de la expansión de los procesos de modernización de los países centrales hacia la periferia capitalista, puede verse en Buenos Aires un fenómeno similar: según Gorelik, hubo pocos momentos en Buenos Aires en que la cultura remitiera tan directamente a las figuraciones urbanas para definir sus programas y manifestar sus conflictos. En las primeras décadas del siglo veinte, Buenos Aires empieza a ser el personaje principal de la literatura argentina: Gálvez, Arlt, Tuñón, y enteros conflictos estéticos como el de Florida-Boedo, empiezan a producir una literatura que explora las posibilidades de la experiencia urbana en una ciudad como un nuevo eje regulador de temáticas y estéticas, así sea desde la resistencia tradicionalista, vanguardista y revolucionaria, o dramáticamente oscilante hasta el punto de ya no representar una época sino vivirla de manera involuntaria.
En este trabajo se analizará la relación entre la literatura y la gran ciudad de los años veinte en base a la poesía de tres autores significativos de la época: Jorge Luís Borges, Oliverio Girondo y Álvaro Yunque.


Oliverio Girondo, 1922.

Al llegar a una esquina, mi sombra se separa de mí, y de
pronto, se arroja entre las ruedas de un tranvía.

Girondo.

En el año 1922 Oliverio Girondo publica su primer libro de poemas: Veinte poemas para ser leídos en el tranvía. A modo de añadido prólogo, escribe en París en diciembre de 1922: “poemas tirados en medio de la calle, poemas que uno recoge como quien junta puchos en la vereda”[8]. Antes del prólogo, antes de los poemas mismos, el título ya delimita el espacio eminentemente urbano de esta poética: el tranvía, la calle, la ciudad. La lectura en el tranvía prefigura, para un libro urbano, un lector urbano; nuevo modo de escribir y nuevo modo de leer resultan de un nuevo modo de vivir. La poética de Girondo, inscripta en un vanguardismo exaltado, provocador (declarando la guerra “a la levita con que se escribe en España”), experimentador y cosmopolita, registra sensibilidades y modos de percepción que provienen de la experiencia urbana de las metrópolis. Hay, en cada uno de estos poemas, aquél “acrecentamiento de la vida nerviosa” que propone Simmel, o aquél vertiginoso cruce de vidas, conflictos y destinos propios de una quebrada “comunidad cognoscible” que, según Williams, sólo puede hallar representaciones mediante los nuevos recursos que, inmersa en el proceso, va hallando la literatura[9].
Tal vez uno de los rasgos más eminentemente urbanos de este primer Girondo es el exaltado cosmopolitismo: Verona, París, Sevilla, Río de Janeiro, Mar del Plata y, por supuesto y recurrentemente, Buenos Aires, son los sitios en donde están fechados los poemas. Girondo, un poeta de Buenos Aires, es un poeta universal que arma su poemario con vivencias y paisajes de países, así como el Buenos Aires de los años veinte, conformado con una inmigración internacional, ofrecía en la calle un espectáculo alocadamente heterogéneo.
El mundo entra en Buenos Aires, y el poeta de Buenos Aires en el mundo.
La modernidad, en un proceso vertiginoso y acelerado, se expande hacia un espacio internacional a una velocidad que conmociona. Es justamente esa velocidad, esa rapidez con la que vuelan las imágenes de estos poemas de Girondo la que, como un tranvía, o como los ciudadanos que nos empujan en la apurada multitud, nos ataca cuando leemos los veinte poemas: edificios que saltan unos encima de otros, las hojas de los árboles desteñidas por el ruido de los automóviles, jardines derramados en cascadas de terrazas y transeúntes que se nos entran por las pupilas. El primer libro de Girondo es un poderoso registro del impacto de la modernidad; sus poemas, incorporando en su percepción elementos de la técnica y de la ciudad misma que se vuelve un cuerpo, ponen en una escena contemporánea la vivencia de la experiencia urbana, la velocidad, la simultaneidad, la pérdida de la subjetividad. El yo lírico, lejos de la nostalgia o la melancolía, parece figurar aquel urbanitas que, en términos de Simmel, recibe de la experiencia urbana un ataque tan radical que debe luchar para conservar su autonomía para no ser aniquilado por la sociedad. Hay de hecho en estos veinte poemas la figura de un cuerpo fragmentado, violentado, convulsionado que, empujado por una especie de mecanización, termina perdiendo tanto su subjetividad como la naturalidad de sus movimientos: un inglés que fabrica niebla con sus pupilas, ojos aceitados, senos de goma, mujeres que cierran las piernas para que no se les caiga el sexo. Los cuerpos se cosifican como mercancías de una economía cuyas diferencias son neutralizadas por la homogeneidad del valor de cambio del dinero; las cosas, a su vez, adquieren cualidades ficticias, y por momentos humanas: tabernas que cantan, sifones irascibles, autos afónicos, cañerías que gritan, kioscos que se tragan a las personas. La experiencia urbana de la modernidad pareciera no distinguir los seres humanos de las cosas: todo fluye velozmente por las calles de una ciudad violenta en dónde el sujeto, atacado por brazos, faroles, piernas amputadas, semáforos, cabezas flotantes, automóviles, no tiene más opción que la de dejarse llevar por una velocidad irrespetuosa que sólo deja sitio para la fugacidad del presente. Según Jarkowsky hay en la poesía de Girondo “el gozo de experimentar la evaporación del yo[10]”. El yo poético tradicional, ilusión de la libertad de un sujeto sometido a los mandatos de la razón, la moral, la religión y la ideología, se desvanece y lucha por reintegrarse en el torbellino de la modernidad, dando lugar a la máxima de Baudelaire, padre de la poesía moderna: “Sobre la evaporización y la centralización del Yo. Todo consiste en eso[11]”. La crítica literaria ha insistido en aquél “todo consiste en eso” de la primera época de Girondo: todo consiste en dejarse llevar por la experiencia urbana, y hallar en ella nuevos medios estéticos y temáticos para la representación. Graciela Speranza explica la importancia de lo visual en la poesía de Girondo como un rasgo característico de la experiencia urbana, y califica esta renovación perceptiva de cinematográfica: “Girondo reconoce en el lenguaje cinematográfico un enfoque inédito de la realidad[12]”. Este sería uno de los recursos que incorpora la poesía para captar la sensibilidad de una experiencia urbana inédita. Condiciones inéditas de vida producen condiciones inéditas de escritura: las vanguardias. Girondo es un vanguardista, y se pone a la vanguardia de la experiencia moderna con un canto celebratorio, incorporando en la poesía todo aquello que resulte útil para poetizar experiencias nuevas. Jorge Schwartz, en sus estudios sobre las vanguardias, encuentra en estos poemas de Girondo una nueva visión que se asemeja a la pintura moderna: mediante “los principios de montaje cubista, destinados a producir una perspectiva múltiple”, en los poemas de Girondo, los objetos aparecen flotando, entra el crisis el concepto de la perspectiva, los cuerpos se deforman y se geometrizan, y la técnica domina la cultura[13]. Contra todo lo permanente, contra todo lo trascendente, contra “el prejuicio de lo sublime”, los primeros poemas de Girondo celebran un presente absoluto, en donde el pasado, la nostalgia, la tradición y los valores se descomponen, se ridiculizan, entran en el círculo del mercado despojados de moral y trascendencia. Aquí se poetiza aquellas frases del Manifiesto Comunista en donde Berman lee la modernidad: lo sagrado es profanado, las creencias quedan rotas, y todo lo sólido se desvanece en el aire. En efecto, los Veinte poemas para ser leídos en el tranvía desacralizan constantemente todo aquello que antes fuera el material solemne de la cultura y de la poesía: la mujer (mujeres salobres, enyodadas), la religión (La virgen, sentada en una fuente, como sobre un bidé), la naturaleza (¡El mar! Con su baba y con su epilepsia). En la modernidad, en esta escena urbana mercantilista y tecnificada, empujada por la velocidad y la multitud convulsionada, no hay lugar para lo sublime.
Los poemas de Girondo, lejos del yo lírico y sentimental, se convierten en un ojo profano que Sarlo conceptualiza como “el ojo que ve el presente[14]”, un ojo sin historia y sin tradición, el ojo propio de la autosuficiencia de las cosas que, en el espacio urbano, no requieren de ninguna dimensión simbólica; un ojo propio del poema de la exterioridad que, a través de la percepción y jamás de los sentimientos, incorpora en la literatura un espacio desacralizado en donde todo está sujeto a un movimiento permanente.
Si, según Gorelik, recién en los años 30 se completa en Buenos Aires el ciclo de la modernización, reemplazándose una ciudad con restos del pasado por otra acabadamente moderna, la poesía de Girondo, literalmente vanguardista, se anticipa a lo nuevo, se apura a registrar la sensibilidad del vértigo metropolitano de una manera exaltada y voluntariosa, por momentos festiva.
La literatura es capaz de habitar una ciudad que está en potencia en la ciudad real, al mismo tiempo que otros, desde una perspectiva opuesta, tienden a producir textos que intentan, en el presente, habitar una ciudad pasada, horrorizados ante la fatalidad de que los únicos grillos que canten en Buenos Aires sean los de las canillas mal cerradas.


Jorge Luís Borges, 1923.

A mi ciudad que se abre clara como una pampa,
yo volví de las viejas tierras antiguas del Occidente
y recobré sus casas y la luz de sus casas

Borges.

En el año 1923, Jorge Luís Borges publica su primer libro de poemas, Fervor de Buenos Aires:

Yo soy el único espectador de esta calle;
si dejara de verla moriría[15].

La primera poética de Borges podría resumirse en esos dos versos: Borges recupera con su mirada una Buenos Aires que ya no existe, o que está dejando de existir irremediablemente.
El contraste entre el primer libro de Borges y el primer libro de Girondo reproduce en verso el contraste prosaico entre el Juguete Rabioso, de Roberto Arlt, y Don Segundo Sobra, de Güiraldes. Si las espectaculares transformaciones que ha vivido Buenos Aires en esos tiempos son de tal magnitud que, en comparación con pocos años atrás, pareciera tratarse de dos ciudades distintas, observamos que la literatura encarna este conflicto produciendo textos que, con una lectura desatenta, resulta difícil ubicarlos en la misma ciudad. En la misma década, Borges parece habitar una Buenos Aires distinta a la de Girondo. Dos miradas poéticas construyen, desde el mismo espacio, dos espacios diferentes. Hay en ambos el afán vanguardista, y la conmoción ante las transformaciones. Pero si en Girondo es explícita y celebrada, en Borges hay una fuga: Borges huye de la modernidad y se refugia en los suburbios que él llama “las orillas”, un entre-lugar entre el campo y la ciudad que pareciera estar muy lejos de las vertiginosas trasformaciones. El objetivo es recuperar la esencia de una ciudad tradicional en donde las cosas actúan como símbolos, y el pasado configura el sentido del presente.
Las madreselvas y el olor del jazmín, los jacarandás y acacias de la Plaza San Martín, la tierra mojada y el pastito precario que salpica las piedras de la calle, el almacén rosado, el silencio de la tarde y los caminantes solitarios que bajan la voz ante la memoria de sus mayores: esta es la Buenos Aires que existe en el fervor de la mirada de Borges, un fervor que magnifica la nostalgia y la dimensión cultural de un pasado histórico, un ojo que mira el pasado. No es extraño que el primer poema del libro sea La recoleta: el cementerio, la memoria de algo que ya no fue y que el poeta quiere resucitar. Girondo escribe en una mesa del Café-concierto rodeado de prostitutas, mientras Borges pasea por el cementerio y los arrabales rodeado de fantasmas. Ante un vanguardismo cinematográfico que se antepone al desarrollo mismo del cine, Borges construye un vanguardismo criollista en donde no hay lugar para las multitudes extranjeras que una ciudad real, como mucho, aparece en unos versos entre paréntesis:

(Y pensar
que mientras juego con dudosas imágenes,
la ciudad que canto, persiste
en un lugar predestinado del mundo,
con su topografía precisa,
poblada como un sueño,
con hospitales y cuarteles
y lentas alamedas
y hombres de labios podridos
que sienten frío en los dientes).

La multitud y los hombres de labios podridos están ahí, mientras Borges, que juega con dudosas imágenes, los pone entre paréntesis. Para que esta ciudad insufrible, la ciudad que es Buenos Aires en los años veinte, no ocupe el cuerpo central de un poemario, Borges sale a caminar a las orillas para encontrar, en los márgenes, la Buenos Aires de su mirada nostálgica; de este modo evita la Buenos Aires de la calle Florida y de La Boca que no quiere incorporar su literatura. ¿Qué significado tiene, en Borges y en la ciudad, el suburbio?
Los suburbios, partes integrantes, aunque rezagadas, de las grandes metrópolis en formación, adquieren diversos significados y reformulaciones. Según Gorelik, el espacio de la pampa era, para los primeros apologistas de la ciudad porteña (Sarmiento, Alberdi), la amenaza de una naturaleza bárbara que había que sofocar. La manera de hacerlo se materializó en una expansión urbana mediante el trazado de la cuadrícula: manzanas y manzanas que avanzaban regularmente poblando el espacio vacío. Sin embargo, a medida que la cuadrícula avanza en calidad de suburbios, comienza a convertirse en una metáfora de la pampa. La geométrica regularidad sin límites precisos, que imagina a la nueva ciudad como una prolongación lo más exacta posible a la existente, se convierte, por su ausencia de organicidad y su monótono paisaje, en un símbolo de la naturaleza que pretendía derrocar. Recién entonces la pampa aparece como un lugar incontaminado, una reserva de valores puros que, resignificado como emblema de la nacionalidad, ofrece una respuesta cultural a la necesidad de reconstruir una identidad frente al aluvión inmigratorio. Las orillas borgenas, pobladas por casas

diferentes e iguales,
miedosas y humilladas
juiciosas cual ovejas en manada,
encarceladas en manzanas

permiten la síntesis entre la modernidad y la tradición, la ciudad y la pampa, la sensación de eternidad: “el vanguardismo clasicista construye un barrio que se propone recuperar desde el suburbio la Buenos Aires blanca que añora la elite cultural, con su pobreza y su dignidad estética frente al caos ecléctico del cocoliche modernizador[16]”. En esta configuración de Buenos Aires, puede rastrearse lo que Piglia llama la ideología en Borges: una escritura “fundada en el pasado de sangre y en la estirpe, en el origen y en el culto a los mayores[17]”. La biblioteca de libros ingleses de su padre, y el linaje patricio de su madre, operan en Borges a la hora de construir una Buenos Aires que, eludiendo la muchedumbre inmigratoria, se refugia en un espacio tradicional y literario en donde tienen presencia la voz de los muertos; La recoleta, lugar de la ceniza de sus mayores, es para el poeta de 1923 el lugar de su propia ceniza, el espacio de una ciudad que es, en relación con el contexto, una contra-ciudad mitológica que, desde la literatura, desde la mirada de un poeta, se resiste al proceso de modernización que convierte a Buenos Aires en una metrópolis desacralizada.
En el número 18 de la Revista Martín Fierro, Borges escribe sobre la poesía de Girondo y dice: “Girondo es un violento. Mira largamente las cosas y de golpe les tira un manotón”. Más allá de las polémicas estéticas, podríamos decir que esa violencia de Girondo es, para Borges, la misma ciudad de Buenos Aires que Borges no ha querido ni podido escribir. En la cita, Girondo adquiere las cualidades de la ciudad que poetiza. Como Girondo, Buenos Aires es una violenta, y tira de un manotón la ciudad tradicional, la voz de los mayores, los almacenes rosados; la ciudad de Buenos Aires de los años veinte, violenta e irrespetuosa, es la experiencia misma de la modernidad ante la cual Borges decide negar ubicándose en las orillas.



Álvaro Yunque, 1924.

¿Bruma?, ¿lodo?: ¡El espíritu de la ciudad malvada!
Yunque.

En el año 1924, Álvaro Yunque publica su primer libro de poemas, Versos de la calle. Si Borges miraba una ciudad que recuperaba un pasado y Girondo una ciudad que anunciaba un futuro, Álvaro Yunque quiere mirar la ciudad en su presente y dar cuenta de sus conflictos:

Vagando por las calles solitarias y mudas
como venas exhaustas del tísico arrabal;
pensando en la miseria y el dolor que esconden
estas casuchas que me ven pasar.[18]

Inscripto en el ideologema Boedo, Yunque se desentiende de los vanguardismos, sean éstos criollistas o futuristas, y se hace eco de un arte social moralizante que, en palabras de Barleta, sólo podría considerar como una nueva tendencia al socialismo. Versos de la calle es un ojo que mira la miseria de la ciudad, la faz de leproso de la fachada de los conventillos, los trenes cargados de inmigrantes, los casuchones de lata, la crueldad de las fábricas, las ventanas de los hospitales y los arrabales hediondos de inmundicia:

Allí donde la urbe no llega todavía
o donde dejó algunas casitas olvidadas:
ranchos de paja y barro

El arrabal, lejos de ser el espacio en donde permanece una tradición y un pasado, es ocupado por las capas populares que, al igual que “Una familia de inmigrantes por la Avenida de mayo”, arrastrarán sus ropas pobres y sus ilusiones para “tan sólo dar con la miseria acaso”. Los habitantes de estos versos callejeros no son ni los viejos criollos de las orillas de Borges, ni los bólidos de brazos y piernas de los croquis de Girondo. En la poesía de Yunque las calles de Buenos Aires están llenas de lustrabotas, vendedores ambulantes, tísicas, tuberculosos, rameras. Es un nuevo escenario social en busca de sus nuevas formas de expresión artística: el tango, el teatro popular, el realismo social.
El poeta de Versos de la Calle, un caminante más de la ciudad que describe, se construye a sí mismo como una nueva voz literaria que proviene de un sector marginal de la ciudad, un sector que busca sus recursos estéticos y hace sus elecciones temáticas:

Yo, poeta sin dinero
esta mañana de estío;
me echo a andar por la avenida.

¿Qué ciudad nos muestran estos poetas sin dinero?
Los poetas sin dinero nos muestran la ciudad de las injusticias, la contratara de una modernidad que llevaba a cabo su proceso económico y político de expansión capitalista a costa de enormes contrastes e injusticias. Si Girondo celebra y Borges recuerda, Álvaro Yunque denuncia: denuncia las miserias de la modernidad, la falta de ética de aquél “enjambre negro de los hombres”, la mala administración de la política:

La muchedumbre de gringos
inmigrantes congestiona,
descomedida y gritona,
un andén de la estación;
y en otro andén, casi juntos,
la muchedumbre pacata
de ricos va a Mar del Plata.
¡Qué mala administración!

Si, por un lado, la modernidad produce en el poeta callejero la exaltación ante los cables de luz eléctrica que

dan vigor y movimiento y vida
de púgil macho a la ciudad moderna

por otro lado produce la reprobación ante la inhumanidad de su sistema comercial y político, simbolizado recurrentemente en las vidrieras:

¿No piensas que el hambriento pueda ante ti pararse
tú, vidriera que exhibes deliciosos manjares?

La ciudad moderna, a la vez de subyuga por sus novedades tecnológicas, es el escenario de la injusticia social, de la falta de valores y de nivel de vida para las masas que la habitan. Así, en la ciudad de los Versos de la calle hay una psiquis mediocre asociada al adoquín: es la psiquis de un sujeto urbano inmoral, deshonesto, insensible ante las injusticias. La ciudad se convierte en un espacio tan reprochable que el poeta alude a cloacas que, si hablaran, no dejarían limpia la reputación de nadie, o una luna roja de vergüenza por oír lo que dicen los ciudadanos, y una multitud de hombres en donde nadie se da por aludido ante la palabra “honrado”.
Los versos callejeros de Álvaro Yunque, de un estilo sencillo, sin experimentos estilistas ni grandes pretensiones retóricas, manifiestan un sentimentalismo humanista que denuncia la miseria de las grandes ciudades modernas. El ojo de Yunque es el ojo que mira de frente la pobreza de las grandes ciudades, un fenómeno que ya es imposible, por su creciente notoriedad, de ser desconsiderado como un tema de importancia para la literatura argentina.
Buenos Aires es una ciudad llena de basura y de faroles torcidos, llena de pobres y de trabajadores consumidos por un entorno urbano que produce tanto asombro como consternación, tanto interés como rechazo. La desigualdad y la miseria, un espacio constitutivo de las grandes ciudades, genera nuevas formas de cultura, una cultura popular que, lejos de los criollismos y los experimentos vanguardistas, impone su presencia en la producción literaria y busca un lugar en la literatura así como los inmigrantes pobres en la gran ciudad moderna.

Consideraciones finales.

La recurrencia de la ciudad como tema principal de la producción literaria de escritores de variada extracción social y decisión estética da cuenta del enorme impacto de las transformaciones urbanas en la Buenos Aires de los años veinte, y expone sus consecuencias culturales.
Una lectura de diferentes poemarios publicados dentro del primer lustro de la década del veinte manifiesta la compleja relación entre la ciudad y la literatura, sobre todo el modo en el que interaccionan. Esta relación, si bien compleja, es de una relevancia innegable: las nuevas formas de vida de las grandes ciudades producen nuevas formas de escritura, y así como la ciudad ayuda a explicar la literatura, la literatura puede ayudar a explicar la ciudad.
No hay una simetría ni una jerarquía entre ciudad y representación de la ciudad en la literatura. La literatura, más allá de representar el espacio urbano, es uno más de los elementos que integran el proceso de modernización que lo constituye.
Tres veces más grande o tres veces más pequeña que la ciudad real, la ciudad que leemos en la literatura es un discurso que registra distintos modos de sensibilidad propios de una población en un momento histórico determinado. La pluralidad de miradas y la divergencia de criterios, sean éstos la celebración ante la modernidad, el rechazo, la evasión o la denuncia, delimita un espacio cultural que, al igual que el urbano, permite el cruce y la convivencia de diferentes fragmentos o sectores de un ineludible todo que no deja a nadie indiferente.
Poetas viajeros, poetas sin dinero, poetas criollos y poetas inmigrantes: las calles están habitadas por todos ellos al mismo tiempo en un espacio donde confluyen diferentes realidades, así como la literatura argentina está escrita por todos ellos y ofrece distintas miradas sobre un mismo punto: Buenos Aires.






[1] Benjamin, Walter: Poesía y capitalismo, Iluminaciones II, Madrid, Taurus, 1998.
[2] Berman, Marshal, Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad (1982), Buenos Aires, Siglo XXI, 1989.
[3] Simmel, Georg: “Las grandes urbes y la vida del espíritu”, en El individuo y la libertad. Ensayos de crítica de la cultura. Ediciones Península, Barcelona, 1986.
[4] Touraine, A. Crítica de la Modernidad. Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1993.
[5] Gorelik, Andrián, La grilla y el parque. Espacio público y cultura urbana en Buenos Aires (1887- 1936). Universidad Nacional de Quilmes, Buenos Aires, 1998.
[6]Gallo, Ezequiel. “La consolidación del estado y la reforma política (1880-1914)”. En: Nueva Historia de la Nación Argentina, tomo 4. Planeta, Buenos Aires, 2000.
[7] Williams, R.: Solos en la ciudad. La novela inglesa de Dickens a. D.H. Lawrence, Madrid, Debate, 1997
[8] Girondo, Oliverio: Veinte poemas para ser leídos en el tranvía – Calcomanías, Losada, Buenos Aires, 1997. Todas las citas serán extraídas de esta edición.
[9] Williams, R.: El campo y la ciudad, Buenos Aires, Paidos, 2001
[10] Jarkowski, Aníbal, “Prólogo” a Oliverio Girondo, Textos selectos. Muestra individual. Buenos Aires, Corregidor, 2001.
[11] Baudelaire, Charles, Mi corazón al desnudo y otros papeles íntimos, Visor, Madrid, 1995.
[12] Speranza, Graciela, y Stratta, Isabel, “Girondo, y Gonzáles Tuñón: el vértigo de los viajes y la revolución” en Graciela Montaldo (comp.), Yrigoyen, entre Borges y Arlt, Buenos Aires, Contrapunto, 1989.
[13] Schwarzt, Jorge, Vanguardia y cosmopolitismo en la década del veinte, Buenos Aires, Veatriz Viterbo, 1993.
[14] Sarlo, Beatriz. Una modernidad periférica: Buenos Aires 1920 y 1930, Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión, 1988.
[15] Borges, Jorge Luis: Obra poética 1. Alianza Editorial, S.A., Madrid, 1998.
[16] Ídem 5
[17] Piglia, Ricardo. “Ideología y ficción en Borges”. Punto de Vista n 5, 1979.
[18] Yunque, Álvaro, Versos de la calle, Claridad, Buenos Aires, 1924.

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