domingo, 28 de junio de 2009

Melville, el disidente.

“Melville es un vikingo cargado de años y de memorias y una especie de desesperación rayana en la locura. Es un vikingo que al hacerse a la mar, en realidad se dirige a su morada. No puede aceptar la humanidad. No puede pertenecer a la humanidad. No puede”.
David H. Lawewnce, Studies in Classic American Literature.


Herman Melville, clásico de la literatura universal, ocupa en la tradición cultural de su país el lugar del escritor solitario, atormentado, reconocido de manera póstuma luego de una vida desdichada. Lo mismo podemos decir de Franz Kafka.
Jorge Luís Borges ha sido uno de los primeros en asociar estos dos nombres con su teoría sobre el hecho de que “cada escritor crea sus precursores” (Borges; 1976). La obra de Kafka, medio siglo posterior a la de Melville, proyecta sobre ésta una “luz ulterior” que condiciona nuestras lecturas y es responsable de que un texto de Melville pueda ser leído como un antecedente Kafkiano, hasta el punto de que exista la posibilidad de que nos resulte difícil enfrentarnos a una lectura de Bartleby sin pensar en Gregorio Samsa.
Partiendo de un cotejo entre ambos autores, este trabajo se propone analizar el caso de Melville como el de un escritor disidente, capaz de adelantarse a su época y de producir una literatura original, trascendente, más preocupada por el problema de la verdad que por la fama inmediata y el éxito. Una lectura de Bartleby, el escribiente, publicado en 1853, se deja gentilmente cotejar con La metamorfosis, de Kafka, publicado en 1916, revelando, más allá de las diferencias, una serie de similitudes extraordinarias que comprueban que hay entre ambas obras un “linaje subterráneo y prestigioso” (Deleuze; 1996).
En principio, ambas ficciones presentan un microcosmos. En un espacio sumamente reducido, sea éste la habitación de Gregorio Samsa o la oficina del jefe de Bartleby, cabe todo un mundo. Estamos ante un personaje principal y un entorno de no más de cuatro personas, pero tenemos la sensación de haber visto a toda una sociedad, la pintura de la humanidad misma. La formidable riqueza de estas narraciones, lograda como consecuencia de una inquietante pobreza de acciones y hechos, hace que ambos textos signifiquen todo aunque no digan nada.
¿Qué significa la historia de Bartleby? El misterio mismo del significado, que se corresponde con la misteriosa figura del personaje, un hombre del que poco o nada sabemos, abre al lector todo tipo de especulaciones. Ambos textos presentan un hecho insólito, grotesco, inadmisible, asombroso, algo que se resiste a toda lógica y rutina; no se sabe qué cosa significa, pero es este no saber, esta ausencia de significado preciso, aquello que nos conduce a la polisemia, a la multiplicidad de significado, a la lectura infinita. Como la misteriosa ballena de Moby Dick, Bartleby es capaz, gracias a su enigmática existencia, de alcanzar una dimensión teológica, cósmica, planetaria: “¡Oh, Bartleby! ¡Oh, humanidad!” (Melville; 1983). Sesenta y tres años antes de que Kafka invente un Gregorio Samsa acurrucado debajo del sofá, Melville inmoviliza a Bartleby frente a la pared blanca de una oficina de Wall Street. El hombre es lo mismo que el insecto: una pieza que no encaja, una presencia que no puede sentarse en la mesa. Bartleby está fuera de la lógica, de la razón, no puede ser aceptado por la sociedad. Su sola presencia produce la incomodidad del resto del mundo. No hay lugar para el héroe y la sociedad: solo, abandonado, hambriento y abyecto, Bartleby muere en su rincón solitario como el insecto de Kafka. La estupefacción del jefe de Bartleby y de la familia de Gregorio Samsa puede ser concomitante con la del lector de estas obras: hechos trágicos y atroces son representados mediante situaciones cómicas a través de un lenguaje sencillo y sobrio. Así como la significación de un todo se alterna con la de una nada, la tragedia se funde con la comedia; Bartleby es una influencia para toda la literatura existencialista y del absurdo, y Samsa, con su aliciente fantástico, lleva esta sensibilidad hasta sus máximas consecuencias. Borges toma nota de este parentesco estilístico en su prólogo a Melville al afirmar que Bartleby está redactado “en un idioma tranquilo y hasta jocoso cuya deliberada aplicación a una materia atroz parece prefigurar a Franz Kafka” (Borges; 1944). Y es un asunto de lenguaje otro de los puntos de coincidencia: tanto Bartleby como Samsa están más allá de las palabras. Si Samsa emite un silbido que horroriza a sus familiares, Bartleby emite una frase (I would prefer not to) que abre entre él y su entorno un abismo insuperable. La frase de Bartleby, cerrada sobre sí misma, incapaz de corresponderse con la lógica del mundo exterior, contiene toda la originalidad del personaje; eficaz y desconcertante, sin ser siquiera un sí o un no que admita réplica, deja indefensos a sus interlocutores porque lo que hace es, más allá de la obediencia o desobediencia, salir del juego. Al preferir no hacer, Bartleby prefiere no formar parte de la sociedad, abstraerse de su entorno. El abogado es incapaz de llegar al alma de Bartleby, así como el Principal de Samsa, horrorizado ante su silbido y su aspecto, termina huyendo para siempre de su presencia. Es particularmente significativo el problema del personaje y del entorno. Si bien en un principio no cabe duda de que tanto Bartleby como Samsa son elementos anómalos, insólitos, absurdos, la eficacia de estos textos logra dar vuelta el asunto: por momentos sentiremos que la firmeza de estos seres marginados resulta irreprochable frente a la extravagancia, egoísmo o mezquindad de quienes los rodean.
¿Quiénes rodean a estos anómalos personajes? Como perfecto contraste de su extraordinariedad, el ambiente en que se ubican es la ordinaria vida convencional y familiar: el hogar paterno y la oficina, bases mismas del sistema social. Los padres y los jefes, representantes de la ley y la jerarquía, de la racionalidad y la comodidad, sufren la presencia de estos personajes anómalos que trastocan sus visiones del mundo. Ante la figura pálida, lastimosa y desolada de Bartleby, el abogado se presenta a sí mismo como un hombre que ha “abrigado la profunda convicción de que el modo más cómodo de vivir es el mejor”. Este profesional de la ley, elogiado por un magnate por su método y su prudencia, es un hombre que hace cómodos negocios en un cómodo retiro y que jamás ha permitido que nada turbe su calma. Es el hombre satisfecho, exitoso en su labor como engranaje del sistema, convencido de estar parado en el mejor de los mundos, racional y rutinario, amante del orden, la seguridad y la posición social. La aparición de Bartleby en su vida se equipara a la presencia de un monstruoso insecto trepado al techo de su oficina. Si bien la impresión que le produce oscila entre la lástima y el rechazo, de cualquier modo no será capaz de introducir al empleado en su mundo ni pasarse al mundo del otro. Al principio le pregunta a Bartleby si es un lunático, luego se apiada de la inmensa soledad que percibe en su empleado, da golosinas a su conciencia ofreciéndole alguna ayuda, pero finalmente acepta la imposibilidad de toda solución:

“Mis primeras emociones habían sido de melancolía pura y de piedad sincerísima; pero, a medida que la soledad de Bartleby fue creciendo en mi imaginación, esa misma melancolía se fundió en temor, y la piedad en repulsión” (Melville; 1983).

Idénticas emociones experimentan los padres y la hermana de Gregorio Samsa a lo largo de su convivencia con el insecto: le dejan comida, lo atacan, lo abandonan, y finalmente suspiran cuando se deshacen de él. La casa de los Samsa y las oficinas del jefe de Bartleby representan la sociedad que se conduce según la lógica del dinero. Ambos están dispuestos a sacrificar a estos héroes para sobrevivir en la superficie de una sociedad atrozmente materialista. La familia de Samsa, avergonzada de él ante los inquilinos que rentan una habitación de la casa, o contenta con la esperanza de la seguridad económica una vez resuelto el problema de esta presencia monstruosa, equivale al malestar del abogado cuando, en el medio de sus relaciones profesionales, empieza a circular el rumor de que albergaba a aquella “extraña criatura”. Finalmente, el abogado confiesa: “las necesidades de mi negocio prevalecieron sobre todas las demás consideraciones”. La sociedad marca el límite, y exige el sacrificio: para que el negocio marche bien, hay que perder la piedad y dejar morir a los disidentes.
La atrocidad del entorno del héroe es lo que hace que el lector pueda tomar partido por éste. La literatura de Melville y la de Kafka se deja leer como la denuncia hacia una sociedad sin piedad, implacablemente materialista, dispuesta a dejar morir a cualquiera que cometa el pecado de ser un diferente, un original, de existir con una lógica individual que no acata la establecida. Inmóvil y eremita ante la dinámica Wall Street (calle del muro), metonimia del ambiente bursátil, del dinero y del egoísmo, Bartleby es, como Gregorio Samsa, un ser desconcertante que comete la monstruosidad de ponerse fuera de la ley y recibir, por lo tanto, el ataque del padre, la expulsión del jefe, la cárcel y la muerte, la marginación social absoluta. La eficacia de una literatura que, desdeñosa del realismo superficial, busca una exploración más profunda de la condición humana, logra en la figura de Bartleby y de Gregorio Samsa que el lector, luego de pensar que lo cómico es trágico y que lo trágico es cómico, finalmente sospeche que la sociedad es perversa y que el marginado, visto como un insecto o como un loco, termine siendo el ser más íntegro de la ficción. ¿Acaso hay algo de normal en ese ambiente insensato habitado por seres tan grotescos como “Turkey”, “Nippers”, “Ginger Nut”, o tan inevitablemente despiadados como la familia Samsa, capaz de dejar barrer el cadáver de uno de los suyos sin la menor consideración de su desgracia? Es en este sentido que Deleuze elabora su concepto de Bartleby como un original, un ser de la naturaleza primera que ejerce su efecto sobre el mundo de la naturaleza segunda: “revelan su vacío, la imperfección de las leyes, la mediocridad de las criaturas particulares, el mundo como un baile de disfraces” (Deleuze; 1996). El mundo que representa Bartleby, el escribiente, prefigura a Kafka al cuestionar, desde una profunda propuesta literaria, las nociones de lo normal y lo anormal, lo justo y lo injusto, lo cuerdo y lo loco, lo diurno y lo nocturno, el bien y el mal.
Finalmente, cabe preguntarse sobre la recepción de una obra que adelantaría muchos de los tópicos del existencialismo y del absurdo que alcanzarían su desarrollo pleno recién en un siglo posterior.
A diferencia de Melville, no percibimos en el contexto social de Kafka nada difícil de ajustarse a su creación: en medio de la Primera Guerra mundial, sumido en la catástrofe de la vieja civilización europea en estado de crisis, La metamorfosis expone con una atmósfera de pesadilla la situación de un individuo en soledad que rompe sus relaciones con el mundo en un aislamiento desesperado, con el lenguaje quebrado y el cuerpo atacado por la ferocidad de una sociedad autoritaria y perversamente burocrática que no puede vivir sin matar ni marginar a todo aquél que se resista a las reglas del juego. Resulta asombroso que la obra de Melville, escrita a mediados del siglo XIX en un mundo nuevo, esté tan íntimamente emparentada con uno de los máximos representantes de la crisis y la desesperanza del viejo mundo en la primera mitad del siglo XX, el siglo de los fracasos. Tanto más en cuanto que Melville, ciudadano de una nación ya considerada tantas veces como el mundo nuevo, adánico, virginal, la oportunidad de empezar de nuevo, escriba su Bartleby desde el país de la democracia, del futuro y la esperanza en el mismo momento que Walt Whitman, exaltado y optimista, gritaba: “Yo proyecto la historia del futuro” (Whitman; 1999).
Desde las oficinas de Nueva York, sede económica de un país en crecimiento que vive una tranquila prosperidad bajo la luz del sol, resulta como mínimo asombroso que Melville haya logrado crear a uno de los personajes más notables de la literatura universal que, emparentado con la obra de una futura Europa en decadencia, se presente como un anticipado artista del hambre, siempre indiferente al laborioso entorno nacional hasta dejarse morir en la más pura soledad e inmerso en el más radical de los nihilismos.
Así como Bartleby prefiere no copiar, no cotejar, no reproducir el curso de la rutina, la legalidad, todos los textos necesarios para que las cosas marchen indistintamente sin que nada se desvíe de los rieles de la realidad establecida, Melville prefiere no hacer una literatura que pueda ser fácilmente asimilada por su público contemporáneo y que, acatando las necesidades del mercado, le ofrezca dinero, elogios, celebridad.
Melville, el disidente, se ubica más allá de la fama y el éxito así como Bartleby, el escribiente, se mantiene impasible ante lo que le ofrece el abogado, el velador de las leyes: estabilidad y dinero. Si, no obstante la originalidad del escritor y de la obra, quisiéramos rastrear qué elementos del contexto social y cultural, que inevitablemente han de haberlos, influyeron en la producción de este texto, en principio podríamos detenernos, como ya lo hizo la crítica, en el ensayo de Emerson, The Trascendentalist, una posible fuente de inspiración para Melville. El trascendentalismo, corriente tributaria del idealismo alemán, estaba en auge a mediados del siglo XIX, y una de sus máximas era la creencia en una realidad superior a la que perciben nuestros sentidos, realidad aprehensible solamente por medio de una elevación espiritual o un momento de iluminación. Emerson concibe al trascendentalista como un hombre que, entregado al idealismo, se opone a los hombres materialistas, aquellos que dependen “de los hechos, de la historia, de las fuerzas de las circunstancias y de las necesidades animales del hombre” (Costa Picazo, 2009). Se puede pensar a Bartleby como un trascendentalista, un hombre alejado, solitario, con la mirada puesta en un más allá de la realidad material de las oficinas, de la sociedad. Bartleby, “una especie de centinela perpetuo en su rincón”, se eleva por encima de un entorno materialista, simple y optimista, que puede prefigurar la realidad de los Estados Unidos, para acceder a la trascendencia de lo universal sin ser nunca comprendido.
Diversos estudios de literatura estadounidense pueden iluminar, con diversos conceptos, esta disidencia que mantiene Melville ante su contexto histórico y cultural. A la luz de los conceptos de James Fenimore Cooper, podemos reconocer a Bartleby como un personaje que, en medio de un paisaje caracterizado por “plantas nativas sanas pero carentes de aroma”, se ve obligado a buscar su inspiración en las leyes universales (Cooper, 1828). También podríamos decir, usando las palabras de Richard Chase, que la literatura de Bartleby se encarga de “oponer al desorden y la rudeza de su cultura una escrupulosa conciencia artística” (Chase; 1967) o, en palabras de Fiedler, que estamos ante “una literatura de oscuridad y grotesco en una tierra de luz y afirmación” (Fiedler; 1960). Ante el fracaso en vida de su producción literaria, Melville es conciente de su carácter disidente, y no es extraño que, buscando al menos un solo compañero en medio de su soledad, haya dado justamente con Hawthorne, otro solitario, otro Bartleby recluido en su rincón oscuro, inevitablemente aislado de aquella tierra de luz y afirmación. Es revelador que Melville, en un artículo sobre Hawthorne, descubra en su colega a un hombre incomprendido por el mundo, alabado por las características menos importantes de su genio, y llegue incluso a decir que puede haber en él, aunque todavía sin haber sido percibida, una profundidad que no está por debajo del canónico Shakespeare. Igualmente revelador es que Melville haya dedicado a este escritor interesado por “el eje mismo de la realidad” su novela Moby Dick y que haya descubierto, detrás de la aparente tranquilidad de Hawthorne, una “negrura diez veces negra”, una preocupación que lo atraviesa constantemente, unos fulgores que, como podría ser la comicidad de la ficción de Bartleby, no son más que “orlas y juegos sobre los bordes de las nubes de tormenta” (Melville; 1850). La disidencia de Melville con respecto a la optimista y luminosa civilización estadounidense parece evidenciarse en el máximo de la ironía al proferir, con respecto a la recepción de Hawthorne, la siguiente pregunta retórica, picante, maliciosa:

“¿qué clase de creencia es ésa para un norteamericano, un hombre que debe llevar las ideas progresistas de la república a la Literatura y a la Vida?” (Melville; 1850).

Bartleby, como Melville, recibe la invitación de formar parte de la realidad americana, del optimismo, la juventud, el crecimiento material, la fe en la democracia y las ideas progresistas de su república, pero responde que prefiere no hacerlo.
En efecto, la sociedad olvida a Bartleby, y también a Melville.
El abogado le ofrece a Bartleby la suma de treinta y dos dólares a cambio de deshacerse de él; suma grosera ante la insobornable honradez e integridad del escribiente; suma equiparable a los ochenta y cinco dólares que los editores pagan a Melville, en 1853, por la publicación de un texto que pasaría a ser uno de los mejores relatos breves de la literatura universal. En octubre de 1891, el New York Times se refiere lacónicamente a la muerte de “un hombre tan poco conocido, incluso de nombre, que únicamente un periódico publicó en su obituario una nota de cuatro o cinco líneas” (Borges; 1998). Sobre el olvido del público ante el escritor de este prodigio literario, Borges escribe en el mencionado prólogo a Bartleby, el escribiente:

“Melville murió en 1891; a los veinte años de su muerte la undécima edición de la Encyclopaedia Britannica lo considera un mero cronista de la vida marítima; Lamg y George Saintsbury, en 1912 y en 1914, plenamente lo ignoran en sus historias de la literatura inglesa” (Borges; 1998).

Bartbleby molestaba al abogado, a sus compañeros, a la sociedad, molestaba tanto como Gregorio Samsa a su familia. “¿Por qué tenía que estar allí?” se pregunta el abogado, orgulloso oficial de la Oficina de Registros del Estado de Nueva York. Este sirviente de la sociedad, encargado de velar por los “valores, hipotecas, y escrituras de personas ricas”, se ve gravemente perturbado ante la figura de este hombre extraño que “parecía estar solo, absolutamente solo en el mundo” (Melville; 1983). Incluso prefería huir, mudar de oficina, antes que lidiar con una originalidad tan insobornablemente íntegra; la decisión de ubicar a Bartleby detrás de un biombo por parte del abogado, equivalente a la ceguera sobre Melville por parte de su época, prefigura la imposibilidad del abogado y la sociedad de resistir la vista de este radical espectáculo de disidencia.
Bartleby, el escribiente, así como Mellville, el disidente, el hombre olvidado por tantas historias de la literatura y ediciones de enciclopedias británicas recientes a su muerte, es a su modo un escritor de Dead Letters, cartas muertas para su público, obras imposibles de ser recibidas por los padres y los jefes de una sociedad demasiado preocupada por la fe democrática y la prosperidad material; hombres demasiado ordinarios como para ocuparse de los grandes temas de la verdad, la solidaridad, la soledad, la autenticidad de una obra y de un artista que, fiel a las leyes de su arte, recién ha podido ocupar su lugar merecido en la cultura de una manera póstuma, ya lejos de las estrechas circunstancias de su entorno histórico, pero de acuerdo con la trascendencia de la literatura universal.







Bibliografía.



Borges, Jorge Luis, Otras inquisiciones. Madrid: Alianza Editorial, 1976.

Borges, Jorge Luís, Prólogos con un prólogo de prólogos. Madrid: Alianza Editorial, 1998.

Chase, Richard, La novela norteamericana. Traducción de Luis Justo. Buenos Aires: Sur, 1957.

Cooper, James Fenimore, “American Literature”, 1828.

Costa Picazo, Rolando, Teórico número once, desgravado por SIM, 29/04/09.

Deleuze, Gilles, “Bartleby o la fórmula” en Crítica y clínica. Traducción de Thomas Kauf. Barcelona: Anagrama, 1996.

Fiedler, Leslie, Love and Death in the American Novel. N. York: Dell, 1960;1966.

Kafka, Franz, La metamorfosis. Traducción de Jorge Luís Borges. Buenos Aires: Losada, 1995.

Melville, Herman, Bartleby, el escribiente. Traducción de Eduardo Chamorro. Madrid: Akal, 1983.

Melville, Herman, Bartleby, el escribiente. Traducción y prólogo de Jorge Luís Borges. Buenos Aires, Emecé Editores, Cuadernos de la quimera, 1944.

Melville, Herman, Hawthorne and his Mosses, By a Virginian Spending July in Vermont. En The Literary World, 1850.

Whitman, Walt, Hojas de Hierba, selección, traducción y prólogo de Mirta Rosenberg. Buenos Aires: Planeta, 1999.

No hay comentarios: