domingo, 28 de junio de 2009

El problema del tiempo en Borges como punto de anclaje entre lo filosófico y lo poético.

Nota: este trabajo fue realizado de manera colectiva por un grupo de trabajo de un seminario colectivo; había en el grupo de o personas dos estudiantes de letras nacionales, tres extrajeros, y dos estudiantes de filosofía.






El problema de la filosofía en la obra de Borges, entendiendo por tal problema la pregunta sobre si hay en Borges un filósofo, una filosofía, o por el contrario un mero uso estético de cuestiones filosóficas por parte de un escritor de literatura, ha sido siempre objeto de discusión para los críticos.

Más allá de la inclusión o la exclusión de la obra borgeana en la historia de la filosofía, parece haber un acuerdo en el innegable hecho de que sus textos, sean o no filosóficos en un sentido estricto, lo mismo encierran las inquietudes más radicalmente filosóficas de la historia: la infinitud, las paradojas del tiempo, el espacio, la naturaleza del lenguaje, la dialéctica entre lo real y lo ilusorio, el azar y el orden, los arquetipos platónicos, los límites de la lógica, etc. El acuerdo o desacuerdo radicará no ya en el componente filosófico de estos temas borgeanos, sino en la posibilidad de que el tipo de uso que hace Borges de éstos lo conviertan en un pensador, un filósofo, o en un poeta que juega de manera estética con asuntos que han pensado otros.

Excede a este ensayo una argumentación a favor o en contra de la consideración de la obra de Borges como obra de mayor relevancia filosófica o estética. De todos modos, nos parece estimulante tener en cuenta este problema y considerar que la obra de Borges, si bien puede que carezca de la estructura explícita de un sistema de ideas a la manera de los filósofos tradicionales, es no obstante una obra que, siempre sensible a los grandes interrogantes de la filosofía, presenta una actitud recurrente que podríamos considerar una actitud radicalmente filosófica: la interrogación constante, la duda.

Uno de los temas más recurrentes y apasionantes de la obra de Borges, tema que será el objeto de nuestra monografía, es el problema del tiempo.

Ciertamente problemático, el tiempo es, para Borges, algo de lo que no podemos prescindir de ninguna manera, la pregunta filosófica por excelencia y, al mismo tiempo, el más trascendente de los motivos poéticos.

Si bien la manera en la que aborda el problema en distintos textos presenta más preguntas que respuestas, más incertidumbres que certidumbres y más búsquedas que hallazgos, es posible identificar al menos tres premisas que, sin necesariamente salir de un terreno de incertidumbre, se mantienen inalterables en todas sus inquisiciones.

La primera de estas premisas es la certeza de que “el tiempo es un problema para nosotros, un tembloroso y exigente problema, acaso el más vital de la metafísica[1]”.

Como San Agustín, cuya alma ardía por saber qué es el tiempo, los textos de Borges comparten este mismo ardor, y tal vez la segunda de las premisas sea la certeza de que esta pregunta carece de una respuesta del todo satisfactoria. Más allá de todas las teorías y especulaciones, finalmente debemos aceptar que el problema del tiempo carece de solución y que esta falta de solución, más provechosa que angustiante, brinda una extraordinaria oportunidad de ejercitar la especulación, la duda, el asombro: “Felizmente, yo creo que no hay ningún peligro en que se resuelva; es decir, seguiremos siempre ansiosos”[2].

La tercera de las premisas, que no deja de ubicarse en un terreno ambiguo, es la idea de que el tiempo, más allá de todos sus enigmas, está asociado con la idea de lo sucesivo: preguntándose qué es el tiempo, Borges vuelve a sumergirse en el río de Heráclito, uno de sus lugares más visitados de la filosofía. Si bien se increpa la eternidad, la circularidad, la simultaneidad, el presente, el pasado y el futuro, finalmente llega el momento de rendirse ante la certeza de que el tiempo es algo que fluye, algo fugitivo, algo que pasa en el sentido de que efectivamente sucede y que sucede de manera irremediable.

En cuanto a la distinción entre el tiempo en sí, como problema filosófico, y el tiempo como experiencia vital del hombre, podríamos mencionar la teoría del tiempo de uno de los más importantes pensadores de comienzos del siglo XX, a quien Borges también habría leído atentamente: Henri Bergson. Éste traza una distinción entre el tiempo de la ciencia, constituido por la sucesión de instantes diferentes sólo cuantitativamente, y el tiempo de la vida[3], que consta de instantes que difieren tanto cuantitativa como cualitativamente.

El tiempo de la física, de la observación científica, es, para Bergson, un tiempo reversible debido a que cualquier experiencia de carácter científico, cualquier experimento, puede ser repetido. El tiempo vital, en cambio, está formado por momentos irrepetibles que quedan almacenados en la memoria que, tanto para Bergson como para Agustín, constituye la conciencia o el sujeto mismo[4].

En Borges el tiempo pareciera constituir la subjetividad; el sujeto borgeano –si lo hay- es un sujeto de la temporalidad, atravesado por el paso del tiempo. La nadería de la personalidad, la dificultad de aprehender la historia, el carácter onírico que adquiere la realidad, temas propios de la ficción borgeana, pueden explicarse por el mero hecho de ser materia del tiempo, es decir, aquello que se va, que se escurre: lo único que permanece es esta cualidad de impermanencia.

Este carácter de fugacidad que tiene el tiempo, tal vez la única certeza que Borges quiere aceptar, puede explicar lo problemático que resulta aprehender una respuesta cerrada y permanente: el tiempo pasa, el tiempo fluye, de la misma manera que fluye la historia de la filosofía que pretende capturarlo. Es tan difícil capturar el tiempo como capturar un concepto sobre el tiempo, una respuesta sobre el tiempo. El método mismo que utiliza Borges para hablar del tiempo, de los filósofos que trataron el tema, de los comentarios sobre distintos hallazgos o fracasos de búsquedas anteriores, puede tomarse como una manera de seguir diciendo que el tiempo pasa, que no podemos capturarlo justamente porque él mismo, como el inventario de sus conceptos, es lo que siempre se está yendo. Luego de exponer y refutar los conceptos, el problema del tiempo deja de ser filosófico e, irremediablemente, se convierte en materia de poesía. Podría decirse que toda la exposición filosófica que hace Borges del problema del tiempo no es más que un prefacio o un nudo que no tiene otra posibilidad que el desenlace poético. Lejos de las conclusiones, Borges suele tomar estos conceptos como pretextos para hilvanar sus ficciones. Cuando ya no sabemos qué es el tiempo, sólo queda escribir el poema que expresa la manera en la que el tiempo nos afecta de manera tanto física como espiritual, y el filósofo se convierte en un poeta que se resigna o se lamenta ante el hecho de que el tiempo pasa y lo que hay es la muerte. Pero veamos algunos ejemplos del modo en el que Borges escruta la historia de la filosofía exponiendo diversos intentos de capturar el tiempo dentro de los sistemas o conceptos.

El título mismo de Nueva refutación del tiempo, que es un contrasentido paralelo al título de Historia de la eternidad, parece bastarse por sí mismo para aludir a la magnífica ironía con que el autor considera los conceptos filosóficos que expone. En efecto, si hay una refutación nueva, significa que hubo antes una refutación ahora vieja, y que por ende la realidad del tiempo no queda, en modo alguna, refutada, y todos los conceptos que lo intenten no son más que material susceptible se ser utilizado de manera literaria. Nueva refutación del tiempo expone tres momentos que, una vez articulados, procuran demostrar que el tiempo no existe. En consonancia con el resto de su obra, la cuestión, que nunca es resuelta por completo, termina aceptando, como una fatalidad, la sugerencia de que el tiempo no es más que el río de las horas que fluye irremediablemente.

El tiempo es algo que nos constituye en cada instante de nuestra vida. En esta ocasión, Borges fundamenta su postura utilizando herramientas del idealismo, primero con Berkeley y luego con Hume. Para el primero no hay materia fuera de la percepción; para el segundo no existe un espíritu o un “yo” metafísico como polo de unión fuera de la sucesión de estados mentales. Del mismo modo, Borges observa que no existe el tiempo fuera de cada instante. Al primer momento se lo podría denominar “concepción del tiempo en sentido abstracto o como categoría mental”. Al segundo “concepción del tiempo lineal” y, finalmente, el tiempo entendido como un “instante autónomo”.

La primera concepción del tiempo abstracto es negada. Tanto para Berkeley como para Hume, el tiempo es una categoría mental. Para el primero el tiempo es “la sucesión de ideas que fluye uniformemente y de la que todos los seres participan”. Para Hume “una sucesión de momentos indivisibles”. Borges refuta esta concepción al preguntarse básicamente por la intersubjetividad y la comunicación que implica la misma de la siguiente manera: “[...] si el tiempo es un proceso mental ¿cómo pueden compartirlo millares de hombres, o aún dos hombres distintos?[5]”. La existencia del tiempo es tan ilógica como lo es para Berkeley la existencia de una materia extrasensorial, o como para Hume la existencia de un sujeto que, por detrás de la percepción o sucesión de estados mentales, sirva como soporte metafísico del problema. Borges niega también la concepción del tiempo lineal en la que el tiempo es una suerte de hilo conductor entre pasado, presente y futuro. Es decir que no somos ni una sucesión de movimientos indivisibles ni la serie de esos actos cuyo principio y fin son inconcebibles. Negada la continuidad (al haber negado el espíritu y la materia, que son continuidades), también se niega la contemporaneidad de acontecimientos ocurridos aislada y de manera independiente afirmando que el tiempo no es ubicuo. El ejemplo que introduce para explicar esta afirmación es el de un amante que mientras piensa en la fidelidad de su amor ella le es infiel. De este ejemplo se deduce que los instantes son autónomos y absolutos, y que esa felicidad no fue contemporánea a la traición tanto como no lo fueron la victoria en Junín de Isidoro Suárez y la diatriba que publicó De Quincey. De esta manera se presenta una posibilidad ontológica y epistemológica de la realidad sin series ni sucesiones.

De esto último se desprende claramente la concepción del tiempo como un instante autónomo. El presente es el que representa ese instante, esos segundos que son los existentes. Lo que si hay es un presente en el que ocurre algo y dicho presente es también una sucesión. En este sentido Borges trae a colación a Sexto Empírico y a Bradly, quienes niegan las partes para poder negar el todo. A diferencia de ellos, Borges niega el todo para resaltar cada una de las partes: cada presente. Sin embargo, siguiendo a Schopenhauer, el pasado y el futuro existen “para el concepto y por el encadenamiento de la conciencia, sometida al principio de la razón” pero no para la vida. El presente es la vida, y la vida es lo que se está yendo siempre. No es de extrañar que la noción de eternidad, “un juego o una fatigada esperanza”, sea la más radicalmente negada por el autor de Ficciones. La realidad del tiempo, este río que nos arrebata, este instante que se nos va, no puede tolerar una eternidad que no es más que un arquetipo platónico, uno más de los conceptos que se pierden en el río de las horas. Nada tiene que ver la vida con este “inmóvil y terrible museo de los arquetipos platónicos”. En definitiva, tal como plantea la Historia de la eternidad, “para nosotros, la ultima y firme realidad de las cosas es la materia”. Podrían rastrearse en muchos de los cuentos y poemas de Borges una exposición literaria de estos conceptos. Este hecho, más allá de su carácter literario, funciona filosóficamente en tanto que certifica la idea de que el problema del tiempo, abundante de conceptos refutables, es un problema que en última instancia exige ser abordado de manera poética. Uno de los ejemplos puede ser la manera en la que Borges utiliza la doctrina de los ciclos. En Historia de la eternidad la doctrina de los ciclos se aborda de la misma manera que ya hemos analizado en Nueva refutación del tiempo: el concepto del tiempo circular o del eterno retorno se expone con el único fin de cuestionarlo. La idea comúnmente atribuida a Nietzsche que, por motivos de estilo profético, no podía permitirse citar a sus precursores griegos y cristianos, es contrastada y refutada con la matemática de Georg Cantor y con las leyes de la termodinámica. En este texto, como en todos los de Borges, es imposible dejar de sospechar que el autor se interesa por estos conceptos filosóficos no por la verdad que encierren -que de hecho se cuestiona-, sino por el valioso material estético que ofrecen para convertirse en un motivo literario. En efecto, cuentos como Las ruinas circulares, entre otros, funcionan sobre la base de estos conceptos filosóficos, más pertinentes para la creación literaria que para la formulación de respuestas. En Las ruinas circulares se niega la posibilidad de un tiempo lineal y se sugiere la de un tiempo cíclico, continuo y repetitivo, en el cual concurren todos los elementos del orbe. Ya haría Borges el poema tributario de la misma doctrina y de su propio cuento:



“Lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras:

los astros y los hombres vuelven cíclicamente;

los átomos fatales repetirán la urgente

Afrodita de oro, los tebanos, las ágoras[6]”.



La estructura misma de la narración de Las ruinas circulares, así como el poema La noche cíclica, responde a la estructura de un círculo que se repite infinitamente. En este sentido el relato expone la circularidad entre el soñador y el soñado: el soñador era “también él una apariencia que otro estaba soñando” así como el hijo soñando, a su vez, “ejecuta idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo[7]”. Las posibilidades literarias de estos conceptos filosóficos son, como los conceptos mismos, interminables, refutables, y contrastables con otros. También es posible ver en este mismo relato una alusión a Berkeley, y la idea de que el universo está ordenado por una presencia oscura y misteriosa que observa y rige todos los designios, una especie de divinidad que espía desde el origen remoto de todos los tiempos.

Platón, Berkeley, San Agustín, Nietzsche: es posible hallar en las ficciones borgeanas alusiones e intertextos con un sinnúmero de pensadores, en ocasiones tan sutilmente entrelazados con la trama que se torna difícil y confuso clasificarlas de manera estricta en relación a sus fuentes. Al respecto, tal vez el texto más aglutinador del problema del tiempo sea El jardín de senderos que se bifurcan. Este cuento asume como tesis la existencia de un tiempo bifurcado que supera las formulaciones lineales y circulares al afirmar que todas las posibilidades de un acontecimiento, incluso las que implican una contradicción, acaecerán en tiempos paralelos y simultáneos al nuestro. Las variaciones que implica esta idea de la simultaneidad es corresponde con todos los posibles desenlaces del libro-laberinto escrito por Ts Ui Pen:



“Crea, así, diversos porvenires, diversos tiempos, que también proliferan y se bifurcan. De ahí las contradicciones de la novela. Fang, digamos, tiene un secreto; un desconocido llama a su puerta; Fang resuelve matarlo. Naturalmente, hay varios desenlaces posibles: Fang puede matar al intruso, el intruso puede matar a Fang, ambos pueden salvarse, ambos pueden morir, etc. En la obra de Ts Ui Pen, todos los desenlaces ocurren; cada uno es el punto de partida de otras bifurcaciones”[8].



Son complejas y variadas las problemáticas y doctrinas que confluyen en este cuento de manera ciertamente simultánea. Ts Ui Pen, continuador de las tesis de Dunne sobre la imposibilidad de un tiempo absoluto, pretende urdir en su novela un tiempo multidimensional arrojando un resultado tan caótico como total. El modelo laberíntico que el relato deja vislumbrar es tan singular que cada red se bifurca y cada bifurcación es una red que desata otras posibilidades, permitiendo así dar cuenta de realidades simultáneas en un universo infinito. El límite a esta ramificación viene dado por el lenguaje que, necesariamente, es sucesivo, y del soporte impreso que acaba imponiendo una organización lineal y coherente. Mediante la teoría del tiempo bifurcado, Borges puede cuestionar, haciendo filosofía con la ficción y ficción con la filosofía, algunas teorías filosóficas que refutan la sucesión temporal, como por ejemplo aquellas que asocian la eternidad a la mente divina. Platón escribió en el Timeo que “el tiempo es la imitación móvil de la eternidad[9]”. A partir de ese dictamen, para luego refutarlo, se fundan los itinerarios intelectuales del medievo que tratarán de salvaguardar a la divinidad de la inevitable corrupción que el devenir temporal engendra. No obstante, la tradición cristiana albergará el anhelo de aproximarse a la eternidad a través de una búsqueda dialogal y nostálgica por la unidad pérdida con Dios. Ese es el lema del neoplatonismo. Partiendo de esto, y adscribiendo a las tesis de Hilton Alers Valentin, es necesario señalar las semejanzas entre el Jardín de senderos que se bifurcan y el Dios de San Ireneo, aquél que irá delimitando las notas fundacionales de una doctrina cristiana de la eternidad. El énfasis, sin duda, habría que ponerlo en el debate sobre la predestinación. Esta no es más que una consecuencia lógica de la omnipotencia y la eternidad divina, que conoce no sólo todas las cosas reales sino también las posibles. La inteligencia divina sabe en una instantánea captación intelectual, sin detrimento del libre albedrío, lo que el hombre hace en sus circunstancias presentes, así como lo que podría haber hecho si las circunstancias fuesen otras[10]. Esa serie infinita de permutaciones que Dios conoce, desde el no tiempo que es su lugar creador que siglos después San Agustín le asignaría, y que abarcan todos los mundos posibles, estarían compilados en un microcosmos como lo es el extraordinario libro de Ts Ui Pen. Su lectura, que en el unidimensional tiempo de nuestra conciencia es absurda, nos revela no sólo un acceso privilegiado al dilema temporal sino, lo que es mucho más relevante, nos permite leer, o al menos hojear, la mente divina. Lo que Borges quiere comunicar con ello es que el enigma del tiempo no guarda una cabal relación, aunque no puede excluirse, con un flujo representacional del mundo que se nos manifiesta, como lo juzgó Berkeley. Es preferible entenderlo como “duración en la conciencia” próxima a la dualidad que Henri Bergson postuló, distinguiendo entre un tiempo puro o interior, que es el yo de la conciencia donde todos los estados mentales son simultáneos, y el exterior que mide el reloj, contaminado por la tradición que lo asoció a la medición del espacio. Borges adhiere, por lo tanto, a una caracterización sustancial del tiempo pero no univoca; admite la necesidad de múltiples tiempos que no suponen apodipticamente un vínculo causal. No creemos que Borges entendiera a la eternidad más allá de una metáfora, a la que usualmente se permite parodiar, pero ello no debe resultar en una consideración baladí de la misma, puesto que, es lúcida la estrategia que intenta clarificar la temporalidad desde su negación como un continuo o desde la superadora mirada divina. El matiz preciso que Borges describe oscila entre la eternidad platónica que se circunscribe a una selección de arquetipos y que es inferior a la realidad del mundo y la concepción cristiana de la eternidad que es más copiosa e inventiva que la temporalidad humana.

Excede el propósito de este trabajo extenderse sobre las numerosas implicaciones filosóficas de un texto como éste. Sin embargo, queda suficientemente claro que estamos muy lejos de considerarlo como la propuesta de un simple experimento de permutaciones. El Jardín de senderos que se bifurcan, como tantos otros textos de Borges, presenta una trama que involucra tanto implícita como explícitamente una reflexión sobre el tiempo en tanto un laberinto filosófico inextricable. Al observar este laberinto en la generalidad de su obra, veremos que, recurrentemente, la manera de salir de él, si es que alguna vez se sale, es por arriba, mediante la elevación poética, el único recurso que nos queda cuando ya hemos transitado los sentidos y contrasentidos de la especulación filosófica y, todavía sin respuestas para las mejores preguntas, lo único que no podemos negar es que el tiempo es algo que nos involucra y que, de una manera u otra, termina por dar un plazo a nuestra propia vida.

Por encima de todas las especulaciones, sean éstas los conceptos relativos a la doctrina de los ciclos, el platonismo, el porvenir preexistente de Dunne, San Agustín o Berkeley, finalmente irrumpe en nosotros una realidad que parece insobornable ante todos los conceptos: el curso irrevocable del agua que prosigue su camino, según los versos de El reloj de arena:



“todo lo arrastra y pierde este incansable

hilo sutil de arena numerosa.

no he de salvarme yo, fortuita cosa

del tiempo, que es materia deleznable[11].



Nada, pues, se salva del tiempo, ni siquiera la filosofía: todos los conceptos sobre el tiempo que Borges encuentra en la filosofía son refutados y cuestionados, a veces con los recursos de la ficción, y otras con los recursos de los ensayos; no hay diferencia, de cualquier modo el hombre y sus ideas sobre el tiempo serán devorados por el tiempo mismo, y cada uno de estos conceptos no es más que una gota del río de Heráclito. La intensidad lírica que por momentos adquiere el problema del tiempo nos hace pensar que, irresueltas y fragmentarias, todas sus búsquedas filosóficas sobre este tema no son más que recursos para aliviar en algo aquél ardor agustiniano que clama por descubrir un enigma que sabe inescrutable. Una de las claves de la poética de Borges podría ciertamente enfocarse en la peculiaridad de una voz poética que, sumida en la certidumbre de su propia finitud, de su vulnerabilidad y contingencia, procura descubrir o apostrofar aquello que lo socava, que lo disgrega, que le inflige límites. Muchas veces este yo poético es un sujeto conciente de que el único índice del tiempo existente es la epifanía que engendra la contemplación del curso mismo de las entidades disolviéndose en el aire; aquel instante inaprensible en que el sujeto es al descubrirse atravesado por el cauce del tiempo que, inquebrantable, lo erosiona y lo olvida, al mismo tiempo que lo nombra. De esta manera, ese tiempo, recurrentemente metaforizado en río, se revela como la huella que queda a su paso impresa en nuestra memoria bajo el nombre de pasado, una memoria tan frugal y perecedera como los granos de arena del reloj ancestral. Tal como dicen los últimos versos de Todos los ayeres, un sueño, el pasado es aquella arcilla que el presente labra infatigablemente a su antojo. Bajo el signo de Heráclito, bajo aquél principio que, erigiendo la contradicción como origen de todas las cosas, debemos asumir que el tiempo, aquello que nos consume y anonada, es a la vez aquello que nos constituye y nos realiza. ¿Qué es lo que le queda al sujeto borgeano una vez revisadas y desechadas todas las claves que sobre el problema del tiempo ofrecen los fatigados volúmenes de la enciclopedia filosófica? Cuando callan los conceptos del filósofo, es momento de hablar para el poeta; la poesía, más que la filosofía, o filósofa ella misma de su propia emoción, queda como una ínfima esperanza o rebeldía, y es entonces cuando el creador recurre a su Arte poética para “convertir el ultraje de los años /en una música, un rumor y un símbolo[12]/”. El poeta, trenzado con el tiempo como con el lenguaje, no puede sino abandonarse a la deriva de ese río que también a él lo hará naufragar, mezclarse entre su cauce y rendirse bajo su designio para poder convertirlo luego en su propia música, en su propio arrullo. Esta parece haber sido finalmente la astucia de Borges para cortejar al tiempo, aunque él mismo sepa que esto significa destinarse al pasado, entregar su propia obra a su poder para que, poco a poco, socave aquella cara que en el Epílogo del Hacedor el poeta descubre antes de morir construida por el trazo de su propia pluma. El resultado de dicha empresa parece dejar el mismo sabor ingrato que el de una quimera y, quizás por eso, los versos de Son los ríos suenan como el lamento del aquel que se descubre materia dócil en las manos del tiempo al afirmar que “somos el tiempo. Somos la famosa/ parábola de Heráclito el Oscuro. / Somos el agua, no el diamante en duro/[13]”.

Otra vez Heráclito, otra vez este río de las horas es lo único que parece (a su pesar) trascender de entre todas las incursiones que hace Borges sobre el tiempo. Su poema Heráclito, al tiempo que nos ubica en los albores de la filosofía occidental, es el instante de su obra en donde se lanza la pregunta más grandiosa, la temblorosa y exigente, la más vital de la metafísica:



“¿Qué trama es ésta

del será, del es y del fue?[14]”



Para Heráclito todo deviene, todo cambia; todo es y deja de ser. El río de las horas, intermitente, fluye arrastrando espadas y mitologías. El presente, de carácter fugaz, está constituido por el instante efímero, imperceptible, por la memoria de un pasado que se aleja de nosotros y por la esperanza de un futuro incierto que nunca llega en tanto tal. Aquí es donde el problema del tiempo, ideal para los textos borgeanos, contiene en sí mismo un matrimonio entre la filosofía y la poesía, matrimonio cuyas partes parecen confundirse entre sí en un abrazo permanente.

Desde el punto de vista poético, menos intelectual y más emotivo, el tiempo es la materia ontológica que determina nuestra suerte: la fugacidad, el olvido, la muerte.

Desde una óptica más filosófica, prevalece la interrogación y la duda como método, un medio que, si bien no nos sirve para obtener la respuesta incuestionable que nos permita saber la verdad, al menos nos acerca a ella permitiéndonos saber qué conceptos no son ciertos. En este sentido es significativo que textos como Historia de la eternidad presenten ante los conceptos frases como “no puedo negarla del todo (…) tampoco lo repudio (…) ya no se que opinar (…) a esa pregunta no hay contestación”.

Tal vez la única resolución filosófica, que sigue invocando motivos poéticos, no es más que esta constante alusión a Heráclito que, en los momentos más conclusivos de los textos, alcanza una contundencia declamatoria en donde la poesía y la filosofía se convierten en una sola cosa: “El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges”.







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[1] Borges, Jorge Luis, Historia de la eternidad, Buenos Aires, Emecé, 1974

[2] Borges, Jorge Luis, en “El tiempo” de Borges oral, Madrid, Alianza Editorial, S.A., 1998

[3] En El Zahir, hay Borges hace una alusión al tiempo humano de Bergson en analogía con las posibilidades del dinero:

“Puede ser una tarde en las afueras, puede ser música de Brahms, puede ser mapas, puede ser ajedrez, puede ser café, puede ser las palbras de Epicteto, que enseñan el desprecio del oro; es un Proteo más versátil que el de la isla de Pharos. Es tiempo imprevisible, tiempo de Bergson, no duro tiempo del Islam o del Pórtico”.

Borges, Jorge Luis, El Aleph, Madrid, Alianza Editorial, S.A., 1998

[4]

[5] Borges, Jorge Luis, Historia de la eternidad, Buenos Aires, Emecé, 1974.

[6] Borges, Jorger Luis, El otro, el mismo, Buenos Aires, Emecé, 1974.

[7] Borges, Jorge Luis, Ficciones, Buenos Aires, Emecé, 1974.

[8] Borges, Jorge Luis, Ficciones, Buenos Aires, Emecé, 1974.

[9]

[10] Borges comenta esto en la siguiente cita de Historia de la eternidad “Con este repetido apoyo, los modos potenciales del verbo pudieron ingresar en la eternidad… nosotros percibimos los hechos reales e imaginamos los posibles (y los futuros); en el Señor no cabe esa distinción, que pertenece al desconocimiento y al tiempo…Su eternidad combinatoria y puntual es mucho más copiosa que el universo”

[11] Borges, Jorge Luis, El hacedor, Buenos Aires, Emecé, 1960

[12] Borges, Jorge Luis, El hacedor, Buenos Aires, Emecé, 1960

[13] Borges, Jorge Luis, Los Conjurados, Madrid, Alianza Editorial, 1985

[14] Borges, Jorge Luis. Elogio de la sombra, Buenos Aires, Emecé, 1969.

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