miércoles, 23 de septiembre de 2009

Contame una historia, poéticas del tango y literatura argentina.

Ponencia en estilo oral, presentada en la Universidad del Comahue, Neuquén, durante el V encuentro nacional de estudiantes de Letras.


Esta ponencia, llamada Contame una historia, es el fruto de un seminario, dictado en la UBA en el primer cuatrimestre de este año sobre tango y literatura. Lo que hicimos fue analizar poéticas del tango, corpus de letras de tango, de la misma manera en la que analizamos obras literarias, tanto desde criterios formales (métricas, estilos), como desde criterios culturales más amplios (sociológicos, políticos, urbanistas). Nuestros autores literarios fueron Gardel, Lepera, Manzi, Pascual Contursi, Cátulo Castillo, Cadícamo, entreverados con Oliverio Girondo, Tuñón, Arlt, Borges, etcétera.
Yo voy a hablar un poco del universo de las letras del tango, vinculándolo con algunas cuestiones literarias, o más bien voy a exponer algunas cuestiones generales sobre las letras del tango como si fueran una obra de tipo literario.
El eje que elijo, es el eje del nacimiento de las letras del tango, de la evolución de estas letras dentro de una coyuntura cultural.
En principio, el origen de las letras del tango nos lleva a un tipo de estudio que nos recuerda un poco al estudio de la épica, porque trabajamos con un material complicado debido a su carácter oral, no escrito, no hecho para ser leído sino oído.
Leo, entonces, el planteo, que se llama, como la letra de un tango, Contame una historia, la letra de un tango que empieza así:

Vos que tenés labia, contame una historia.
Metele con todo, no te hagas rogar.
Frename este absurdo girar en la noria
moliendo una cosa que llaman "verdad"...

Contame una historia distinta de todas,
un lindo balurdo que invite a soñar.
Quitame esta mufa de verme por dentro
y este olor a muerte de mi soledad...

Contame una historia es el título, y la súplica, que entona Adrián Guida, vocalista de Pugliese, un siglo después de la época en la que nace el tango en Buenos Aires.
La letra del tango Contame una historia, de Mario Iaquinandi, podría haber sido la letra de un hipotético primer tango canción e introducir nuestras preguntas: ¿cómo surgieron las letras del tango, música muda del suburbio, que tuvo que tomarse su tiempo antes de incorporar su primer cantor? ¿Qué fenómeno urbano, político y social conformó esta voz que cantó y contó una historia?

Los estudios sobre los orígenes del tango coinciden en el hecho de que los primeros tangos, sencilla música de lenocinio, carecían de letra. Sus notas debieron ser improvisadas por algún músico ambulante “para facilitar el acercamiento entre pupilas y clientes ”. Sus primeros balbuceos, que no llegaban a ser historias, eran, como mucho, chistes pecaminosos, frecuentemente obscenos, explícitamente tributarios de su ambiente prostibulario: Dos veces sin sacarla, Con qué tropieza que no dentra, el Choclo. Gobello no duda en afirmar que las primeras letras, sin canto ni música, tuvieron que ser “exclamaciones de admiración que exhalaban los compadritos cuando algún compinche se lucía con su compañera ”. Idea Vilariño se pregunta si se trataba de tangos o más bien improvisaciones sobre habaneras, como el de la casera, o tangos andaluces como el del pitillo.
A fines del siglo XIX, las primeras manifestaciones de lo que ya era el tango, gestado en el marco de la milonga, fueron fundamentalmente música, baile, pero todavía sin cantor y sin historias. Borges, que malquería el tango canción y sus lunfardas historias melosas, escribe en una de sus mejores páginas que no puede hacerse un tango sin atardeceres y noches de Buenos Aires . Tal vez este precioso material bastaba, a fines del diecinueve, para cualquier composición, ¿pero por qué y sobre la base de qué contexto llegó la letra y los tangos empezaron a contar historias?
Para pensar una posible respuesta para esta pregunta, estimo acertada la clave de considerar que el auge de las letras del tango coincide con el auge de Buenos Aires como una gran ciudad inmigratoria que, a partir del siglo XX, deja de ser una gran aldea para convertirse en una gran metrópolis.
Durante las primeras décadas del siglo XX, Buenos Aires experimenta un proceso de crecimiento espectacular, casi inédito en la historia de las ciudades: “Los alrededor de 2.000.000 de habitantes existentes en 1880, se convirtieron en cerca de 8.000.000 en 1914 ”.
Vale decir que la ciudad, así como su música, se llenó de una multitud de historias en un breve período de tiempo. La complejidad de este proceso exige detallados análisis de coyuntura, pero me atrevo a decir que, así como Buenos Aires se convirtió en la ciudad llena de gente, el tango se llenó de historias, desacomodos, nostalgias, nostalgias que, aunque hablen de Buenos Aires, nos hacen pensar en la de pueblos que se han dejado para llegar a Buenos Aires, a la letra del tango.

Lugar ambiguo entre las orillas y los salones, los payadores y los poetas, la calle y la academia, tal vez la letra del tango fue el lugar en donde menos artificiosamente se expresó la manera de ser y de pensar propia de una ciudad cosmopolita e inmigratoria.

Con menos problemática que la literatura, y aunque todavía capaz de cantar asuntos de atmósfera criolla o campera, a partir de la década del veinte el tango explota en la cultura porteña con una poética, una sensibilidad, una temática y un ambiente eminentemente urbano cuyos personajes, liberados de los tópicos de una literatura gauchesca, eran ya los ciudadanos del bulín, los malevos del conventillo, el baraje gringo, las francecitas, las galleguitas, los que bajan del barco italiano.

La circunstancia demográfica de la ciudad que escuchó cantar a Gardel la historia de Mi noche triste indica que, hacia 1914, los inmigrantes representaban más del 60% de la población total, a diferencia del apenas 12% que ocupaban en 1860. Y es justamente el período que abarca las décadas del diez, del veinte y del treinta, el que ofrece la cumbre del tango como composición poética. La Guardia Vieja termina cuando Gardel, en el año 1917, hace popular la letra de Mi noche triste para dar vida al auge del tango canción. Pelletieri, citado por Logmanovich, afirma que este tango, lejos de aquellas rimas obscenas del lenocinio, se constituye como el tango que representa a la ciudad nueva, a la ciudad gringa, a la ciudad de la multitud extranjera, en tanto que “estar en el tango es estar en el mundo de la gran ciudad” . Mi noche triste, además de ubicarse en el espacio urbano, desplazando el rancho por el bulín, se despide de la fiel y campestre morocha para sufrir por la fugitiva y urbana “percanta”, estableciendo con naturalidad el registro del lunfardo: “amuraste”, “encordelarse”, “catrera”, “campaneando”, “cabrero”. La morocha ya se ha convertido en “la amada enferma de la ciudad” del poeta inspirado por La musa de la mala pata. Un poeta como Nicolás Olivari incorpora la poética tanguera y sus términos lunfardos para resumirlo todo en una poesía urbana y popular con una manera peculiar de retratar la ciudad, el hombre, la mujer:
La pobre ya siente que toca
la inmortalidad de “Yira-Yira ”.

La misma mujer de la ciudad, de la mala vida, aquella que más tarde Discépolo y Homero Expósito retratarían, de igual manera, en el Fangal:

¡Pobre mina que nació en un conventillo
con los pisos de ladrillos, el aljibe y el parral!

Vemos en este léxico la primera y contundente señal de una poética urbana. ¿Acaso el lunfardo, jerga eminentemente inmigratoria, pastiche de ingredientes italianos, españoles, ingleses, franceses, no bastaría para probar el carácter urbano y cosmopolita de las letras del tango?
La literatura argentina experimentó en los años veinte los desafíos inherentes al modo de expresión propio de la nueva vida urbana, pero no estuvo tan a la altura de las circunstancias como las letras de los tangos. Sin resolver el contrapunto entre Silvio Astier y Don Segundo Sombra, autores como Borges, Girondo, Raúl Gonzáles Tuñón, Nicolás Olivari escribieron, en los primeros años de la década del veinte, poemarios ansiosos por entregarse a la Buenos Aires actual o resucitar la Buenos Aires antigua: Fervor de Buenos Aires, Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, El violín del Diablo, La Musa de la mala pata, Versos de la calle. Tal vez Girondo y Borges, más acá o más allá del tango, hayan sido las dos caras de esta moneda porteña; un Girondo vanguardista, entusiasmado con la experiencia urbana vertiginosa, cosmopolita de Buenos Aires, se superpone con un Borges nostálgico y criollista empeñado en recuperar el olor del jazmín, los jacarandás y acacias de la Plaza San Martín, el pastito precario que salpica las piedras de la calle, el almacén rosado, el silencio de la tarde y los caminantes solitarios que bajan la voz ante la memoria de sus mayores, el linaje patricio. Si Borges malquiere el tango canción, es porque el tango canción es la Buenos Aires de aquél italianaje mirón que, reemplazando para siempre el patriciado criollo, canta la canción de una ciudad violenta, escéptica, multitudinaria, la ciudad habitada por, en palabras de Lugones, una “plebe ultramarina ”, los hijos de este reptil de lupanar que hacía escándalo en el zaguán del Teatro Odeón cuando el poeta fascista intentaba definir la raza pura de la argentina criolla leyéndole el poema de José Hernández a una platea que lo aplaudía con guantes blancos.

Sin embargo, era esa mayoría ultramarina la que ya había llegado para no irse, la que había traído tantas historias que cantar en las letras de los tangos, historias de una ciudad llena de cafetines, esquinas, conventillos, puentes y faroles que juntaban a los protagonistas de una ciudad llena de traiciones, desilusiones, violencias e infamias que no hubieran podido existir en las pulperías de la campaña ni en las historias militares del linaje borgeano. Las historias que cuenta el tango configuran una poética que tienen un nuevo héroe que no es ya el hombre de la esquina rosada ni Juan Moreira: es el ciudadano escéptico, traicionado, perdido en una multitud irrespetuosa; es el rencoroso con berretín de filósofo que se sienta en la mesa del cafetín de la gran ciudad para blasfemar el hastío de tanta muchedumbre insolente.

Si bien Pascual Contursi y Celedonio Flores, entre otros nombres célebres, podrían estudiarse como los primeros contadores de historias, los primeros poetas que dieron al tango la trama social urbana y su argumento, tal vez el célebre Discépolo que pisó fuerte en los años 30, letrista estrella de una época en donde la retórica tanguera se hallaba definitivamente constituida, sea el poeta de un universo urbano cuyo héroe, o antihéroe, canta en las letras de los tangos las historias del nuevo y definitivo hombre porteño.
Ningún tango más apropiado que Cambalache para resumir el espíritu resignado ante la vida de la gran ciudad inmigratoria que empieza a establecerse; un espíritu que se queja de esta vida puerca al tiempo que, inevitablemente, forma parte de ella sabiendo que ya no es posible ninguna vía de escape. Ya no hay quién lo niegue, ya son más de diez millones los argentinos que, en el mismo lodo y todos manoseados, se revuelcan en los episodios de una población cosmopolita que, por las características inherentes a su espacio urbano, encuentran el modo de pisotear los valores, afanar, estafar y mentir para luego indiferenciarse, mezclados con todo, en una multitud problemática y febril. Ya no hay quién niegue que Buenos Aires se convirtió en un cambalache en donde todo está mezclado: lo criollo con lo extranjero, Carnera con San Martín, lJesús y el ladrón.


Arlt pregunta en Los siete locos, por boca de uno de ellos, ¿de dónde salieron tantos monstruos? ¿Y de dónde salieron tantas historias? Ahora hay muchas historias para contar, hay mucho que decir, hay mucha gente, muchas ilusiones que se han perdido, muchas letras, mucho tango.
Como Buenos Aires, el tango está maduro: ha sufrido y se ha vuelto escéptico; ha vendido el alma y rifado el corazón; ha visto que el mundo no tiene solución; ha visto a su morocha, ya descangayada, salir del cabaret; ha visto su honor desnudado en una feria; se ha arrastrado entre espinas; ha yirado mucho en la vía sin una ayuda, una mano ni un favor. Como Buenos Aires, el tango está maduro: cansado de ver la vida, se ha desencantado y canta ya la historia de su vida y el enojo de sus quejas porque acaba de morir su sueño de juventud.

El sujeto de Discépolo es un sujeto quebrado, fragmentado por la infamia; ha perdido la integridad, la identidad; no es ni estrictamente revolucionario, ni tampoco conservador: es un sujeto aniquilado por la multitud infame, por la violencia de una ciudad en la que despierta como de una pesadilla para decir “no sé más quién soy”.
Hay un semblante grave que alcanza reflexiones y vivencia situaciones que van más allá de los arquetípicos dramas amorosos, criollismos tardíos e incluso alegrías nocturnas de la primera época gardeliana. Mientras Ezequiel Martínez Estrada concibe la Radiografía de la pampa, los tangos de Discépolo ya están cantando las penas de un hombre urbano atormentado por la miseria social, moral y espiritual de un enorme conventillo que, sin parar de crecer, en un despliegue de maldad insolente, adquiere el tamaño del mundo y le pregunta qué es lo que pasa a su creador, ¿qué sapa, señor? ¿Por qué todo está al revés? ¿Por qué unos pocos tiran manteca al techo en París mientras que los muchos deambulan vencidos y hambrientos por unas calles llenas de furia?

La crítica historiográfica no ha podido dejar de ver a Discépolo como el poeta del pueblo, el cantor de la desesperanza popular, el registro de una época infame en donde la crudeza de la injusticia, la arlteana vida puerca, ya no puede esconderse ni evadirse en los preciosismos estéticos de Florida. Para Norberto Galasso, Discépolo compone en sus letras “una filosofía en mangas de camisa y una poesía cálida y humana que sintetizan la experiencia de la gran ciudad ”. Al mismo tiempo que la poética discepoliana se impregnaba de la vida precaria del hombre de la calle, la poesía argentina, particularmente desde las huestes de Boedo, le daba a la temática social toda la importancia que merecía. Los Versos de la calle que publica Álvaro Yunque en 1924, poco antes de la composición de Quevachaché, primera obra de Discépolo, exploran espacios urbanos y formas de expresión que se desentienden de los complicados vanguardismos, sean éstos criollistas o futuristas, y se hacen eco de un arte social moralizante. Versos de la calle es un ojo que mira la miseria de la ciudad, la faz de leproso de la fachada de los conventillos, los trenes cargados de inmigrantes, los casuchones de lata, la crueldad de las fábricas, las ventanas de los hospitales y los arrabales hediondos de inmundicia.

Los habitantes de estos versos callejeros no son ni los viejos criollos de las orillas de Borges, ni los bólidos de brazos y piernas de los croquis de Girondo. En la poesía de Yunque las calles de Buenos Aires están llenas de lustrabotas, vendedores ambulantes, tísicas, tuberculosos, putas. Es un nuevo escenario social que, concomitante con la periferia que se va formando en torno de la gran ciudad fenicia, empieza a buscar sus nuevas formas de expresión artística: el tango, el teatro popular, la política. Algunos de los escenarios urbanos de los Versos de la calle prefiguran ya los mismos ambientes de la poética tanguera. Pero, si bien son abundantes los ejemplos, es pertinente enfocar la poética urbana del tango en uno de sus creadores más célebres: Discépolo.
Discépolo, junto a su hermano Armando, se inscribe en esta línea poética y empieza a contar historias a un público todavía impactado por la gravedad de sus asuntos. Con las palabras del hombre de la calle, el poeta del tango pinta el mundo de los bajos fondos donde yiran los frustrados, los excluidos de una maquinaria social que, entrando en crisis, condena a sus víctimas populares a la mendicidad y la delincuencia:

“Al hombre lo ha mareao
el humo, al incendiar,
y ahora entreverao
no sabe dónde va” .

En el parisino gobierno de Alvear “el que no afana es un gil”: subyace a la crisis de valores discepoliana, además de esta peculiar poética, un fenómeno político y social. Cuando “la razón la tiene el de más guita” y el idealista es un iluso “gallito embanderado”, se plantea la imposibilidad de los valores morales en una sociedad donde la sobrevivencia exige una lucha atroz y cruel. El fracaso del yrigoyenismo, la crisis internacional y el comienzo de la Década Infame le dictan a Discépolo, garabateadas en los papeles de su bohardilla humilde, la letra de Yira Yira, las historias de los amargados, los desencantados, los vencidos, y la historia de un matrimonio tuberculoso en una casa pobre es la imagen de una ciudad que cuenta las miserias de su hacinamiento y de su injusticia social y política. Dice Discépolo:

“hay un hambre que es tan grande como la del pan y es la de la injusticia, la de la incomprensión. Y la producen las grandes ciudades donde uno lucha, solo, entre millones de hombres indiferentes al dolor que uno grita y ellos no oyen. Londres y Nueva York grises, Buenos Aires gris, todas deben ser iguales ”.

¡Todo es igual! ¡Nada es mejor! ¡No sé más quién soy! ¡Qué desencanto más hondo!¡Qué ganas tengo de llorar nuestra niñez!
¿Cuál es la niñez que llora el hombre de los tangos de Discépolo? Discépolo llora la niñez en tanto lo que se ha perdido: se ha perdido aquella vieja alegría de los chistes ligeros, la candidez de los primeros tiempos, la vieja pared con la madreselva, los orígenes, la música simple, sin letras, sin más historia que lo que pudiera improvisar la sencillez de un momento anterior a la irrupción de la gran ciudad, de la madurez, de todas las historias que llegaron para contarse, cantarse. Y la letra del Discépolo es el canto del desencanto, la historia que se cuenta cuando ya se murió la madre, se perdió origen, y al hombre sólo le queda la amargura de una queja:

“¡Qué desencanto más hondo,
qué desencanto brutal!
¡Qué ganas de echarse en el suelo
y ponerse a llorar!”

El tango, como su ciudad, nació sin voz, apenas susurrando breves quejidos inmaduros para luego, en la flor de la edad, contar todas las historias de sus esperanzas y fracasos. Tal vez algunas de las creaciones del bandoneón de Piazzola, otra vez sin letra, hayan sido un Adiós Nonino que quiso volver, con la sabiduría de la vejez, a “la bruma primigenia” o “la niebla de los primeros días ”, porque poco se diferencia el no tener aún mucho que decir con el tenerlo dicho todo.



la tensión entre la pluma y el fusil, ponencia.

Nota: este trabajo fue expuesto en la Universidad del Comahue, Neuquén, durante el V encuentro nacional de estudiantes de Letras.
Yo voy a hablar un poco de un tema polémico y arduo: el cruce entre literatura y política, particularmente, el que atañe a la posibilidad o efectividad de producir una intencional literatura de función política. Para eso, tomo como pretexto a Haroldo Conti, un escritor, un desaparecido, y su novela Mascaró, el cazador americano, publicada por la revista Crisis durante la dictadura, poco antes de la detención del artista.
Sobre el problema de literatura y política, algo muy amplio, es un tema que da para mucho, y trataré de sintetizar al máximo, casi groseramente. Podrían hacerse muchas preguntas y desencadenarse un debate interminable. Creo que se puede descartar la más obvia, la pregunta sobre si es que es posible hacer una literatura que tenga una función política, porque todos sabemos que sí. Yo creo que se puede hacer literatura con cualquier cosa, y la política es una de esas cosas, desde luego. Las preguntas más interesantes tienen que ver con el cómo se hace literatura política, qué problemas trae hacerlo, en qué problemática uno se sumerge al decidir hacer una literatura política, qué le pasó a gente como Haroldo Conti. Sobre todo, cuando esto es intencional, porque está claro que en la literatura siempre se encuentra o se puede encontrar la política, pese al autor. Es más, puede ser más políticamente efectiva la literatura que no se propone ser literatura política, mientras que una intencionalidad política demasiado explícita puede terminar en una pésima literatura: el grupo Boedo no le llega a Arlt ni a los talones, por ejemplo, y no olvidemos que la gran empresa del realismo socialista, es decir, la literatura subordinada a una ideología, el arte como un mero diente más del engranaje social, en palabras de Lenin, logró la proeza de terminar con la novela en el país de Tolstoi y Dostoievsky. Para plantear la cuestión, quisiera leer una opinión de un escritor Tupamaro. Es el uruguayo Mauricio Rosencoff, ex guerrillero y actual novelista. En verdad es tramposo leer esta frase al principio, porque lo que hace esta frase es terminar con el problema, incluso anticipar mi opinión. Dice Mauricio Rosencoff:

Una literatura puesta al servicio de una ideología no solo es un atentado a la literatura sino, sobre todo, una concepción política equivocada, porque un ideal que se propone la liberación de los hombres no puede someter las expresiones creativas de éstos a criterios de estrechez ideológica.

Destaco el valor de esta frase. Me parece interesante esto de “concepción política equivocada”. Doy por hecho, casi por sobreentendido, que subordinar el arte a la política es una postura estética equivocada. Nos presenta el peligro de convertir el arte en un panfleto trillado que se lo llevará mañana el viento. Pero es que ni siquiera esto es malo literariamente: es malo, pésimo, políticamente: no podemos ser revolucionarios y ejercer un tribunal sobre el arte. Ya tenemos experiencia histórica para estar advertidos. Casi sin excepción, la grandiosidad política de ciertos fenómenos de izquierda fue inversamente proporcional a su mediocridad artística. Si ponemos el hecho histórico más lindo, el más amado, Cuba, ya tenemos inmediatamente el caso Padilla, que fue vergonzoso. Ni hablemos ya de China y de la Unión Soviética, porque no da el tiempo para tantas calamidades estéticas, para tanto odio a la poesía. Entre nosotros, al menos podríamos citar a Lukacs, uno de estos teóricos del arte que leemos, un hombre que decide que hay que decirle que no a Kafka porque da una imagen del individuo alienado, sin salida, o sea que no es revolucionario. ¡Kafka, que prácticamente nos muestra que todo sistema jerárquico es una pesadilla! Sin cuestionar ni la persona ni la obra del autor, les leo una frase de Brecht, refiriéndose a la literatura: “Estos son tiempos en que hablar de árboles es un crimen”. Esta frase es muy problemática. ¿Quién es alguien para decir a los artistas sobre qué tienen que hablar? ¿Por qué Haroldo Conti no tendría que escribir la balada al álamo carolina? ¿Y cómo se puede ser tan mal lector como para suponer que cuando un poema dice la palabra árbol, no hace más que hablar de un árbol? El cuento de Conti, La balada del álamo Carolina, empieza así:

“Uno piensa que los días de un árbol son todos iguales. Sobre todo si es un árbol viejo. No. Un día de un viejo árbol es un día del mundo”.

El libro Calibán, de Retamar, un libro sobre literatura escrito en tanto que un texto del intelectualismo orgánico de Cuba, es el peor ensayo literario que leí en mi vida, y la pregunta que plantea es: ¿cómo es posible que la izquierda sea tan acertada, tan lúcida a la hora de plantear cambios políticos, y tan estúpida a la hora de concebir el arte? Una vez dijo Sartre, en 1964, que no es posible concebir un personaje ficticio cuando hay niños que se mueren de hambre. O sea que, como si no fuera poco esta penuria social, también tenemos agregar una penuria cultural, que a veces es lo único que nos queda. Negarnos a hacer arte, a crear belleza, porque esto sería incompatible con la lucha por un mundo mejor. Para entrar a Conti, lo que planteo, sin dar una solución, es este falso dilema entre la pluma y el fusil. Esta idea, lamentable, falsa, de que es una cosa o la otra, o confundir una con la otra. Esta es la tensión que, así obvia como parece, no obstante atraviesa amplios sectores de la literatura. Esto pasó siempre: Martí lo padeció hasta el fin, y también Walsh. Estos dos ejemplos son paradigmáticos, porque los dos dijeron en algún momento: o lucho, o escribo. Ellos mismos son una negación de este falso conflicto: los dos lucharon y escribieron. Ellos mismos, a la vez que lo plantean, diluyen esta tendencia al maniqueísmo. Este conflicto entre la pluma y la espada, entre cómo hacer una literatura política, o decir sin más que la literatura es burguesa y hay que desistir de ella, atraviesa en muchos momentos la literatura argentina, y sobre todo en esta novela de Haroldo Conti que es Mascaró, el cazador americano.
Ahora sí, entro a Mascaró, para ver cómo esta problemática, literatura y política, se plasma en el caso de Haroldo Conti.
Esta novela de Conti nos lleva, de lleno, a pensar en las relaciones entre la literatura y la militancia de izquierda en los setenta. Dentro del ámbito cultural, ya venía cocinándose una concepción de la literatura en tanto un instrumento cultural de acción política. El vínculo entre política y cultura se gesta mucho en los sesenta, sobre todo en torno a la discusión sobre la figura del intelectual. Oscar Terán, por ejemplo, estudió la conformación del intelectual contestatario en el contexto político sesentista, un intelectual cuya imagen, asociada a la moral del compromiso, “incluía en su diseño concebir a la propia ficción cultural íntimamente ligada con la suerte de la comunidad”. De modo que en esta época está muy en boga esto de atribuirle al intelectual una importancia que tiene que ver con su función política. En torno a esta discusión, que no excluye a los artistas, se asocia la discusión más específica sobre el valor social de una obra artística, sobre sus posibilidades de usarse como medio revolucionario. Otra cita teórica: Claudia Gilman analizó la política en tanto un parámetro de legitimidad para la producción textual de esta época. Dice que se propiciaba mucho la conversión del escritor en intelectual crítico. Acá podemos recordar la paradoja del “antiintelectualismo”. Es un movimiento intelectual. Un movimiento intelectual que se caracteriza por priorizar, en la vida de todo autor, el compromiso político, de modo tal que la obra de un artista debía quedar, cito a Gilman, “subordinada respecto de las dirigencias políticas revolucionarias”.
Este tipo de actividad cultural asociada a la política revolucionaria es lo que caracteriza, en los años setenta, tanto al emprendimiento de revistas como Crisis como a Mascaró, el cazador americano, la última novela de Haroldo Conti. Conti publicó esta novela mediante Crisis, en tanto un colaborador de Crisis. Crisis publicita la salida de Mascaró en julio de 1975, en el número 27. ¿En qué consiste esta novela, en cuanto a lo político? Yo diría que, dentro de una tensión entre lo explícito y lo implícito, la novela funciona políticamente de manera alegórica. Hablo de alegoría, en tanto que se construye una estructura de acontecimientos que, de manera continua y evidente, configuran otra estructura de acontecimientos que es simultánea. Contando un poco el cuento, el argumento de Mascaró es el siguiente: la novela trata del enfrentamiento de un grupo de desplazados sociales, los integrantes de un circo, que se enfrentan a las fuerzas de seguridad conservadoras del orden establecido. Alegóricamente se alude a la lucha armada de los militantes contra el ejército de los militares. Este carácter alegórico ya es de por sí interesante, porque es superador de aquél naturalismo a lo Zola, de aquella idea tan absurda de suponer que para que una literatura sea política, tiene que dejar el preciosismo, el esteticismo, la maravilla, y mostrar las cosas tal como son. Esta superstición de pensar que es posible mostrar las cosas tal como son en un sentido fotográfico, como si no supiéramos que ni siquiera la fotografía es capaz de mostrar las cosas tal como son, porque implica una elección, un enfoque, una absoluta parcialidad de la mirada del fotógrafo.
Conti no, Conti entiende que para mostrar las cosas como son, para dar cuenta de la injusticia, de la perversidad de un sistema, la ficción es el mejor recurso: la literatura fantástica puede mostrar las cosas como son tanto como el más recalcitrante naturalismo.
Yo trabajé esta novela, visité la bibliografía sobre ella, y encontré muchos elementos que alegorizan la insurgencia social, la lucha armada. Es importante, por ejemplo, la figura del vagabundo, como el excluido del sistema, la incorporación de la cultura popular, con personajes que parecen los del primer Tuñón, pero sobre todo hay un elemento que es el de la transformación. La novela presenta y exige transformaciones. Cambios. Los pueblos por los que pasa este circo, pueblos pobres, periféricos, van cambiando, y también cambian los personajes. Pero lo interesante es que en esta novela el hecho insurgente, el hecho revolucionario, es el arte, el arte mismo. La lucha contra el sistema la da el arte: son los artistas de un circo los que movilizan a la sociedad, y la movilizan mediante la creación, la creación de personajes, lo que ellos mismos son. De modo que hay en la novela un concepto de ficción: la ficción tiene una capacidad transformadora.
Los integrantes del Circo del Arca, nombre que alude a su condición de “sobrevivientes de un naufragio”, posible alusión a la crisis política, emprenden su destino itinerante representando diversos papeles ficticios. La ficción o el arte constituye en la novela el principal agente de transformación, y es el motivo que desencadena la persecución de los integrantes del circo por parte de los rurales, que alegorizan a los militares. Entonces: las funciones del Circo del Arca, en su viaje por los pueblos, generan en la población una serie de transformaciones cuyas consecuencias serán la politización y la toma de conciencia por parte de sus habitantes. Avelino Sosa les cuenta al Príncipe y a Oreste que la gente empezaba a cambiar luego del paso del circo, que “concebían locos proyectos” e intentaban concretarlos, como el caso inicial de Tapado cuyos habitantes “empezaron en verso y terminaron a tiros”. Entre los habitantes de Tapado, el Maestro Cernuda, personaje de perfil maniqueísta y retórico, es un claro ejemplo del pueblerino humilde que se transforma en un revolucionario.
En la segunda parte de la novela el contenido político adquiere la mayor importancia. Acá vemos lo que les decía: la tensión entre lo explícito y lo implícito. Los integrantes del circo, perseguidos por las autoridades, descubren los efectos revolucionarios que producen sus funciones, y la novela reafirma su concepción del arte como un instrumento conspirativo capaz de producir modificaciones concretas en la sociedad:

-“Quiere decir que en cierta forma hemos estado conspirando todo este tiempo –dijo Oreste, más bien divertido.
-En cierta forma no. En todas. El arte es una entera conspiración –dijo el Príncipe-. ¿Acaso no lo sabes? Es su más fuerte atractivo, su más alta misión. Rumbea adelante, madrugón del sujeto humano”.
En otro momento el Príncipe dice del arte que “se sobreponía a los torcidos decretos de cualquier omnipotencia”.

El problema que yo veo acá, es que estos personajes de Conti parecen tener el asunto más claro que Conti mismo. Salimos de la obra, y entramos al autor, si es admisible esta diferenciación. Haroldo Conti es entrevistado en Crisis en agosto de 1974, el número 17. En la entrevista, titulada “Compartir las luchas del pueblo”, habla de la literatura y el compromiso político. Conti afirma el deber del intelectual de asumir compromisos y señalar caminos. Sin embargo, hay en sus palabras una escisión entre el compromiso del militante político y la obra literaria del escritor. Seguimos en esta falsa tensión entre la pluma y la espada, que a Conti lo carcome. En todo momento se refiere a las limitaciones del acto literario, describe el ambiente de la literatura como una “feria de vanidades”. Asume que ser escritor constituye un lujo de la burguesía (esto es arbitrario). Cita a Laurusse, quien utilizaba la figura del escritor para ejemplificar la palabra famélico, y admite que su propia obra, “insuflada de individualismo”, es por fuerza una expresión de la pequeña burguesía.
Habiendo todos leído esta novela, nos parece insólito asociarla a un individualismo descomprometido. No hay una página en esta novela que nos haga pensar en eso, sino todo lo contrario. Está claro que Mascaró expone una concepción del arte que redime al arte de ser un acto individual porque lo erige en un acto colectivo, y en este caso se habla de una sociedad que ambiciona el cambio, y este cambio lo llevan adelante, sobre todo, los artistas. Pero Conti dice de esta novela que es una expresión del individualismo, de su individualismo, de la burguesía. Y después, en la misma página, despliega una lista de escritores perseguidos y encarcelados por su compromiso político: Oneti, Neruda, Galeano, Gelman.
En la página 44 del mismo número de la entrevista, se publica un pequeño texto en donde Conti se pregunta el por qué de su escritura. No obstante la distancia que advierte entre su actividad y la actividad de los otros que están en “la gran cosa” o en “la vida” –lo cual parece contraponerse al acto de escribir-, Conti termina por considerar la utilidad de la escritura, dado que gracias a ella entiende cuál es la “gran cosa” y, operativamente, logra saltar sobre la distancia para reunir a los que luchan y tenderlos en “la mesa del recuerdo”.
Es evidente, durante toda la entrevista, la exposición de un innegable lazo entre la literatura y el compromiso político. En el mismo contexto en que se opina sobre asuntos estéticos y literarios, Conti asegura su adhesión a FAS, su fe en la patria socialista, y su deseo de que Argentina siga el camino de la revolución cubana. En este sentido, cabe considerar la posibilidad de que, lejos de ser una expresión individualista, la obra contiana comporta una concepción literaria que concibe a la novela como ese fusil que el entrevistado, denunciando el carácter individual de la literatura, parece negar; posición contraria a Julio Cortazar que, en el segundo número de Crisis, no vacila en considerar a la literatura como “ametralladora”. En cuanto a esto, hay una polémica muy buena entre Cortázar, Vargas Llosa y un energúmeno llamado Collazos, que acusa a Cortázar de no hacer arte revolucionario, y Cortázar le responde, junto a Vargas Llosa. Pero queda clara esta tensión: esta tensión es un tópico de la cultura literaria a la hora de hacer política, y hoy día sigue funcionando.
Uno podría preguntarse cuál es el origen de esta tensión, hacer una especie de genealogía de la política cultural de izquierda. Si hacemos esto, tenemos entonces que entrar en el marxismo. Para terminar, yo diría que es necesario hacer algún comentario sobre los orígenes de la insurgencia.
El marxismo, esta filosofía alemana del siglo XIX que se llama, básicamente, materialismo, ya presenta todas estas tensiones, y no hace más que enloquecer a los escritores de izquierda que muchas veces sienten alguna incompatibilidad entre ser de izquierdas, y ser poetas. Una incompatibilidad tal falsa como la que existe entre la pluma y el fusil. De modo que muy brevemente, muy groseramente resumido, quisiera, para terminar, decir algo sobre el marxismo, sobre las consecuencias del marxismo en la política cultural. Más que sobre el marxismo, sobre Marx, la fuente misma de Marx, considerada desde el punto de vista de la política cultural. El marxismo, lejos de ser una ciencia exacta, como a veces parecen creer algunos extravagantes militantes, es apenas una extraordinaria filosofía que se llama a sí misma materialista. Sólo con esta etiqueta, una de las primeras de la extensa jerga marxista, ya entramos en la más intensa y contundente de las matrices de la filosofía occidental: la suposición de que hay, por un lado, espíritu, ideas, esencias, almas y, por el otro, materia, cosas, cuerpos. ¡División desafortunada!
Parece que desde Platón hasta Marx no hemos podido dejar de pensar que hay en el mundo dos áreas separadas: las ideas inmateriales y las cosas materiales. La verdad es que está todo muy mezclado, y los estudiantes de Letras, quizá mejor que otros, sabemos que no está bien hacer divisiones entre las formas y los contenidos: el alma es cuerpo y el cuerpo es alma.
La filosofía marxista se hace llamar materialista porque, frente a esta severa dicotomía, toma partido por uno de los términos: la materia. No digo que no tome en cuenta el espíritu, lo que digo es que las bases del marxismo adhieren a esa dicotomía, no la supera, dan por hecho la división entre estas dos cosas, y ponen el acento en el término materia. Estos dos términos, tradicionalmente opuestos en toda la historia de la filosofía occidental -desde el platónico mundo de las ideas puras contra los falsos reflejos de ellas en la realidad material-, atraviesan el marxismo de manera tan desafortunada que ha triunfado en las lecturas de Marx, hasta hacerse eventualmente hegemónico, un materialismo de corte positivista que ha tomado como lo verdadero a los primeros de estos términos –mundo real, cosas, materia-, y como lo falso a los segundos –imaginación, semiología, filosofía-, con la lamentable consecuencia de separar en dos áreas jerárquicas los variados elementos que convergen en un proceso único.
Como tantos otros filósofos, Marx ha pensado que, hasta que llegó él mismo al mundo, toda la historia universal de la filosofía había estado equivocada: pensar que, en primer lugar, existen las ideas, la conciencia, el espíritu, y luego existe el mundo como una emanación de ellas. Marx, harto de tanta cursilería espiritual, nos comunica que debemos dejarnos de idioteces y darnos cuenta, de una vez por todas, que la verdad está en las cosas materiales, y todo aquello que forma parte de lo inmaterial, las ideas, la conciencia, la moral, la cultura, solamente pueden existir sobre la base de la materia que hizo posible su existencia. Bueno, todos sabemos de que se trata: es la inversión hegeliana. Raymond Williams, en su Marxismo y Literatura, encuentra acá una clave.
Raymond Williams, sin salirse de una perspectiva marxista, es uno de los autores que más se han preocupado por la relación del marxismo con la estética. Si bien demuestra que muchas de estas estrecheces teóricas se deben a lecturas vulgares del marxismo, no deja de admitir que dentro de los textos de Marx hay elementos que posibilitan estos desafortunados maniqueísmos, e incluso se refiere al “fracaso” de la teoría marxista de la cultura.
El análisis de Williams podría resumirse en la observación de una problemática premisa marxista: el ser social determina la conciencia. Este presupuesto conlleva el peligro de menospreciar el papel de la conciencia limitándolo a un mero reflejo superestructural de una verdad superior que es un proceso económico. Si bien puede ser válido admitir la existencia de una suma de condiciones materiales, determinadas relaciones de producción, de un proceso social de actividades prácticas a partir del cual se conforme la conciencia, no es igualmente válido dar por hecho que esa conciencia, y toda la superestructura, constituye un área separada del proceso material que le da origen, y separada hasta el punto de ser considerada un falso reflejo incapaz de producir y modificar la vida.
Williams se sirve del mismo Marx para demostrar que la conciencia, la imaginación, la ideología, no sólo están lejos de ser un reflejo determinado por la estructura sino que, al contrario, participan de la estructura con un poder constitutivo, con un poder concreto, empírico. Una vez más, se recuerda la famosa carta que envió Engels a Bloch en 1890, aclarando que los elementos de la superestructura “también ejercen su influencia sobre el curso de las luchas históricas”. Sin embargo, estas aclaraciones escritas en cartas y textos periféricos -sobre todo la necesidad misma de hacer tantas aclaraciones-, parecen querer flexibilizar otras tantas afirmaciones demasiado contundentes escritas en textos centrales de la teoría marxista: “el modo de producción de la vida material condiciona el proceso de vida social, político e intelectual en general”. Es sólo en tanto un medio de combatir (invertir) este idealismo hegeliano que Marx, cayendo en el otro extremo, tuvo que producir una contra-afirmación y abstraer del proceso social los elementos materiales; para revertir una filosofía que abstraía como autónomos los elementos ideales, se elabora una filosofía, igualmente reduccionista, que abstrae como autónomos los elementos materiales. Cometiendo el mismo error que combatía, el marxismo derivó en una filosofía impregnada de un materialismo vulgar que reduce la conciencia y sus productos a meros reflejos de algo que ha ya sucedido. Este problema conceptual adquiere, en los términos de la teoría cultural marxista, el problema de la oposición entre una estructura determinante, lo verdadero, y una superestructura determinada, lo falso. Si bien muchos defensores del marxismo han dicho, y con razón, que la rigidez maniqueísta de este esquematismo es más propia de las interpretaciones vulgares que de los escritos del propio Marx, no obstante es innegable que la noción de una menospreciada superestructura, en tanto un reflejo sin importancia de la realidad social, se ha sostenido desde el marxismo con tal insistencia que no pocas veces el arte, la literatura y el lenguaje mismo han sido reducidos a una categoría de fantasmas inoperantes, sombras, fantasías, supersticiones que una revolución debería abolir para siempre y superar.
Otorgar una jerarquía a lo que consideramos la materia, por encima de lo que consideramos la imaginación, es peligroso: implica el peligro de que inmensos elementos que constituyen y conforman la vida, tales como la conciencia de los hombres, el arte, la estética, y la misma filosofía, queden menospreciados en un segundo plano, e incluso menospreciados como si fueran una suma de sombras, fantasmas, falsos reflejos de la verdadera vida. La falsa oposición entre la pluma y el fusil, tiene que ver con esta falsa oposición entre la estructura y la superestructura, y más atrás, entre el mundo de la caverna y el de las ideas puras de Platón: pero está claro que en el marxismo, pese a la enorme complejidad de Marx, esta bipolaridad es muy fuerte, y ha logrado establecer unos parámetros de pensamiento muy maniqueísta en la cultura de izquierdas. Como siempre, vale decir que Marx buscaba un método de lucha, que era conciente, al contrario de tantos marxistas, de la arbitrariedad de sus conceptos, que se asombraba de que los trágicos griegos nos conmuevan, siendo sus obras productos de una estructura económica ya inexistente, y las mil aclaraciones que vemos en esas cartas de Engels a Bloch: la superestructura también influye en la estructura, esto no es tan así, en parte nosotros tenemos la culpa de qué todo el mundo, al leer nuestros textos, termine siendo un vulgar materialista…
Yo creo que la única manera de superar estas limitaciones es comprendiendo que la conciencia y sus productos, la superestructura misma, siempre forma parte del proceso social material, ya sea en la necesaria función de la imaginación en el proceso del trabajo, admitida así en EL Capital, o en imprescindibles acciones asociadas al lenguaje, a las ideas prácticas que forman parte de toda acción humana.
Es preciso entender que, incluso admitiendo que la superestructura se conforma a partir de una estructura material, una vez conformada esta semiosis puede, a su vez, influir y actuar sobre la misma estructura que la conformó y formar parte sustancial del proceso de la vida.
La relación entre una estructura y una superestructura es, antes que jerárquica, verdaderamente dialéctica, y ambos factores constituyen las dos caras de una misma moneda dentro del proceso social. Más que una oposición entre elementos divergentes, hay que entender que la materialidad no semiótica y la idealidad semiótica son igualmente necesarias hasta el punto de que no es posible comprender la existencia de una sin la otra. Sólo de este modo será posible utilizar la teoría cultural marxista para analizar la producción literaria como un elemento social que, tanto en su valor de verdad como en su utilidad social, no está ni por encima ni por debajo de ningún otro. Además, me gusta pensar que es difícil que el arte sea conservador, incluso en los casos de artistas conservadores. A muchos pésimos lectores les gusta, por ejemplo, decir que Borges era un clasista oligárquico pro dictadura, y sin embargo la obra de Borges es lo menos conservador que existe: es una obra que se caracteriza por cuestionar de manera extrema y permanente todo aquello que la gente da por cierto: el tiempo, el orden, el azar, la historia, la personalidad.
Más allá de lo académico, me gusta a mí pensar que el arte siempre parte de algún tipo de desacomodo frente a lo establecido: me gusta pensar que el creador crea porque no está satisfecho con el mundo ya creado. Hay que inventar nuevos mundos cuando el que ya está inventado nos molesta: escribir siempre es, de algún modo, cuestionar, y por eso será que los artistas siempre pueden ser molestos, que han sido molestos en lo tiempos conservadores y en los tiempos revolucionarios: la pasaron mal con los nazis y con los bolcheviques. Es lindo indagar la suerte de los artistas que, pese a las diferencias de época, siempre hubo entre ellos un perturbador del orden social, un perseguido, incluso entre aquellos que habían sido capturados por los grupos de poder: el artista jode porque crea, y crear es ir más allá de lo establecido, de modo que se puede pensar que el hecho mismo de la creación artística es algo insurgente, incluso más allá de la ideología política del autor. De hecho los personajes de Mascaró cuestionan el orden establecido por el mero hecho de ser artistas, y lo más interesante es que lo cuestionan antes de tener conciencia de estar cuestionándolo, porque el mero hecho artístico implicaba, de alguna manera, un desafío frente al poder.
Y termino con una frase de Antonin Artaud: No hay nadie que haya jamás escrito, pintado, esculpido, modelado, construido, inventado para otra cosa que para salir de su infierno.








Referencias bibliográficas fundamentales:

Conti, Haroldo, Mascaró, el cazador americano, Buenos Aires, Emecé, 1993.

Gilman, Claudia, Entre la pluma y el fusil, Buenos Aires, Siglo XXI, 2003.

Terán, Oscar, Nuestros años sesenta, Buenos Aires, Punto Sur, 1991.

Williams, Raymond. Marxismo y literatura. Barcelona, Península, 1980.