domingo, 28 de junio de 2009

Melville, el disidente.

“Melville es un vikingo cargado de años y de memorias y una especie de desesperación rayana en la locura. Es un vikingo que al hacerse a la mar, en realidad se dirige a su morada. No puede aceptar la humanidad. No puede pertenecer a la humanidad. No puede”.
David H. Lawewnce, Studies in Classic American Literature.


Herman Melville, clásico de la literatura universal, ocupa en la tradición cultural de su país el lugar del escritor solitario, atormentado, reconocido de manera póstuma luego de una vida desdichada. Lo mismo podemos decir de Franz Kafka.
Jorge Luís Borges ha sido uno de los primeros en asociar estos dos nombres con su teoría sobre el hecho de que “cada escritor crea sus precursores” (Borges; 1976). La obra de Kafka, medio siglo posterior a la de Melville, proyecta sobre ésta una “luz ulterior” que condiciona nuestras lecturas y es responsable de que un texto de Melville pueda ser leído como un antecedente Kafkiano, hasta el punto de que exista la posibilidad de que nos resulte difícil enfrentarnos a una lectura de Bartleby sin pensar en Gregorio Samsa.
Partiendo de un cotejo entre ambos autores, este trabajo se propone analizar el caso de Melville como el de un escritor disidente, capaz de adelantarse a su época y de producir una literatura original, trascendente, más preocupada por el problema de la verdad que por la fama inmediata y el éxito. Una lectura de Bartleby, el escribiente, publicado en 1853, se deja gentilmente cotejar con La metamorfosis, de Kafka, publicado en 1916, revelando, más allá de las diferencias, una serie de similitudes extraordinarias que comprueban que hay entre ambas obras un “linaje subterráneo y prestigioso” (Deleuze; 1996).
En principio, ambas ficciones presentan un microcosmos. En un espacio sumamente reducido, sea éste la habitación de Gregorio Samsa o la oficina del jefe de Bartleby, cabe todo un mundo. Estamos ante un personaje principal y un entorno de no más de cuatro personas, pero tenemos la sensación de haber visto a toda una sociedad, la pintura de la humanidad misma. La formidable riqueza de estas narraciones, lograda como consecuencia de una inquietante pobreza de acciones y hechos, hace que ambos textos signifiquen todo aunque no digan nada.
¿Qué significa la historia de Bartleby? El misterio mismo del significado, que se corresponde con la misteriosa figura del personaje, un hombre del que poco o nada sabemos, abre al lector todo tipo de especulaciones. Ambos textos presentan un hecho insólito, grotesco, inadmisible, asombroso, algo que se resiste a toda lógica y rutina; no se sabe qué cosa significa, pero es este no saber, esta ausencia de significado preciso, aquello que nos conduce a la polisemia, a la multiplicidad de significado, a la lectura infinita. Como la misteriosa ballena de Moby Dick, Bartleby es capaz, gracias a su enigmática existencia, de alcanzar una dimensión teológica, cósmica, planetaria: “¡Oh, Bartleby! ¡Oh, humanidad!” (Melville; 1983). Sesenta y tres años antes de que Kafka invente un Gregorio Samsa acurrucado debajo del sofá, Melville inmoviliza a Bartleby frente a la pared blanca de una oficina de Wall Street. El hombre es lo mismo que el insecto: una pieza que no encaja, una presencia que no puede sentarse en la mesa. Bartleby está fuera de la lógica, de la razón, no puede ser aceptado por la sociedad. Su sola presencia produce la incomodidad del resto del mundo. No hay lugar para el héroe y la sociedad: solo, abandonado, hambriento y abyecto, Bartleby muere en su rincón solitario como el insecto de Kafka. La estupefacción del jefe de Bartleby y de la familia de Gregorio Samsa puede ser concomitante con la del lector de estas obras: hechos trágicos y atroces son representados mediante situaciones cómicas a través de un lenguaje sencillo y sobrio. Así como la significación de un todo se alterna con la de una nada, la tragedia se funde con la comedia; Bartleby es una influencia para toda la literatura existencialista y del absurdo, y Samsa, con su aliciente fantástico, lleva esta sensibilidad hasta sus máximas consecuencias. Borges toma nota de este parentesco estilístico en su prólogo a Melville al afirmar que Bartleby está redactado “en un idioma tranquilo y hasta jocoso cuya deliberada aplicación a una materia atroz parece prefigurar a Franz Kafka” (Borges; 1944). Y es un asunto de lenguaje otro de los puntos de coincidencia: tanto Bartleby como Samsa están más allá de las palabras. Si Samsa emite un silbido que horroriza a sus familiares, Bartleby emite una frase (I would prefer not to) que abre entre él y su entorno un abismo insuperable. La frase de Bartleby, cerrada sobre sí misma, incapaz de corresponderse con la lógica del mundo exterior, contiene toda la originalidad del personaje; eficaz y desconcertante, sin ser siquiera un sí o un no que admita réplica, deja indefensos a sus interlocutores porque lo que hace es, más allá de la obediencia o desobediencia, salir del juego. Al preferir no hacer, Bartleby prefiere no formar parte de la sociedad, abstraerse de su entorno. El abogado es incapaz de llegar al alma de Bartleby, así como el Principal de Samsa, horrorizado ante su silbido y su aspecto, termina huyendo para siempre de su presencia. Es particularmente significativo el problema del personaje y del entorno. Si bien en un principio no cabe duda de que tanto Bartleby como Samsa son elementos anómalos, insólitos, absurdos, la eficacia de estos textos logra dar vuelta el asunto: por momentos sentiremos que la firmeza de estos seres marginados resulta irreprochable frente a la extravagancia, egoísmo o mezquindad de quienes los rodean.
¿Quiénes rodean a estos anómalos personajes? Como perfecto contraste de su extraordinariedad, el ambiente en que se ubican es la ordinaria vida convencional y familiar: el hogar paterno y la oficina, bases mismas del sistema social. Los padres y los jefes, representantes de la ley y la jerarquía, de la racionalidad y la comodidad, sufren la presencia de estos personajes anómalos que trastocan sus visiones del mundo. Ante la figura pálida, lastimosa y desolada de Bartleby, el abogado se presenta a sí mismo como un hombre que ha “abrigado la profunda convicción de que el modo más cómodo de vivir es el mejor”. Este profesional de la ley, elogiado por un magnate por su método y su prudencia, es un hombre que hace cómodos negocios en un cómodo retiro y que jamás ha permitido que nada turbe su calma. Es el hombre satisfecho, exitoso en su labor como engranaje del sistema, convencido de estar parado en el mejor de los mundos, racional y rutinario, amante del orden, la seguridad y la posición social. La aparición de Bartleby en su vida se equipara a la presencia de un monstruoso insecto trepado al techo de su oficina. Si bien la impresión que le produce oscila entre la lástima y el rechazo, de cualquier modo no será capaz de introducir al empleado en su mundo ni pasarse al mundo del otro. Al principio le pregunta a Bartleby si es un lunático, luego se apiada de la inmensa soledad que percibe en su empleado, da golosinas a su conciencia ofreciéndole alguna ayuda, pero finalmente acepta la imposibilidad de toda solución:

“Mis primeras emociones habían sido de melancolía pura y de piedad sincerísima; pero, a medida que la soledad de Bartleby fue creciendo en mi imaginación, esa misma melancolía se fundió en temor, y la piedad en repulsión” (Melville; 1983).

Idénticas emociones experimentan los padres y la hermana de Gregorio Samsa a lo largo de su convivencia con el insecto: le dejan comida, lo atacan, lo abandonan, y finalmente suspiran cuando se deshacen de él. La casa de los Samsa y las oficinas del jefe de Bartleby representan la sociedad que se conduce según la lógica del dinero. Ambos están dispuestos a sacrificar a estos héroes para sobrevivir en la superficie de una sociedad atrozmente materialista. La familia de Samsa, avergonzada de él ante los inquilinos que rentan una habitación de la casa, o contenta con la esperanza de la seguridad económica una vez resuelto el problema de esta presencia monstruosa, equivale al malestar del abogado cuando, en el medio de sus relaciones profesionales, empieza a circular el rumor de que albergaba a aquella “extraña criatura”. Finalmente, el abogado confiesa: “las necesidades de mi negocio prevalecieron sobre todas las demás consideraciones”. La sociedad marca el límite, y exige el sacrificio: para que el negocio marche bien, hay que perder la piedad y dejar morir a los disidentes.
La atrocidad del entorno del héroe es lo que hace que el lector pueda tomar partido por éste. La literatura de Melville y la de Kafka se deja leer como la denuncia hacia una sociedad sin piedad, implacablemente materialista, dispuesta a dejar morir a cualquiera que cometa el pecado de ser un diferente, un original, de existir con una lógica individual que no acata la establecida. Inmóvil y eremita ante la dinámica Wall Street (calle del muro), metonimia del ambiente bursátil, del dinero y del egoísmo, Bartleby es, como Gregorio Samsa, un ser desconcertante que comete la monstruosidad de ponerse fuera de la ley y recibir, por lo tanto, el ataque del padre, la expulsión del jefe, la cárcel y la muerte, la marginación social absoluta. La eficacia de una literatura que, desdeñosa del realismo superficial, busca una exploración más profunda de la condición humana, logra en la figura de Bartleby y de Gregorio Samsa que el lector, luego de pensar que lo cómico es trágico y que lo trágico es cómico, finalmente sospeche que la sociedad es perversa y que el marginado, visto como un insecto o como un loco, termine siendo el ser más íntegro de la ficción. ¿Acaso hay algo de normal en ese ambiente insensato habitado por seres tan grotescos como “Turkey”, “Nippers”, “Ginger Nut”, o tan inevitablemente despiadados como la familia Samsa, capaz de dejar barrer el cadáver de uno de los suyos sin la menor consideración de su desgracia? Es en este sentido que Deleuze elabora su concepto de Bartleby como un original, un ser de la naturaleza primera que ejerce su efecto sobre el mundo de la naturaleza segunda: “revelan su vacío, la imperfección de las leyes, la mediocridad de las criaturas particulares, el mundo como un baile de disfraces” (Deleuze; 1996). El mundo que representa Bartleby, el escribiente, prefigura a Kafka al cuestionar, desde una profunda propuesta literaria, las nociones de lo normal y lo anormal, lo justo y lo injusto, lo cuerdo y lo loco, lo diurno y lo nocturno, el bien y el mal.
Finalmente, cabe preguntarse sobre la recepción de una obra que adelantaría muchos de los tópicos del existencialismo y del absurdo que alcanzarían su desarrollo pleno recién en un siglo posterior.
A diferencia de Melville, no percibimos en el contexto social de Kafka nada difícil de ajustarse a su creación: en medio de la Primera Guerra mundial, sumido en la catástrofe de la vieja civilización europea en estado de crisis, La metamorfosis expone con una atmósfera de pesadilla la situación de un individuo en soledad que rompe sus relaciones con el mundo en un aislamiento desesperado, con el lenguaje quebrado y el cuerpo atacado por la ferocidad de una sociedad autoritaria y perversamente burocrática que no puede vivir sin matar ni marginar a todo aquél que se resista a las reglas del juego. Resulta asombroso que la obra de Melville, escrita a mediados del siglo XIX en un mundo nuevo, esté tan íntimamente emparentada con uno de los máximos representantes de la crisis y la desesperanza del viejo mundo en la primera mitad del siglo XX, el siglo de los fracasos. Tanto más en cuanto que Melville, ciudadano de una nación ya considerada tantas veces como el mundo nuevo, adánico, virginal, la oportunidad de empezar de nuevo, escriba su Bartleby desde el país de la democracia, del futuro y la esperanza en el mismo momento que Walt Whitman, exaltado y optimista, gritaba: “Yo proyecto la historia del futuro” (Whitman; 1999).
Desde las oficinas de Nueva York, sede económica de un país en crecimiento que vive una tranquila prosperidad bajo la luz del sol, resulta como mínimo asombroso que Melville haya logrado crear a uno de los personajes más notables de la literatura universal que, emparentado con la obra de una futura Europa en decadencia, se presente como un anticipado artista del hambre, siempre indiferente al laborioso entorno nacional hasta dejarse morir en la más pura soledad e inmerso en el más radical de los nihilismos.
Así como Bartleby prefiere no copiar, no cotejar, no reproducir el curso de la rutina, la legalidad, todos los textos necesarios para que las cosas marchen indistintamente sin que nada se desvíe de los rieles de la realidad establecida, Melville prefiere no hacer una literatura que pueda ser fácilmente asimilada por su público contemporáneo y que, acatando las necesidades del mercado, le ofrezca dinero, elogios, celebridad.
Melville, el disidente, se ubica más allá de la fama y el éxito así como Bartleby, el escribiente, se mantiene impasible ante lo que le ofrece el abogado, el velador de las leyes: estabilidad y dinero. Si, no obstante la originalidad del escritor y de la obra, quisiéramos rastrear qué elementos del contexto social y cultural, que inevitablemente han de haberlos, influyeron en la producción de este texto, en principio podríamos detenernos, como ya lo hizo la crítica, en el ensayo de Emerson, The Trascendentalist, una posible fuente de inspiración para Melville. El trascendentalismo, corriente tributaria del idealismo alemán, estaba en auge a mediados del siglo XIX, y una de sus máximas era la creencia en una realidad superior a la que perciben nuestros sentidos, realidad aprehensible solamente por medio de una elevación espiritual o un momento de iluminación. Emerson concibe al trascendentalista como un hombre que, entregado al idealismo, se opone a los hombres materialistas, aquellos que dependen “de los hechos, de la historia, de las fuerzas de las circunstancias y de las necesidades animales del hombre” (Costa Picazo, 2009). Se puede pensar a Bartleby como un trascendentalista, un hombre alejado, solitario, con la mirada puesta en un más allá de la realidad material de las oficinas, de la sociedad. Bartleby, “una especie de centinela perpetuo en su rincón”, se eleva por encima de un entorno materialista, simple y optimista, que puede prefigurar la realidad de los Estados Unidos, para acceder a la trascendencia de lo universal sin ser nunca comprendido.
Diversos estudios de literatura estadounidense pueden iluminar, con diversos conceptos, esta disidencia que mantiene Melville ante su contexto histórico y cultural. A la luz de los conceptos de James Fenimore Cooper, podemos reconocer a Bartleby como un personaje que, en medio de un paisaje caracterizado por “plantas nativas sanas pero carentes de aroma”, se ve obligado a buscar su inspiración en las leyes universales (Cooper, 1828). También podríamos decir, usando las palabras de Richard Chase, que la literatura de Bartleby se encarga de “oponer al desorden y la rudeza de su cultura una escrupulosa conciencia artística” (Chase; 1967) o, en palabras de Fiedler, que estamos ante “una literatura de oscuridad y grotesco en una tierra de luz y afirmación” (Fiedler; 1960). Ante el fracaso en vida de su producción literaria, Melville es conciente de su carácter disidente, y no es extraño que, buscando al menos un solo compañero en medio de su soledad, haya dado justamente con Hawthorne, otro solitario, otro Bartleby recluido en su rincón oscuro, inevitablemente aislado de aquella tierra de luz y afirmación. Es revelador que Melville, en un artículo sobre Hawthorne, descubra en su colega a un hombre incomprendido por el mundo, alabado por las características menos importantes de su genio, y llegue incluso a decir que puede haber en él, aunque todavía sin haber sido percibida, una profundidad que no está por debajo del canónico Shakespeare. Igualmente revelador es que Melville haya dedicado a este escritor interesado por “el eje mismo de la realidad” su novela Moby Dick y que haya descubierto, detrás de la aparente tranquilidad de Hawthorne, una “negrura diez veces negra”, una preocupación que lo atraviesa constantemente, unos fulgores que, como podría ser la comicidad de la ficción de Bartleby, no son más que “orlas y juegos sobre los bordes de las nubes de tormenta” (Melville; 1850). La disidencia de Melville con respecto a la optimista y luminosa civilización estadounidense parece evidenciarse en el máximo de la ironía al proferir, con respecto a la recepción de Hawthorne, la siguiente pregunta retórica, picante, maliciosa:

“¿qué clase de creencia es ésa para un norteamericano, un hombre que debe llevar las ideas progresistas de la república a la Literatura y a la Vida?” (Melville; 1850).

Bartleby, como Melville, recibe la invitación de formar parte de la realidad americana, del optimismo, la juventud, el crecimiento material, la fe en la democracia y las ideas progresistas de su república, pero responde que prefiere no hacerlo.
En efecto, la sociedad olvida a Bartleby, y también a Melville.
El abogado le ofrece a Bartleby la suma de treinta y dos dólares a cambio de deshacerse de él; suma grosera ante la insobornable honradez e integridad del escribiente; suma equiparable a los ochenta y cinco dólares que los editores pagan a Melville, en 1853, por la publicación de un texto que pasaría a ser uno de los mejores relatos breves de la literatura universal. En octubre de 1891, el New York Times se refiere lacónicamente a la muerte de “un hombre tan poco conocido, incluso de nombre, que únicamente un periódico publicó en su obituario una nota de cuatro o cinco líneas” (Borges; 1998). Sobre el olvido del público ante el escritor de este prodigio literario, Borges escribe en el mencionado prólogo a Bartleby, el escribiente:

“Melville murió en 1891; a los veinte años de su muerte la undécima edición de la Encyclopaedia Britannica lo considera un mero cronista de la vida marítima; Lamg y George Saintsbury, en 1912 y en 1914, plenamente lo ignoran en sus historias de la literatura inglesa” (Borges; 1998).

Bartbleby molestaba al abogado, a sus compañeros, a la sociedad, molestaba tanto como Gregorio Samsa a su familia. “¿Por qué tenía que estar allí?” se pregunta el abogado, orgulloso oficial de la Oficina de Registros del Estado de Nueva York. Este sirviente de la sociedad, encargado de velar por los “valores, hipotecas, y escrituras de personas ricas”, se ve gravemente perturbado ante la figura de este hombre extraño que “parecía estar solo, absolutamente solo en el mundo” (Melville; 1983). Incluso prefería huir, mudar de oficina, antes que lidiar con una originalidad tan insobornablemente íntegra; la decisión de ubicar a Bartleby detrás de un biombo por parte del abogado, equivalente a la ceguera sobre Melville por parte de su época, prefigura la imposibilidad del abogado y la sociedad de resistir la vista de este radical espectáculo de disidencia.
Bartleby, el escribiente, así como Mellville, el disidente, el hombre olvidado por tantas historias de la literatura y ediciones de enciclopedias británicas recientes a su muerte, es a su modo un escritor de Dead Letters, cartas muertas para su público, obras imposibles de ser recibidas por los padres y los jefes de una sociedad demasiado preocupada por la fe democrática y la prosperidad material; hombres demasiado ordinarios como para ocuparse de los grandes temas de la verdad, la solidaridad, la soledad, la autenticidad de una obra y de un artista que, fiel a las leyes de su arte, recién ha podido ocupar su lugar merecido en la cultura de una manera póstuma, ya lejos de las estrechas circunstancias de su entorno histórico, pero de acuerdo con la trascendencia de la literatura universal.







Bibliografía.



Borges, Jorge Luis, Otras inquisiciones. Madrid: Alianza Editorial, 1976.

Borges, Jorge Luís, Prólogos con un prólogo de prólogos. Madrid: Alianza Editorial, 1998.

Chase, Richard, La novela norteamericana. Traducción de Luis Justo. Buenos Aires: Sur, 1957.

Cooper, James Fenimore, “American Literature”, 1828.

Costa Picazo, Rolando, Teórico número once, desgravado por SIM, 29/04/09.

Deleuze, Gilles, “Bartleby o la fórmula” en Crítica y clínica. Traducción de Thomas Kauf. Barcelona: Anagrama, 1996.

Fiedler, Leslie, Love and Death in the American Novel. N. York: Dell, 1960;1966.

Kafka, Franz, La metamorfosis. Traducción de Jorge Luís Borges. Buenos Aires: Losada, 1995.

Melville, Herman, Bartleby, el escribiente. Traducción de Eduardo Chamorro. Madrid: Akal, 1983.

Melville, Herman, Bartleby, el escribiente. Traducción y prólogo de Jorge Luís Borges. Buenos Aires, Emecé Editores, Cuadernos de la quimera, 1944.

Melville, Herman, Hawthorne and his Mosses, By a Virginian Spending July in Vermont. En The Literary World, 1850.

Whitman, Walt, Hojas de Hierba, selección, traducción y prólogo de Mirta Rosenberg. Buenos Aires: Planeta, 1999.

El problema del tiempo en Borges como punto de anclaje entre lo filosófico y lo poético.

Nota: este trabajo fue realizado de manera colectiva por un grupo de trabajo de un seminario colectivo; había en el grupo de o personas dos estudiantes de letras nacionales, tres extrajeros, y dos estudiantes de filosofía.






El problema de la filosofía en la obra de Borges, entendiendo por tal problema la pregunta sobre si hay en Borges un filósofo, una filosofía, o por el contrario un mero uso estético de cuestiones filosóficas por parte de un escritor de literatura, ha sido siempre objeto de discusión para los críticos.

Más allá de la inclusión o la exclusión de la obra borgeana en la historia de la filosofía, parece haber un acuerdo en el innegable hecho de que sus textos, sean o no filosóficos en un sentido estricto, lo mismo encierran las inquietudes más radicalmente filosóficas de la historia: la infinitud, las paradojas del tiempo, el espacio, la naturaleza del lenguaje, la dialéctica entre lo real y lo ilusorio, el azar y el orden, los arquetipos platónicos, los límites de la lógica, etc. El acuerdo o desacuerdo radicará no ya en el componente filosófico de estos temas borgeanos, sino en la posibilidad de que el tipo de uso que hace Borges de éstos lo conviertan en un pensador, un filósofo, o en un poeta que juega de manera estética con asuntos que han pensado otros.

Excede a este ensayo una argumentación a favor o en contra de la consideración de la obra de Borges como obra de mayor relevancia filosófica o estética. De todos modos, nos parece estimulante tener en cuenta este problema y considerar que la obra de Borges, si bien puede que carezca de la estructura explícita de un sistema de ideas a la manera de los filósofos tradicionales, es no obstante una obra que, siempre sensible a los grandes interrogantes de la filosofía, presenta una actitud recurrente que podríamos considerar una actitud radicalmente filosófica: la interrogación constante, la duda.

Uno de los temas más recurrentes y apasionantes de la obra de Borges, tema que será el objeto de nuestra monografía, es el problema del tiempo.

Ciertamente problemático, el tiempo es, para Borges, algo de lo que no podemos prescindir de ninguna manera, la pregunta filosófica por excelencia y, al mismo tiempo, el más trascendente de los motivos poéticos.

Si bien la manera en la que aborda el problema en distintos textos presenta más preguntas que respuestas, más incertidumbres que certidumbres y más búsquedas que hallazgos, es posible identificar al menos tres premisas que, sin necesariamente salir de un terreno de incertidumbre, se mantienen inalterables en todas sus inquisiciones.

La primera de estas premisas es la certeza de que “el tiempo es un problema para nosotros, un tembloroso y exigente problema, acaso el más vital de la metafísica[1]”.

Como San Agustín, cuya alma ardía por saber qué es el tiempo, los textos de Borges comparten este mismo ardor, y tal vez la segunda de las premisas sea la certeza de que esta pregunta carece de una respuesta del todo satisfactoria. Más allá de todas las teorías y especulaciones, finalmente debemos aceptar que el problema del tiempo carece de solución y que esta falta de solución, más provechosa que angustiante, brinda una extraordinaria oportunidad de ejercitar la especulación, la duda, el asombro: “Felizmente, yo creo que no hay ningún peligro en que se resuelva; es decir, seguiremos siempre ansiosos”[2].

La tercera de las premisas, que no deja de ubicarse en un terreno ambiguo, es la idea de que el tiempo, más allá de todos sus enigmas, está asociado con la idea de lo sucesivo: preguntándose qué es el tiempo, Borges vuelve a sumergirse en el río de Heráclito, uno de sus lugares más visitados de la filosofía. Si bien se increpa la eternidad, la circularidad, la simultaneidad, el presente, el pasado y el futuro, finalmente llega el momento de rendirse ante la certeza de que el tiempo es algo que fluye, algo fugitivo, algo que pasa en el sentido de que efectivamente sucede y que sucede de manera irremediable.

En cuanto a la distinción entre el tiempo en sí, como problema filosófico, y el tiempo como experiencia vital del hombre, podríamos mencionar la teoría del tiempo de uno de los más importantes pensadores de comienzos del siglo XX, a quien Borges también habría leído atentamente: Henri Bergson. Éste traza una distinción entre el tiempo de la ciencia, constituido por la sucesión de instantes diferentes sólo cuantitativamente, y el tiempo de la vida[3], que consta de instantes que difieren tanto cuantitativa como cualitativamente.

El tiempo de la física, de la observación científica, es, para Bergson, un tiempo reversible debido a que cualquier experiencia de carácter científico, cualquier experimento, puede ser repetido. El tiempo vital, en cambio, está formado por momentos irrepetibles que quedan almacenados en la memoria que, tanto para Bergson como para Agustín, constituye la conciencia o el sujeto mismo[4].

En Borges el tiempo pareciera constituir la subjetividad; el sujeto borgeano –si lo hay- es un sujeto de la temporalidad, atravesado por el paso del tiempo. La nadería de la personalidad, la dificultad de aprehender la historia, el carácter onírico que adquiere la realidad, temas propios de la ficción borgeana, pueden explicarse por el mero hecho de ser materia del tiempo, es decir, aquello que se va, que se escurre: lo único que permanece es esta cualidad de impermanencia.

Este carácter de fugacidad que tiene el tiempo, tal vez la única certeza que Borges quiere aceptar, puede explicar lo problemático que resulta aprehender una respuesta cerrada y permanente: el tiempo pasa, el tiempo fluye, de la misma manera que fluye la historia de la filosofía que pretende capturarlo. Es tan difícil capturar el tiempo como capturar un concepto sobre el tiempo, una respuesta sobre el tiempo. El método mismo que utiliza Borges para hablar del tiempo, de los filósofos que trataron el tema, de los comentarios sobre distintos hallazgos o fracasos de búsquedas anteriores, puede tomarse como una manera de seguir diciendo que el tiempo pasa, que no podemos capturarlo justamente porque él mismo, como el inventario de sus conceptos, es lo que siempre se está yendo. Luego de exponer y refutar los conceptos, el problema del tiempo deja de ser filosófico e, irremediablemente, se convierte en materia de poesía. Podría decirse que toda la exposición filosófica que hace Borges del problema del tiempo no es más que un prefacio o un nudo que no tiene otra posibilidad que el desenlace poético. Lejos de las conclusiones, Borges suele tomar estos conceptos como pretextos para hilvanar sus ficciones. Cuando ya no sabemos qué es el tiempo, sólo queda escribir el poema que expresa la manera en la que el tiempo nos afecta de manera tanto física como espiritual, y el filósofo se convierte en un poeta que se resigna o se lamenta ante el hecho de que el tiempo pasa y lo que hay es la muerte. Pero veamos algunos ejemplos del modo en el que Borges escruta la historia de la filosofía exponiendo diversos intentos de capturar el tiempo dentro de los sistemas o conceptos.

El título mismo de Nueva refutación del tiempo, que es un contrasentido paralelo al título de Historia de la eternidad, parece bastarse por sí mismo para aludir a la magnífica ironía con que el autor considera los conceptos filosóficos que expone. En efecto, si hay una refutación nueva, significa que hubo antes una refutación ahora vieja, y que por ende la realidad del tiempo no queda, en modo alguna, refutada, y todos los conceptos que lo intenten no son más que material susceptible se ser utilizado de manera literaria. Nueva refutación del tiempo expone tres momentos que, una vez articulados, procuran demostrar que el tiempo no existe. En consonancia con el resto de su obra, la cuestión, que nunca es resuelta por completo, termina aceptando, como una fatalidad, la sugerencia de que el tiempo no es más que el río de las horas que fluye irremediablemente.

El tiempo es algo que nos constituye en cada instante de nuestra vida. En esta ocasión, Borges fundamenta su postura utilizando herramientas del idealismo, primero con Berkeley y luego con Hume. Para el primero no hay materia fuera de la percepción; para el segundo no existe un espíritu o un “yo” metafísico como polo de unión fuera de la sucesión de estados mentales. Del mismo modo, Borges observa que no existe el tiempo fuera de cada instante. Al primer momento se lo podría denominar “concepción del tiempo en sentido abstracto o como categoría mental”. Al segundo “concepción del tiempo lineal” y, finalmente, el tiempo entendido como un “instante autónomo”.

La primera concepción del tiempo abstracto es negada. Tanto para Berkeley como para Hume, el tiempo es una categoría mental. Para el primero el tiempo es “la sucesión de ideas que fluye uniformemente y de la que todos los seres participan”. Para Hume “una sucesión de momentos indivisibles”. Borges refuta esta concepción al preguntarse básicamente por la intersubjetividad y la comunicación que implica la misma de la siguiente manera: “[...] si el tiempo es un proceso mental ¿cómo pueden compartirlo millares de hombres, o aún dos hombres distintos?[5]”. La existencia del tiempo es tan ilógica como lo es para Berkeley la existencia de una materia extrasensorial, o como para Hume la existencia de un sujeto que, por detrás de la percepción o sucesión de estados mentales, sirva como soporte metafísico del problema. Borges niega también la concepción del tiempo lineal en la que el tiempo es una suerte de hilo conductor entre pasado, presente y futuro. Es decir que no somos ni una sucesión de movimientos indivisibles ni la serie de esos actos cuyo principio y fin son inconcebibles. Negada la continuidad (al haber negado el espíritu y la materia, que son continuidades), también se niega la contemporaneidad de acontecimientos ocurridos aislada y de manera independiente afirmando que el tiempo no es ubicuo. El ejemplo que introduce para explicar esta afirmación es el de un amante que mientras piensa en la fidelidad de su amor ella le es infiel. De este ejemplo se deduce que los instantes son autónomos y absolutos, y que esa felicidad no fue contemporánea a la traición tanto como no lo fueron la victoria en Junín de Isidoro Suárez y la diatriba que publicó De Quincey. De esta manera se presenta una posibilidad ontológica y epistemológica de la realidad sin series ni sucesiones.

De esto último se desprende claramente la concepción del tiempo como un instante autónomo. El presente es el que representa ese instante, esos segundos que son los existentes. Lo que si hay es un presente en el que ocurre algo y dicho presente es también una sucesión. En este sentido Borges trae a colación a Sexto Empírico y a Bradly, quienes niegan las partes para poder negar el todo. A diferencia de ellos, Borges niega el todo para resaltar cada una de las partes: cada presente. Sin embargo, siguiendo a Schopenhauer, el pasado y el futuro existen “para el concepto y por el encadenamiento de la conciencia, sometida al principio de la razón” pero no para la vida. El presente es la vida, y la vida es lo que se está yendo siempre. No es de extrañar que la noción de eternidad, “un juego o una fatigada esperanza”, sea la más radicalmente negada por el autor de Ficciones. La realidad del tiempo, este río que nos arrebata, este instante que se nos va, no puede tolerar una eternidad que no es más que un arquetipo platónico, uno más de los conceptos que se pierden en el río de las horas. Nada tiene que ver la vida con este “inmóvil y terrible museo de los arquetipos platónicos”. En definitiva, tal como plantea la Historia de la eternidad, “para nosotros, la ultima y firme realidad de las cosas es la materia”. Podrían rastrearse en muchos de los cuentos y poemas de Borges una exposición literaria de estos conceptos. Este hecho, más allá de su carácter literario, funciona filosóficamente en tanto que certifica la idea de que el problema del tiempo, abundante de conceptos refutables, es un problema que en última instancia exige ser abordado de manera poética. Uno de los ejemplos puede ser la manera en la que Borges utiliza la doctrina de los ciclos. En Historia de la eternidad la doctrina de los ciclos se aborda de la misma manera que ya hemos analizado en Nueva refutación del tiempo: el concepto del tiempo circular o del eterno retorno se expone con el único fin de cuestionarlo. La idea comúnmente atribuida a Nietzsche que, por motivos de estilo profético, no podía permitirse citar a sus precursores griegos y cristianos, es contrastada y refutada con la matemática de Georg Cantor y con las leyes de la termodinámica. En este texto, como en todos los de Borges, es imposible dejar de sospechar que el autor se interesa por estos conceptos filosóficos no por la verdad que encierren -que de hecho se cuestiona-, sino por el valioso material estético que ofrecen para convertirse en un motivo literario. En efecto, cuentos como Las ruinas circulares, entre otros, funcionan sobre la base de estos conceptos filosóficos, más pertinentes para la creación literaria que para la formulación de respuestas. En Las ruinas circulares se niega la posibilidad de un tiempo lineal y se sugiere la de un tiempo cíclico, continuo y repetitivo, en el cual concurren todos los elementos del orbe. Ya haría Borges el poema tributario de la misma doctrina y de su propio cuento:



“Lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras:

los astros y los hombres vuelven cíclicamente;

los átomos fatales repetirán la urgente

Afrodita de oro, los tebanos, las ágoras[6]”.



La estructura misma de la narración de Las ruinas circulares, así como el poema La noche cíclica, responde a la estructura de un círculo que se repite infinitamente. En este sentido el relato expone la circularidad entre el soñador y el soñado: el soñador era “también él una apariencia que otro estaba soñando” así como el hijo soñando, a su vez, “ejecuta idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo[7]”. Las posibilidades literarias de estos conceptos filosóficos son, como los conceptos mismos, interminables, refutables, y contrastables con otros. También es posible ver en este mismo relato una alusión a Berkeley, y la idea de que el universo está ordenado por una presencia oscura y misteriosa que observa y rige todos los designios, una especie de divinidad que espía desde el origen remoto de todos los tiempos.

Platón, Berkeley, San Agustín, Nietzsche: es posible hallar en las ficciones borgeanas alusiones e intertextos con un sinnúmero de pensadores, en ocasiones tan sutilmente entrelazados con la trama que se torna difícil y confuso clasificarlas de manera estricta en relación a sus fuentes. Al respecto, tal vez el texto más aglutinador del problema del tiempo sea El jardín de senderos que se bifurcan. Este cuento asume como tesis la existencia de un tiempo bifurcado que supera las formulaciones lineales y circulares al afirmar que todas las posibilidades de un acontecimiento, incluso las que implican una contradicción, acaecerán en tiempos paralelos y simultáneos al nuestro. Las variaciones que implica esta idea de la simultaneidad es corresponde con todos los posibles desenlaces del libro-laberinto escrito por Ts Ui Pen:



“Crea, así, diversos porvenires, diversos tiempos, que también proliferan y se bifurcan. De ahí las contradicciones de la novela. Fang, digamos, tiene un secreto; un desconocido llama a su puerta; Fang resuelve matarlo. Naturalmente, hay varios desenlaces posibles: Fang puede matar al intruso, el intruso puede matar a Fang, ambos pueden salvarse, ambos pueden morir, etc. En la obra de Ts Ui Pen, todos los desenlaces ocurren; cada uno es el punto de partida de otras bifurcaciones”[8].



Son complejas y variadas las problemáticas y doctrinas que confluyen en este cuento de manera ciertamente simultánea. Ts Ui Pen, continuador de las tesis de Dunne sobre la imposibilidad de un tiempo absoluto, pretende urdir en su novela un tiempo multidimensional arrojando un resultado tan caótico como total. El modelo laberíntico que el relato deja vislumbrar es tan singular que cada red se bifurca y cada bifurcación es una red que desata otras posibilidades, permitiendo así dar cuenta de realidades simultáneas en un universo infinito. El límite a esta ramificación viene dado por el lenguaje que, necesariamente, es sucesivo, y del soporte impreso que acaba imponiendo una organización lineal y coherente. Mediante la teoría del tiempo bifurcado, Borges puede cuestionar, haciendo filosofía con la ficción y ficción con la filosofía, algunas teorías filosóficas que refutan la sucesión temporal, como por ejemplo aquellas que asocian la eternidad a la mente divina. Platón escribió en el Timeo que “el tiempo es la imitación móvil de la eternidad[9]”. A partir de ese dictamen, para luego refutarlo, se fundan los itinerarios intelectuales del medievo que tratarán de salvaguardar a la divinidad de la inevitable corrupción que el devenir temporal engendra. No obstante, la tradición cristiana albergará el anhelo de aproximarse a la eternidad a través de una búsqueda dialogal y nostálgica por la unidad pérdida con Dios. Ese es el lema del neoplatonismo. Partiendo de esto, y adscribiendo a las tesis de Hilton Alers Valentin, es necesario señalar las semejanzas entre el Jardín de senderos que se bifurcan y el Dios de San Ireneo, aquél que irá delimitando las notas fundacionales de una doctrina cristiana de la eternidad. El énfasis, sin duda, habría que ponerlo en el debate sobre la predestinación. Esta no es más que una consecuencia lógica de la omnipotencia y la eternidad divina, que conoce no sólo todas las cosas reales sino también las posibles. La inteligencia divina sabe en una instantánea captación intelectual, sin detrimento del libre albedrío, lo que el hombre hace en sus circunstancias presentes, así como lo que podría haber hecho si las circunstancias fuesen otras[10]. Esa serie infinita de permutaciones que Dios conoce, desde el no tiempo que es su lugar creador que siglos después San Agustín le asignaría, y que abarcan todos los mundos posibles, estarían compilados en un microcosmos como lo es el extraordinario libro de Ts Ui Pen. Su lectura, que en el unidimensional tiempo de nuestra conciencia es absurda, nos revela no sólo un acceso privilegiado al dilema temporal sino, lo que es mucho más relevante, nos permite leer, o al menos hojear, la mente divina. Lo que Borges quiere comunicar con ello es que el enigma del tiempo no guarda una cabal relación, aunque no puede excluirse, con un flujo representacional del mundo que se nos manifiesta, como lo juzgó Berkeley. Es preferible entenderlo como “duración en la conciencia” próxima a la dualidad que Henri Bergson postuló, distinguiendo entre un tiempo puro o interior, que es el yo de la conciencia donde todos los estados mentales son simultáneos, y el exterior que mide el reloj, contaminado por la tradición que lo asoció a la medición del espacio. Borges adhiere, por lo tanto, a una caracterización sustancial del tiempo pero no univoca; admite la necesidad de múltiples tiempos que no suponen apodipticamente un vínculo causal. No creemos que Borges entendiera a la eternidad más allá de una metáfora, a la que usualmente se permite parodiar, pero ello no debe resultar en una consideración baladí de la misma, puesto que, es lúcida la estrategia que intenta clarificar la temporalidad desde su negación como un continuo o desde la superadora mirada divina. El matiz preciso que Borges describe oscila entre la eternidad platónica que se circunscribe a una selección de arquetipos y que es inferior a la realidad del mundo y la concepción cristiana de la eternidad que es más copiosa e inventiva que la temporalidad humana.

Excede el propósito de este trabajo extenderse sobre las numerosas implicaciones filosóficas de un texto como éste. Sin embargo, queda suficientemente claro que estamos muy lejos de considerarlo como la propuesta de un simple experimento de permutaciones. El Jardín de senderos que se bifurcan, como tantos otros textos de Borges, presenta una trama que involucra tanto implícita como explícitamente una reflexión sobre el tiempo en tanto un laberinto filosófico inextricable. Al observar este laberinto en la generalidad de su obra, veremos que, recurrentemente, la manera de salir de él, si es que alguna vez se sale, es por arriba, mediante la elevación poética, el único recurso que nos queda cuando ya hemos transitado los sentidos y contrasentidos de la especulación filosófica y, todavía sin respuestas para las mejores preguntas, lo único que no podemos negar es que el tiempo es algo que nos involucra y que, de una manera u otra, termina por dar un plazo a nuestra propia vida.

Por encima de todas las especulaciones, sean éstas los conceptos relativos a la doctrina de los ciclos, el platonismo, el porvenir preexistente de Dunne, San Agustín o Berkeley, finalmente irrumpe en nosotros una realidad que parece insobornable ante todos los conceptos: el curso irrevocable del agua que prosigue su camino, según los versos de El reloj de arena:



“todo lo arrastra y pierde este incansable

hilo sutil de arena numerosa.

no he de salvarme yo, fortuita cosa

del tiempo, que es materia deleznable[11].



Nada, pues, se salva del tiempo, ni siquiera la filosofía: todos los conceptos sobre el tiempo que Borges encuentra en la filosofía son refutados y cuestionados, a veces con los recursos de la ficción, y otras con los recursos de los ensayos; no hay diferencia, de cualquier modo el hombre y sus ideas sobre el tiempo serán devorados por el tiempo mismo, y cada uno de estos conceptos no es más que una gota del río de Heráclito. La intensidad lírica que por momentos adquiere el problema del tiempo nos hace pensar que, irresueltas y fragmentarias, todas sus búsquedas filosóficas sobre este tema no son más que recursos para aliviar en algo aquél ardor agustiniano que clama por descubrir un enigma que sabe inescrutable. Una de las claves de la poética de Borges podría ciertamente enfocarse en la peculiaridad de una voz poética que, sumida en la certidumbre de su propia finitud, de su vulnerabilidad y contingencia, procura descubrir o apostrofar aquello que lo socava, que lo disgrega, que le inflige límites. Muchas veces este yo poético es un sujeto conciente de que el único índice del tiempo existente es la epifanía que engendra la contemplación del curso mismo de las entidades disolviéndose en el aire; aquel instante inaprensible en que el sujeto es al descubrirse atravesado por el cauce del tiempo que, inquebrantable, lo erosiona y lo olvida, al mismo tiempo que lo nombra. De esta manera, ese tiempo, recurrentemente metaforizado en río, se revela como la huella que queda a su paso impresa en nuestra memoria bajo el nombre de pasado, una memoria tan frugal y perecedera como los granos de arena del reloj ancestral. Tal como dicen los últimos versos de Todos los ayeres, un sueño, el pasado es aquella arcilla que el presente labra infatigablemente a su antojo. Bajo el signo de Heráclito, bajo aquél principio que, erigiendo la contradicción como origen de todas las cosas, debemos asumir que el tiempo, aquello que nos consume y anonada, es a la vez aquello que nos constituye y nos realiza. ¿Qué es lo que le queda al sujeto borgeano una vez revisadas y desechadas todas las claves que sobre el problema del tiempo ofrecen los fatigados volúmenes de la enciclopedia filosófica? Cuando callan los conceptos del filósofo, es momento de hablar para el poeta; la poesía, más que la filosofía, o filósofa ella misma de su propia emoción, queda como una ínfima esperanza o rebeldía, y es entonces cuando el creador recurre a su Arte poética para “convertir el ultraje de los años /en una música, un rumor y un símbolo[12]/”. El poeta, trenzado con el tiempo como con el lenguaje, no puede sino abandonarse a la deriva de ese río que también a él lo hará naufragar, mezclarse entre su cauce y rendirse bajo su designio para poder convertirlo luego en su propia música, en su propio arrullo. Esta parece haber sido finalmente la astucia de Borges para cortejar al tiempo, aunque él mismo sepa que esto significa destinarse al pasado, entregar su propia obra a su poder para que, poco a poco, socave aquella cara que en el Epílogo del Hacedor el poeta descubre antes de morir construida por el trazo de su propia pluma. El resultado de dicha empresa parece dejar el mismo sabor ingrato que el de una quimera y, quizás por eso, los versos de Son los ríos suenan como el lamento del aquel que se descubre materia dócil en las manos del tiempo al afirmar que “somos el tiempo. Somos la famosa/ parábola de Heráclito el Oscuro. / Somos el agua, no el diamante en duro/[13]”.

Otra vez Heráclito, otra vez este río de las horas es lo único que parece (a su pesar) trascender de entre todas las incursiones que hace Borges sobre el tiempo. Su poema Heráclito, al tiempo que nos ubica en los albores de la filosofía occidental, es el instante de su obra en donde se lanza la pregunta más grandiosa, la temblorosa y exigente, la más vital de la metafísica:



“¿Qué trama es ésta

del será, del es y del fue?[14]”



Para Heráclito todo deviene, todo cambia; todo es y deja de ser. El río de las horas, intermitente, fluye arrastrando espadas y mitologías. El presente, de carácter fugaz, está constituido por el instante efímero, imperceptible, por la memoria de un pasado que se aleja de nosotros y por la esperanza de un futuro incierto que nunca llega en tanto tal. Aquí es donde el problema del tiempo, ideal para los textos borgeanos, contiene en sí mismo un matrimonio entre la filosofía y la poesía, matrimonio cuyas partes parecen confundirse entre sí en un abrazo permanente.

Desde el punto de vista poético, menos intelectual y más emotivo, el tiempo es la materia ontológica que determina nuestra suerte: la fugacidad, el olvido, la muerte.

Desde una óptica más filosófica, prevalece la interrogación y la duda como método, un medio que, si bien no nos sirve para obtener la respuesta incuestionable que nos permita saber la verdad, al menos nos acerca a ella permitiéndonos saber qué conceptos no son ciertos. En este sentido es significativo que textos como Historia de la eternidad presenten ante los conceptos frases como “no puedo negarla del todo (…) tampoco lo repudio (…) ya no se que opinar (…) a esa pregunta no hay contestación”.

Tal vez la única resolución filosófica, que sigue invocando motivos poéticos, no es más que esta constante alusión a Heráclito que, en los momentos más conclusivos de los textos, alcanza una contundencia declamatoria en donde la poesía y la filosofía se convierten en una sola cosa: “El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges”.







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[1] Borges, Jorge Luis, Historia de la eternidad, Buenos Aires, Emecé, 1974

[2] Borges, Jorge Luis, en “El tiempo” de Borges oral, Madrid, Alianza Editorial, S.A., 1998

[3] En El Zahir, hay Borges hace una alusión al tiempo humano de Bergson en analogía con las posibilidades del dinero:

“Puede ser una tarde en las afueras, puede ser música de Brahms, puede ser mapas, puede ser ajedrez, puede ser café, puede ser las palbras de Epicteto, que enseñan el desprecio del oro; es un Proteo más versátil que el de la isla de Pharos. Es tiempo imprevisible, tiempo de Bergson, no duro tiempo del Islam o del Pórtico”.

Borges, Jorge Luis, El Aleph, Madrid, Alianza Editorial, S.A., 1998

[4]

[5] Borges, Jorge Luis, Historia de la eternidad, Buenos Aires, Emecé, 1974.

[6] Borges, Jorger Luis, El otro, el mismo, Buenos Aires, Emecé, 1974.

[7] Borges, Jorge Luis, Ficciones, Buenos Aires, Emecé, 1974.

[8] Borges, Jorge Luis, Ficciones, Buenos Aires, Emecé, 1974.

[9]

[10] Borges comenta esto en la siguiente cita de Historia de la eternidad “Con este repetido apoyo, los modos potenciales del verbo pudieron ingresar en la eternidad… nosotros percibimos los hechos reales e imaginamos los posibles (y los futuros); en el Señor no cabe esa distinción, que pertenece al desconocimiento y al tiempo…Su eternidad combinatoria y puntual es mucho más copiosa que el universo”

[11] Borges, Jorge Luis, El hacedor, Buenos Aires, Emecé, 1960

[12] Borges, Jorge Luis, El hacedor, Buenos Aires, Emecé, 1960

[13] Borges, Jorge Luis, Los Conjurados, Madrid, Alianza Editorial, 1985

[14] Borges, Jorge Luis. Elogio de la sombra, Buenos Aires, Emecé, 1969.