domingo, 19 de octubre de 2008

Diferencias y similitudes a propósito de la experiencia urbana en relación con el advenimiento de la ciudad moderna; relación con la literatura.



La experiencia urbana de las grandes ciudades es, como la literatura, un fenómeno histórico que cuenta con sus fechas de nacimiento, de esplendor y de crisis, así como posiblemente las tendrá para su declive y decadencia. El término español “literatura” aparece por primera vez en el año 1490 en “Universal vocabulario latino y romance” de Alonso Fernández de Palencia. La literatura, que todavía no se presentaba tal como nosotros la concebimos, se define aquí como un cultismo de la latina “literattura”, que a su vez es una traducción del griego “gramática”. El nacimiento de lo propiamente literario, a saber, una obra artística que presupone nociones tales como la de ficción, la de libro de imprenta y la de autor, todas ellas ausentes en las sociedades orales de la antigua épica o epopeya, se considera para distintas corrientes de la crítica literaria como un fenómeno del siglo XVIII: según Jauss, la literatura surge a partir de “la emancipación de las bellas artes” en el ámbito de la cultura burguesa, y otros autores como Foucault consideran que la literatura tiene lugar a partir de Sade, autor considerado “el umbral histórico de la literatura”[1]. Del mismo modo, el fenómeno de la experiencia urbana en las grandes ciudades, con todas las peculiaridades que conlleva en el ámbito de la cultura, data de un proceso que se va forjando durante la revolución industrial del siglo XVIII y que halla su primera consolidación en el siglo XIX de la mano de la emergente sociedad burguesa. Desde este criterio se puede establecer entre la ciudad y la literatura una relación dialéctica que las descubre hermanadas en su modernidad: una nueva forma de vivir, la de las grandes ciudades, a menudo condice con una nueva forma de sentir y por ende de escribir. Así, el fenómeno moderno de la vida en la gran ciudad dialoga constantemente con el tipo de representación literaria, aunque este diálogo sea sumamente conflictivo. De cualquier modo, la forma de vida propia de las grandes ciudades se entiende, al igual que la literatura, como un resultado de la sociedad burguesa industrial y mercantilista que se consolida en el siglo XIX. Ambos fenómenos, hijos de la modernidad, serán pensados cuando comiencen a presentar un problema: ¿cómo organizar, contener y adaptarse a los problemas que presenta la vida en las grandes ciudades, y de qué modo representarlos culturalmente?
El sociólogo y urbanista estadounidense Lewis Mumford ha investigado, en “La ciudad en la historia”, el nuevo tipo de experiencia urbana que ha producido el advenimiento de las grandes ciudades modernas en el marco de la consolidación burguesa del siglo XIX[2]. De una novela de Charles Dickens toma la imagen que considera apropiada para definir el nuevo tipo de ciudad mercantilista y neotécnica: coketown. Según Mumford, la emergente ciudad burguesa del siglo XIX tuvo como filosofía una concepción utilitarista que, en pos del mercado y de la industria, se desentendía de todo aquello que fuera imprescindible para la dignidad de la vida humana. La ciudad moderna, una patria de banqueros, industriales y científicos de la técnica, conllevaba una experiencia urbana sumamente degradada que apenas dejaba espacio para una vida digna de ser vivida. El nuevo sujeto de estas sociedades es un individuo atomizado, egoísta por principio; el agente de una tendencia social que sólo daba lugar a las actividades económicas juzgando como un derroche cualquier tiempo invertido en otras funciones. Esta concepción utilitarista asumió las formas de un desprecio global ante las alegrías de la vida dando lugar a un medio urbano que, según Mumford, sería el más degradado de la historia; la mina, expandida por los rieles del ferrocarril, el ruido y el humo de las fábricas, eran las nuevos protagonistas de una experiencia urbana antihumana que, en los contornos de la industria, hacinaba enormes masas de población en condiciones de miseria, suciedad e insalubridad fatales. Las montañas de escoria y de basura, los ríos convertidos en cloacas, los enormes tanques de gas que contaminaban la cotidianeidad de los ciudadanos, eran las formas del nuevo paisaje urbano así como los símbolos de una filosofía que sublimaba el interés práctico del capitalismo en desmedro de las necesidades vitales. No había en estas ciudades ningún criterio decente de urbanismo: las ventajas del progreso técnico, en lugar de utilizarse para mejorar la vida en sociedad, fueron funcionales al interés de los emprendimientos capitalistas marginando todo tipo de autoridad municipal. Mientras tanto, la ciudad como unidad social y política quedaba fuera del circuito utilitarista al punto tal que ni siquiera se contaba con los órganos característicos de la ciudad de la edad de piedra. Según Mumford, lo único bueno que ha generado este nuevo tipo de ciudad ha sido la reacción que produjo contra sus propias calamidades; recién a fines del siglo XIX tendrán cabida criterios urbanistas que aprovecharán los recursos de la técnica para la reconstrucción de un medio urbano capaz de reconocer la importancia del aire fresco, el agua pura, el espacio verde y la luz solar. Mientras tanto, la ciudad industrial, un amontonamiento maldito de hombres que no dejaba lugar para la personalidad humana, generaba una experiencia urbana que despreciaba al arte y a la religión en tanto meras decoraciones. La Villa Carbón, con su concepción utilitarista de la vida, había sido incapaz de producir arte, e incluso de importarlo de los centros más antiguos: tan sólo algunos poetas como Hugo, Ruskin o Morris podían vislumbrar la sordidez de una experiencia urbana degradada que los filisteos del utilitarismo, enceguecidos por el oro de las minas y aturdidos por los ruidos de las máquinas, no hacían más que negarla.
Esta perspectiva podría delimitarnos un criterio interesante a la hora de pensar la literatura en relación a la experiencia urbana de las grandes ciudades modernas: si, por un lado, la literatura moderna parece surgir de las condiciones de vida propias de las emergentes sociedades burguesas, por otro lado necesitaba rebelarse ante las mismas condiciones que habían dado lugar a su nacimiento. Julio Ramos observa que la ciudad moderna, “con el mismo movimiento que genera una crisis, es la condición de posibilidad de la autonomía del intelectual de las instituciones tradicionales”[3]. En efecto, si pasamos de Europa a Latinoamérica, encontramos en el modernismo literario -fenómeno literario concomitante con la llegada del modo de vida urbana, globalizada e industrialista en América-, un escenario apropiado para reflexionar sobre la relación de la literatura con las condiciones de vida propias de la experiencia urbana de las grandes ciudades capitalistas. Si, tal como afirma Berman Marshal, la modernidad es un fenómeno que se caracteriza por “una vida de paradojas y contradicciones”[4] que nos sumerge en una fascinación y un malestar simultáneo, esta tensión entre la celebración y el rechazo se manifiesta de manera explícitamente dramática en la literatura. Las condiciones económicas del liberalismo burgués habían propiciado, desde mediados del siglo XIX, una secularización del campo cultural que tuvo como consecuencia una conflictiva autonomización del campo literario. En este sentido, el poder de la burguesía y su cosmovisión mercantilista y utilitaria será para la literatura tanto una posibilidad de existencia como un declarado enemigo. La moral del artista, rebelde a toda visión burguesa, necesitará no obstante de la sociedad burguesa para insertarse en el mercado y desarrollar la profesionalización y la autonomía de la actividad artística. Se sobreentiende que un producto estético, antiutilitario por tradición, no podía hallar con facilidad un lugar dentro del mercado dirigido por la burguesía –un poeta era “algo nuevo y extraño” para el Rey Burgués de Darío-. Es justamente por ello que el escritor modernista estará escindido entre el orgullo de su creación cultural y la servidumbre a la que debía someterla para ocupar un lugar en las nuevas sociedades. El utilitarista sistema de valores de la consolidada sociedad burguesa iba de la mano con los principios económicos del capitalismo, y el modernismo literario, en busca de su propio desarrollo, no podía ni hacerse a un lado ni unirse a las reglas del juego de manera incondicional.
Julio Ramos entiende el espacio de la ciudad moderna como un complejo campo de significación caracterizado por la fragmentación de todos los códigos; se trata de una realidad desarticulada que pone en crisis los sistemas tradicionales de representación. La experiencia urbana conlleva entonces un problema de representación que es, más que nada, el problema de lo irrepresentable, ¿cómo representar un espacio que se manifiesta desarticulado, turbulento, iconoclasta de todos los recursos establecidos por la cultura literaria? La literatura, además de resolver qué lugar ocupa, en tanto un campo autónomo, en la realidad económica mercantilista de la ciudad moderna, también tiene que resolver cómo representar ese espacio que la enfrenta a desafíos inéditos. Analizando la producción del modernismo, Ramos observa que la crónica, en tanto un género híbrido, novedoso, relativamente definido y estilísticamente solidario con el periodismo y la literatura, se constituye como un género capaz de hacerle frente a la experiencia de la modernidad. La crónica, producto de la modernidad y a la vez crítica de la misma, constituye un género literario de una compleja flexibilidad formal que tiende a poner en orden los elementos de una experiencia urbana que sobrepasaba los recursos representativos de los saberes establecidos. Si el periódico moderno es una producción textual concomitante con la experiencia urbana en tanto cristalizador de la temporalidad y la especialidad modernas, el cronista procura reescribir la fragmentariedad del periódico pero en un plano formal más intenso. Si bien consigue formar parte, con recursos del género periodístico, del ámbito mercantilista de la ciudad moderna, al mismo tiempo propone revalorar la esfera propiamente literaria de lo bello incorporándola al mercado como un objeto estético celoso del utilitarismo. La crónica, a la vez que se reincorpora al mercado editorial, produce un mecanismo decorativo de la fealdad moderna: el escritor modernista es un maquillador que cubre el peligroso rostro de la ciudad y se sirve de la crónica para componer un archivo de los peligros de la nueva experiencia urbana. La literatura participa de la modernidad intentando narrar aquello que presenta como inenarrable con la intención de reconstruir, en un plano formal, la organicidad destruida por la experiencia urbana. Así, la actividad urbana y mercantil se convierte en un objeto estético y la ciudad es representada por un escritor caminante que, inmerso en ella, observa la fragmentaridad de su espacio con el propósito de articularla en un discurso literario.
A la luz de estos conceptos, es estimulante interrogarnos sobre la efectiva situación del escritor, ¿logra representar la ciudad, dominarla, poseerla dentro de un discurso estético separándose de ella, o más bien cede al caos urbano componiendo un género híbrido, entre la literatura y el periodismo, que más que representar la ciudad queda inmerso en ella y subordinado a una experiencia urbana que sobrepasa sus recursos representativos convirtiendo el texto en una mercancía más del mercado periodístico? Según Michel de Certaud, la ciudad, debido al caos constitutivo de su espacio, sólo es observable en tanto que el escritor logre salirse de ella: al contrario del flaneur, un caminante entre los caminantes, el escritor sólo puede observar la ciudad desde una torre, sin formar parte de la multitud moderna. En el capítulo VII de “La invención de lo cotidiano”, Certeau define el espacio urbano como una masa múltiple, formada por fragmentos de trayectorias y alteraciones de espacios, cuyo constante fluido de elementos imposibilita, formando parte del medio, un dominio sobre el mismo. Los caminantes de la ciudad abandonan su subjetividad a un espacio urbano que constituyen con la condición de no poder comprenderlo. Solamente un mirón aislado, desde las alturas de una cima, es capaz de observar la ciudad convirtiéndola en un cuadro: “la ciudad-panorama es un simulacro teórico (…) que tiene como condición de posibilidad un olvido y un desconocimiento de las prácticas[5]”. La ciudad moderna, hostil a quienes quieran representarla en los límites de un texto, resulta ella misma un texto que incluye a los ciudadanos que quisieran incluirla en un texto a ella. Certeau, llevando esta idea hasta el extremo, relaciona la enunciación -el escribir-, con el desplazamiento urbano -el andar-, siendo éste último otro tipo de enunciado. El acto de caminar es al sistema urbano lo que la enunciación es a la lengua. Así como el escritor se apropia de la lengua, el peatón se apropia del sistema tipográfico y, así como el acto de habla es una realización sonora de la lengua, el trayecto del peatón es una realización espacial del lugar. En suma, el andar es un espacio de enunciación análogo al escribir.
Resulta estimulante, para reflexionar sobre el campo literario con respecto a la experiencia urbana, el concepto de la ciudad en tanto texto. Si, tal como dijimos al principio, la ciudad y la literatura son dos fenómenos propios de una modernidad capitalista, es tan pertinente pensar, a la manera de Ramos, en una literatura que comprende una ciudad o, a la manera de Certeau, en una ciudad que comprende a una literatura. Ambos conceptos entran en dialéctica en el marco de una problemática que los pone en tensión hasta el punto de confundirlos como dos manifestaciones de un mismo proceso histórico.









[1] Foucault, Michel, “Lenguaje y literatura”, Barcelona, Paidós.
[2] Mumford L. (1961) Capítulos XV y XVI de La ciudad en la historia, 2 Volúmenes, Buenos Aires, Ediciones Infinito, 1979.

[3]Ramos, Julio. “Decorar la ciudad: crónica y experiencia urbana” en Desencuentros de la modernidad en América Latina, México, Fondo de Cultura Económica, 1989.
[4] Berman, Marshal, Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad (1982), Buenos Aires, Siglo XXI, 1989.
[5] Michel de Certeau, Luce Guiard y Pierre Mayol (1990). Capítulos VII y el IX (Tercera parte: Prácticas del espacio), en La invención de lo cotidiano, Volumen I, México, Universidad Iberoamericana, 2000.

Reflexión sobre los vínculos de ciudad y novela con respecto a la concepción bajtiniana del lenguaje.


Así como la diversa temática de la obra de Bajtín podría entenderse como la puesta en práctica de una teoría del lenguaje, esta teoría del lenguaje podría entenderse, a su vez, como un contrapunto ante la lingüística saussuriana y ante la incorporación de ésta en la propuesta del formalismo ruso.
Si para Saussure la lengua es un sistema de valores puros aislado de la realidad, abstraído del terreno inclasificable del habla, y si para los formalistas rusos la teoría literaria, tan científica y específica como la lingüística saussuriana, tenía el deber de aislar la producción literaria de las demás series discursivas para descubrir su especificidad autónoma y estructural, para Bajtín, al contrario, la lengua será un fenómeno histórico, social y político identificado en el terreno del habla, y la literatura, en tanto lenguaje, es otro más de los discursos sumamente ideológicos impregnado de las valoraciones de su entorno social.
Para una concepción social del lenguaje, tal como la que elabora Bajtín, Saussure no es otra cosa que un estudioso de lenguas muertas. Desviando los pasos del camino trazado por el maestro ginebrino, Bajtín elaborará una lingüística del habla considerando al signo lingüístico no ya como el resultado de las valoraciones abstractas de un sistema de oposiciones sino como una materialidad efectiva, una materialidad generada por la historia, determinada y valorizada por las relaciones establecidas entre los seres humanos en la lucha por la vida.
El signo, elemento real de una lengua empírica, será el material mismo de la conciencia y dará cuenta de la lecha de clases y de la ideología: tanto la ideología como la conciencia son, ante todo, fenómenos lingüísticos. El signo, “arena de la lucha de clases[1]”, es un producto social que condensa la ideología y la conciencia humana: está producido por la historia así como, a su vez, es capaz de producirla a ella. Lejos de las abstracciones saussurianas, la lengua es en Bajtín un fenómeno histórico y político: “las diversas esferas de la actividad humana están todas relacionadas con el uso de la lengua[2]”. El lenguaje, entonces, lejos de ser un sistema de valores puros, un don divino o un regalo de la naturaleza, se convierte en un producto colectivo de la actividad humana, un espejo de la organización económica y sociopolítica de una sociedad determinada. La lengua, como fenómeno social y real, se desarrolla en el proceso de relación entre los hablantes en el marco de una sociedad, y cada esfera social construye usos específicos del lenguaje denominados géneros discursivos. Esto géneros discursivos, constituidos por distintos tipos de enunciados, dan cuenta de los modelos orientativos de las relaciones entre los seres humanos, y de la relación entre éstos y el mundo. Este criterio social e ideológico del lenguaje es una herramienta extraordinaria para pensar la literatura como un género discursivo de alta complejidad capaz de dar cuenta de la conciencia y, a la vez, de producirla. La literatura, sin dejar de ser un hecho específico, sigue siendo un hecho eminentemente social articulado con la realidad política y con la infinita cadena de enunciados que, impregnados de valoraciones sociales, constituyen la cultura. ¿Qué importancia pueden tener estos conceptos a la hora de indagar los distintos vínculos entre ciudad y novela?
Bastaría con repasar las características que Bajtín considera constitutivas de la novela para observar que la novela, producto social, complejo género discursivo capaz de incorporar interminables géneros primarios más sencillos en un espacio delimitado, contiene en sí los mismos rasgos constitutivos del espacio urbano propio de las grandes ciudades modernas.
En su estudio sobre la novela en contraposición a la épica, Bajtín afirma que “el nacimiento y el proceso de formación del género novelesco tienen lugar a plena luz del día histórico[3]”. La novela, como la ciudad, es un fenómeno histórico en proceso de formación más joven que la escritura, y solamente ella está adaptada a las nuevas formas de recepción. La novela, al contrario de los géneros elevados, que se asemejan al estudio de las lenguas muertas, es, como la ciudad, un fenómeno producido y alimentado por la época moderna, y su estudio se asemeja al estudio de las lenguas vivas que, para Bajtín, es lo mismo que decir las lenguas a secas. No hace falta que Bajtín, en esta clasificación de la novela, aluda de manera explícita a una analogía entre el fenómeno urbano de las ciudades modernas y la producción novelística. En cada uno de los rasgos distintivos de la novela podemos hacer nosotros mismos una contundente analogía: la novela, un género problemático, con “multitud” de planos, es una zona de contacto máximo con el presente que, luego de un pasado histórico que daba cuenta de un espacio cerrado –o amurallado-, manifiesta las nuevas condiciones de las relaciones internacionales e interlingüísticas. La novela, madre de la literatura moderna, género en búsqueda y reelaboración permanente, exclusivamente preocupado por la realidad contemporánea en el marco de un presente efímero e inestable es, como las grandes ciudades, un fenómeno social caracterizado por una sensibilidad propia del espacio urbano consolidado a partir del siglo XIX. Reflexionar sobre la especificidad de la novela es lo mismo que reflexionar sobre la especificidad de las sociedades contemporáneas, y subyace a esta reflexión una teoría del lenguaje que pone el acento en la naturaleza social de todos los fenómenos culturales: la novela da cuenta de una nueva sensibilidad y de una nueva teoría lingüística, la de una lengua viva, social e ideológica, que supera y reemplaza la sensibilidad de épocas pasadas, propia de la épica, género que condice con una teoría lingüística, igualmente superada, que sólo sirve para el estudio de las lenguas muertas. Así como la novela se desarrolla en el espacio de la ciudad, podríamos aventurar que la ciudad, espacio social por excelencia, es el espacio lógicamente representado por la novela. Franco Moreti, luego de recordar un concepto de teoría literaria fundamental en la obra de Bajtín, a saber, “que el género y sus variantes se determinan precisamente por el cronotopo[4]”, afirma que el espacio propio del Estado Nación, en el contexto de la experiencia urbana de las modernas ciudades capitalistas, encuentra su modo de representación a través de la novela[5]. Al contrario de una aldea o una corte, fácilmente abarcables con una mirada, susceptibles de ser representadas en la imagen de un cuadro, el aspecto de un Estado-Nación, realidad compleja, de magnitudes difusamente limitadas y compuesto por una realidad social inconmensurable, solamente puede representarse mediante la forma simbólica de la novela. La novela, así como podría ser la ciudad entendida desde un criterio semiótico[6], es un texto que da cuenta de un complejo género discursivo condensador de la conflictividad social. En efecto, podrían hacerse analogías entre los estudios sobre el espacio correspondiente a la producción verbal de la Edad Media en contraposición a la literatura moderna, desarrollados por Paul Zumthor, y las diferencias que Bajtín examina entre la épica y la novela. Según Zumthor, la literatura constituye una “proyección imaginaria del espacio social”[7] que puede remitir tanto a la representación literaria del espacio físico, al espacio textual propio de la escritura, o a un espacio poético propio del género literario. El texto medieval, anterior a su paso por la escritura, presenta complejidades que abren todo tipo de problemáticas a la hora de aplicar sobre ellos una crítica literaria contemporánea. No obstante, en cuanto a la representación del espacio físico, Zumthor observa que la Divina Comedia reproduce una percepción del universo propia del siglo XIII: la tierra se mantiene inmóvil en el centro de dos hemisferios, y su trama de desarrolla en un espacio humano estrictamente jerárquico en donde la autoridad proviene de la voz de los hombres del pasado, y sólo a través de ellos es posible alguna proyección sobre el presente. Es en contraposición a estos textos donde podemos pensar la novela como el género de la modernidad que da cuenta de un presente efímero en donde el héroe, perdido en un espacio lleno de oscuridades, sometido a un flujo permanente de la realidad, camina por un espacio conflictivo y secularizado como el que sólo es capaz de ofrecer la experiencia urbana en el espacio de las grandes ciudades. Al respecto, los estudios literarios de Raymond Williams, caracterizados por sus criterios fundamentalmente sociológicos, aportan perspectivas de interés para reflexionar, sobre la base de los conceptos de Bajtín, algunos fenómenos que atañen a la relación entre la ciudad y la novela. Williams, desde una perspectiva materialista, se pregunta qué fue lo que dio lugar a que en sólo veinte meses, entre 1847 y 1848, se hayan publicado en Londres una serie de novelas que serían fundamentales para la literatura inglesa, y que a la vez marcarían el predominio del género durante las siguientes décadas. La respuesta es que la novela, hija de la ciudad, se conformó como un género capaz de dar cuenta de una sensibilidad social, por entonces inédita, que comprendía la forma de vida en las grandes ciudades. En efecto, Londres era, para aquellas épocas, “el primer mundo predominantemente urbano en la historia de las sociedades humanas[8]”. La Revolución Industrial, la lucha por la democracia, el surgimiento de la gran metrópolis, provocaron una crisis en la experiencia en los habitantes de la comunidad urbana. El significado de vivir en comunidad se vuelve incierto; lleno de complicaciones y situaciones inéditas[9], los ciudadanos se hallan fuertemente conmocionados ante los desafíos de la experiencia urbana. Williams encuentra un criterio útil en la comparación entre la ciudad y el campo: al contrario del campo, que se caracteriza por una transparencia en el modo de experimentar las relaciones propias de la comunidad, en la ciudad la experiencia de la comunidad se vuelve opaca; hay un quiebre de la comunidad cognoscible que da lugar a la demanda de nuevos recursos para explorar la vida social[10]. La experiencia de la ciudad ya no puede comunicarse de manera sencilla; debe ser revelada y penetrada en la conciencia. Es la novela, género urbano por excelencia, el único recurso capaz de ofrecer nuevas herramientas para explorar la realidad social de las grandes ciudades. La novela, como la ciudad, se constituye como un espacio capaz de exponer, en un mismo espacio, el cruce de varias vidas, diversos conflictos y destinos, que se vuelcan hacia el momento contemporáneo capturando las nuevas formas de sensibilidad del espacio urbano. Así, Williams analiza en la obra de Dickens un ejemplo contundente de este fenómeno novelístico[11]. Hasta aquí es evidente que Williams, al igual que Bajtín, considera que la novela es un género discursivo, o un fenómeno cultural, que se caracteriza por ser constitutivamente urbano; un producto histórico impregnado de las valoraciones sociales de una sociedad dada, y sobre todo el receptáculo de la experiencia inédita de la modernidad. Sin embargo, los lazos pueden estrecharse todavía más si observamos que, al igual que Bajtín, Raymond Williams construye sus conceptos luego de haber delimitado sus criterios lingüísticos. En Marxismo y Literatura, luego de explorar la conflictiva noción de estructura y superestructura que, en un marxismo vulgar y mecanicista, reducía el lenguaje a un reflejo secundario de la verdadera estructura social, Williams reformula algunos criterios marxistas para resolver, sin entrar en contradicción con ellos, la manera de considerar el lenguaje como un elemento material, condensador de la ideología, capaz de incidir en la conciencia y, por lo tanto, de transformar la realidad. El lenguaje, desde una perspectiva materialista de la cultura, se instituye como un elemento real de la sociedad que mantiene una relación estrecha y decisiva con la misma y, tal como ocurre con Bajtín, la semiología de los productos culturales como la literatura, conectados con el surgimiento de las grandes ciudades, ofrecen herramientas poderosas para reflexionar sobre las relaciones entre el lenguaje, la sociedad, y las expresiones artísticas dentro de los límites de un contexto histórico determinado.
[1] Voloshinov, Valentín, El signo ideológico y la filosofía del lenguaje, Bs. As., Nueva Visión, 1976.
[2] Bajtín, M.: “El problema de los géneros discursivos”, en Estética de la creación verbal, México, Siglo XXI, 1982.
[3] Bajtín, Mijaíl, Teoría y estética de la novela, Taurus Humanidades, Madrid, 1989.
[4]Bajtín, Mijaíl (1937-1938) “Formas del tiempo y del cronotopo en la novela”, en Problemas Literarios y estéticos, La Habana, Cuba, Editorial Arte y Literatura, 1986.
[5] Moretti, F.: Atlas de la novela europea 1800-1900 (1997), Madrid, Trama, 2001.
[6] En la conferencia Semiología y Urbanismo, Barthes establece criterios básicos para considerar la posibilidad de una semiótica urbana: la ciudad leída como un texto.
[7] Zumthor, P: La medida del mundo. Representación del espacio en la Edad Media (1993), Madrid, Cátedra, 1994.
[8] Williams, R.: Solos en la ciudad. La novela inglesa de Dickens a. D.H. Lawrence, Madrid, Debate, 1997
[9] Tal vez Walter Benjamin, en sus estudios sobre Baudelaire, de el ejemplo más concreto de situación urbana inédita, al observar que, antes del siglo XIX, la gente no había estado nunca en la situación de tener que mirarse un tiempo largo sin pronunciar palabra alguna: “La multitud de la gran ciudad despertaba miedo, repugnancia, terror en los primeros que la miraron de frente”.
Benjamin, W.; Poesía y capitalismo, Iluminaciones II, Taurus Humanidades.
[10] Williams, R.: El campo y la ciudad, Buenos Aires, Piados, 2001
[11]Uno de los rasgos de la novelísticas de Dickens que, según Williams, dan cuenta de esta nueva sensibilidad, está por ejemplo en el modo en el que pasan los personajes por la calle: hay entre ellos una ausencia de conexiones, los personajes pasan sin relacionarse, y a veces se chocan. También es notable que tanto las instituciones sociales como sus consecuencias, que ya no eran accesibles a la observación física ordinario, son presentadas como si fueran personas o fenómenos naturales.

lunes, 25 de agosto de 2008

El Informe de Borges.


¿Qué arco habrá arrojado esta saeta
que soy? ¿Qué cumbre puede ser la meta?
Jorge Luis Borges.

El problema de la filosofía en la obra de Borges, entendiendo por tal problema la pregunta sobre si hay en Borges un filósofo, una filosofía, o por el contrario un mero uso estético de cuestiones filosóficas por parte de un escritor de literatura, ha sido siempre objeto de discusión para los críticos de su obra.
Más allá de la inclusión o la exclusión de la obra borgeana en la historia de la filosofía, parece haber un acuerdo en el innegable hecho de que sus textos, sean o no sean filosóficos en un sentido estricto, lo mismo encierran las inquietudes más radicalmente filosóficas de la historia: la infinitud, las paradojas del tiempo, el espacio, la naturaleza del lenguaje, la dialéctica entre lo real y lo ilusorio o entre el azar y el orden, los arquetipos platónicos y los límites de la lógica. El acuerdo o desacuerdo radicará no ya en el componente filosófico de los temas borgeanos sino en la posibilidad de que el tipo de uso que hace Borges de estos temas lo conviertan en un pensador, un filósofo, o en un poeta que juega de manera estética con asuntos que han pensado otros.
Excede a este ensayo una argumentación a favor o en contra de la consideración de la obra de Borges como obra de mayor relevancia filosófica o estética. De todos modos, resulta estimulante considerar que la obra de Borges, si bien puede que carezca de la lógica y la autosuficiencia explícita de un sistema de ideas a la manera de los filósofos tradicionales -aquellos autores que no despiertan dudas acerca de su ubicación en la categoría de filósofos-, es no obstante una obra que, siempre sensible a los grandes interrogantes de la filosofía, presenta una actitud recurrente que podríamos considerar una actitud radicalmente filosófica: la interrogación constante, la duda.
Si bien es aceptable la objeción de que no basta, para que una obra sea filosófica, el mero ejercicio de la duda y de la pregunta filosófica, es igualmente aceptable el retruque de que tampoco basta, para que una obra sea filosófica, el mero ejercicio de las respuestas, y que en la historia de la filosofía las preguntas, lejos de superarse, se enriquecen, se profundizan y se mantienen abiertas, en tanto que las respuestas más que cerrar las preguntas las enriquecen añadiendo nuevos motivos de reflexión. Subyace a esta afirmación la posibilidad de considerar plausible la relevancia filosófica de cualquier obra que, como la de Borges, exponga un trabajo constante de interrogación filosófica, aunque no alcance el estatuto de sistema de ideas propio.
Incluso considerando las mismas palabras de Borges, quién más de una vez opinó de su propia obra que se trata, no ya de un pensamiento propio, sino del uso de la filosofía como un instrumento literario, podríamos sostener que: así como algunos textos filosóficos pueden utilizarse como instrumentos de la literatura, también algunos textos literarios podríamos utilizarlos como instrumentos de la filosofía.
En efecto, si consideramos la recurrente duda y puesta en tensión de la obra borgeana sobre los asuntos más importantes del pensamiento filosófico, podríamos sostener que su literatura, más allá de su inclusión o exclusión en la rigurosa filosofía, nos ofrece una toma de posición ante el mundo –generalmente escéptica, lúdica, especulativa y materialista- que nos permite el ejercicio filosófico mediante el clásico recurso de la duda.
El Informe de Brodie, el último cuento de su libro homónimo, podría simbolizar esta importancia filosófica de la obra borgeana.
La aparente sencillez de su prosa y de su asunto contrasta con la inconmensurable complejidad de los interrogantes que plantea, y podría decirse que lo que este texto pone en el centro de la escena es el ejercicio mismo de la duda ante todo lo que existe.
En la obra de Borges en general, y en El informe de Brodie en particular, la duda sistemática, que opera tanto en la forma como en el contenido del texto, tiene el borgeano propósito de sugerir que las grandes construcciones, y con ellas la totalidad de la cultura, antes de ser productos del uso lógico de la razón o de la naturaleza son más bien procedimientos de la imaginación, y la pregunta sobre la naturaleza de estas construcciones suele ser lo que revela su condición de artificios. Los artificios y el candor del hombre no tienen fin, como dicen los versos del poema El Golem.
El informe de Brodie, al presentarnos una sociedad que puede ser o no verosímil mediante un relato que puede ser o no verosímil, sugiere la calidad de construcciones de nuestras creencias y la opacidad de nuestras certezas. La sociedad de los Yahoos es, según los criterios del lector occidental, una contra-sociedad. Uno de los gestos de este relato es aquél que nos sugiere que puede ser posible una sociedad que cuestiona nuestras nociones de la ética, de la moral, del lenguaje, de la organización política, de la cultura, y que pone en tensión una confrontación o una identidad entre ambas hasta el punto de dejar abierta la posibilidad de que una sociedad como la sociedad de los Yahoos es, más que una sociedad primitiva, una sociedad degradada: aquello en lo que nosotros podríamos llegar a convertirnos.
Las arbitrariedades y las oscuridades del narrador son proporcionales a la plausible respetabilidad de sus conclusiones: este pueblo que por momentos nos resulta inverosímil tiene instituciones, un lenguaje basado en conceptos genéricos y una jerarquía social provista de reyes. Los Yahoos creen en la poesía, adivinan que el alma sobrevive a la muerte del cuerpo, profesan la doctrina del cielo y del infierno, afirman la verdad de los castigos y las recompensas y, por lo tanto, representan “la cultura, como la representamos nosotros, pese a nuestros muchos pecados[1]”.
David Brodie, misionero escocés presbiteriano que había predicado su fe en África y Brasil, ha convivido con un pueblo nunca antes conocido, el pueblo de los Mlch y, luego de haber escrito un informe sobre ellos, lo ocultó entre las páginas de un volumen de Las Mil y una noches, descubierto tiempo después por el primer narrador del cuento.
Según este curioso texto, el misionero espera que el gobierno de su majestad británica no desoiga lo que sugiere el informe. Estas son las últimas palabras del texto: el pedido de que se considere posible lo que nos cuesta admitir como posible. Porque, ¿qué es lo que sugiere el informe sino la osada opinión de que los Yahoos representan la cultura tanto como la occidentalísima sociedad británica? La sugerencia de Brodie es la sugerencia de que otra ética es posible, otros mecanismos de lenguaje son posibles, otras formas de vida, por más insólitas que resulten para nuestros esquemas culturales, son posibles. La sociedad Yahoo, incluso en caso de que nos parezca del todo inverosímil, está basada en principios tan serios como los de nuestras sociedades. Si bien podríamos replicar el carácter imaginario de esta cultura, no sería tan fácil dejar de admitir el carácter igualmente imaginario de nuestra cultura. En Avatares de la tortura Borges considera que las filosofías son coordinaciones de palabras y se sirve de una cita de Novalis para decretar el carácter imaginario del mundo. Somos el mejor de los hechiceros, es decir, aquél que toma sus propias fantasmagorías por apariciones autónomas, y toda nuestra real cultura es, como la ficción Yahoo, un sueño soñado por nosotros mismos (aunque dotado por pequeños intersticios de sinrazón que nos advierten su falsedad). Esta sinrazón, que pareciera ser propia de los Yahoos, es propia de todas las culturas.
El propósito de Brodie, lograr que el Gobierno de Su Majestad británica respete la cultura de un pueblo como el pueblo descrito, es una provocación filosófica: aceptar la existencia de la sociedad de los Yahoos es cuestionar la existencia de nuestras sociedades en tanto sociedades que representan la cultura tanto como aquellas que consideramos inadmisibles, censurables, inverosímiles. Así, el propósito de Brodie es análogo al propósito de la ficción borgeana: la puesta en duda de nuestra cultura, de nuestros valores, de nuestras instituciones. Dudar sobre el carácter real de nuestra cultura, o admitir, a efectos de esa duda, el carácter imaginario de todas las culturas, tiene la consecuencia filosófica de que todas las culturas, debido a su carácter igualmente imaginario, son equivalentes, y la sociedad de los Yahoos se equipara a cualquier sociedad occidental incluso cuando la cataloguemos de ficticia.
Si bien los interrogantes que abre este informe son de muy variada índole, una variedad asombrosa tratándose de un relato tan aparentemente sencillo, el interrogante de mayor dimensión, acaso el menos visitado en el resto de la obra de Borges, es el interrogante acerca de la cuestión socio-política, lo cual impregna a este texto de elementos muy sustanciales de la filosofía política de la historia.
En este texto encontramos la forma literaria de un problema de filosofía política. El problema que nos presenta Borges en El informe de Brodie es fundamentalmente el problema del orden social, el de la relación entre una ética y un sistema de justicia, el de una ley que equilibre la libertad del individuo con el interés de la comunidad; en suma, la constitución de un sistema social en el contorno de un sistema de creencias, es decir, una cultura.
La sociedad que sugiere al lector estos problemas son los Mlch, renombrados como Yahoos –guiño literario que refiere a Swift-, debido a su naturaleza bestial.
Los Yahoos no tienen noción de la historia ni del pasado, no conciben la causalidad, se alimentan con leche de gato (y de murciélago…), duermen donde los sorprende la noche, su lenguaje carece de vocales, sus personas de nombres, su sistema numeral llega hasta el cuatro y, adoradores de la pestilencia, desconocen toda ética en su actividad sexual. Lo más llamativo del caso es que mutilan a los reyes y luego devoran sus cadáveres: ¿cómo esperar que Su Majestad pueda tolerar la sugerencia de este informe y considerar que este pueblo representa tanto a la cultura como la nación británica? La proeza que debería hacer la corona británica, al aceptar la cultura Yahoo, es la proeza que se espera del lector de Borges: la puesta en duda de todo aquello que consideramos aceptable. Brodie, que se incomoda ante la entrega sexual de la reina, tampoco deja de incomodarse cuando, ya fuera de esta comunidad, ve comer en público a un misionero católico. Este relativismo cultural, un recurso muy efectivo para ejercer la duda ante lo propio en contraposición ante lo ajeno, implica que no hay diferencias esenciales entre una cultura como la de los Yahoos y una cultura como la que produjo las expediciones misionales de Brodie.
Los Yahoos, pese a su barbarismo, han logrado una forma de orden social mediante una indistinción entre la naturaleza y la cultura. Incapaces de distinguir la diferencia que hay entre un árbol y una cabaña hecha con árboles, no obstante son capaces de organizarse en sociedad por medio de valores y de un lenguaje: por insólitos que nos parezcan, son capaces de acceder a la aspiración máxima de toda civilización.
Según un exponente de la filosofía inglesa como Thomas Hobbes, habría un estado de naturaleza que, en tanto una hipotética etapa prosocial, mantendría a todos contra todos y sería incapaz de instituir cualquier forma de justicia[2]. En este estado de naturaleza, la única ley es la de hacer aquello que conserve la propia vida, y por lo tanto no queda lugar para ningún tipo de orden social que haga prevalecer los valores de una comunidad cultural por encima de las acciones de cada uno de sus individuos. La sociedad Yahoo, con su equilibrio o compatibilidad entre la naturaleza y la organización social dotada de valores, no condice con este criterio.
Otros filósofos, si bien adscriben a las mismas nociones, las discuten, como por ejemplo Jhon Locke. Para Locke el estado de naturaleza, lejos de ser un estado hipotético, es un efectivo estado histórico capaz de conformar un estado social, un estado de derecho regulado por ciertas leyes que permite a los hombres disponer de sus propiedades y de sus personas acatando algunos principios morales esenciales[3]. La sociedad Yahoo condice con este criterio, en tanto una real organización social que, sin salir de un estado natural, es capaz de conformar un orden regulado por ciertos principios.
Estos conceptos de la filosofía política relativos al orden social es preciso identificarlos, aunque de manera confusa, en el texto de Borges, y el resultado es la reflexión, mediante una ficción literaria, sobre preguntas fundamentales de la filosofía política, así como otros textos borgeanos nos plantean preguntas metafísicas.
El informe que nos presenta Brodie nos hace dudar sobre la verosimilitud o no de esta sociedad, y con estas dudas nos interrogamos sobre las sociedades que habitamos. Incluso las características más asombrosas de los Yahoos, como puede ser su incapacidad de causalidad y de todo tipo de razón -señalar un hormiguero para demostrar que los brujos pueden convertir a los hombres en hormigas-, no resultan del todo inverosímiles para los aficionados a los relatos de viajes o los estudios antropológicos[4]. Sin embargo, si bien este informe, al ofrecer esta descripción de una sociedad semejante, nos hace dudar de las virtudes de nuestra sociedad por efecto de comparación, hay en este texto elementos que nos hacen dudar del mismo Brodie debido a las ambigüedades de su discurso. Brodie, al describir este pueblo, abusa demasiado de las conjeturas y, más que demostrar los hechos que narra, lo que hace es interpretarlos con criterios demasiado arbitrarios. El lector, a efectos del texto, por momentos duda de la sociedad de los Yahoos, por momentos de la respetabilidad de su propia sociedad, y también del narrador: el ejercicio de la duda opera en este relato en varios planos. Sin embargo, cabe preguntarse si el nivel conjetural del relato de Brodie, tanto como las dudosas pruebas de su informe y las ambivalencias de sus criterios, más que defectos del propio Brodie son defectos inevitables de la misma investigación histórica o antropológica, de los discursos culturales mismos.
Al igual que Borges, Brodie pone en escena las preguntas más importantes de la filosofía mediante procedimientos tan ambiguos como la ficción narrativa. Borges utiliza los recursos de la literatura tal como Brodie utiliza los recursos de la antropología o de la historia: construcciones del lenguaje altamente imaginativas e inevitablemente contradictorias –nutridas de sinrazones-, que permiten poner en duda nuestras nociones del universo.
Tanto la filosofía como la historia pueden subordinarse al simbolismo literario, y hay varios criterios que pueden sustentar esta postura. Para Hayden White la historia es una ficción verbal cuyos contenidos son tanto encontrados como inventados[5]. Esta aseveración llega al límite de concebir a la historia como un “género bastardo” de un discurso superior, el literario. La base de este argumento es lingüística: si bien la historia puede referir a sucesos diferentes a los ficticios, la ficcionalidad se halla de todos modos en las estructuras narrativas propias de ambos discursos. Los historiadores, condenados al constructivismo, deben hacer uso de la “imaginación constructiva” para relatar los hechos. El historiador, para construir una trama de sucesos históricos, debe dotar a estos sucesos de significados mediante una operación inevitablemente literaria, “productora de ficción”.
El informe de Brodie, mediante una operación literaria, permite involucrar al lector en la duda filosófica y nos obliga a una interrogación sobre la cultura en sí que compromete, por supuesto, las nociones y las creencias de nuestra propia cultura. Según Leonardi, la literatura de Borges se caracteriza por construir un espacio narrativo, entre la ciencia y la filosofía, que permite desplegar el rol intelectual de “sembrar la duda, discutir, denunciar la falsa transparencia de los códigos culturales[6]”.
Mediante el despliegue de la duda por medio de un lenguaje que recupera la función intelectual del discurso ficticio, El informe de Brodie, así como la literatura de Borges, permitirá cuestionar tanto la sociedad propia como la sociedad relatada del discurso y, dentro de la reflexión sobre estas sociedades, sean reales o ficticias, quedarán igualmente en duda los criterios acerca de la naturaleza de la ética, la justicia, el lenguaje, la historia, las instituciones y los valores que las conforman.

[1] Borges, Jorge Luis, El informe de Brodie, Editorial Alianza, Buenos Aires, 1998.
http://www.literatura.us/borges/elinforme.html

[2] Hobbes, Thomas: Leviatan, México, Fondo de Cultura Económica, 1980.
[3] Locke, John, Dos tratados sobre el gobierno civil, ed. Alianza, 2002.
[4] En su diario del Congo, “Pasajes de la guerra revolucionaria: Congo”, el Che Guevara cuenta que los congoleses creían en un líquido que los hacía invulnerables a las balas, y la única manera de que este líquido no tuviera efecto es en caso de haber el sentimiento del miedo en el combatiente y el contacto con mujer. Cada vez que un hombre caía, el hipotético miedo explicaba la falla del efecto.
[5] White, Hayden, “El texto histórico como artefacto literario y otros escritos”. Paidós, I.C.E. de la Universidad Autónoma de Barcelona, Barcelona, Buenos Aires, México, 1978.
[6] Leonardi, Emanuele, Cuatro ensayos sobre Borges, la Filosofía y la Ciencia, Ficha de Cátedra del Seminario de grado “Juegos filosóficos y enigmas científicos en la literatura de Borges. Su vínculo con pensadores y escritores italianos”, Universidad de Filosofía y Letras, Buenos Aires, 2008.

jueves, 6 de diciembre de 2007

El modernismo poético y el proceso de secularización del arte y la consolidación de la burguesía en América Latina


Rubén Darío, figura estelar del modernismo, dice en razón de las formas estéticas y del prefacio a uno de sus más importantes libros las siguientes frases: “Yo no soy un poeta para las muchedumbres. Pero sé que indefectiblemente tengo que ir a ellas”. Este par de frases cortas, que podrían haber sido una sola frase larga sin el punto que antecede al adversativo, nos condensa varios elementos del movimiento modernista entre los cuales se pueden abstraer dos de ellos: la escisión –poeta solitario, poeta de muchedumbres- y el carácter de indefectible, la conciencia de estar inmerso en una corriente de la que no se puede salir.
Indefectiblemente, el modernismo, tal como su nombre lo indica, está relacionado con un movimiento mayor dentro y contra del cual deberá formarse lidiando con tensiones. Este movimiento mayor es la modernidad con todo aquello que ésta implica: la fe en la ciencia y en el progreso, la industrialización de la producción, el crecimiento urbano, el desarrollo de los sistemas de comunicación, la definición de los estados nacionales, el afán expansionista y, sobre todo, la confluencia de todo lo anterior dentro del avance del sistema capitalista sobre la base de una consolidada burguesía.
Esta nueva época, generadora de una nueva sensibilidad, afectó a todas las manifestaciones de la vida social alcanzando a la proyección artística hasta el punto en que Ángel Rama haya podido decir que el modernismo, en la literatura, no es otra cosa que el liberalismo en la política.
El modernismo literario, fenómeno de explosión cultural, no podía dejar de hacer en algunos puntos un cuerpo común con la modernidad, fenómeno de explosión capitalista.
Lo escindido y lo indefectible, elementos condensados en el prefacio de Cantos de Vida y esperanza, configuran la situación del modernismo literario ante el contexto de la modernidad: el modernismo, a la vez que nace y avanza sobre la nueva época, la celebra y la combate, la acompaña y la protesta. En este sentido se puede comprender que la universalidad de la lírica de Darío, entusiasta y celebradora de las nuevas sensibilidades, sea a la vez análoga a una amargura propia de todo aquél que detesta la época en que le tocó vivir. Durante aquella celebrada y amonestada época la proyección del arte se veía afectada particularmente por dos fenómenos concomitantes: el proceso de secularización y la consolidación de la burguesía latinoamericana.
La secularización implica lo indefectible. El arte, en las sociedades atravesadas por los procesos de modernización, no puede seguir siendo ni la intermediación divina del clérigo ni el virtuoso héroe solitario del romanticismo. La autonomización de la literatura, susceptible de ser convertida en un objeto más del mercado en el contexto del desarrollo capitalista, encuentra en este fenómeno tanto una liberación cuanto una encrucijada. Cuando el arte deja de ser sagrado y logra su emancipación de las demás instituciones, el artista, lejos de las posibilidades del mecenazgo, deja de ser un profeta o un iluminado y deviene en un especialista con su lujar fijado dentro de la división del trabajo, o directamente un funcionario, situación que genera diversos contrastes y tensiones con la naturaleza creativa. De algún modo, más allá de la intención de cada artista, habrá que ir a las muchedumbres, esto es, insertarse en un mercado con el beneficio de un público, reformular la razón de ser del artista en una sociedad moderna, masificada y democratizada. Esta es la encrucijada: el arte, para sobrevivir en su autonomía, debe sin embargo emplearse y comercializarse ante las leyes de un sistema con cuya lógica materialista y utilitarista no se termina de conciliar. Estas tensiones, que van desde la bohemia analizada por Gutierrez Girardot hasta la funcionalidad orgánica de algunos tantos casos como los que expone Real de Azua, constituyen una de las particularidades de la producción modernista. La secularización implica una puesta en tierra de la obra artística, una determinada articulación de la creación con la sociedad industrial comandada por el capitalismo mercantil de la burguesía. Ángel Rama describe un clima de época en el que los escritores, reunidos en cafés y tertulias, frecuentaban ciertos grupos que “funcionaban como centros de obtención de trabajos mediante las conexiones que allí se establecían” (Rama, 1983). Sarlo y Altamirano, en un texto sobre la argentina del Centenario, afirman que ya a principios del novecientos la función del escritor adquiere perfiles profesionales. Una suma de modernización, secularización e inmigración afectarían la esfera de las actividades intelectuales constituyendo determinadas “ideologías de artista”. Una de las maneras de posicionarse como escritor profesional, desempeñada tanto por Darío como por Martí, es el recurso del periodismo, actividad que, Según Sarlo y Altamirano, siempre estuvo acompañada “de un vasto movimiento de reflexión acerca de la propia actividad literaria” (Altamirano y Sarlo, 1997). Otras actividades culturales, tales como las conferencias y las revistas, formaban parte de esta emergente profesionalización del escritor. Aunque esta secularización del arte, propiciada por las condiciones económicas del liberalismo burgués, no pudo desarrollarse sin conflictos tan serios como la adaptación del producto literario a un determinado público, o la sublimidad del oficio frente las vulgaridades de la democratización expuestas desde sensibilidades como la del arielismo, de cualquier modo es indiscutible que la secularización y el profesionalismo que produjo el modernismo literario alteró definitivamente la actividad artística. Lejos quedaron aquellos “gentleman escritores” definidos por David Viñas, distinguidos señores poseedores de cigarros y ratos de ocio cuyas rentas y pertenencias sociales condescendían y permitían su actividad cultural. La figura del artista modernista parece ajustarse más bien al retrato que hace Rama de Rubén Darío en tanto un intelectual riguroso, moderno, austero en su producción: “un tímido, apacible, discreto hombre entredormido” (Rama, 1983).
Si este proceso de secularización, si esta profanización de las prosas implica para el modernismo un elemento indefectible, la consolidación de la burguesía latinoamericana implica lo escindido: el poder de la burguesía y su cosmovisión mercantilista y utilitaria será para el modernismo tanto una posibilidad de existencia como un declarado enemigo. La moral del artista, rebelde a toda visión burguesa, necesitará no obstante de la sociedad burguesa para insertarse en el mercado y desarrollar la profesionalización y la autonomía de la actividad artística. Se sobreentiende que un producto estético, orgullosamente antiutilitario, una obra del espíritu y de la belleza, no podía hallar con facilidad un lugar dentro del necesario mercado dirigido por la burguesía –un poeta era “algo nuevo y extraño” para el Rey Burgués-. Es justamente por ello que el escritor modernista estará escindido entre el orgullo de su creación cultural y la servidumbre a la que debía someterla para ocupar un lugar en las nuevas sociedades. El sistema de valores de la consolidada sociedad burguesa iban de la mano con los principios económicos del capitalismo, y el modernismo literario, en busca de su propio desarrollo, no podía ni hacerse a un lado ni unirse incondicionalmente a las reglas del juego. Ante la inevitable desvalorización mercantil de la obra de arte debido a la carencia de un fructífero mercado literario
[1], muchos artistas se vieron tentados a la marginalización de sus figuras y de su trabajo que seguía encarnando una oposición ante los valores de ascenso social y adquisición material que monopolizaban las aspiraciones burguesas. Sin embargo, la línea de conducta más habitual ha tenido que ser la ambivalencia. Y es en este contexto cuando tiene un sentido el poeta que, sin sentirse parte de las multitudes, asume la necesidad de acercarse a ellas.

[1] Julio Ramos ha expuesto con claridad las condiciones de la época, un momento en el que “aunque ya es operativo el concepto autonómico de la literatura, ese discurso aún carece de las bases institucionales que posibilitarían la consolidación social de su territorio” (Ramos, 1989). Analizando el caso de Martí demuestra que el revolucionario cubano, conciente de este problema, llega a la conclusión de que es preferible la dependencia ante los mecanismos modernizadores de la ciudad que la dependencia ante el mundo tradicional.

José Martí y Rubén Darío: parentescos y diferencias en sus recorridos intelectuales.


Fue una noche del año 1893, en una luminosa habitación del Hardman Hall de la ciudad de Nueva York, donde y cuando el poeta Rubén Darío estrechó por primera vez la mano del poeta José Martí recibiendo de éste una lacónica y significativa palabra: hijo.
Habían pasado cinco años desde la publicación de Azul, libro patriarcal del modernismo latinoamericano, y habían pasado dos años desde la publicación de Versos Sencillos. Estos dos amigos, recíprocamente admirados, ya eran los nombres más pronunciados de entre aquellos que integrarían el movimiento modernista: el primer movimiento literario en la América española que no haya sido en modo alguno el reflejo pasivo de una moda europea (Salomón, 1972). La pluralidad de rasgos inherentes al modernismo le otorga a este fenómeno continental una riqueza y una complejidad de tales dimensiones que, así como lo afirma Real de Azúa, es posible incluir entre sus representantes todo tipo de figuras muchas veces disonantes que, condensando una serie general de elementos –juvenilismo, antieconomismo, latinoamericanismo, hispanismo, antiyankismo, universalismo-, podrían ser mezclados en la misma baraja desde funcionales orgánicos vinculados a sectores conservadores hasta entusiastas del anarquismo (R. de Azua, 1986).
En el caso de José Martí y Rubén Darío, sería demasiado elemental y facilista divorciar sus figuras según el mayor acento estético de uno frente al civismo ético del otro, e incluso excluir sin más a Martí del modernismo por su impronta romántica. Demasiado elemental establecer el divorcio con contrapuntos tales como el oro de Darío, elemento de refinado gusto estético, material de una Isla poblada de centauros, y el oro de Martí, valor de cambio, elemento social y monetario, tal como lo simboliza el cubano en su célebre El poema del Niágara. Estas discrepancias, que son muy ciertas, no logran separar las trayectorias de dos poetas que, pese a inevitables diferencias, inevitables como las hay entre todos los modernistas, comparten no obstante un terreno común como portavoces de un fenómeno que los recoge y emparenta en el seno de sus esencialidades: la adhesión al espíritu de una remarcada sensibilidad americana, el clamor continental, la concepción de una ley armónica condensadora de la esencia universal, el universalismo y la crítica al provincianismo, la racionalización sobre la labor literaria aplicada sobre obras acabadas y planificadas, la inclusión en el sistema mercantil, las crónicas periodísticas, la adhesión implícita o explícita al liberalismo, la indagación de nuevas formas estéticas que conllevaban una ruptura con respecto a la tradición anterior, la oposición del idealismo humanista hispanoamericano contra el materialismo de los americanos del norte, la oscilación o la fusión entre el verso y la prosa. Pese a los matices de cada uno de los autores, tanto José Martí como Rubén Darío incorporan cada uno de estos elementos en su trayectoria intelectual y artística e incluso se sirven de ellos, como una base de la cual partir, a la hora de encaminarse hacia sus sobrevalorados desencuentros. Ninguno de los dos podrá eludir la corriente de la modernidad en la que estaban inmersos, aunque en el caso de Martí -muy antiguo y muy moderno-, los procesos modernizadores se verán insertados en el campo específico de lo latinoamericano, con una relevancia de acción política emancipadora, sin desahuciar del todo el subjetivismo nacionalista del poeta romántico, y en el caso de Darío este explosivo cosmopolitismo, muy moderno, se limitará a nutrir la sensibilidad de su propuesta estética.
En un ensayo sobre el modernismo y Ruben Darío, Guillermo Sucre recuerda que una de las críticas más feroces hacia la obra de Darío consistía en una amonestación ante su exotismo, sus deslices orientales, su cargado mitologismo y su afrancesamiento, elementos que sería una evasión ante la realidad latinoamericana (Sucre, 1975). Sin embargo, estos elementos, más que una evasión, constituían una crítica hacia esa realidad misma. Según Octavio Paz el modernismo, lejos de ser una evasión de la realidad americana, comportaba una fuga de la actualidad local en busca de una actualidad universal única y verdadera (Paz, 1985). Ante el provincianismo local, el modernismo buscaría la vastedad de un presente universal. La poesía, forma pura del lenguaje, sería la encargada de armonizar al mundo mediante sus leyes estéticas, ubicándose en el terreno de la universalidad: “la celeste unidad que presupones hará brotar de ti mundos diversos”. ¿Y no es esta misma crítica al provincianismo el punto de partida de Nuestra América? El aldeano vanidoso, aquél que confunde al mundo con su aldea, es la figura de un provincianismo que resulta tan relevante para el proyecto latinoamericano del modernismo ya sea en alusión al estilo de una obra literaria como a la tendencia de un gobierno. El universalismo estético regido por el principio de la armonía será fundamental tanto para Martí como para Darío:
“Todo es hermoso y constante
todo es música y razón”

Estos versos de los Versos Sencillos, que podrían haber sido escritos por Darío en idéntico sentido, son un resumen de la armonía, la musicalidad y la integración de todas las partes en un todo armónico que determina la composición del poemario, “las flores silvestres” según el prólogo. La variedad de los temas se coordinan estructuralmente por una actitud unificadora, y la integración de todos los órdenes, tanto las imágenes como los pensamientos, se realiza de una manera armónica que se corresponde al orden de la Naturaleza que el autor contrapone a la Cultura, lo cual sería propio de la falsedad de un hombre letrado, artificial, que responde a los intereses del extranjero. En el caso de Rubén Darío, esta misma armonía volverá a reinar en una figura de la naturaleza, la selva, aunque en este caso todo aquello que sea natural será explícitamente trabajado desde un criterio literario profesional que construye su producto armónico: flores artificiales que huelen a primavera. Según Octavio Paz hay en la composición poética de Darío una concepción sagrada y armónica del universo cuyo orden se representa en el lenguaje. El símbolo de esta literatura será la selva que “no está hecha de árboles sino de acordes. Es la armonía” (Paz, 1985). En esta selva poblada de resonancias la poesía será la reconciliación y la inmersión en “la armonía del gran Todo”. En este punto, Ángel Rama establece el matiz que los diferencia: mientras que Martí, para poder conservar su orden natural en oposición a todo tipo de imposición cultural ideológica, tuvo que prescindir de Dios, Rubén Darío debió conservarlo, pero sin aceptar la naturaleza tradicional mediante la composición de su estética selva sagrada, “la selva americana, símbolo de fuerza y espontaneidad, realidad sin mácula, presencia inconmensurable de Dios” (Rama, 1977). Mayor afinidad hay entre Rubén Darío y José Martí en la esencialidad de dos elementos: el estilo y el género. En cuanto al estilo, ambos realizan en sus escritos la superación de la producción literaria en español, cuyo estado describe Rubén Darío en su prefacio a los Cantos: “la expresión poética está anquilosada, a punto de que la momificación del ritmo ha llegado a ser un artículo de fe”. En esta reanimación del idioma español desde la sensibilidad americana, tanto Rubén Darío como José Martí elaboran paralelamente una propuesta rítmica de combinaciones métricas y novedades temáticas que desde Ismaelillo hasta El canto errante consagran la especificidad de la literatura latinoamericana dentro de la historia de la literatura occidental. En cuanto a los géneros, ambos autores se consagraron en los dos géneros reinantes de la época: la poesía y la prosa periodística en forma de crónicas, prosas altamente estetizadas, prosas de poetas. Tanto Rubén Darío como José Martí han desarrollado su trabajo intelectual en el marco de una modernidad universalizada e itinerante que los condujo por las mismas rutas: Hispanoamérica, España y Estados Unidos. Ambos ejercieron el periodismo, profesión intelectual que, para tantos escritores de la época, constituía un salvavidas económico en un momento en el que la profesionalización de las letras y la autonomización de la literatura, en relación conflictiva con el mercantilismo capitalista de la modernidad, obligaba a muchos escritores a buscarse alguna manera sólida de ganarse la vida mediante su trabajo intelectual. Rubén Darío y José Martí fueron corresponsales de prensa en el extranjero del diario La Nación: el trabajo de ambos en esta tarea fue fundamental para un nuevo género, la crónica modernista, género al que se dedicaron sin dejar nunca de lado la primacía de la literatura. Julio Ramos describe un nuevo tipo de intelectual, encarnado tanto por Darío como por Martí, que estaría “dominado por la orientación de la industria” (Ramos, 1989). Un Martí más mundano, faceta generalmente desconocida por su representación como héroe, nos devuelve la imagen de un profesional asalariado que, al igual que Rubén Darío, debe luchar por su supervivencia en un medio económicamente hostil para los poetas
[1]. No obstante fue esta función de cronista la que posicionó a Martí como un intelectual revolucionario: sus crónicas sobre los congresos del Panamericanismo son documentos sólidos para considerar a Martí como el intelectual latinoamericano cuya labor crítica conforma una toma de conciencia y un plan de lucha tanto en contra del expansionismo norteamericano como a favor del independentismo cubano. De los poemas a las crónicas, de las crónicas a las Bases del partido revolucionario cubano y de aquí a los diarios de campaña, la estética de Martí deviene cada vez más en una ética política y combativa que Darío jamás pudo abrazar. Sin embargo, también aquí es posible algunos paralelismos. En la temática política, tanto José Martí como Rubén Darío han tenido un doble movimiento de atracción y denuncia contra estados unidos. Crónicas como El Puente de Brooklyn o Fiestas de la Estatua de la Libertad manifiestan la misma admiración ante la moderna e industrial sociedad norteamericana como el poema Salutación del águila de El Canto Errante. Admiración que inmediatamente será contradicha por la crítica y la denuncia, manifiesta tanto en las numerosos crónicas panamericanas como en el No proferido a Roosevelt, en Cantos de vida y esperanza. Crítica y denuncia que, tanto en Martí como en Darío, será fácil articular con la sensibilidad arielista que contrapone al materialismo utilitarista de la cultura anglosajona la fogosidad del espíritu latino, espíritu encarnado con máxima contundencia en estos dos poetas fundamentales para la discursividad latinoamericana.
[1] En el Epistolario de editores recogido en El archivo de Rubén Darío, se puede observar en cartas como las de Gregorio Pueyo o las de Fernando Fe la precariedad económica en torno al negocio editorial sobre la obra de Darío.

La conducta y la función de los intelectuales



El trabajo de los intelectuales siempre se ubica en el seno de una tensión que por momentos resulta irresoluble: por un lado, el intelectual toma la palabra para incitar o comandar la rebelión; por el otro, reconoce el ámbito mismo de la escritura como un espacio propio de la clase dominante contra la cual escribe, masticando la amarga certeza de que el público propio de la producción intelectual excluye la masa de oprimidos que el escritor quiere liberar. En términos más generales y políticos, la tensión se inscribe en la célebre dicotomía de la pluma y de la espada, o la pluma y el fúsil, según los tiempos que corran: el intelectual revolucionario, portavoz de la rebelión, ha de llegar al momento de la encrucijada en el que su función académica entra en dialéctica con su deber combativo de pasar a la acción. ¿Y es la escritura una acción equiparable a la lucha armada? ¿Se puede conciliar el fusil con la pluma? Sartre hace otra pregunta dramática: ¿para quién se escribe? Pero más dramático resulta constatar el desde dónde, y siempre se escribe desde la cultura letrada, espacio tradicionalmente propio de las clases dominantes. En este sentido, la escritura revolucionaria siempre ha de ser, en palabras de Martí, una lucha contra el monstruo ejercida desde la entrañas del monstruo mismo. Esta tensión es un clásico de la producción textual latinoamericana, cuyos orígenes podrían rastrearse en la obra del inca Garcilaso de la Vega quién, a la hora de reivindicar el pasado indígena de los conquistados, no tiene más recursos que aquellos que le proporciona la educación y la lengua española de los conquistadores, y esta dramática paradoja resulta fundacional de las letras latinoamericanas. Sobre esta problemática podemos inscribir algunos conceptos fundamentales de algunos intelectuales influyentes para la producción contemporánea: Petras, Sartre, Said, Gramsci y Fanon.
Como punto de partida considero pertinente examinar algunas aproximaciones del escritor Edward Said que, al tiempo que reflexiona sobre la crítica literaria, se para en el centro conflictivo de la polémica sobre la intelectualidad afirmando que, en el ámbito de la batalla intelectual, tanto las posturas tradicionales o de derecha cuanto las posturas nuevas o de izquierdas reconocen igualmente una ineludible controversia entre “la retórica de la teoría y las realidades de la práctica” (Said, 1983). La conclusión es categórica: Para Said, más allá de los logros de ciertas corrientes críticas de izquierda, y más allá de un propuesto concepto de “afiliación” que pondría al intelectual en relación útil con el mundo, hay que aceptar que la crítica está restringida a la academia y proscrita de la calle. Este principio es la causa de que Said le ponga las escépticas comillas a la palabra izquierda en el ámbito del pensamiento crítico y de que haga una nueva pregunta dramática: ¿los críticos son peligrosos para quiénes? El segundo principio de Said es todavía más alarmante: todas las formaciones culturales e intelectuales existen en el marco de una serie de relaciones que son absorbidas por el poder del Estado. En el mismo terreno de la intelectualidad universitaria norteamericana, debemos situar el caso de James Petras. Y en Petras la tensión es ineludible desde el comienzo de su carrera: según un escrito autobiográfico, el sociólogo norteamericano decidió dedicarse a las letras e ingresar al ámbito burgués de la universidad un día en que descubrió, luego de una profunda herida sobre su propia mano, que no servía para cortar pescado junto a los demás trabajadores. Esta es, en términos de Said, la encrucijada que se abre entre la calle y la academia. Según su padre, Petras tenía la cabeza en otra cosa. Ahora bien, ¿es posible considerar que esta otra cosa, esta cosa distinta, excluida del trabajo con las manos, sea sin más la actividad intelectual? En su artículo sobre los intelectuales en Cuba, Petras sostiene que el papel de los intelectuales, en relación con los acontecimientos, implica una función de clarificación y sobre todo “la afirmación de las identidades de los pueblos frente al gran enemigo de la humanidad” (Petras, 2003). Asimismo, en la presentación de su último libro, se refiere a la gente del mundo académico en estos términos: “no estoy planteando que tengan que salir de su ámbito, sino que tienen que dar la lucha allí”. Está claro que según Petras el intelectual tiene una funcionalidad política, de apreciable utilidad para la emancipación de los oprimidos cuya máxima labor es la de producir conciencia. Sin embargo, no puede evitar advertirse sobre un punto problemático: el intelectual, incluso el intelectual de izquierda, suele contribuir a la consolidación de la hegemonía burguesa. En su artículo Los intelectuales de izquierda y su desesperada búsqueda de respetabilidad, Petras sostiene que la respetabilidad de los intelectuales implica un uso por parte de ellos de las fuentes, lo métodos y las dignidades burguesas. En este artículo Petras reconoce que la mayoría de los intelectuales están disociados de las luchas populares y que, en su análisis del mundo, han aceptado las premisas del neoliberalismo asimilando el lenguaje y los conceptos de los teóricos burgueses. Esta operación implica incluir, en sus asomos mediáticos, la participación de individuos prestigiosos pero ideológicamente claudicantes así como legitimar el prestigio de los premios burgueses. Sobre la base de esta disfuncionalidad, Petras propone una clasificación de los intelectuales de izquierda contemporáneos –intelectuales de alquiler, domésticos, angustiados, pesimistas- cuya única opción rescatable es la del intelectual irreverente: aquél que no se deja impresionar por títulos ni premios, antihéroes comprometidos con las luchas populares, hombres objetivamente partidarios y partidariamente objetivos cuyo prestigio depende del reconocimiento de su obra por parte de los activistas, obra que se caracteriza por la construcción de una “cultura contrahegemónica”. Según este análisis, pareciera que los defectos antirrevolucionarios de los intelectuales se deben exclusivamente a la falencia de la moral o a la inadecuación de los métodos de cada uno, pero no sería un problema intrínseco a la naturaleza de los intelectuales, gente de letras formados en instituciones hegemónicas. Este intelectual irreverente se aproxima al intelectual comprometido del planteo sartreano, aunque Sartre, más materialista y más historicista, observa que las contradicciones de los escritores responden a motivos históricos y sociales, o a la naturaleza misma de la escritura que parecen trascender la responsabilidad cívica de cada autor. No obstante, propone al igual que Petras la figura del intelectual encarnada en la de un escritor comprometido que, en el caso de la literatura, considera a su arte como un elemento provisto de una inevitable función social: “El escritor no es ni una Vestal ni un Ariel; haga lo que haga, “está en el asunto”, marcado, comprometido” (Sartre, 1991). Sartre aboga por una literatura comprometida que rinda un servicio liberador a la colectividad, una literatura que, situada en su época, la combata apasionadamente, aceptando morir en ella con la inequívoca intención de contribuir a que se produzcan cambios: “nos colocamos al lado de quienes quieren cambiar a la vez la condición social del hombre y la concepción que el hombre tiene de sí mismo” (Sarte, 1991). Sin embargo, Sartre alude a un porvenir que no puede evitar considerarlo “utópico”, a la vez que no deja ninguna duda con respecto a un punto: el escritor, sea rebelde o respetuoso, es en sí mismo un producto de la burguesía. La propia historia de su constitución lo revela, en los tiempos modernos, como un sujeto incierto sobre su posición social, demasiado tímido para rebelarse contra la burguesía que le paga y demasiado lúcido para aceptarla sin reservas: “Ante los burgueses que le leen, tiene conciencia de su dignidad, pero ante los obreros, que no le leen, padece un complejo de inferioridad”. Otra vez la tensión: el escritor, producto de la burguesía, no puede desarrollar su obra crítica sin deshacerse de graves contradicciones. La lejanía que hay entre su obra y al terreno propio de los obreros sigue siendo la principal: el escritor no pertenece al ámbito de la clase que pretende liberar; si bien se jacta de haber roto con la burguesía, en tanto se niegue a descender de clase esta ruptura, sostenida solamente en el ámbito de las letras, será una ruptura meramente simbólica ya que “quién le lee, le alimenta y decide acerca de su gloria es la burguesía”. La única posibilidad que tiene el escritor de participar de la lucha es la de convertirse en un intelectual, y un intelectual no puede ser más que crítico. Aunque su actividad provenga de la burguesía, debería ponerla al servicio de una revolución que daría por finalizada la existencia de las clases sociales. La problemática inherente a la intelectualidad y el clasismo adquiere en la obra de Gramsci, otro autor marxista, un esquematismo más riguroso pero más cuestionable. Para Gramsci el intelectual es siempre un intelectual orgánico. Cada clase social crea sus propios intelectuales que responden a sus intereses. Desde este planteo, la independencia del intelectual es una “utopía social” (Gramsci, 1975). Así como hay intelectuales funcionales a la burguesía, es necesario entonces, como contrapartida, construir una intelectualidad que sea orgánica al movimiento obrero. Lo más interesante de esta postura es la concepción de un intelectual como una figura amplia que está por encima de la función de la escritura: todo aquél que contribuya a organizar un orden o una rebelión es un intelectual. Para Gramsci son intelectuales todos los miembros de un partido y, en el caso del capitalismo, los empresarios, en tanto asumen funciones de organización, forman parte de la intelectualidad. Esta postura abre las puertas a la posibilidad de dejar de considerar a la intelectualidad como una práctica esencialmente burguesa propia de los hombres de letras, lo cual resulta discutible tal como lo afirman los conceptos de otros intelectuales como el referido caso de Sartre. Pero es en el caso de Fanon y su célebre Los condenados de la tierra en donde la posible figura del intelectual orgánico de las clases oprimidas cobra una mayor relevancia. Fanon, aún lidiando con todo tipo de contradicciones que considera típicas de la realidad colonizada, asume las armas intelectuales con la utilidad propia de un grito que llama a la guerra: la palabra del intelectual se podría conciliar con la lucha por la liberación en tanto que el intelectual, proveyendo a las clases oprimidas de una conciencia revolucionaria de sí mismas, podría adquirir una participación activa en la batalla. En algún momento habrá que dejar los libros y tomar las armas, pero hasta ese momento la utilidad de los libros no es en modo alguno subestimada en tanto contribuya a la acción. A los largo del libro, Fanon hace un justificación intelectual de la violencia como único medio de liberación. En el primer capítulo de Los condenados de la Tierra llamado justamente “La violencia”, Frantz Fanon señala las condiciones del terreno: el terreno es estrecho y disputado. El terreno es una zona bipolar, está habitada por dos tipos de hombres que, siguiendo una lógica aristotélica, obedecen a un principio de exclusión recíproca: no es posible ningún tipo de conciliación. El colono está allí para despojar al colonizado de sus bienes, de su identidad y de su vida, y el colonizado debe aceptar este destino o rebelarse haciendo de la violencia que se le inflige un arma que lo libere, un arma a su favor: “la descolonización es siempre un fenómeno violento”. No hay otra manera: el intelectual colonizado que intente buscar la manera de la coexistencia se dará cuenta que el colono no tendría ningún interés en convivir fuera de un contexto colonial, fuera de una relación de explotación en beneficio propio y sufrimiento ajeno. El intelectual colonizado debe sumergirse en el pueblo y descubrir las contradicciones de los principios que se le han impuesto, debe descubrir las falacias de un discurso que, cuando habla de derecho, de ley, de valores, se refiere a elementos excluyentes, y es su propia nación, sometida a otra, la que está excluida y debe liberarse. La categoría de “intelectual colonizado” es interesante en la medida en que, al tiempo que se asume que el intelectual está impregnado de las categorías de la clase dominante, no obstante puede servirse de este privilegio discursivo para elaborar un plan de lucha o, en términos de Petras, una cultura contrahegemónica. En Fanon las contradicciones que experimentan los luchadores son tan violentas como las soluciones: hay que hacer un hombre nuevo –últimas dos palabras del libro, las conclusivas-, y para hacer este hombre nuevo hay que luchar no sólo contra el opresor sino contra uno mismo, contra aquello que hay de colonizado en el colonizado, contra todo lo que hay en el dominado que haya sido puesto allí por la mirada del dominador. Sartre, maravillado con este libro, anuncia en el prefacio que por primera vez surge en la intelectualidad un discurso que se sitúa por fuera de la hegemonía europea, negándoles a los europeos el papel de público, de inevitables interlocutores. Sin embargo, es posible seguir hallando contradicciones irresolubles en el libro de Fanon, siendo la principal de ellas aquella que consiste en hallar el modo de conciliar la actividad de producir libros con la violencia social del combatiente revolucionario. De todos modos, al asumir el terreno de las contradicciones como una realidad inevitable pero reversible, el libro de Fanon es una síntesis acabada del problema de la intelectualidad: la oscilación entre la acción y la palabra, o el deseo de considerarlas análogas en todo proceso de liberación.

el ensayo Calibán de Roberto Fernández Retamar en su contexto y su correlato con el Ariel de Rodó.



En el primer capítulo de su Calibán, Fernández Retamar nos presenta la gran pregunta que previsiblemente tratará de responder a lo largo de su libro: ¿Existe una cultura latinoamericana
[1]? Si bien la enormidad de esta pregunta nos prepara para una respuesta sobre las características universales y esenciales de la América Latina, a decir verdad el texto no hace más que ofrecernos un ensayo de circunstancia cuyo alcance podría correr el peligro de limitarse a la América Latina en un momento en particular de la historia y en un país en particular del continente: la revolución cubana del 59. En efecto, si se quiere indagar sobre el contexto histórico del Calibán, a saber, el desarrollo y la defensa de los criterios ideológicos y estéticos de la revolución cubana una década después de la caída de Batista, tan sólo nos basta con observar la manera en la que este contexto se señala y se historiza de manera explícita: en este ensayo preponderantemente literario no hay texto más citado que los discursos de Fidel, líder de la revolución cubana en la que, según el autor, “empezamos a vivir y a leer el mundo de otra manera”, revolución que implica el momento en el que el continente, tal como ambicionaba Alfonso Reyes, ha logrado la mayoría de edad y la consideración del resto de los continentes[2], revolución que implica un debate sobre la cuestión cultural, debate polémico y apasionado del cual Calibán, parte activa del mismo, manifiesta sus posiciones mediante un orgánico aplauso ante las palabras dichas a los intelectuales por parte de Fidel y otro orgánico aplauso ante las palabras dichas a los universitarios por parte del Che Guevara en un discurso que[3], en la parte de las conclusiones, es citado largamente para darle fin al libro. Cuando Retamar analiza el ensayo de Carlos Fuentes sobre la novela latinoamericana, afirma que su planteo es “el traslado a cuestiones literarias de una plataforma política raigalmente reaccionaria”. En cuanto al Calibán, lo mismo podríamos decir de él si sustituimos el calificativo “reaccionaria” por su opuesto “revolucionaria”: el libro de Retamar resulta así el traslado a cuestiones literarias de una plataforma política, la plataforma política de la revolución cubana. La política de la revolución que, según las palabras de Fidel, no admite por parte de los creadores “ningún derecho” para cualquier acción que tenga lugar fuera de ella[4], será el criterio que utilizará Retamar para definir lo propio de la cultura latinoamericana –confundiendo lo que tal cultura es con lo que él quisiera que sea-, y con este criterio juzgará la obra de unos cuantos escritores cuyos méritos dependerán, tal el caso de Martí, de la lucidez con la que hayan sido conscientes del peligro que implican los Estados Unidos, el enemigo. Si para Fidel el único prisma a través del cual se mira todo, y también la literatura, es la valoración política que considera la utilidad, la nobleza y la belleza de una obra según sus beneficios sobre “el pueblo”, sucede que para Retamar también. Y este es el motivo de que su mirada sobre América Latina y sus juicios sobre sus escritores dependan de un limitado criterio ideológico y clasista, criterio según el cual la obra de Borges, un escándalo americano, no será otra cosa que “el testamento atormentado de una clase sin salida”. Desde esta perspectiva es de esperar que la figura simbólica de la cultura americana sea, al contrario del Ariel propuesto por Rodó, la figura de Calibán: el pueblo, las filas revueltas y gloriosas de las masas, el insulto al colonizador, la rebeldía, la “roja plaga” sobre las cabezas de los opresores. Hay en esta idea algún eco de Franz Fanon, autor ocasionalmente citado en la obra de Retamar como el ideólogo redentor de una supuesta “barbarie” demonizada tiempo atrás por Sarmiento. En Los condenados de la tierra, ensayo publicado diez años antes que el Calibán, hay una política de la liberación cuyo sujeto principal, el pueblo colonizado, debería tomar el poder por medio de la violencia. Lo que debemos destacar de la caracterización que hace Fanon del colonizado es un evidente paralelismo con la figura de Caliban: el negro colonizado ha sido despojado de su cultura y de su individualidad mediante una violencia colonizadora y extranjera que, vaciándolo de contenido, le ha inculcado un idioma que le es ajeno. El colonizador tiene la misión de liberarse y luchar no sólo contra el opresor sino también contra sí mismo, es decir, debe resistir lo que hay de colonizado en el colonizado mediante la construcción de una mirada contra-hegemónica capaz de utilizar a su servicio todos los conceptos y todas las armas que el colonizador utilizaba para el suyo. La manera en la que Fanon observa que, para la mirada del colonizador, todos los países africanos se convierten en una mancha indistinta, en un “territorio bárbaro”, condice con el citado texto de Alfonso Reyes del cual Retamar considera destacable el concepto que de América Latina tienen las naciones europeas: “para los imperialistas no somos más que pueblos despreciados y despreciables”. Si para Fanon el colonialismo “no ha dejado de afirmar que el negro es un salvaje y el negro no era para él ni el angolés ni el nigeriano”, para Retamar el imperialismo no ha dejado de afirmar, con el concepto de barbarie, que el latinoamericano es igualmente un sujeto inferior e incivilizado, afirmación ante la cual es preciso reconocer como un orgullo la condición canibalesca de los pueblos de Latinoamérica mediante la construcción de un hombre nuevo: últimas dos palabras de Los condenados de la tierra y la meta más ambiciosa del Che Guevara[5] . En efecto, Retamar examina, con citas tanto de Sarmiento como de Renan, la mirada despreciativa sobre la figura de Calibán, mirada propia de la cultura colonizadora. La solución será una inversión cultural contraofensiva que considere como un motivo de orgullo todo aquello que para el enemigo resultaba despreciable. Hasta aquí podemos ver, como mínimo, un planteo desmesuradamente maniqueísta que, tomando como base el todo o nada del discurso de Fidel, extiende este criterio hasta considerar cada cosa que se observa mediante una contundente bipolaridad: Ariel o Calibán, europeo o latinoamericano, Sarmiento o Martí, Borges o Benedetti, Cuba o los Estados Unidos. En efecto, si examinamos algunos detalles del famoso caso Padilla, ocurrido en el mismo año de la publicación del Calibán, observaremos que este espíritu maniqueísta es propio tanto del ensayo de Retamar como del contexto cultural y político en el que está inscripto. El caso Padilla fue uno de los hechos que desencadenaron el debate más encendido sobre la política cubana en materia cultural, un escándalo cuya inmediata consecuencia ha sido el primer divorcio entre el régimen comunista y la intelectualidad internacional que ya temía la estalinización del socialismo cubano. La destreza de García Márquez, cuya diferenciación entre la función del escritor y la función del intelectual le resulta útil para evadir una opinión concreta en el calor del debate[6], pareciera ser el único ejemplo que escapa a la bipolaridad del caso. Esta bipolaridad llega al extremo de considerar que no hay más que dos opciones: apoyar la revolución, y todo lo que de ella provenga, o ser un enemigo de la revolución y servir a los intereses del imperialismo. No hay medias tintas, o se está con Ariel, un intelectual que sirve sumisamente a Próspero, o se está con Calibán, es decir, las masas populares que en este contexto representan la meta y el fin de toda la ideología socialista. En efecto, la caracterización de Ariel como negativo símbolo del intelectual, uno de los principios más explícitos del Calibán, podría ilustrarse con la opinión de Rodolfo Walsh que, en su texto sobre el caso Padilla, achaca a la intelectualidad una actitud obsecuente con su propio sector, es decir, la denuncia de que la protesta de los intelectuales contra Cuba se debe a que “les preocupa con preferencia la suerte de los escritores[7]”. En efecto, es evidente que Fernández Retamar, al ubicar la figura del intelectual bajo el símbolo de Ariel[8], manifiesta una postura ideológica que rechaza toda expresión cultural o política que se resista a tomar partido por las masas calibanescas de la liberación socialista y se acomode en una intelectualidad funcional a los intereses del capitalismo imperialista. Paradójicamente, esta crítica a los Estados Unidos ya había proferida por el ensayo de Rodó quien ha elegido, para simbolizar el espíritu latinoamericana, la figura de Ariel. Retamar, que en ningún momento desconoce el valor de la obra de Rodó, se apresura a decir que si bien Rodó acertó en la caracterización del problema, se equivocó en la elección del símbolo. Y nuevamente podríamos considerar el contexto político e ideológico de la obra para explicarnos las razones de este simbólico desplazamiento: el si Ariel, escrito en el 1900, se corresponde con el posicionamiento de un liberalismo de carácter burgués completamente atemorizado por la amenaza de las emergentes multitudes, el Calibán, en la tumultuosa década del setenta, se corresponde con el posicionamiento de un socialismo de carácter marxista y proletario que encuentra en la rebelión de las multitudes la legitimidad de las revoluciones y el deber de sus revolucionarios. Fernández Retamar no oculta en nada esta filiación, esta funcionalidad ideológica a su contexto político e histórico que determina los criterios culturales y literarios de las páginas de Calibán que, hacia el final del libro, ofrece conceptos tan sólidos y cerrados como este: “nuestra cultura es –y sólo puede ser- hija de la revolución, de nuestro multisecular rechazo a todos los colonialismos”.




[1] Fernández Retamar, Roberto, Calibán, Apuntes sobre la cultura de nuestra América, Editorial La Pleyade, Buenos Aires, 1973
[2] Reyes, Alfonso, Notas sobre la inteligencia americana, revista Sur, Buenos Aires, 1936.
[3] Ernesto Chue Guevara, Que la universidad se pinte de negro, de mulato, de obrero, de campesino, en Obras 1957-1967. La Habana, 1970, tomo II, p.37-38
[4] Castro, Fidel, Discurso en la clausura del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, en Croce, Marcela, Polémicas intelectuales en América Latina, Del “meridiano intelectual al caso Padilla (1927-1971), Ediciones Simurg, Buenos Aires, 2006
[5] “El socialismo y el hombre en Cuba”, en Ernesto Che Guevara, La revolución, escritos esenciales, Ed, Taurus, Buenos Aires, 1996.
[6] Según Verónica Lombardo García Márquez, en una entrevista del 71, evita la polarización de su posición mediante una “voluntad conciliatoria (que) genera respuestas esquivas que poco sirven a los efectos de ubicar a García Márquez de uno u otro lado del océano”. En Croce, Marcela, Polémicas intelectuales en América Latina, Del “meridiano intelectual al caso Padilla (1927-1971), Ediciones Simurg, Buenos Aires, 2006.
[7] Opinión de Rodolfo Walsh, en Cuadernos de MARCHA, Nº49, Montevideo, 1971.
[8] Dice Retamar en Nuestro Símbolo, capítulo tres del Calibán: “Calibán es el rudo e inconquistable duelo de la isla, mientras que Ariel, criatura aérea, aunque hijo también de la isla, es en ella, como lo vieron Ponce y Césaire, el intelectual”.