Fue una noche del año 1893, en una luminosa habitación del Hardman Hall de la ciudad de Nueva York, donde y cuando el poeta Rubén Darío estrechó por primera vez la mano del poeta José Martí recibiendo de éste una lacónica y significativa palabra: hijo.
Habían pasado cinco años desde la publicación de Azul, libro patriarcal del modernismo latinoamericano, y habían pasado dos años desde la publicación de Versos Sencillos. Estos dos amigos, recíprocamente admirados, ya eran los nombres más pronunciados de entre aquellos que integrarían el movimiento modernista: el primer movimiento literario en la América española que no haya sido en modo alguno el reflejo pasivo de una moda europea (Salomón, 1972). La pluralidad de rasgos inherentes al modernismo le otorga a este fenómeno continental una riqueza y una complejidad de tales dimensiones que, así como lo afirma Real de Azúa, es posible incluir entre sus representantes todo tipo de figuras muchas veces disonantes que, condensando una serie general de elementos –juvenilismo, antieconomismo, latinoamericanismo, hispanismo, antiyankismo, universalismo-, podrían ser mezclados en la misma baraja desde funcionales orgánicos vinculados a sectores conservadores hasta entusiastas del anarquismo (R. de Azua, 1986).
En el caso de José Martí y Rubén Darío, sería demasiado elemental y facilista divorciar sus figuras según el mayor acento estético de uno frente al civismo ético del otro, e incluso excluir sin más a Martí del modernismo por su impronta romántica. Demasiado elemental establecer el divorcio con contrapuntos tales como el oro de Darío, elemento de refinado gusto estético, material de una Isla poblada de centauros, y el oro de Martí, valor de cambio, elemento social y monetario, tal como lo simboliza el cubano en su célebre El poema del Niágara. Estas discrepancias, que son muy ciertas, no logran separar las trayectorias de dos poetas que, pese a inevitables diferencias, inevitables como las hay entre todos los modernistas, comparten no obstante un terreno común como portavoces de un fenómeno que los recoge y emparenta en el seno de sus esencialidades: la adhesión al espíritu de una remarcada sensibilidad americana, el clamor continental, la concepción de una ley armónica condensadora de la esencia universal, el universalismo y la crítica al provincianismo, la racionalización sobre la labor literaria aplicada sobre obras acabadas y planificadas, la inclusión en el sistema mercantil, las crónicas periodísticas, la adhesión implícita o explícita al liberalismo, la indagación de nuevas formas estéticas que conllevaban una ruptura con respecto a la tradición anterior, la oposición del idealismo humanista hispanoamericano contra el materialismo de los americanos del norte, la oscilación o la fusión entre el verso y la prosa. Pese a los matices de cada uno de los autores, tanto José Martí como Rubén Darío incorporan cada uno de estos elementos en su trayectoria intelectual y artística e incluso se sirven de ellos, como una base de la cual partir, a la hora de encaminarse hacia sus sobrevalorados desencuentros. Ninguno de los dos podrá eludir la corriente de la modernidad en la que estaban inmersos, aunque en el caso de Martí -muy antiguo y muy moderno-, los procesos modernizadores se verán insertados en el campo específico de lo latinoamericano, con una relevancia de acción política emancipadora, sin desahuciar del todo el subjetivismo nacionalista del poeta romántico, y en el caso de Darío este explosivo cosmopolitismo, muy moderno, se limitará a nutrir la sensibilidad de su propuesta estética.
En un ensayo sobre el modernismo y Ruben Darío, Guillermo Sucre recuerda que una de las críticas más feroces hacia la obra de Darío consistía en una amonestación ante su exotismo, sus deslices orientales, su cargado mitologismo y su afrancesamiento, elementos que sería una evasión ante la realidad latinoamericana (Sucre, 1975). Sin embargo, estos elementos, más que una evasión, constituían una crítica hacia esa realidad misma. Según Octavio Paz el modernismo, lejos de ser una evasión de la realidad americana, comportaba una fuga de la actualidad local en busca de una actualidad universal única y verdadera (Paz, 1985). Ante el provincianismo local, el modernismo buscaría la vastedad de un presente universal. La poesía, forma pura del lenguaje, sería la encargada de armonizar al mundo mediante sus leyes estéticas, ubicándose en el terreno de la universalidad: “la celeste unidad que presupones hará brotar de ti mundos diversos”. ¿Y no es esta misma crítica al provincianismo el punto de partida de Nuestra América? El aldeano vanidoso, aquél que confunde al mundo con su aldea, es la figura de un provincianismo que resulta tan relevante para el proyecto latinoamericano del modernismo ya sea en alusión al estilo de una obra literaria como a la tendencia de un gobierno. El universalismo estético regido por el principio de la armonía será fundamental tanto para Martí como para Darío:
“Todo es hermoso y constante
todo es música y razón”
Estos versos de los Versos Sencillos, que podrían haber sido escritos por Darío en idéntico sentido, son un resumen de la armonía, la musicalidad y la integración de todas las partes en un todo armónico que determina la composición del poemario, “las flores silvestres” según el prólogo. La variedad de los temas se coordinan estructuralmente por una actitud unificadora, y la integración de todos los órdenes, tanto las imágenes como los pensamientos, se realiza de una manera armónica que se corresponde al orden de la Naturaleza que el autor contrapone a la Cultura, lo cual sería propio de la falsedad de un hombre letrado, artificial, que responde a los intereses del extranjero. En el caso de Rubén Darío, esta misma armonía volverá a reinar en una figura de la naturaleza, la selva, aunque en este caso todo aquello que sea natural será explícitamente trabajado desde un criterio literario profesional que construye su producto armónico: flores artificiales que huelen a primavera. Según Octavio Paz hay en la composición poética de Darío una concepción sagrada y armónica del universo cuyo orden se representa en el lenguaje. El símbolo de esta literatura será la selva que “no está hecha de árboles sino de acordes. Es la armonía” (Paz, 1985). En esta selva poblada de resonancias la poesía será la reconciliación y la inmersión en “la armonía del gran Todo”. En este punto, Ángel Rama establece el matiz que los diferencia: mientras que Martí, para poder conservar su orden natural en oposición a todo tipo de imposición cultural ideológica, tuvo que prescindir de Dios, Rubén Darío debió conservarlo, pero sin aceptar la naturaleza tradicional mediante la composición de su estética selva sagrada, “la selva americana, símbolo de fuerza y espontaneidad, realidad sin mácula, presencia inconmensurable de Dios” (Rama, 1977). Mayor afinidad hay entre Rubén Darío y José Martí en la esencialidad de dos elementos: el estilo y el género. En cuanto al estilo, ambos realizan en sus escritos la superación de la producción literaria en español, cuyo estado describe Rubén Darío en su prefacio a los Cantos: “la expresión poética está anquilosada, a punto de que la momificación del ritmo ha llegado a ser un artículo de fe”. En esta reanimación del idioma español desde la sensibilidad americana, tanto Rubén Darío como José Martí elaboran paralelamente una propuesta rítmica de combinaciones métricas y novedades temáticas que desde Ismaelillo hasta El canto errante consagran la especificidad de la literatura latinoamericana dentro de la historia de la literatura occidental. En cuanto a los géneros, ambos autores se consagraron en los dos géneros reinantes de la época: la poesía y la prosa periodística en forma de crónicas, prosas altamente estetizadas, prosas de poetas. Tanto Rubén Darío como José Martí han desarrollado su trabajo intelectual en el marco de una modernidad universalizada e itinerante que los condujo por las mismas rutas: Hispanoamérica, España y Estados Unidos. Ambos ejercieron el periodismo, profesión intelectual que, para tantos escritores de la época, constituía un salvavidas económico en un momento en el que la profesionalización de las letras y la autonomización de la literatura, en relación conflictiva con el mercantilismo capitalista de la modernidad, obligaba a muchos escritores a buscarse alguna manera sólida de ganarse la vida mediante su trabajo intelectual. Rubén Darío y José Martí fueron corresponsales de prensa en el extranjero del diario La Nación: el trabajo de ambos en esta tarea fue fundamental para un nuevo género, la crónica modernista, género al que se dedicaron sin dejar nunca de lado la primacía de la literatura. Julio Ramos describe un nuevo tipo de intelectual, encarnado tanto por Darío como por Martí, que estaría “dominado por la orientación de la industria” (Ramos, 1989). Un Martí más mundano, faceta generalmente desconocida por su representación como héroe, nos devuelve la imagen de un profesional asalariado que, al igual que Rubén Darío, debe luchar por su supervivencia en un medio económicamente hostil para los poetas[1]. No obstante fue esta función de cronista la que posicionó a Martí como un intelectual revolucionario: sus crónicas sobre los congresos del Panamericanismo son documentos sólidos para considerar a Martí como el intelectual latinoamericano cuya labor crítica conforma una toma de conciencia y un plan de lucha tanto en contra del expansionismo norteamericano como a favor del independentismo cubano. De los poemas a las crónicas, de las crónicas a las Bases del partido revolucionario cubano y de aquí a los diarios de campaña, la estética de Martí deviene cada vez más en una ética política y combativa que Darío jamás pudo abrazar. Sin embargo, también aquí es posible algunos paralelismos. En la temática política, tanto José Martí como Rubén Darío han tenido un doble movimiento de atracción y denuncia contra estados unidos. Crónicas como El Puente de Brooklyn o Fiestas de la Estatua de la Libertad manifiestan la misma admiración ante la moderna e industrial sociedad norteamericana como el poema Salutación del águila de El Canto Errante. Admiración que inmediatamente será contradicha por la crítica y la denuncia, manifiesta tanto en las numerosos crónicas panamericanas como en el No proferido a Roosevelt, en Cantos de vida y esperanza. Crítica y denuncia que, tanto en Martí como en Darío, será fácil articular con la sensibilidad arielista que contrapone al materialismo utilitarista de la cultura anglosajona la fogosidad del espíritu latino, espíritu encarnado con máxima contundencia en estos dos poetas fundamentales para la discursividad latinoamericana.
[1] En el Epistolario de editores recogido en El archivo de Rubén Darío, se puede observar en cartas como las de Gregorio Pueyo o las de Fernando Fe la precariedad económica en torno al negocio editorial sobre la obra de Darío.
3 comentarios:
El Poema del Niagara u Oda al Niagara, no es de Jo.ée Martí, sino de José Maria Heredia, poeta romántico cubano nacido en Santiago de Cuba.
Error garrafal el suyo.
Che Margarita y Alejandro, en realidad están equivocados los dos! Ni es de Martí, ni es de José María Heredia: en primer lugar, en ningún momento dijo "Oda al Niágara", sino "El poema del Niágara", que es distinto; y además, el poema pertenece a Juan Antonio Pérez Bonalde, y lo que sí ha escrito José Martí sobre él es un prólogo sobre su libro:
http://www.josemarti.info/libro/prologo_poema_niagara.html
y aquí el poema:
http://epdlp.com/texto.php?id2=2948
Espero que puedan ver el mensaje jeje
Saludos!
(Por las dudas, aclaro que no soy yo, sino mi novio, un tal Ezequiel. Saludosss)
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