El trabajo de los intelectuales siempre se ubica en el seno de una tensión que por momentos resulta irresoluble: por un lado, el intelectual toma la palabra para incitar o comandar la rebelión; por el otro, reconoce el ámbito mismo de la escritura como un espacio propio de la clase dominante contra la cual escribe, masticando la amarga certeza de que el público propio de la producción intelectual excluye la masa de oprimidos que el escritor quiere liberar. En términos más generales y políticos, la tensión se inscribe en la célebre dicotomía de la pluma y de la espada, o la pluma y el fúsil, según los tiempos que corran: el intelectual revolucionario, portavoz de la rebelión, ha de llegar al momento de la encrucijada en el que su función académica entra en dialéctica con su deber combativo de pasar a la acción. ¿Y es la escritura una acción equiparable a la lucha armada? ¿Se puede conciliar el fusil con la pluma? Sartre hace otra pregunta dramática: ¿para quién se escribe? Pero más dramático resulta constatar el desde dónde, y siempre se escribe desde la cultura letrada, espacio tradicionalmente propio de las clases dominantes. En este sentido, la escritura revolucionaria siempre ha de ser, en palabras de Martí, una lucha contra el monstruo ejercida desde la entrañas del monstruo mismo. Esta tensión es un clásico de la producción textual latinoamericana, cuyos orígenes podrían rastrearse en la obra del inca Garcilaso de la Vega quién, a la hora de reivindicar el pasado indígena de los conquistados, no tiene más recursos que aquellos que le proporciona la educación y la lengua española de los conquistadores, y esta dramática paradoja resulta fundacional de las letras latinoamericanas. Sobre esta problemática podemos inscribir algunos conceptos fundamentales de algunos intelectuales influyentes para la producción contemporánea: Petras, Sartre, Said, Gramsci y Fanon.
Como punto de partida considero pertinente examinar algunas aproximaciones del escritor Edward Said que, al tiempo que reflexiona sobre la crítica literaria, se para en el centro conflictivo de la polémica sobre la intelectualidad afirmando que, en el ámbito de la batalla intelectual, tanto las posturas tradicionales o de derecha cuanto las posturas nuevas o de izquierdas reconocen igualmente una ineludible controversia entre “la retórica de la teoría y las realidades de la práctica” (Said, 1983). La conclusión es categórica: Para Said, más allá de los logros de ciertas corrientes críticas de izquierda, y más allá de un propuesto concepto de “afiliación” que pondría al intelectual en relación útil con el mundo, hay que aceptar que la crítica está restringida a la academia y proscrita de la calle. Este principio es la causa de que Said le ponga las escépticas comillas a la palabra izquierda en el ámbito del pensamiento crítico y de que haga una nueva pregunta dramática: ¿los críticos son peligrosos para quiénes? El segundo principio de Said es todavía más alarmante: todas las formaciones culturales e intelectuales existen en el marco de una serie de relaciones que son absorbidas por el poder del Estado. En el mismo terreno de la intelectualidad universitaria norteamericana, debemos situar el caso de James Petras. Y en Petras la tensión es ineludible desde el comienzo de su carrera: según un escrito autobiográfico, el sociólogo norteamericano decidió dedicarse a las letras e ingresar al ámbito burgués de la universidad un día en que descubrió, luego de una profunda herida sobre su propia mano, que no servía para cortar pescado junto a los demás trabajadores. Esta es, en términos de Said, la encrucijada que se abre entre la calle y la academia. Según su padre, Petras tenía la cabeza en otra cosa. Ahora bien, ¿es posible considerar que esta otra cosa, esta cosa distinta, excluida del trabajo con las manos, sea sin más la actividad intelectual? En su artículo sobre los intelectuales en Cuba, Petras sostiene que el papel de los intelectuales, en relación con los acontecimientos, implica una función de clarificación y sobre todo “la afirmación de las identidades de los pueblos frente al gran enemigo de la humanidad” (Petras, 2003). Asimismo, en la presentación de su último libro, se refiere a la gente del mundo académico en estos términos: “no estoy planteando que tengan que salir de su ámbito, sino que tienen que dar la lucha allí”. Está claro que según Petras el intelectual tiene una funcionalidad política, de apreciable utilidad para la emancipación de los oprimidos cuya máxima labor es la de producir conciencia. Sin embargo, no puede evitar advertirse sobre un punto problemático: el intelectual, incluso el intelectual de izquierda, suele contribuir a la consolidación de la hegemonía burguesa. En su artículo Los intelectuales de izquierda y su desesperada búsqueda de respetabilidad, Petras sostiene que la respetabilidad de los intelectuales implica un uso por parte de ellos de las fuentes, lo métodos y las dignidades burguesas. En este artículo Petras reconoce que la mayoría de los intelectuales están disociados de las luchas populares y que, en su análisis del mundo, han aceptado las premisas del neoliberalismo asimilando el lenguaje y los conceptos de los teóricos burgueses. Esta operación implica incluir, en sus asomos mediáticos, la participación de individuos prestigiosos pero ideológicamente claudicantes así como legitimar el prestigio de los premios burgueses. Sobre la base de esta disfuncionalidad, Petras propone una clasificación de los intelectuales de izquierda contemporáneos –intelectuales de alquiler, domésticos, angustiados, pesimistas- cuya única opción rescatable es la del intelectual irreverente: aquél que no se deja impresionar por títulos ni premios, antihéroes comprometidos con las luchas populares, hombres objetivamente partidarios y partidariamente objetivos cuyo prestigio depende del reconocimiento de su obra por parte de los activistas, obra que se caracteriza por la construcción de una “cultura contrahegemónica”. Según este análisis, pareciera que los defectos antirrevolucionarios de los intelectuales se deben exclusivamente a la falencia de la moral o a la inadecuación de los métodos de cada uno, pero no sería un problema intrínseco a la naturaleza de los intelectuales, gente de letras formados en instituciones hegemónicas. Este intelectual irreverente se aproxima al intelectual comprometido del planteo sartreano, aunque Sartre, más materialista y más historicista, observa que las contradicciones de los escritores responden a motivos históricos y sociales, o a la naturaleza misma de la escritura que parecen trascender la responsabilidad cívica de cada autor. No obstante, propone al igual que Petras la figura del intelectual encarnada en la de un escritor comprometido que, en el caso de la literatura, considera a su arte como un elemento provisto de una inevitable función social: “El escritor no es ni una Vestal ni un Ariel; haga lo que haga, “está en el asunto”, marcado, comprometido” (Sartre, 1991). Sartre aboga por una literatura comprometida que rinda un servicio liberador a la colectividad, una literatura que, situada en su época, la combata apasionadamente, aceptando morir en ella con la inequívoca intención de contribuir a que se produzcan cambios: “nos colocamos al lado de quienes quieren cambiar a la vez la condición social del hombre y la concepción que el hombre tiene de sí mismo” (Sarte, 1991). Sin embargo, Sartre alude a un porvenir que no puede evitar considerarlo “utópico”, a la vez que no deja ninguna duda con respecto a un punto: el escritor, sea rebelde o respetuoso, es en sí mismo un producto de la burguesía. La propia historia de su constitución lo revela, en los tiempos modernos, como un sujeto incierto sobre su posición social, demasiado tímido para rebelarse contra la burguesía que le paga y demasiado lúcido para aceptarla sin reservas: “Ante los burgueses que le leen, tiene conciencia de su dignidad, pero ante los obreros, que no le leen, padece un complejo de inferioridad”. Otra vez la tensión: el escritor, producto de la burguesía, no puede desarrollar su obra crítica sin deshacerse de graves contradicciones. La lejanía que hay entre su obra y al terreno propio de los obreros sigue siendo la principal: el escritor no pertenece al ámbito de la clase que pretende liberar; si bien se jacta de haber roto con la burguesía, en tanto se niegue a descender de clase esta ruptura, sostenida solamente en el ámbito de las letras, será una ruptura meramente simbólica ya que “quién le lee, le alimenta y decide acerca de su gloria es la burguesía”. La única posibilidad que tiene el escritor de participar de la lucha es la de convertirse en un intelectual, y un intelectual no puede ser más que crítico. Aunque su actividad provenga de la burguesía, debería ponerla al servicio de una revolución que daría por finalizada la existencia de las clases sociales. La problemática inherente a la intelectualidad y el clasismo adquiere en la obra de Gramsci, otro autor marxista, un esquematismo más riguroso pero más cuestionable. Para Gramsci el intelectual es siempre un intelectual orgánico. Cada clase social crea sus propios intelectuales que responden a sus intereses. Desde este planteo, la independencia del intelectual es una “utopía social” (Gramsci, 1975). Así como hay intelectuales funcionales a la burguesía, es necesario entonces, como contrapartida, construir una intelectualidad que sea orgánica al movimiento obrero. Lo más interesante de esta postura es la concepción de un intelectual como una figura amplia que está por encima de la función de la escritura: todo aquél que contribuya a organizar un orden o una rebelión es un intelectual. Para Gramsci son intelectuales todos los miembros de un partido y, en el caso del capitalismo, los empresarios, en tanto asumen funciones de organización, forman parte de la intelectualidad. Esta postura abre las puertas a la posibilidad de dejar de considerar a la intelectualidad como una práctica esencialmente burguesa propia de los hombres de letras, lo cual resulta discutible tal como lo afirman los conceptos de otros intelectuales como el referido caso de Sartre. Pero es en el caso de Fanon y su célebre Los condenados de la tierra en donde la posible figura del intelectual orgánico de las clases oprimidas cobra una mayor relevancia. Fanon, aún lidiando con todo tipo de contradicciones que considera típicas de la realidad colonizada, asume las armas intelectuales con la utilidad propia de un grito que llama a la guerra: la palabra del intelectual se podría conciliar con la lucha por la liberación en tanto que el intelectual, proveyendo a las clases oprimidas de una conciencia revolucionaria de sí mismas, podría adquirir una participación activa en la batalla. En algún momento habrá que dejar los libros y tomar las armas, pero hasta ese momento la utilidad de los libros no es en modo alguno subestimada en tanto contribuya a la acción. A los largo del libro, Fanon hace un justificación intelectual de la violencia como único medio de liberación. En el primer capítulo de Los condenados de la Tierra llamado justamente “La violencia”, Frantz Fanon señala las condiciones del terreno: el terreno es estrecho y disputado. El terreno es una zona bipolar, está habitada por dos tipos de hombres que, siguiendo una lógica aristotélica, obedecen a un principio de exclusión recíproca: no es posible ningún tipo de conciliación. El colono está allí para despojar al colonizado de sus bienes, de su identidad y de su vida, y el colonizado debe aceptar este destino o rebelarse haciendo de la violencia que se le inflige un arma que lo libere, un arma a su favor: “la descolonización es siempre un fenómeno violento”. No hay otra manera: el intelectual colonizado que intente buscar la manera de la coexistencia se dará cuenta que el colono no tendría ningún interés en convivir fuera de un contexto colonial, fuera de una relación de explotación en beneficio propio y sufrimiento ajeno. El intelectual colonizado debe sumergirse en el pueblo y descubrir las contradicciones de los principios que se le han impuesto, debe descubrir las falacias de un discurso que, cuando habla de derecho, de ley, de valores, se refiere a elementos excluyentes, y es su propia nación, sometida a otra, la que está excluida y debe liberarse. La categoría de “intelectual colonizado” es interesante en la medida en que, al tiempo que se asume que el intelectual está impregnado de las categorías de la clase dominante, no obstante puede servirse de este privilegio discursivo para elaborar un plan de lucha o, en términos de Petras, una cultura contrahegemónica. En Fanon las contradicciones que experimentan los luchadores son tan violentas como las soluciones: hay que hacer un hombre nuevo –últimas dos palabras del libro, las conclusivas-, y para hacer este hombre nuevo hay que luchar no sólo contra el opresor sino contra uno mismo, contra aquello que hay de colonizado en el colonizado, contra todo lo que hay en el dominado que haya sido puesto allí por la mirada del dominador. Sartre, maravillado con este libro, anuncia en el prefacio que por primera vez surge en la intelectualidad un discurso que se sitúa por fuera de la hegemonía europea, negándoles a los europeos el papel de público, de inevitables interlocutores. Sin embargo, es posible seguir hallando contradicciones irresolubles en el libro de Fanon, siendo la principal de ellas aquella que consiste en hallar el modo de conciliar la actividad de producir libros con la violencia social del combatiente revolucionario. De todos modos, al asumir el terreno de las contradicciones como una realidad inevitable pero reversible, el libro de Fanon es una síntesis acabada del problema de la intelectualidad: la oscilación entre la acción y la palabra, o el deseo de considerarlas análogas en todo proceso de liberación.
1 comentario:
En Montevideo, en estos días se está llevando adelante por la cAsa de los Escritores de Uruguay un ciclo de charlas denominado Lenguaje y Poder. De alguna manera bstante evidente los puntos de contacto son muchos aunque no sean demasiado similares las opiniones y el propio enfoque. Ni bien pueda hacerme de alguna de las desgrabaciones, te acerco algo. Una charla en particular, del escritor Carlos Liscano "Lenguaje e Impunidad" estuvo muy buena.
Saludos
Silvia
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