Introducción
Desde la antigüedad hasta los intentos de la vanguardia, la literatura se afana por representar algo. ¿Qué? Yo diría brutalmente: lo real.
Roland Barthes.
En su Lección Inaugural para la cátedra de semiología lingüística, Rolland Barthes afirmó con toda la contundencia de una certeza el siguiente principio: si todas las disciplinas debieran ser expulsadas de la enseñanza excepto una, la que debería ser salvada es la literatura.
La conveniencia de esta elección tiene muchos motivos, y el principal es la capacidad de la literatura de recoger como parte de sí misma a todos los demás discursos porque “todas las ciencias están presentes en el discurso literario” (Barthes, 1977).
Esta enormidad tiene un argumento sencillo: no hay ciencia ni cultura fuera del lenguaje, y la literatura es el lenguaje vuelto sobre sí mismo. Mientras que ni la historia ni la filosofía, por poner dos ejemplos distinguidos, pueden constituir en su discurso literatura, sucede que la literatura puede constituir en su discurso a la filosofía y a la historia.
Esta ventaja de la literatura implica la paradoja de que el discurso literario, es decir, el discurso ficticio, pasa a ser un discurso privilegiado a la hora de recoger elementos de la realidad. El hecho de que la ficción pueda recoger más elementos de la realidad frente a otros discursos que, desde los principios positivistas, se han validado por su pretensión de ciencia u objetividad, radica en que los límites de la ficción no son otros que los límites del lenguaje mismo: la literatura, en tanto no se proponga nada, es capaz de decirlo todo. Este privilegio debe someterse a una sola condición: la literatura puede decirlo todo pero en tanto que todo lo que diga sea convertido en literatura.
En los relatos The Buenos Aires Affair y Los Cachorros del argentino Manuel Puig y del peruano Mario Vargas Llosa, es posible identificar el privilegio literario, es decir, todo aquello que hace de la literatura un discurso que merecería ser salvado por encima de los demás. Las características de este privilegio se irán desarrollando a lo largo de este ensayo pero, en términos generales se puede decir que, al contrario de otros discursos, el privilegio del discurso literario se debe a que, siendo su naturaleza una naturaleza estricta y autorreferencialmente lingüística, y siendo el lenguaje la condición principal de todo discurso, la literatura puede apropiarse de las posibilidades y de los recursos de todos los demás discursos y ofrecer una obra cerrada, válida en sí misma, logrando como resultado una condensación precisa de una multiplicidad de fenómenos imprecisos.
El problema
Sería una palabra-ausencia, una palabra-agujero, con un agujero clavado en su centro, ese agujero donde se enterrarían todas las demás palabras. No se habría podido pronunciarla, pero se habría podido hacerla resonar.
Margarite Duras.
El problema de todo discurso, el problema de toda voluntad de decir, es aquello que no se puede decir, todo aquello que se resiste a ser dicho. Decir una cosa implica tener que seleccionarla entre otras, arrancarla de su contexto, omitir otros elementos condenándolos al silencio y, en el proceso de la escritura, reconstruir esta cosa sedimentándola en las leyes y los criterios de un discurso cultural determinado. El problema de decir algo es que este algo es un algo de un todo y esta totalidad, dispersa, caótica, infinita, no podemos abarcarla, no podemos tocarla sin ultrajar su naturaleza inconmensurable, sin arrancarle un pedazo de sí misma. Esta totalidad es como el lenguaje: sus límites no se nos precisan, sus posibilidades se nos multiplican hasta lo infinito, su origen se nos ha perdido, formamos parte de sus redes y no obstante queremos representarlo, decirlo.
La pretensión de querer decirlo todo, la intensión de dar cuenta de algún fenómeno, de representarlo en toda su multiplicidad y en todos sus detalles, es un imposible, una ficción: querer decirlo todo diciendo algo es la ficción del lenguaje mismo, la literatura. Por lo tanto, el discurso literario comporta ante la totalidad el privilegio de su propia naturaleza que es el lenguaje mismo: los símbolos de las cosas, las partes que aluden al todo. La totalidad es lo inefable, y la literatura es el discurso privilegiado para decirlo.
Tanto en The Buenos Aires Affaire como en Los Cachorros el discurso literario hace un uso explícito de su privilegio discursivo.
Los protagonistas masculinos, Cuéllar y Leopoldo Druscovich, pese a sus diferencias accidentales comparten semejanzas sustanciales: ambos personajes padecen de un problema sexual que, con orígenes traumáticos en el pasado, afecta la totalidad de sus vidas, ambos producen violencia y son víctimas de la violencia, una relación conflictiva con las mujeres, una muerte idéntica. Pero una de las semejanzas más interesantes para este estudio es el hecho de que ninguno de los dos narra su vida: son narrados, son narrados por la literatura. Ni Cuéllar ni Druscovich son capaces de decirse a sí mismos, siempre son dichos por un discurso. La literatura es el discurso posible para representar la problemática inherente a sus vidas.
Ni el discurso clínico, ni el discurso forense, ni el discurso jurídico podrían construir, presas de sus limitaciones, una imagen tan completa del caso Druscovich como la que construye Puig por medio de un discurso literario: un discurso ficticio que conlleva los aportes del discurso clínico, del discurso forense, del discurso jurídico.
Tampoco el discurso de la historia, subordinado a la documentación objetiva, podría construir el relato de una biografía como la de Cuéllar tal como lo logra Mario Vargas Llosa con un discurso literario que, debido a la singularidad de su voz narradora, recoge y condensa todos los detalles del personaje que se les hubieran escapado a otros tipos de discursos.
En efecto, la voz narradora de Los Cachorros es una voz que recuerda, que no hace más que recordar. Narrador testigo, sí, pero este testigo, que estuvo presente en todos los sucesos relatados, pareciera no tener en la historia más incidencia que este mismo carácter de haber estado ahí, sus acciones no han alterado ninguno de los sucesos, ni siquiera sabemos su nombre: es la voz del recuerdo.
“Todavía llevaban pantalón corto ese año, aún no fumábamos…”.
Esta voz narradora, que en todo momento oscila entre la tercera y la primera persona, es una voz tan consistente como impersonal, tan incluida como excluida: es el privilegio literario que, sin dejar de ser un discurso propio, un discurso diferente, incluye todo aquello que es susceptible de ser lenguaje, de ser palabra. Como la ficción misma, la voz narradora de Los Cachorros está fuera de la realidad al mismo tiempo que la realidad late dentro de ella. Esta voz sin nombre propio es la voz del discurso mismo, del criterio de selección, del procedimiento de construcción posible de un pasado, una vida, una realidad imposible de ser reconstruida de otro modo, de ser dicha por otra voz. Esta voz es la voz que puede incluir otras voces: esta voz sólo puede ser pronunciada y admitida por la literatura.
El trauma, la realidad.
La realidad soy yo y setecientos millones de chinos, un dentista peruano y toda la población latinoamericana, Óscar Collazos y Australia, es decir el hombre y los hombres, cada hombre y todos los hombres.
Julio Cortázar.
La realidad es lo impresentable. La realidad de Cuéllar y Druscovich son sus hechos, sus pensamientos, sus circunstancias, sus terrores, sus deseos, las consecuencias de sus vidas en las vidas de los otros, las acciones de éstos otros que los afectan, lo que los otros piensan de ellos, lo que imaginan y lo que sueñan: lo que ni ellos mismos saben que ellos son. No podrían decirse, no podrían decir de ellos mismos tanto como puede decir sobre ellos el discurso literario.
Cuéllar y Druscovich, personajes de ficción, son dos símbolos, simbolizan la capacidad de la literatura de decir lo indecible, de poner en escena lo que está escondido. Ambos personajes, leídos desde esta perspectiva que los considera símbolos del privilegio ficticio, comparten un rasgo significativo: la violencia traumática. Hay en cada uno de ellos un hecho traumático que afecta sus vidas de manera visceral: el accidente de Cuéllar, el crimen de Druscovich. Ninguno de los dos, luego de haber sufrido sus desgracias, se refieren a ellas de manera explícita, asumiéndolas, expresándolas. Desde el mismo día en que el perro muerde a Cuéllar el silencio y el ocultamiento se ponen en primer lugar:
“Cuéllar todavía no estaba curado y él chist, era un secreto, su viejo no quería, tampoco su vieja, que nadie supiera, mi cholo, mejor no digas nada (…)”
Esta realidad traumática, irrepresentable, queda no obstante representada para siempre en el nombre mismo del personaje: Pichulita. El nombre, la palabra, una palabra que hace presente en todo momento aquello que no se dice, el motivo por el cual Cuéllar “comenzó a hacer locuras para llamar la atención”, el motivo por el cual no puede lograr una relación con Teresita Arrarte, el motivo de sus borracheras, sus temeridades deportivas y, finalmente, su repentino llanto a bordo del auto que lo llevaría a la muerte a causa de sus excesos e imprudencias. La historia de Cuéllar es la historia de su trauma, el trauma en sus dos acepciones: lesión y choque emocional. Este trauma, a menudo escondido y oculto para los personajes del relato, y casi siempre lo indecible, es el tema del discurso ficticio, el argumento, el hilo que entrelaza todos los hechos: este indecible es lo que la literatura no deja de decir sirviéndose de su privilegio, la ficción, el lenguaje mismo.
Un trauma es una realidad compleja, rota, desarticulada por una violencia. El trauma es el elemento más proclive a convertirse en lo oculto, en lo no dicho. En Los recuerdos encubridores, Freud observa que en ciertos estados mentales patológicos, la relación entre la importancia psíquica y la adherencia a la memoria desaparece, hasta el punto de que un histérico puede caracterizarse por presentar síntomas de amnesia, total o parcial, “en lo que respecta a aquellos sucesos que han provocado su enfermedad” (Freud, 1899). Hay una fuerza psíquica que se resiste a ciertos recuerdos que entra en conflicto con la fuerza contraria que impela a recordarlos. En el mismo texto, Freud describe la posibilidad de que una imagen mnémica traumatizante, originalmente justificada, puede ser desplazada por otra que, constituida por asociación, evita el conflicto de la angustia inherente a la originaria. Todavía convaleciente, Cuellar les dice a sus compañeros que es mejor olvidarse del hecho o, más precisamente, desplazarlo por otro:
“había sido en la pierna nomás”.
Pero es en Leopoldo Druscovich, en The Buenos Aires Affair, donde un hecho traumático, tan presente como encubierto, acompaña al personaje a lo largo de toda su historia. El crimen del baldío, crimen preponderantemente sexual, ocupa en el discurso literario aquello que es indecible y que no deja de decirse, aquello que, en su paradójico carácter de ausente, manifiesta su presencia en la acción de los personajes. Leonardo Druscovich, siempre atormentado por la culpa de este crimen, intenta decirlo en varias oportunidades sin conseguirlo: intenta decírselo a sí mismo, al psicólogo, a María Esther Vila en las conversaciones telefónicas. Son varios los detalles del pasado que, debatiéndose en una memoria traumática, afectan el presente del personaje. El máximo terror de Druscovich, acuciado por la posible denuncia de la artista plástica a la policía, la amenaza de que este muerto resucite, de que este indecible sea dicho, explica todos los nervios y las perturbaciones del 20 de mayo de 1969 e impelan al personaje a planear un crimen futuro sobre Gladys Hebe D’Onofrio, la protagonista femenina de la novela:
“Si mataba a una mujer podría demostrar a María Esther Vila que siempre su intensión había sido ésa, y una vez convencida de sus verdaderas intensiones la nombrada dejaría de indagar sobre el crimen del baldío”.
El terror por el crimen del pasado es lo suficientemente irracional como para que sea preferible, antes que lidiar con él, la ejecución de un nuevo crimen futuro. Druscovich sale del departamento de policía, exitoso en su impunidad, y comete todo tipo de acciones nerviosas, neuróticamente injustificadas: alejarse 40 quilómetros sin rumbo fijo, olvidarse de pagar una gaseosa en un bar del camino, comprar un helado de un gusto indeseado. Cuando el helado se le cae entre las piernas le sucede lo siguiente:
“Un escalofrío lo sacudió al ver los rastros blancos algo más debajo de la bragueta y sobre la pantorrilla, los transeúntes podrían concebir algo obsceno”.
Este escalofrío es el pasado: son aquellas manchas blancuzcas que, durante la juventud, ya habían sido causa de una amonestación por parte de su cuñado. Un pasado traumático no deja de perseguirlo: Druscovich, quien en su sexualidad adulta vuelve a oír la metáfora de la “campanita” –paralela a Pichulita- en alusión a los juegos incestuosos de su hermana, es el mismo hombre que atribuye una simple persecución policial por exceso de velocidad al descubrimiento del crimen del baldío. La narración de este crimen a cargo de la voz narradora del capítulo VI, una voz media que describe una historia, difiere considerablemente del propio relato que Druscovich intenta, entre balbuceos y escisiones, narrar a su psicoterapeuta:
“…de forma accidental, jugando, yo tiré ese ladrillo al aire, no pensé que él estaba tan cerca… y él estaba ahí, y lo lastimé en la nuca…”
En este relato, posiblemente por aquellas razones freudianas, los hechos han sido sustancialmente modificados: la víctima es un amigo al que se hiere de manera involuntaria. El discurso de Druscovich en el diván, un discurso lleno de elipsis, de contradicciones y de fragmentos entrecortados, nos conduce al eje principal de este ensayo: el privilegio literario.
El discurso indecible
Lo que la obra no dice, lo manifiesta, lo descubre en todas sus letras; no está hecha de nada más. Ese silencio le da también su existencia.
Pierre Macherey
Del mismo modo que, para el individuo psíquico, la violencia de un hecho pasado puede constituir un fenómeno traumático que, encubierto o escindido, contamina todas las acciones de su presente, la realidad misma es a su vez el fenómeno traumático de todo discurso. Todo discurso se basa en una relación conflictiva con la realidad en la medida en que ésta apabulla al escritor con la inevitable vastedad de sus elementos, sus infinitos matices, sus inabarcables consecuencias: para cualquier tipo de discurso la realidad total de un hecho, por minúsculo que fuera, funciona como trauma discursivo en su calidad de indecible y por la consecuente fatalidad de no poder representarlo sin recortarlo, sin construirlo desde una subjetividad parcial, artificial, estética, performativa. La realidad implica la violencia de su importancia inasible, y el discurso implica la violencia del recorte.
Entre todos los discursos, el discurso literario se sirve de la ficción, de su precioso privilegio, para hacer circular los distintos registros y los distintos saberes que dan cuenta, en una obra cerrada, de esta multiplicidad de sentidos inherente a todo fenómeno social o psíquico. El relato de Druscovich en el diván, las llamadas telefónicas con una voz invisible, es decir inaudible, o la desgravación por parte de la policía de las conversaciones con María Esther Vila son fragmentos que permiten, incluidos como elementos de la ficción, una representación explícita de la realidad, una metáfora de la realidad misma:
“-Nadie saber llegada país, él contar todo revivir pesadilla volver morir gozar aliviar dormir terminar relato llorar convulsivo, todo tiempo durar confesión cabeza mis rodillas llegada él furioso rechazar, ahora calmo aliviado, colocar almohada debajo cabeza, él tirado sofa volver cocina él sofa sonrisa, tazas té pedir segunda taza, fumar uno sacar coche casa besar frente, volver su casa tener sueño”.
El asistente del oficial, sin poder grabar el relato de la artista plástica durante la conversación telefónica, se vio superado en su escritura por la vastedad y la multiplicidad de detalles, por la inconmensurabilidad de los hechos: el tiempo de la escritura no podía competir de ningún modo con el tiempo real de la conversación, no era capaz de aprehender los hechos, la realidad de lo que se pretendía registrar, el asistente no podía captar el “affaire” de la conversación” en su totalidad. El resultado es un texto caótico, un reflejo de la realidad misma, una metáfora de lo que puede ser la escritura antes de ordenar sus componentes en un discurso formal. El discurso literario, al contrario de otros discursos, dispone por sus posibilidades ficticias de innumerables recursos para condensar en un texto la multiplicidad de un asunto: los recursos del lenguaje mismo, elemento imprescindible de todos los discursos. El Affair de The Buenos Aires Affair contiene dentro de sí las escenas y los diálogos del mundo cinematográfico, es decir, el arte del montaje. Las diferentes piezas discursivas de este montaje de elementos tan diversos, privilegio exclusivo de la literatura, incluye la descripción de paisajes tanto naturales como espirituales, la narración de hechos precisos, el intertexto de otros elementos literarios (poema de Bécquer), las fantasías privadas, los recuerdos, los olvidos, las llamadas telefónicas anónimas, los terrores y los placeres secretos, entrevistas imaginarias jamás publicadas, el formulario de un curriculum vitae, las privadísimas sesiones terapéuticas, las “acciones imaginarias”, las “sensaciones experimentadas” durante acciones concretas, las versiones de testigos ocasionales (el portero, la joven esposa), una autopsia Médico-Legal, las referencias omitidas en una autopsia.
La literatura, gracias a su carácter ficticio, lo puede todo: narra tanto lo que Leonardo Druscovich imagina cuanto lo que sucede con el esófago y la laringe de su cadáver.
La riquísima diversidad de detalles, ya materiales, ya inmateriales, que rodean todo hecho, toda realidad, todo affair, es aludida en el discurso literario quien, sirviéndose de su propia riqueza, la riqueza del lenguaje, representa con este privilegio de su carácter ficticio una pintura de la realidad misma, de su inmensidad indecible: el resultado es un ordenamiento sobrio de diferentes recursos narrativos que ofrecen una imagen acabada de la multiplicidad desquiciante de la realidad.
La historia y la literatura
La vida pasada es una hoja seca, resquebrajada, sin savia ni clorofila, acribillada de agujeros, arañada con desgarraduras, que si ponemos a contraluz ofrece todo lo más la red esquelética de sus delgadas y quebradizas nerviaciones.
Margarite Yourcenar
The Buenos Aires Affair y Los cachorros narran historias, hechos pasados. Si bien el discurso literario comporta el privilegio de utilizar los recursos y los registros propios de otro tipo de discursos, se puede pensar que, en su labor de narrar historias, el discurso de la historiografía sea el más solicitado, el más incorporado en el género literario. Resulta sencillo, en esta dirección, analizar las maneras en las que el discurso literario se parece o se apropia de características propias del discurso historiográfico. Michel de Certeau describe a la historia como “un texto que organiza unidades de sentido y lleva a cabo transformaciones cuyas reglas pueden determinarse” (Michel de Certeau, 1993). La historiografía, en el transcurso de sus prácticas, puede y debe recurrir a procedimientos semiológicos, ofreciéndose ella misma como un objeto de estudio de la semiología en tanto constituye un relato, un discurso linguístico. Puesto que la historia se refiere a un hecho pasado, el objeto de su discurso es siempre un objeto ausente, “el discurso del muerto”. Su enclave entre el pasado y el presente, la “articulación del acto que ella establece con la sociedad que ella refleja”, y el enlace ambiguo, impreciso, entre estos elementos que describe y las reglas del discurso que elabora en el presente, hacen de la historia un mito del lenguaje que “manifiesta la condición del discurso: una muerte”. Si el trabajo de la historia consiste en crear ausentes mediante una organización discursiva de unidades de sentido, la literatura hace otro tanto con las historias de los personajes que relata: The Buenos Affair y Los Cachorros resucitan la voz de dos muertos, Cuellar y Druscovich, reconstruyendo sus historias mediante una organización de unidades de sentido. Antes del discurso de la historia, los hechos del pasado de las naciones, aunque no sean imaginarios, existen tanto como los personajes de las ficciones. Para resucitarlos, es preciso este ordenamiento discursivo mediante procedimientos semiológicos que a la par que los resucita los recrea. La diferencia radica en la referencialidad: mientras que la historia se refiere a hechos supuestamente comprobables fuera de su discurso, cuyas notas al pie de página remiten a la documentación correspondiente[1], la literatura se caracterizaría por una autorreferencialidad -aunque aquello que diga pueda asociarse extraliterariamente con elementos de la realidad literal a criterio del lector-. Sin embargo, más allá de analizar las maneras en las que el discurso literario incorpora elementos del discurso historiográfico, es posible ir más lejos e invertir la relación hasta el punto de sostener que es más bien la historiografía la que debe tomar elementos de la literatura, el discurso privilegiado.
La literatura y la historia, el privilegio literario
No importa si el mundo es concebido como real o como imaginario; la manera de darle sentido es la misma.
Hayden White
Para Hayden White la historia es una ficción verbal cuyos contenidos son tanto encontrados como inventados. Esta aseveración llega al límite de concebir a la historia como un “género bastardo” de un discurso superior, en nuestras palabras, privilegiado: el discurso literario. La base de este argumento es lingüística: si bien la historia puede referir a sucesos diferentes a los ficticios, la ficcionalidad se halla de todos modos en las estructuras narrativas propias de ambos discursos. Los historiadores, condenados al constructivismo, deben hacer uso de la “imaginación constructiva” para relatar los hechos. El historiador, para construir una trama de sucesos históricos, debe dotar a estos sucesos de significados mediante una operación inevitablemente literaria, “productora de ficción”. Si bien la historia alude a hechos reales, la elaboración de esos hechos no son iguales a los hechos referidos: el historiador es tan incapaz de reproducir el pasado como lo es un discurso de reproducir la realidad. Por lo tanto, las narrativas históricas no pueden dejar de ser “enunciados metafóricos”, un complejo de símbolos que sugieren una similitud entre los acontecimientos y los relatos de los mismos. Al traducir los hechos en ficciones, la única coherencia del discurso histórico es la coherencia del relato: las técnicas del lenguaje figurativo son el instrumento compartido por el autor de discursos literarios y por el autor de discursos históricos, la diferencia es que éste último no suele ser conciente de la naturaleza de sus producciones. Según White, el trabajo del historiador consiste en dar sentido a un conjunto hipotético de acontecimientos ordenándolos en una serie estructurada dentro de un relato. ¿No es esta la operación de The Buenos Aires Affair? La diferencia radica en que la literatura, a la hora de seleccionar este conjunto de acontecimientos hipotéticos para escribir su historia, goza de una libertad ilimitada y de la posibilidad de utilizar, parodiar y reelaborar las posibilidades de todo tipo de discursos, tal como analizamos en The Buenos Aires Affair en su abundancia de testimonios terapéuticos, formularios de documentos legales, autopsias y biografías. El discurso histórico, al contrario, se halla limitado a sus propias pretensiones de cientificismo, a su éxito en términos de documentación y correspondencia con un pasado inabarcable. Tal como lo afirma LaCapra, las reivindicaciones de verdad, propias de discurso historiográfico, son tan pertinentes para el discurso histórico como para el discurso literario dado que los discursos literarios“aportan discernimiento acerca de fenómenos como la esclavitud y el holocausto, ofrecen una lectura de un proceso o de un período, o generan una sensibilidad ante la experiencia y la emoción que sería muy difícil de conseguir a través de métodos documentales escritos” (LaCapra, 2005). El privilegio de la literatura resulta en este sentido comprobable: la literatura, pese a su alusión indirecta, no sólo puede dar cuenta de verdades históricas tal como el discurso histórico: además de ello carece de vulnerabilidad a la hora de las críticas de sus logros, en el campo documental, y abunda de méritos y de apreciadas virtuosidades al ser una de las manifestaciones de la belleza, en el campo estético.
El privilegio de la literatura es que su ley es la del lenguaje, y el uso ilimitado del lenguaje permite la utilización de todos los discursos. Su razón de ser es su existencia misma, su autorreferencialidad: esta ventaja le permite no ser juzgada, dada su cualidad ficticia, en relación a los demás discursos y las demás disciplinas; la moral literaria es la moral del lenguaje, es decir, los resultados y la ejemplaridad de su uso, la literatura sólo se puede juzgar mediante criterios literarios. Mientras que otros discursos, como el caso del derecho y de la historia, hacen uso de la palabra para remitir conflictivamente a fenómenos externos al discurso mismo, solamente ante la literatura, debido a su materialización autosuficiente del lenguaje, se puede decir que estamos frente a un discurso que, por derecho propio, tiene la palabra y todo aquello que la palabra implica.
Bibliografía
Barthes, Roland, El placer del texto, seguido por la leccion inaugural de la cátedra de semiología lingüística del Collage de France pronunciada el 7 de enero de 1977. México: siglo Veintiuno Editores, 1996.
Certeau, Michel D. (1993) La escritura de la historia. México, Universidad Iberoamericana.
Freud, Sigmund, (1899). Los recuerdos encubridores, fragmento.
LaCapra, D. (2005). Escribir la historia, escribir el trauma, Bs. As., Nueva Visión.
Llosa, Mario Vargas, Los Cachorros, Los jefes, Clarín, Biblioteca de literatura universal, 2000.
Puig, Manuel, The Buenos Aires Affair, Seix Barral, Buenos Aires, 2000.
White, Hayden. (1978)El texto histórico como artefacto literario y otros escritos. Paidós, I.C.E. de la Universidad Autónoma de Barcelona, Barcelona, Buenos Aires, México.
[1] Dominick LaCapra considera el uso de las notas al pie como un criterio útil para diferenciar la historia de la ficción: “El articulo o la monografía de investigación es un texto repleto de notas que remiten a las fuentes, al punto que, en un paradigma de investigación restringido e ideal, hay una nota por cada aseveración que figura en el cuerpo principal”. ( LaCapra, 2005)
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