jueves, 6 de diciembre de 2007

Fin de siglo en la literatura argentina: una tragedia sin sangre.




Era como un árbol sin ramas, girando sobre sí mismo sin llegar a escapar de sí mismo; como si se hubiese curado de alguna enfermedad y no quedara nada. Como si hubiese perdido la confianza de estar para algo. O tal vez, la fe en estar.
Florencia Abatte, La intemperie.

En un brillante estudio sobre el clasicismo del siglo XVII, Lucien Goldman utiliza como criterio crítico el concepto de visión del mundo
[1]. El concepto de visión del mundo implica en la crítica literaria un criterio a la vez histórico, sociológico y estético que contribuye al análisis y a la comprensión de la forma y del contenido de los textos literarios esclareciendo la significación de los mismos. Este criterio tiene de base el supuesto de que la literatura, tanto como la filosofía o la historia, comporta ante todo una suma de lenguajes reservados a la expresión y a la comunicación de contenidos particulares: estos contenidos particulares constituyen concepciones del mundo.
Para analizar la concepción del mundo inherente a un hecho estético es necesario analizar dos tipos de adecuación: adecuación entre la visión del mundo como realidad vivida y el universo creado por el escritor, y adecuación entre este universo y el género literario incluyendo el estilo y los métodos empleados por el autor. Según Goldman todas las obras literarias válidas son coherentes y expresan una concepción del mundo representada en su estética -sus recursos estilísticos-, y en su contenido -elementos históricos y sociales-. Mediante la utilización de este método, Goldman analizará la concepción del mundo propia del teatro de Racine destacando la especificidad de tres elementos constitutivos de las obras: Dios, el Mundo y el Hombre.
Considerando el lugar asignado a Dios en las tragedias, el crítico demuestra el jansenismo propio del autor y del contexto cultural de la obra: un Dios que está siempre oculto es un elemento propio del teatro raciniano y del jansenismo del siglo XVII. La presencia protagónica de las mujeres –Fedra, Andrómaca- es otro elemento indicador de la concepción del mundo de estas obras: la pasión, rasgo crucial del héroe trágico, no era admitida en el siglo XVII como un respetable comportamiento masculino. Finalmente, la visión trágica propia de la concepción del mundo de estas obras se debe a una oposición radical entre el Mundo, un sitio habitado por seres sin conciencia ni grandeza humana, y el personaje trágico, cuya grandeza reside en la negación y en la incapacidad de conciliación con la mediocridad de ese mundo que finalmente termina por matarlo. Si bien Goldman advierte que el análisis de la concepción del mundo resulta particularmente adecuado para analizar obras de épocas pasadas, esto no implica la imposibilidad de determinar “las grandes tendencias sociales contemporáneas”.
En efecto, si aplicamos este método como criterio de análisis para examinar la significación de algunos textos de la literatura argentina contemporánea, observaremos en algunas recurrencias de forma y de contenido que estamos ante una producción textual que manifiesta una visión del mundo que, en términos generales, podríamos considerar como desencantada. Si al contrario del teatro de Racine -cuyo género ortodoxamente respetuoso de la regla de las tres unidades demandaba el desarrollo de la acción en un espacio cerrado-, damos el necesario salto acrobático en el tiempo y tomamos como ejemplo y punto de partida el relato 00
[2], del cordobés Federico Falco, veremos que el espacio cerrado de la batalla trágica del siglo XVII se revierte en un espacio abierto: la intemperie. Se trata de una intemperie desencantada en donde Mundo, Dios y Hombre, carentes ya de batalla y trascendencia, parecen fundirse en una visión del mundo que los concibe en un estado de nihilista desvanecimiento.
00 es el cuento de uno de los participantes de La Joven Guardia, antología de la nueva generación de escritores argentinos
[3]. Como su título lo indica, se trata de un cuento que representa la atmósfera y la llegada del siglo XXI. En el centro de la escena hay un grupo de jóvenes festejando la noche de año nuevo, un grupo de jóvenes que piensan, hablan y beben desde patios o jardines, pero siempre a la intemperie. Estos jóvenes miran al cielo, y no ven a Dios, miran a su alrededor, y no ven los héroes, y cuando miran el mundo sienten que el mundo, un sitio desprovisto de sentido, está a punto de desaparecer. En efecto, el primer elemento notable del contenido de este cuento es el elemento apocalíptico: Leandro, uno de los muchachos del grupo, dirá que nada más llegar el nuevo siglo “todo dejará de funcionar”. Esta admonición apocalíptica, más temible todavía ante un lago que separa al grupo de la Central Atómica (que explotará “como un gran hongo atómico, como un géiser gigante y un ojo de dios en medio del desierto”), se recibe sin ningún tipo de estremecimiento, con apática naturalidad. La prosa de este cuento, una prosa pausada, musicalmente armónica y placentera, una prosa que por momentos puede evocar aquella neutralidad o inalterabilidad propia del Camus que dice tranquilamente “Hoy ha muerto mamá” en la primera página de L’Etranger, es una prosa cuya voz desapasionada pareciera no ya contrastar con lo terrible de los hechos sino más bien delatar una visión sobre los mismos: una visión propia de una concepción del mundo que gira en torno del vacío y del desencanto en el contexto de una época que no parece ofrecer a sus contemporáneos ningún sentimiento de trascendencia.
El cero, además de aludir al nuevo siglo, comporta aquí su significación literal: es, como la vida de estos personajes, un algo que remite a una nada. La nada del mundo, el fin del mundo, el desierto: sentimientos que acompañan las preocupaciones de estos jóvenes a la intemperie, jóvenes de conversaciones banales, predecibles y despersonalizadas cuyas significaciones parecen ceder ante la ordinaria materialidad de una realidad que excluye todo elemento trascendental: el cuerpo, el sexo sin amor, la orina. Si buscásemos las imágenes más ciertas de este texto, deberíamos considerar todas aquellas que remiten a las metáforas del desvanecimiento: el mundo, que acabará con el nuevo siglo, las botellas vacías tumbadas en el barro, el caer de la ceniza, el “chorro de meo” que se pierde en el lago. “No duran”, le dice a Luisa un protagonista sin nombre: las parejas no duran. Este sentimiento de intrascendencia parece acompañar la desencantada visión de un mundo cuyos elementos se retoman en una mirada panorámica mediante las imágenes de las abuelas intentando ayudar en la mesa, los hombres discutiendo de política y negocios, las comidas, los festejos en Sydney, Yakarta, Budapest, los accidentes, el ladrido de los perros: nada parece tener sentido, nada parece conmover. Luisa, que está borracha, se desnuda para adentrarse en las aguas de un lago oscuro; sin embargo el protagónico relator, que advertirá el peligro que corre su amiga, no va a levantarse, se va a quedar mirando con una mirada impasible, abstraído en el recuerdo de un amante e indiferente a todo lo que suceda.
Visión desencantada: intrascendencia, desvanecimiento, nulidad de Dios, nulidad del Mundo, nulidad del Hombre. Si bien una concepción del mundo como ésta podría encontrarse en varios textos de la narrativa argentina contemporánea, sería muy simplista concluir en la existencia de una literatura apática y descomprometida que secundaría el desencanto que representa. Más bien podríamos decir que, así como Adorno garantiza un mayor grado de juicio político en aquellas obras donde la política no aparece en una elementalidad de disconformismo militante
[4], estos textos dan cuenta del desencanto de la realidad para denunciarlo, para representarlo dolorosamente, para decir que existe y para que se vea: cuanto más se exponga el desencanto de la vida tanto más se acentuará la denuncia. En definitiva, una manera de pasar a la acción ante el desencanto –en este caso su representación ficticia-, es una manera de no estar de acuerdo con él: representar el mundo por medio del arte es cuestionarlo, mostrar es denunciar, escribir es hacer.
Si bien es posible analizar distintos grados de protesta y de compromiso ante esta concepción desencantada del mundo –no es lo mismo la estética de Rejtman y la de Brindisi, por poner un ejemplo-, resulta evidente que hay en la narrativa argentina contemporánea una sensibilidad bien delimitada por una época- los noventa-, una temática –jóvenes a la intemperie- y una estética que pareciera, más que contraponerse a una literatura trágica, manifestar una especie de tragedia sin sangre, una tragedia que reside justamente en el hecho de que nada suceda, de que nada conmueva o de que nada importe: la tragedia no es el conflicto entre el hombre, dios y el mundo, la tragedia es el desencanto ante estos tres elementos, el sentimiento del vacío. Este sentimiento, que adquiere un carácter típicamente generacional, podría analizarse en un tema literario bien concreto: la relación que mantienen estos jóvenes desencantados con las características más encendidas y militantes de una generación anterior, los noventa frente a los setenta.
En este ensayo se ejemplificará la concepción desencantada del mundo de una generación mediante tres ejemplos concretos de tres autores contemporáneos: Ignacio Apolo, Fabián Casas y Patricia Suárez. En un corpus de dos cuentos y una novela, la generación de los setenta en algún momento medirá el recuerdo de su furia militante con el desencanto de una generación actual: el choque y la incomprensión reafirmarán tanto el vitalismo de aquéllos como el desencanto de éstos.
En el séptimo capítulo de Mímesis, Erich Auerbach analiza la emergencia del realismo en la literatura francesa del siglo XIX. La importancia de la literatura de Stendhal radica en el modo en el que, acaso por primera vez, los caracteres, las actitudes y las relaciones entre los personajes literarios se hallan representadas por medio de una ligación estrecha a las circunstancias históricas de una época. La primera observación que hace Aurebach sobre Le rouge et le noir es que algunas escenas fundamentales de la novela resultan incomprensibles sin el conocimiento tácito de la situación social, política y económica de la Francia anterior a la revolución de julio. El aburrimiento que Julián Sorel padece en los salones de La mansión de la Mole, no es un aburrimiento cualquiera: es un fenómeno histórico, político y espiritual propio de una época, la Restauración. El régimen borbónico había creado en los salones una atmósfera convencional, afectada, carente de libertad; no podía hablarse de problemas políticos y religiosos o había que hacerlo mediante frases oficiosas, falsas y desapasionadas. Según Auerbach, el clima de aburrimiento propio de estos salones de mediados del siglo XIX hubiera sido incomprensible para los franceses de una generación anterior, una generación radiante de osadía espiritual y de todo tipo de peligros y aventuras: “en los siglos XVII y XVIII los salones de esta especie eran todo, menos aburridos”
[5].
Si analizamos algunos textos de la literatura argentina de la década de los noventa y los comparamos con la generación anterior, podríamos describir en la Argentina del siglo XX un fenómeno similar a la Francia del siglo XVIII: el clima de época y la visión del mundo que subyace a la generación del menemismo podría resultar inconciliable con el vitalismo y el optimismo militante de la generación de los setenta. La incidencia del contexto social ofrece sin duda alguna muchas claves de lectura: mientras que una generación militante y optimista que protagoniza, en el marco de las dictaduras militares, una batalla contra un gobierno represor con el propósito de la instauración de una sociedad diferente, comporta consecuentemente una visión del mundo voluntariosa, combatiente y optimista, otra generación que ha nacido en una democracia signada por el fracaso y la muerte física de sus mayores comporta a su vez una visión del mundo desencantada que carece de ideales y de expectativas. La narrativa argentina de los noventa ofrece un punto de análisis interesante al registrar, en algunos de sus textos, la confrontación entre una generación y otra: cuando un joven de los noventa se halla frente a un adulto de los setenta el diálogo resulta problemático, cuando no imposible. Así como Julien Sorel, representante de un espíritu napoleónico, heroico y conquistador, contrastaba escandalosamente con el clima de época propio de los salones borbónicos, los jóvenes del menemismo contrastarán de una manera igualmente drástica ante los representantes de la generación anterior: una concepción desencantada del mundo no podrá entablar un diálogo con una concepción enérgica y combatiente. El quiebre de este diálogo representa el quiebre de una realidad, el fracaso de una generación y de todo un país que, debido a fenómenos políticos concretos, ha quedado desfragmentado, escéptico e indiferente a todos los sueños que una generación anterior había defendido hasta el punto de dar la vida.
La primera representación de este malogrado cruce generacional podemos registrarlo en Memoria Falsa
[6], novela publicada por Ignacio Apolo en diciembre de 1994. En Memoria Falsa, cuyo protagonista es un joven a la intemperie, otro joven sin nombre identificado como el Chaboncito, pareciera que todo se reduce a una serie de búsquedas que no llegan a nada: Lorena busca al Chaboncito, Laura busca a su hijo, el Chaboncito a Soledad, y Soledad, más que el nombre de una muchacha, parecer ser una metáfora misma de la situación de todos. El presente de Memoria falsa es un presente vacío, un presente desgarrado y sin conciencia de su lugar en la situación histórica: la memoria falsa es ante todo la imposibilidad de recordar y, aquello que no se puede recordar, el pasado, pareciera adquirir la dimensión del trauma. En términos freudianos podría decirse que la memoria falsa es una suma de recuerdos encubridores[7]. Para el protagonista de Memoria Falsa el mundo tiene veinte años. Desde las primeras páginas del primer capítulo se hace patente esta imposibilidad de recordar: “no puedo ver ni siquiera una película argentina vieja, que me parecen todos una manga de pelotudos”. El Chaboncito, que se pregunta si su tatarabuelo sabría hablar, es incapaz de la memoria crítica, es incapaz de mirar hacia atrás y comprender: el pasado le resulta inteligible. Si en 00 observamos, desde la concepción del mundo de un presente desencantado, una negación radical del futuro, en Memoria Falsa observamos que, por el mismo motivo, lo que se niega es el pasado. ¿Y qué características presenta este presente incapaz de comprender el pasado? En el siguiente párrafo el joven protagonista nos proporciona todos los datos que precisamos para examinar su visión del mundo:

“Para qué te sirve el recuerdo, para qué te sirve la memoria esta. ¿Podés –si estás recordando- podés vivir? ¿Podés ir a bailar, conocer un par de minitas? ¿Podés comprarte ropa, escuchar música; podés laburar, podés cagarte de risa? ¿Podés mirar unas películas, jugar unos videos; viajar a Estados Unidos, tomar sol, darte lámpara? ¿Podés ver revistas, mirar a Tinelli, ir a ver a los Rollings?”.

Bailar y conocer mujeres, comprar ropa y escuchar a los Rollings Stones, darse lámpara y leer revistas, jugar a los videos y mirar a Tinelli: he aquí lo que constituye la vida. Para una generación que no tiene otras inquietudes y aspiraciones que los elementos de semejante lista, resulta evidente que el pasado parezca “un verso”, algo incomprensible, sobre todo si consideramos que este pasado implica una alusión inequívoca a la encendida generación de los setenta. Esta concepción desencantada de un mundo sin sentido, superficial y descomprometido, explica la conmoción casi religiosa que experimenta el personaje al vérselas con Laura, típica representante de la generación anterior: “Pasé, te juro, al terror, cuando Laura me habló de política”. En una habitación oscura en el corazón de los monoblocks de Lugano, uno de los lugares más peligrosos e inaccesibles de la ciudad de Buenos Aires, el joven de los noventa se encuentra con la mujer de los setenta. Bastaría un ligero análisis de la dimensión épica que adquiere Laura y su época ante la mirada del joven de Memoria Falsa para garantizar la superficialidad que, por contraste con la generación anterior, caracteriza la generación del Chaboncito. Para éste Laura es, en primer lugar, “una mina grande”. Pero enseguida pasará a ser “inmortal”, “eterna”, “muy grosa”, una personalidad que “habla raro” pero dice “cosas increíbles”. A su vez, Laura le dirá al joven “sos un dulce” y, más concretamente: “todos ustedes son unos dulces, son unos chiquitos dulces”. El cruce generacional es evidente: Laura le habla al Chaboncito de un pasado lejano –veinte años-, de un pasado activista. La imposibilidad que experimenta Laura de hablar literalmente con el joven explica el carácter místico que adquiere el encuentro, un encuentro lleno de palabras mágicas en donde el diálogo se tergiversa y se llena de giros metafóricos en el contexto de “un lugar increíble”, un habitación iluminada por velas con un dibujo del Che Guevara en la pared. Para el Chaboncito, que considera al Che Guevara meramente como “el quía de la boina con una estrellita y barba”, el discurso de Laura, una ex militante, resulta mágico y mesiánico, y por momentos el diálogo entre las dos generaciones implica un diálogo entre dos mundos: “Andaría en algo, me dijo. Andaba en scooter y en los patines de Fernanda cuando se los prestaba, boluda de mierda”. La intrascendencia del presente parece desentonar inevitablemente con el espíritu de lucha de otros tiempos. Laura le dirá más tarde a Lorena, hablando del pasado: “Eso fue hace mucho tiempo, hace más de veinte años, y son cosas de las que mejor no hablar, porque igual no me entenderías”. Laura habla de los otros tiempos como tiempos difíciles pero hermosos, tiempos en los que era todo o nada, un tiempo de cuerpos en lucha hasta que “inventaron la máquina de borrar los cuerpos, desaparecerlos”. Lorena, otra representante de la generación de los noventa, estalla ante el discurso de Laura con una frase contundente: “No puedo creerte esa historia, no sé por qué no puedo creerte esa historia”. ¿No es esta imposibilidad de comprender una época convulsionada y combativa otra prueba de la concepción del mundo nihilista y desencantada que padecen los jóvenes de los noventa? ¿No es este caso idéntico al de los jóvenes de Martín Rejtman, cuya literatura es incapaz tanto en la forma como en el contenido de representar un sobresalto, un estremecimiento? ¿Acaso no sucede lo mismo en Frenesí, la novela de José María Brindisi, cuyos jóvenes serán incapaces de cumplir la promesa de vivir intensamente, aún durante un esperado viaje por varios países de Europa?
Los jóvenes de Memoria Falsa, como los jóvenes de 00, parecieran vivir en una intemperie sin pasado y sin futuro, un acontecimiento sin acontecimientos: la presencia de la lucha, de la voluntad y de los sueños chocarán contra ellos y contra su concepción del mundo de manera traumática, inconciliable. Lejos estamos de un clima de época y de una concepción del mundo representada por una literatura propia de los años setenta, como podría ser la de Paco Urondo o Haroldo Conti.
En una novela típicamente setentista como Mascaró, el Cazador Americano
[8], la literatura se concibe como un activo instrumento cultural de acción política. Dotada de un inconfundible clima de época, Mascaró representa el alegórico enfrentamiento entre un grupo de desplazados sociales contra las fuerzas conservadoras del Estado, y la manera más efectiva de provocar radica justamente en el arte: el grupo de desplazados es nada más ni nada menos que la troupe de un circo. La literatura, haciéndose eco de la categoría de intelectual comprometido, esbozada ya por Sartre, aspira en esta novela a erigirse en un acto colectivo capaz de generar trasformaciones en la realidad:

“Mascaró declaró que apreciaba esos intermedios, que estaba de acuerdo en que la vida del hombre sobre la tierra es una milicia, pero que ésta, a su vez, era un arte que se ejercitaba, que las buenas guerras se adornan como una representación”. (Mascaró, p.67)

En esta declaración de Mascaró, vemos que para esta literatura de los setenta la vida se concibe como una milicia: tiene una misión y un sentido. Mediante todo tipo de recursos la literatura señalará un camino de lucha que conduce hacia el futuro, el futuro de un mundo mejor que será posible construir mediante la acción colectiva, las hazañas de algunos héroes y el optimismo de los ideales. En explícito contraste contra la concepción del mundo de este tipo de literatura, la literatura argentina contemporánea parece ofrecer la expresión de la derrota en la imagen de los hijos de estos luchadores simbolizados por Mascaró: el mundo pierde sus héroes y la lucha pareciera ser un anacronismo de mal gusto, una tomadura de pelo, un exabrupto. En efecto, en Signo de los tiempos
[9], cuento que da título a su libro, Romina Doval considera que los signos de los tiempos pasados implican aquellos que simbolizan la lucha armada y la revolución, en tanto que el protagonista, un muchacho joven, observa a un grupo de militares con evidente desprecio e ironía. Si examinamos un cuento tan actual como Los Viejitos[10], de la escritora Patricia Suárez, veremos nuevamente una representación del diálogo imposible: una hija de ex-desaparecidos se encuentra en una cita con sus verdaderos padres, una pareja de ex-militantes que vuelven del exilio.
El título es de entrada sugerente: para la visión de Ofelia, aquellos que antes habrían encarnado el compromiso militante y vitalista de Mascaró no son más que dos pálidos viejitos zaparrastrosos con dentadura de porcelana y “despidiendo ese olor de flor muerta típico de los ancianos”. Si los jóvenes de Memoria Falsa niegan el pasado y los de 00 niegan el futuro, la protagonista de los viejitos parece agregar, en las últimas palabras del cuento, una negación sin más de la vida y del presente: “desearía que Dios nos hubiera hecho diferentes y que los bebés humanos pudieran estar dentro de la panza de la madre mucho tiempo, mucho, hasta que nacieran grandes, ya adultos”. Ofelia, quién afirma que la realidad es muy dura de soportar, es incapaz de mantener un diálogo con sus padres biológicos y se recluye en el espacio hermético de un individualismo feroz: su cabello le preocupa más que la historia de sus padres, y su hijo, más que un símbolo del futuro, pareciera ser un símbolo de su egoísmo, de su negación de la realidad y del mundo. No hay en Ofelia la voluntad de comprender a sus padres: “a mí no me va bien poniéndome en el lugar de otro”. El quebrado diálogo con la generación anterior recuerda algunas palabras desencontradas entre Laura y el Chaboncito -proyección viva de su hijo-, en donde pareciera imposible el entendimiento: “Mis padres me abandonaron en la puerta de una Iglesia” dice Ofelia, inconmovible ante la desesperación de los ancianos, aferrada a su hijo como la única realidad, la única certeza en medio de un mundo sin sentido. Ni siquiera la diplomática mediación del Caballero hará posible el diálogo: la angustia egoísta de la hija no tiene nada que decirse con la justicia y la necesidad de verdad de los padres. El pelo, el pecho que se la da al hijo, el cuerpo, elementos materiales que aparecen nuevamente como las únicas certezas en una escena impregnada de una concepción desencantada del mundo, un mundo en donde ya no hay lugar para la historia, las luchas, la verdad ni el compromiso.
El contraste de un presente insípido ante un pasado incendiario resulta igualmente evidente en La mortificación ordinaria
[11], de Fabián Casas. Un ordinario cardenal en una jaula, encerrado en la habitación de una moribunda, será la reencarnación actual de quién antes fuera un militante corajudo y violento al que Juan Carlos, personaje protagónico, recordaba enérgico y altivo entre las corridas y los tiroteos. En este cuento asistimos a un nuevo encuentro entre dos generaciones: Carlos y Ruchi. La juventud de uno pareciera ser la negación del otro: al igual que Laura, en Memoria Falsa, Carlos guarda en su memoria un pasado riesgoso y militante: participación en organizaciones revolucionarias, trabajo social en villas miseria, pintadas audaces en los techos de las fábricas, huidas por los techos con revólveres en las manos. Juan Carlos, sentado frente al joven Ruchi, no tiene nada que contar. “No distinguió nada especial en la totalidad del muchacho”, dice la voz narradora. El muchacho, caricaturizado por la imagen de los alfajores Jorgito, considerado de “un aspecto ridículo” por su vestimenta, sus ocupaciones y su voz de pito –“un pelirrojo idiota con voz ridícula” según el Gran Danés-, resulta ser el plomo de una banda de rock, un muchacho que, por aburrimiento, había desistido de continuar sus estudios, y que actualmente se jactaba de haber escrito una letra para el grupo al que servía: “la letra hablaba de un joven al que le decían el dragón porque cuando se emborrachaba vomitaba de una manera violenta”. El abismo entre Carlos y Ruchi parece insuperable: Carlos ni siquiera se enteraba del nombre del muchacho, no le contaba nada de su vida y, cuando hablaban, las dificultades del diálogo resultaban evidentemente fastidiosas: “Según el pelirrojo, el hermano creía que él lo había querido escalar. ¿Escalar?, preguntó Carlos”. La unión entre ambos personajes sólo puede tener lugar en tanto que Carlos, ex militante, “había decidido borrar su historia personal”. La imagen de su pasado, un joven valiente de pelo largo, jeans, suecos y nariz ganchuda, es el reverso de un presente ordinario en donde se lo ve resignado a una existencia mediocre, consagrado al cuidado de su madre anciana. Nuevamente el presente resulta una imagen triste y desapasionada que contrasta con un pasado legendario. Según Alan Pauls, el gran protagonista de Los Lemmings y otros es el pasado. A lo largo de los relatos, la mediocridad del presente se denuncia por contraste: así como Máximo Disfrute, en “el Bosque Pulenta”, pasa de comandar una batalla mítica contra una pandilla a encarnar un personaje patético que alecciona imbéciles por la televisión, el ex militante Juan Carlos deviene en una especie de zombi que vegeta en un cuarto pelado: las biografías de estos cuentos compaginan “el fulgor de un acontecimiento inaugural del pasado con la mediocridad de un presente sin sangre”[12]. Es la tragedia sin sangre de la literatura argentina a fines del siglo XX: el dolor ante una intemperie sin misiones, sin ideales, un mundo sin héroes y sin dios. Pero hay tragedia porque hay dolor: el vacío duele. El Chaboncito, Ruchi y Ofelia sufren. No creen en nada, no esperan nada, para ellos la vida es un mundo desencantado, despoblado de héroes y huérfano de Dios: pero sufren, porque esa es la tragedia, ese es el vacío que la literatura quiere llenar con palabras que lo sugieran, lo denuncien, lo protesten. Si quisiéramos examinar, para satisfacer las exigencias del análisis de visión del mundo, la adecuación entre esta visión del mundo que subyace a los textos y la realidad vivida de los autores, deberíamos considerar el contexto social de la década de los noventa, la consolidación de la democracia durante el gobierno menemista. La adecuación es sencilla: la década de los noventa pareciera ser en la Argentina una nueva década infame caracterizada sobre todo por el vaciamiento de todos los valores sociales y políticos.
En Los cuatro peronismos: La democracia de la derrota
[13], Alejandro Horowicz expone en el prólogo de su obra un panorama y un diagnóstico de la época: la derrota. Luego del innegable triunfo de la dictadura militar –tanto en su programa político, social como económico-, las capas conservadoras de la sociedad argentina consolidan su hegemonía sirviéndose de los partidos democráticos, el radicalismo y el peronismo, ambos despojados ya de sus antiguos sentidos populares. La democracia argentina, inmoralmente tributaria del Proceso, se institucionaliza funestamente resignificada por la evidencia de una derrota: la derrota de una voluntad moral dispuesta a transformar revolucionariamente la sociedad argentina. Una burguesía, anteriormente cómplice del militarismo, como clase triunfadora en desmedro de la calidad de vida de los sectores populares; una oposición pasada a tortura y ejecutada; una memoria colectiva traumatizada por la represión y el desastre económico; una guerra disparatada ante enemigos triunfadores: la democracia de los noventa, pasada cierta turbulencia aún latente durante el período alfonsinista, es una institucionalización de una derrota, un campo de crímenes impunes y de sobrevivientes.
Este contexto social, este país sin ideales y sin esperanza, se adecua perfectamente con la concepción del mundo de una literatura de jóvenes que padecen la intemperie: en un mundo sin dioses y sin héroes que pareciera estar a punto de desvanecerse, el único reducto de vitalidad se alberga en el recuerdo del pasado y en el dolor por un presente insípido.
La literatura argentina de los noventa resulta así una especie de tragedia sin sangre en donde el único muerto pareciera ser el sentido mismo de la vida.


[1] Goldman, Lucien, El hombre y lo absoluto, Ed. Peninsula, Barcelona, 1985

[2] Falco, Federico, 00, Alción Editora, Córdoba, 2004.
[3] La joven guardia. Nueva narrativa argentina. Buenos Aires, Norma, 2005.
[4] Adorno, Theodor W. “El artista como lugarteniente”, en su Crítica cultural y sociedad, Madrid, SARPE, 1984.
[5] Auerbach, E. Mímesis, F.C.E., 1950.
[6] Apolo, Ignacio, Memoria Falsa,. Buenos Aires, Atlántida, 1996.
[7] En Los recuerdos encubridores, Freud observa que hay una fuerza psíquica que se resiste a ciertos recuerdos traumáticos que entra en conflicto con la fuerza contraria que impela a recordarlos. En el presente de Memoria Falsa, el hecho traumático que se excluye de la memoria es el pasado mismo de la Nación, un período de la historia argentina que resulta imposible de asimilar: la simbología de la novela alcanza dimensiones nacionales.
[8] Conti, Haroldo, Mascaró, el cazador americano, Buenos Aires, Emecé, 1993.
[9] Doval, Romina, Signo de los tiempos, Buenos Aires, Colihue, 2004.
[10] Suárez, Patricia, “Los viejitos”, en su Esta no es mi noche, Buenos Aires, Alfaguara, 2005.
[11] Casas, Fabián, “La mortificación ordinaria”, en su Los lemmings y otros. Buenos Aires, Santiago Arcos Editor, 2006.
[12]Pauls, Alan, Revancha, Sobre Los Lemmings y otros, de Fabián Casas. Otra parte, nº10, 2007. verano 2007, pp. 1ss
[13] Horowicz, Alejandro, Los cuatro peronismos. Historia de una metamorfosis trágica. Buenos Aires, Planeta, 1991.

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