jueves, 6 de diciembre de 2007

Vanguardia, literatura, política, revolución y manifiesto: la encrucijada de Collazos.




Esta tendencia a las metáforas militares es un signo de un espíritu, no militante en sí, pero hecho para la disciplina –es decir, para la conformidad- espíritus congénitamente domésticos, belgas que sólo pueden pensar en sociedad.
Charles Baudelaire, Mi corazón al desnudo.


La vanguardia es un complejo fenómeno cultural que, desde las mismas connotaciones bélicas del término, conlleva cierto tipo de violencia constitutiva: el ataque de formas y valores tradicionales que se pretenden sustituir por innovaciones tanto ideológicas como estéticas.
Las vanguardias suelen exponer sus ideas y sus principios en textos de choque llamados manifiestos, un concepto propio del ámbito político (el Manifiesto comunista de
Marx y Friedrich Engels, el Manifiesto fascista de Fasci di Combattimento, el Manifiesto de Debian de Ian Murdock, etc).
Del mismo modo, las vanguardias literarias componen sus propios manifiestos que, desde las Palabras Liminares de Prosas Profanas en la obra de Darío, se extienden hacia todas las tendencias del siglo siguiente, por ejemplo: el Manifiesto futurista de
Filippo Tommaso Marinetti (20 de febrero de 1909 Le Figaro), el Manifiesto neoplasticista de Piet Mondrian (1917 De Stijl), el Primer manifiesto dadá de Tristan Tzara (1918), el Manifiesto surrealista de André Bretón (1924) o, en el caso argentino, el Manifiesto de la revista Martín Fierro.
En su texto “Encrucijada del lenguaje”
[1], el colombiano Óscar Collazos pone en juego una serie de asuntos literarios y manifiesta una serie de criterios literarios que tienen repercusiones hasta el punto de recibir respuestas de dos de los escritores más influyentes de la época: Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa.
Los criterios de Collazos son ambiguos, por momentos arbitrarios, pero casi siempre giran en torno a preocupaciones relevantes. En este texto se pueden rastrear varias tensiones con respecto al vanguardismo, varios sentidos y contrasentidos que despiertan la polémica.
Sin embargo, un posible eje de análisis sería aquél que rastrea en el texto la paradoja o, si se quiere, la contradicción del mismo: Encrucijada del lenguaje es un texto vanguardista y oficialista al mismo tiempo, un texto que, si bien aboga por el cuestionamiento de ciertos valores, a su vez se inscribe como defensor de otros valores que a esa altura forman parte de un orden ya establecido: la sociedad socialista cubana.
Cuando Cortazar, en el capítulo “Ficción crítica y creación” de su respuesta, le hace a Collazos la pregunta “¿En qué quedamos, pues?”, no solamente pone en evidencia que Collazos se había metido él mismo en una encrucijada con respecto a su limitada noción de “realidad”: todo el texto pone al autor en todo tipo de encrucijadas en tanto los principios literarios, políticos, ideológicos, opositores y oficialistas, se confunden entre sí hasta el punto en que en un segundo texto, Contrarespuesta para armar, se lo oye al autor casi tartamudear, iluminado por Cortazar y Llosa en el centro mismo de la encrucijada o, en sus palabras, en un “arrinconamiento”, y esbozando una serie de humildes justificaciones que desentonan con la altivez de su primer escrito.
Ahora bien: lo interesante es ver hasta qué punto Encrucijada del lenguaje revela las contradicciones del propio Collazos o más bien lo que hace es, en un plano más profundo, revelar las contradicciones de todo vanguardismo que, en un momento dado, tiende a quedar superado tanto por la realidad social como por las limitaciones propias de su naturaleza intrínseca.
Antes de entrar en el concepto de vanguardia, es preciso comentar brevemente los principios de Collazos. Encrucijada del lenguaje se puede leer como una especie de manifiesto de una especie de vanguardia en tanto que se critica una manera de hacer literatura, considerada ya superada o perniciosa, y se toma posición a favor de otra manera de hacer literatura, considerada revolucionaria y digna: esta base es también la base de todo vanguardismo y de todo manifiesto.
Es más fácil saber qué es lo que Collazos no quiere que saber lo que quiere (aunque, como bien analiza Cortázar, Collazos parece adherir al superado realismo socialista no obstante su cuidado de “no caer en el vocabulario que llevó a la noción”).
¿Y qué es lo que no quiere? Collazos protesta ante una literatura que se ejerza como un ejercicio autónomo del contexto sociocultural y político, repudia el absolutismo del lenguaje, moraliza sobre la escisión entre el ser político y el ser literario, denuncia el mito romántico cuyo artista, en estado de soberbia, se erigía como miembro etéreo en una categoría desclasada e intocable.
Pese a carecer de todo rigor intelectual a la hora de definir qué es para él la autonomía, qué es para él un arte comprometido, qué es la realidad y, en definitiva, qué es el arte mismo, Collazos se limita a defender en la literatura una “razón sociocultural”, una “correspondencia entre léxico y contexto” y, en última instancia, exige una literatura cuya importancia se deba a la identificación de las obras con la realidad latinoamericana. Sobre la base de estas premisas generales habría que imaginar luego su postura concreta.
Lo que interesa es que todo esto tiene que ver con muchos componentes propios de la vanguardia, y eso se debe a que el fenómeno vanguardista resulta lo suficientemente amplio como para incluir suficientes tensiones y rasgos que generalmente concluyen en la autodestrucción. Así, en Cinco caras de la modernidad, Matei Calinescu da cuenta de la vasta trayectoria del concepto: la vanguardia, haciendo cuerpo común con la modernidad, implica una crítica al pasado y un compromiso con el futuro extendiéndose al terreno del arte, la política y la literatura; la vanguardia, como piedra angular del ethos revolucionario; la vanguardia, como creadora de técnicas artísticas y subversivas que la comprometen con la autodestrucción y con el nihilismo; la vanguardia, como la evolución literaria en términos meramente linguísticos; finalmente la vanguardia en su contradicción interna, su suicidio en una época donde el cambio pasa a ser corriente, cotidiano, desprovisto de escándalo
[2].
Ante este panorama, se puede sostener que el texto de Collazos participa del vanguardismo pero limitándose a uno de sus aspectos: la vanguardia extendida al ámbito político, la vanguardia en la primera de sus acepciones. Hay razones para ello: Calinescu recuerda que la noción moderna de vanguardia, si bien tiene una connotación militar, está relacionada con la teoría y la práctica de un belicismo reciente: la guerra civil revolucionaria. El término, en el contexto artístico, provenía del lenguaje de la política revolucionaria, y “se puede afirmar con seguridad que la carrera actual del término vanguardia comenzó en el otoño de la Revolución Francesa”.
Resulta consistente sostener que el texto de Collazos, quizá algo tardío, se inscribe en este tipo primitivo de vanguardismo en la medida en que defiende la lucha revolucionaria y juzga a la literatura según la utilidad de la misma en el proceso, es decir, en el campo de batalla. Collazos rescata el sentido original del vanguardismo, un fenómeno moderno de crítica a los valores burgueses, un compromiso político revolucionario que, en segunda instancia, admite la importancia de la literatura pero sólo si ésta funciona, tal como Lenin quería, como “un diente y un tornillo del único gran mecanismo social-democrático”
[3]. Por eso afirma sin reparos que, en una conversación con Ángel Rama, lo que más les interesaba a los teóricos eran las menudencias de la realidad política colombiana y, “al lado de las conversaciones sobre la vida política, las conversaciones sobre literatura eran irrisorias”. Hay una cita que podría condensar la postura y las preocupaciones de Collazos en pocas líneas:

“De ahí que, a partir de la revolución cubana, se haya producido este vuelco violento del intelectual hacia el único país que ofrecía y ofrece una posibilidad real de afirmación cultural, el único país que es un desafío frente a las formas más refinadas del neocolonialismo cultural”.

La propuesta de Collazos se agota en ese párrafo: el escritor debe acercarse a Cuba, a “la única sociedad socialista de América Latina”, y apoyar la causa. La vanguardia no es un automatismo literario sino un fenómeno político que debe encararse con una actitud comprometida. Para Collazos la posible nueva literatura no está en propuestas estéticamente desafiantes como 62/ modelo para armar sino en los discursos de Fidel Castro donde “se traduce una manera de decir, un discurso literario, un ordenamiento y una reiteración verbal, una modelación de la palabra en el plano del discurso político que, a su vez, podría ser la fuente de un tipo de literatura cubana dentro de la revolución”. Decir que los discursos de un líder revolucionario pueden ser el horizonte y el modelo hacia el cual debe dirigirse la creación literaria, es lo mismo que decir que la literatura no tiene otra razón de ser que la de ser funcional a un fenómeno social y cultural más vasto y más literal: la política
[4].
Está claro: Collazos denuncia la “soberbia” de los vanguardismos que invocaban el absolutismo del lenguaje, y retrocede y se limita a una noción de vanguardia muy general que, embanderada en la denuncia del enemigo político mediante una realidad inmediata, sirve como caballo de batalla para la revolución socialista. Esta posición explica que el texto de Collazos no comporte, a la hora de hablar de literatura, ningún tipo de rigor excepto cuando se trata de la literatura como una mera subordinada de la política. En el libro El Manifiesto, de Mangone y Warley, el texto de José C. Picote ofrece una postura que se corresponde con el texto de Collazos. Para Picone, el único y “verdadero” sentido del término vanguardia es el sentido político: el movimiento sociocultural que, destronando la sociedad capitalista, se lanza hacia el Estado Socialista. La literatura, al considerarse de vanguardia, ha usurpado este término que no le pertenece: “la verdadera vanguardia en lo económico, en lo político, en lo social, en lo cultural, por consiguiente en lo artístico y lo literario es el izquierdismo”. También para Collazos: la única manera de estar al frente de la época es la adhesión a la militancia socialista y todo lo demás, también la literatura, forma parte de lo reaccionario y de lo repudiable si no es un engranaje más de la maquinaria revolucionaria. Esta premisa subyace a la Encrucijada, a todos los criterios de este texto, y a todos aquellos que, ya arrinconados, siguen palpitando en la Contrarespuesta.
El problema es que Collazos no defiende explícitamente lo que en todo momento se puede leer implícitamente, y por eso la protesta de Cortazar –“¿Por qué, entonces, no decirlo con todas las letras y propugnar una literatura de fermento y contenido revolucinarios?”, y la ironía de Vargas Llosa, al afirmar que Collazos no sólo no entiende los libros que no le gustan sino que ni siquiera entiende a los autores que le gustan (Barthes). La crítica es contundente: Collazos debería limitarse a la vanguardia política y dejar de hablar de literatura. Pero como no hace otra cosa que hablar de literatura, el texto empieza a sufrir contradicciones que son más graves que el asunto, explicado por Cortázar, de la inferioridad o la inferioridad de Latinoamérica ante la metrópolis, de las generaciones nuevas y las generaciones viejas: Encrucijada del lenguaje, más allá de todas estas contradicciones concretas, se hunde en una contradicción más radical que conlleva su propia autodestrucción.
Si bien por un lado se muestra crítico, futurista, innovador y libertario, por el otro lado, en tanto militante de un tipo de sociedad ya establecida, el socialismo cubano, se muestra conservador e incluso policial a la hora de criticar la producción artística: Vargas Llosa, como escritor, pareciera no tener derecho a opinar sobre la política de Fidel, el revolucionario, el modelo discursivo de la literatura del futuro.
El intelectual de la vanguardia, cuando la izquierda toma el poder, deja de ser un componente crítico, es decir, aquello que la caracteriza desde sus orígenes, y pasa a ser un soldado subordinado a un comandante. En la obra ya citada, Calinescu analiza esta paradoja como un elemento constitutivo del arte vanguardista:

“La vanguardia implica una paradoja: por una parte, el artista disfruta del honor del estar en la parte delantera del movimiento hacia la posteridad social; por otra parte ya no es libre, por el contrario, se le da un programa entero que cumplir, y que es complejamente didáctico”.

Cuando al vanguardista le llega la hora de responder por una sociedad socialista erigida bajo los principios que defiende, la paradoja de pertenecer a una elite con un programa antielitista se transparenta. Collazos entra en polémica con los creadores de su tiempo en una relación llena de recriminaciones, sermones y rechazos que en poco se diferencia con la relación que habían tenido todos los artistas de vanguardia con las sociedades burguesas. De la trasgresión pasa a la ley, de la crítica pasa al oficialismo: no es lo mismo ser artista en una sociedad socialista que ser artista en una sociedad capitalista. La vanguardia, lejos de ser una explosión de libertad y rebeldía, pasa a ser el deber y el compromiso con un Estado y en ese momento pierde aquello que la constituye, pierde incluso su razón de ser: al igual que Collazos, entra en una encrucijada sin salida. En el último párrafo del texto, donde la palabra revolución aparece no menos de cinco veces, Collazos cierra su texto con una reflexión acerca del sentido de la literatura en una época de transformación. Es en el lugar de las conclusiones donde Collazos advierte que no es lo mismo la palabra “subversión” pronunciada en un mundo en descomposición que en otros contextos donde perdería su significado: lo pierde frente al socialismo. Cuando el escritor pasa a formar parte del socialismo, tiene que advertir que el significado de las palabras se hace equívoco, que los esquemas se destrozan, que cada carta debe ser una carta clara y que, en definitiva, en una revolución se podrá ser escritor pero hay que ser revolucionario, es decir, oficialista. Lo que pierde el sentido ante el socialismo es entonces el componente crítico de la vanguardia, y Collazos es consecuente con este suicidio en la medida en que no hace otra cosa que limitar la función creativa de los artistas a fundamentos de estrechez ideológica con la criticable pretensión de reducir la obra de arte a un mero ingrediente de una obra cívica y vital
[5]. Para los escritores, tanto en el caso de Llosa o de Cortazar, Collazos deviene en un nuevo representante de una nueva elite cultural que se lanza contra los artistas: un literato de la revolución, en palabras de Cortázar, un supino ignorante de la naturaleza misma “siempre subversiva” de la literatura y de la obra literaria, como explica Llosa. De hecho, Vargas Llosa alude a esta posibilidad de que Collazos se convierta en un representante de aquella literatura militante que, en la revolución rusa, no fue sino una especie de organismo policial regulado por una estructura de burócratas que tuvo como consecuencia una banalización y casi la desaparición de la literatura. En esta perspectiva, Collazos cae en las redes de “un razonamiento digno de un fraile medieval cazador de brujas”, al mismo tiempo que se proclama portavoz de una liberada sociedad futura y, como sucede en algún momento con cualquier vanguardia, termina volviéndose sobre sí mismo sin poder salir de su propia encrucijada.





[1] Literatura en la revolución y revolución en la literatura : [polémica] / por Óscar Collazos, Julio Cortazar y Mario Vargas LLosa. - 4ª ed. - México, D.F. : Siglo XXI, 1976
[2] Rolland Barthes, autor que utiliza el mismo Collazos, es citado por Calinescu como uno de los primeros autores en hablar de la muerte de la vanguardia (Critical Essays), asesinada por sus propias contradicciones, por ejemplo en “el momento en que es reconocida como artísticamente significante por la misma clase cuyos valores rechazaba drásticamente”.
[3] Lenin, ¿Qué hacer?, Ed. Lenguas extranjeras, Moscú, 1902.
[4] Esta postura tiene su eco en lo que se ha llamado el antiintelectualismo sesentista y setentista: en “La pluma y el fusil”, Claudia Gilman analiza aquella atormentada interrogación sobre el valor o disvalor social del que escribe por parte de quienes tenían la voluntad de crear un arte político y revolucionario. Los escritores e intelectuales revolucionarios, sumados a esta impronta “antiintelectual”, condenaban sus creaciones depositándolas en los rigores de una relación subordinada respecto de las dirigencias políticas revolucionarias.

[5] En Teoría de la Vanguardia, Peter Bürguer explica el fracaso de las vanguardias por su intento de negar la posibilidad de un arte separado de la praxis vital: “el fracaso del ataque de los movimientos históricos de vanguardia contra la institución arte, su incapacidad para reintegrar el arte a la praxis vital, acarrea la subsistencia de la institución arte como algo separado de la praxis vital”.

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