Estamos en problemas.
Este texto considera la idea de que para resolver un problema es preciso, antes que nada, comprenderlo. Una buena reflexión objetiva acerca de la naturaleza de un problema puede ser más útil que las propuestas de numerosas soluciones hipotéticas. La comprensión adelanta la solución y, antes de ensayar soluciones, es preciso tener una idea acabada sobre la naturaleza del objeto a solucionar. El objeto a solucionar de este texto es la problemática que conlleva la relación de la escuela con la pobreza en tanto dos términos relacionados, miembros ambos de una misma crisis. La finalidad es una observación de la naturaleza de las partes que componen esta problemática a efectos de esclarecer el objeto para que resulte más efectivo el debate a la hora de ensayar modos de resolverlo.
La exclusión social.
Las clasificaciones corrientes de los sectores diversos que conforman la población de un espacio social adjudican un papel desigual e interactivo, dentro de un mismo orden de cosas, a la clase burguesa y a la clase proletaria. Estas clases, aunque opuestas, están relacionadas en una misma estructura social que comporta propietarios y asalariados, patrones y empleados. Sin embargo, hay que decir que la realidad vigente, no menos grave pero sí más compleja, presenta en los sectores menos favorecidos del planeta una característica cada vez más asentada y más siniestra: los excluidos. Cada vez se usa más esta palabra, cada vez se habla más de los excluidos del sistema. El clásico proletario, aunque sujeto explotado, no deja de formar parte de un sistema: un sistema que lo explota, lo maltrata, lo desfavorece, pero no deja de considerar su existencia útil. El excluido no es ni siquiera eso: ni empleado, ni explotado, ni asalariado. El excluido no está: es el que está afuera, es mendigo, delincuente, trabajador en changas por cuenta propia, no forma parte de la ley y habita barrios miserables que van forjando, cada vez más, sus propias leyes. El sistema no recuerda al excluido a la hora de otorgarle derechos, beneficios y posibilidades, lo cual resulta lógico porque es esa situación misma la que define al excluido como tal. Sin embargo, el sistema lo recuerda de pronto en una ocasión: a la hora de otorgar castigos, castigos basados en una ley social que no le hace, que solamente lo considera cuando tiene que desconsiderarlo, y aquí está la cárcel, la persecución, el desalojo. Ahora bien: hay otro punto en donde el excluido, una vez en su vida, entra en contacto, así sea de manera efímera, con el sistema que lo excluye: la escuela.
Aspecto paradojal de la educación.
La escuela, institución propia del sistema social, está en los barrios pobres, en las inmediaciones de los barrios pobres, es un establecimiento del sistema social que está cerca de la exclusión social [1]. Y suele abrir las puertas de sus aulas a personas que no están de hecho integradas al sistema del cual la escuela depende. Esto es, como mínimo, una paradoja: se le otorga a una persona una instrucción y un currículum inherente a un sistema social que, puertas afuera del colegio, no le ofrece a este alumno ninguna oportunidad de integración.
Dado este hecho, las preguntas: ¿Para qué le sirve a tal alumno tal escuela? ¿Puede la escuela, sin dejar de ser lo que es, aceptar a este alumno?
Evidentemente sí, aceptarlo puede, y suele hacerlo. Hemos oído, en relatos de directoras, la decisión de incluir en un colegio argentino a niños inmigrantes de países limítrofes que carecían de toda documentación. La escuela acepta a las personas. Pero quizás no pueda aceptar a estos alumnos, alumnos que forman parte de una masa de excluidos, sin dejar de ser lo que la escuela es: en lugar de ser una institución que produce conocimiento con el fin de la integración social se convierte en un comedor popular de emergencia, un centro de contención, un refugio, un techo. Asimismo, el docente deja de ser propiamente un docente y se convierte en un asistente social, un psicólogo, un político, un padrastro y un enfermero.
Incluso en los estratos medios se oye, en boca del alumnado, una queja relativamente unánime: para qué estudiar, si después no sirve de nada. En los barios pobres, en las villas, las fabelas, el colegio sirve, pero quizás no sirve en tanto colegio porque en tanto colegio es un exabrupto, una ficción: la ilusión de formar parte de una comunidad que, puertas afuera de las aulas, cierra todas las otras puertas y se desmiente sin rodeos. Sirve, pero, ¿para qué?
Una respuesta apresurada, facilista, elemental, podría ser la siguiente: sirve, desde luego, el colegio sirve justamente para convertir a los excluidos en los incluidos por medio de la instrucción, y la educación conlleva la igualdad.
Sin embargo, la realidad es más compleja que estos silogismos. Y más desesperanzadora.
Realidades incompatibles.
Según el informe Proyecto Milenio, comisionado por el Secretario General de la ONU y apoyado por el Grupo de la ONU para el Desarrollo, hay en el mundo más de mil millones de personas que subsisten con menos de un dólar por día. Más de 800 millones de personas, entre las cuales hay 300 millones de niños, pasan hambre todos los días.
En el capítulo quinto de “Itinerarios por la educación latinoamericana” Rosa María Torres hace una buena pregunta: ¿educar para aliviar la pobreza o aliviar la pobreza para poder educar?[2] Partiendo de un análisis empírico de la realidad, la autora remarca la fatalidad de que la pobreza resulta contradictoria con la educación. La paradoja nos sigue acechando: para dejar de ser pobre, es preciso ingresar al sistema e ir a la escuela, pero ir a la escuela es muy difícil cuando se es pobre. Así, la jornada escolar estorba el trabajo infantil, las condiciones del hogar pobre estorban la tarea escolar, y el alumno que tiene el estómago vacío encuentra en el hambre un estorbo para prestar atención que deriva primero en la repetición y finalmente en el fracaso rotundo. Es evidente que las preocupaciones y las actividades propias de la edad adulta, las cuales debe asumir un niño pobre, estorban a la hora de asumir las actividades propias de la edad escolar. Torres no vacila en decir que la pobreza, y todo lo que ésta implica, “no se lleva bien con la educación y con los aprendizajes escolares”. Y más alarmante todavía: desde la óptica de los padres, la razón más común para no enviar a sus hijos a la escuela es precisamente la pobreza.
¿No debería ser lo contrario? Sí, pero no lo es: evidentemente la escuela es una institución propia de la inclusión social, y los excluidos, natural y paradójicamente, estorban todo aquello que la escuela ambiciona y representa. La pregunta es, pues, la siguiente: ¿es necesario, cuando se es pobre, ir a la escuela, o para ir a la escuela es necesario no ser pobre? La teoría puede optar por lo primero, pero la realidad lo desmiente.
¿Qué hacer?
En principio, no adherir a la moderna ideología fatalista propia del neoliberalismo que, tal como la describe Paulo Freire, consiste en una aceptación del estado actual de cosas considerándolo natural, inevitable[3]. Esta postura solamente deriva en un intento, por medio de la práctica educativa, de adaptar el colegio a una realidad que se supone inalterable. Esta opción es inadmisible, sobre todo si demostramos que esa realidad no es susceptible de ser adaptada a la idiosincrasia de la escuela y es más bien la escuela la que, en contra de sí misma, termina adaptándose a ella en lugar de revertirla. El mismo Paulo Freire ofrece un sencilla pero contundente propuesta: “Mi punto de vista es el de los condenados de la Tierra, el de los excluidos”. Este punto de vista ha de ser también el punto de partida. Sin embargo, además de esta óptica, además de esta focalización del excluido como sujeto central del problema a resolver, hay que comprender también la realidad de la escuela. Comprender la idiosincrasia misma de la escuela es fundamental a la hora de reflexionar sobre las posibilidades que tiene la educación de afrontar, tal cual es, un problema de semejante enormidad.
Una institución de frontera
Habíamos dicho, sin precisiones, que la escuela forma parte del sistema social vigente. Nada más efectivo para explicar esta premisa sobre la escuela que la observación de su carácter institucional. La escuela es una institución. Lidia Fernández define la palabra institución como “sinónimo de regularidad social, aludiendo a normas y leyes que representan valores sociales y pautan el comportamiento de los individuos y los grupos, fijando sus límites”[4]. Luego precisa que la escuela, en tanto institución, se caracteriza por la función de educar. Entonces la escuela representa leyes, representa valores sociales, pero estas leyes y estos valores son, forzosamente, las leyes y los valores propios de la forma de vida del sistema vigente[5]. Y aquí entramos al mismo problema: muchos alumnos de esta escuela están excluidos de ese sistema vigente, de esos valores sociales, de modo tal que la educación de esas leyes y de esos valores representa para ellos una especie de ironía, un chiste de mal gusto. Si la escuela cumple con ellos su rol institucional, estos alumnos pierden el tiempo, porque es una pérdida de tiempo aprender las leyes y los valores de un sitio al que no pueden acceder.
De cualquier comentario que haga un director de una escuela carenciada sobre su medio laboral se pueden extraer varios detalles que explicitan el desfasaje entre el medio escolar y el medio de algunos de sus alumnos. En “Dónde está la escuela”, de Duschatzky y Birgin[6], un director comenta la situación de un curso lleno de alumnas menores de dieciséis años que asisten a clase con sus hijos, cuyo llanto entorpece la clase. Luego se comenta que los alumnos caen detenidos en institutos para menores muy a menudo, por actos delictivos, y ese hecho contribuye a la deserción. Las autoras citan el comentario de un alumno que hace patente la situación: “para qué voy a venir a la escuela si después no voy a tener laburo, si lo único que voy a poder hacer es changuear”. Más ilustrativo todavía es este párrafo que demuestra nítidamente que la idiosincrasia del espacio escolar es un mundo diferente al de muchos alumnos:
“Los pibes traen códigos muy cerrados, comprendidos sólo en las fronteras de su lugar. En el barrio la relación entre los chicos es muy dura, la mujer es desvalorizada y la violencia es el modo que los acerca. Muchas veces vienen chicas a la dirección a quejarse porque algún chico las tocó, y ellos se sorprenden cuando les pedimos que se disculpen”.
Está claro: una vida en donde los alumnos tienen que hacerse cargo de sus hijos y afrontar a la justicia, una vida regida por códigos propios de la exclusión, una vida que, ciertamente, es extranjera a todo lo que una escuela comprende, y que sin embargo habita sus aulas. En el capítulo dos del citado libro, las autoras dicen de la escuela que “parece haber quedado instalada como una de las últimas organizaciones de frontera en contacto con la exclusión”. La noción es pertinente: la escuela como frontera, la escuela entre medio de dos realidades, la suya propia en tanto institución social y la que entra a sus aulas, desde afuera.
De modo que hay aquí una encrucijada muy compleja y, para ver qué se hace con ella, es preciso comprenderla: el problema de la escuela incluye el problema de la realidad social. La escuela no puede hacer nada en sí misma, lo mismo da que ensaye variaciones en sus métodos y criterios educativos: la escuela es efectiva como tal en tanto una institución de la sociedad y, mientras la sociedad sea conflictiva, la escuela también lo será. La problemática de la escuela no es independiente con respecto a la problemática del resto de la sociedad: es parte de lo mismo y no se puede pensar la realidad educativa haciendo abstracción de la realidad social.
Un problema de todos.
El estado de cosas es desesperanzador. Sin embargo, es preciso describirlo y pensar maneras de superación. Este conflicto propio de la escuela, en tanto institución de inclusión social, y esta crisis debido a la presencia, dentro de ella, de sectores excluidos, nos da la pauta de que no es posible que los problemas de la escuela los solucione la escuela misma. Si la escuela es una institución de la sociedad, la única manera de ser útil en tanto escuela es posible mediante un mejoramiento de la sociedad entera. Si la escuela hace propios los problemas del exterior, entonces lo exterior tiene que hacer propios los problemas de la escuela. Si la escuela pierde su razón de ser en tanto escuela, al extremo de funcionar como hogar alternativo o como centro de contención social, entonces es necesaria una reforma de la realidad social que tenga como fin la victoria de tener en su seno una escuela capaz de funcionar en tanto escuela. Cuando la escuela no puede educar porque se ve superada por la realidad, entonces significa que dejó de ser un problema aislado y pasó a ser un factor de denuncia, una imagen representativa de la realidad social general. La lucha contra la exclusión es la lucha contra los problemas de la escuela, pero esta lucha debe ser alentada desde todos los sectores de la sociedad. Son el Estado, el gobierno y la sociedad en su conjunto los sectores que deben trabajar para lograr que la escuela tenga su razón de ser y pueda cumplir con su función concreta: instruir a ciudadanos libres para que desarrollen su vida en una comunidad verdaderamente democrática.
[1] Esta situación puede incluso adquirir una cristalina dimensión gráfica: en una nota de “El monitor”, se comenta que una escuela está “unida y a la vez separada” a una villa por un puente, y uno de sus ex alumnos, ahora preceptor, da cuenta de la dimensión que tiene, para un chico de la villa, cruzar ese puente con una carpeta en la mano, que es lo mismo que ir de un mundo a otro: “Usted no sabe, Norma, lo que cuesta cruzar este punte para venir a la escuela”.
En “La escuela y el cuidado”, El Monitor de la educación, número 5, septiembre del 2005.
[2] Torres, María Rosa. Itinerarios para la educación latinoamericana. Bs. As, Paidós, 2000.
[3] Freire, Pablo, Pedagogía de la autonomía. Siglo XXI, Argentina, 1996. / El grito manso. Siglo XXI, Argentina.
[4] Fernández, Lidia, El análisis de lo institucional en la escuela. Buenos Aires, Paidós.
[5] En su notable libro La escuela como frontera, Silvia Duschatzky dice de la escuela que “más allá de las distinciones que genera entre los que asisten y no asisten a ella, está allí poniendo en contraste, en conflicto, lógicas dispares de representación de lo social”.
Duschatzky Silvia, La escuela como frontera, ed. Paidós,
[6] Birgin, A., Duschatzky, S. Donde está la escuela. Bs As. Manantial.
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