jueves, 6 de diciembre de 2007

historia, derecho y violencia: Benjamin, Foucault, Nietzsche y Said

En “Por qué soy un destino”, el último capítulo de la autobiografía que escribió Nietzsche en 1888, leemos una frase como esta: “Yo soy, con mucho, el hombre más terrible que ha existido hasta hoy”.
¿En qué consiste la terribilidad de Nietzsche? Consiste en su filosofar a martillazos entendiendo por tales martillazos a las desmitificadoras revelaciones que el hermeneuta expone para demostrar el lado oculto de las cosas y para desenmascarar engaños.
El martillo del filósofo rompe las estatuas que los hombres adoran para que éstos vean que por dentro están vacías o que esconden un contenido mucho menos agradable de lo que se supone.
En Genealogía de la Moral, la obra más estructurada de su producción, Nietzsche revela un método eficaz para el desenmascaramiento o la ruptura de las apariencias: la historia. La perspectiva de la historia es la perspectiva del pensamiento crítico. El historiador se remonta al origen de los fenómenos y descubre en ellos sus rasgos fundamentales, rasgos que habían sido ocultos o metamorfoseados a lo largo de su evolución: el fluido no sólo es propio de las formas sino también de los sentidos. Escrutando la historia, Nietzsche descubre que en el origen de las cosas lo que hay es la violencia y la voluntad de los poderosos: “Cuánta sangre y cuánto horror hay en el fondo de todas las cosas buenas!”. En el primer tratado hay una revelación crucial que aborda sin reparos los conceptos mismos del bien y del mal: los buenos son los poderosos que se han nombrado a sí mismos como los buenos, y los malos han sido los débiles que fueron nombrados como los malos por parte de estos mismos poderosos.
El método historicista no tiene límites, e incluso puede dar cuenta del origen del lenguaje: la posibilidad de nombrar ha sido la posibilidad de los más fuertes (el término malo, “schlecht”, significa “simple” en alusión despectiva al hombre vulgar, plebeyo). Aquí podemos definir una premisa: primero está el poder que se instaura mediante la violencia de la fuerza, y a posteriori de este poder brutal están las nociones de lo bueno y de lo malo, de lo justo y de lo injusto. Estas nociones jamás derivan desde la perspectiva de una ética universal, filosófico-idealista: son establecidas desde una perspectiva que condice con el criterio del más fuerte a la hora de imponer su verdad subjetiva como la Verdad Objetiva y sus valores subjetivos como los Valores Objetivos. Al nacimiento del derecho y de la ley subyace el criterio y la voluntad de poder de los más fuertes, la ley está muy lejos de ser la racionalidad de una justicia ideal sujeta a una moral imparcial. En efecto, la historia nos enseña que el castigo jamás tuvo en su origen la idea de aleccionamiento, ni algún tipo de equivalencia simétrica entre daño y pago, ni mucho menos la intención de lograr que un delincuente se responsabilice de su delito. El sentido original del castigo era el de darle a un poderoso el derecho de volcar su ira y su violencia sobre un débil, porque el sufrimiento, dice Nietzsche, siempre ha provocado placer. El espectáculo de la crueldad es la mayor alegría festiva de la humanidad antigua, y esta crueldad, este hacer sufrir, esta violencia de un poderoso contra un débil, es el verdadero origen de lo que llamamos la justicia y el derecho: surge de la antigua relación entre un acreedor y un deudor en el contexto de un primitivo intercambio comercial. El concepto de “culpa” proviene del concepto de “deuda” y, yendo más lejos, se puede decir que en las sociedades modernas la comunidad funciona como una acreedora de los habitantes que la conforman. El delincuente no es más que un deudor de su comunidad y ésta podrá descargar contra cualquier deudor todo su peso devolviéndolo al estado “salvaje”.
Nietzsche alumbra entonces lo que es terrible: que el derecho no es la justicia de los buenos contra los malos sino el poder de lo fuertes contra los débiles y, del mismo modo, la violencia es lo que late por detrás de todo aquello que se ha impuesto como un fundamento de autoridad, desde cualquier sistema jurídico hasta la misma idea de Dios.
Se podría afirmar que estas premisas nietzscheanas han sido las fundadoras de una línea de pensamiento que, pese a ciertas tenciones y a una diversidad de enfoques, ha sido adoptada por la mayoría de los pensadores del siglo XX.
La influencia es indiscutible y un ejemplo claro es el caso de Foucault.
En “La guerra en la filigrana de la paz”, lección tercera de su “Genealogía del racismo”, Foucault establece como premisa que las relaciones sociales entre los hombres son siempre relaciones de poder entre voluntades opuestas. Se pregunta si podría considerarse a la guerra (por antonomasia, una relación de poder entre opuestos) como el hecho que caracteriza a toda relación de poder dentro de una sociedad y, llevando este criterio a sus últimas consecuencias, se pregunta si podría considerarse a la guerra como aquello que determina al Estado, a sus instituciones y la misma historia de la humanidad. Al igual que Nietzsche, apela a la historia, y descubre que detrás de todo orden establecido lo que hay es un poder bruto, un hecho de sangre, pero de ninguna manera una ética o una razón: “la ley nace de las ciudades incendiadas, de las tierras devastadas; la ley nace con los inocentes que agonizan al amanecer”. Entonces lo que hay detrás de toda sociedad es una guerra permanente, un sempiterno duelo entre opuestos que termina en el triunfo de los fuertes. El germen de esta idea se lo puede hallar en el capítulo 16 del primer tratado de la Genealogía de la moral. Allí Nietzsche afirma que el enfrentamiento entre los dos valores, lo bueno y lo malo, han mantenido una terrible guerra durante miles de años, y “tampoco faltan lugares donde se sigue librando esa lucha”. ¿Quién gana la batalla? ¿El que tiene razón? No, la batalla la gana el que tiene más fuerza, y será esta fuerza la que luego impondrá, después de la violencia, sus razones. Esto es lo que dice Foucault al establecer un vínculo filial entre el poder y la verdad: la verdad es un arma, una fuerza, es el discurso que puede establecer el más poderoso, el vencedor de la batalla, el Estado y el Derecho. La verdad es la ley del triunfador, y por ende es relativa y puede ser derrocada por la emergencia de una fuerza superior. Al igual que Nietzsche, Foucault hace su propia genealogía de la guerra, y rastrea en la historia la evolución de esta guerra permanente, de esta violencia fundadora. En un principio las relaciones de poder entre voluntades opuestas eran propias de los hombres entre sí, para sus propios fines. Pero poco a poco estas prácticas de guerra se fueron concentrando en el poder central hasta llegar a ser una prerrogativa exclusiva de los Estados nacionales. La historia estatizó las relaciones de guerra y las hizo suyas para la consecución de sus fines mediante las instituciones militares. En cuanto a las consecuencias de este hecho, Foucault destaca la especificidad de dos discursos contrapuestos: un discurso político-histórico, a partir del siglo XVI, que admite que la guerra es una relación permanente y un recurso fundador de derecho, y un discurso jurídico-filosófico, de carácter idealista, que niega este origen violento del derecho apelando a la racionalidad y a la moralidad de las leyes. Nuevamente: detrás del discurso del derecho, que presenta una racionalidad asociada a lo justo y a lo bueno, se oculta este discurso político e histórico revelando que detrás de toda ley no hay más que violencia e imposición de voluntad por parte de los más fuertes.
Siguiendo la misma línea de pensamiento, podemos ubicar aquí el aporte de Benjamín. En “Para una crítica de la violencia”, de Iluminaciones IV, donde la premisa fundamental sigue siendo la misma: la violencia del poder es lo que funda, conserva y caracteriza al derecho. También en Benjamín hay una relación inseparable entre la violencia y la ley, y nuevamente es la historia la que alumbra el terrible hecho. En efecto, la historia es la que determina, entre todos los tipos de violencia, cuál es la violencia susceptible de ser legitimada como medio: se trata de una concepción filosófico-histórica del derecho que decide sobre qué violencia es o no aceptable en razón de su sentido. Asimismo, las dos grandes ramas del derecho definen al derecho en relación con la violencia: el derecho natural considera a la violencia como un medio genuino e inevitable y la juzga según sus fines, mientras que el derecho positivo la define como un elemento de sentido histórico y la juzga según sus medios. En las consecuencias que extrae Benjamín de estos principios hay muchos matices que se corresponden con los textos de Nietzsche y de Foucault. Por ejemplo, cuando Benjamín dice que el asunto de los medios justos y los fines legítimos, presupuestos tanto por el derecho natural como por el positivo, no pertenecen a la violencia misma sino a su uso efectivo, podemos encontrar aquellos conceptos nietzscheanos que consideran a la violencia como una voluntad de poder anterior a los sentidos que los hombres le impregnaron luego. Asimismo, cuando Benjamín dice que el Estado, lejos de abolir la violencia, se caracteriza por ejercer el monopolio de la misma, coincide con la observación foucaultiana según la cual el Estado condensa y centraliza las relaciones de poder que eran propias de los hombres en sus contextos particulares. De hecho Benjamín insiste en ese punto: el individuo violento es censurable en tanto que éste hace uso de la violencia para sus propios fines y atenta contra esta prerrogativa exclusiva del Estado: la ley no puede evitar que la violencia sea ejercida por otros y su censura no responde a una finalidad moral sino meramente a la conservación de su propiedad, la violencia, elemento fundador de su poder y base oscura de todo sistema jurídico. El principio de la violencia como poder absoluto alcanza en Benjamín su cumbre, el extremo de la trascendencia, en el concepto de violencia divina, una violencia que está más allá del hombre y del estado, más allá de la premisa de los fines legítimos y los medios justos: la violencia divina, al contrario de la mítica
[1], es una violencia limpia, destructora y redentora, una violencia celestial que no produce derramamientos de sangre[2].
Finalmente, si tanto Nietzsche como Foucault y Benjamín piensan a la violencia como la esencia del derecho y de las instituciones en una serie de postulados teóricos, estos mismos principios teóricos se podrían fundamentar en la realidad misma de los hechos políticos, por ejemplo, el conflicto árabe-israelí que, principalmente desde la inmigración judía a Palestina en la segunda guerra mundial, es un suceso político abundante en guerras, masacres y hechos de violencia que sin hallar resolución todavía ilustran las portadas de la prensa internacional.
En una serie de artículos publicados por Edward Said sobre el conflicto árabe-israelí, es posible destacar varios puntos que resultan concomitantes con los principios sobre la violencia, la historia y el derecho expuestos más arriba.
En principio, se sobreentiende que el Estado de Israel es un Estado de derecho al estilo moderno de los estados contemporáneos, la diferencia es que en este caso los medios de su constitución resultan demasiado explícitos. Estos medios son evidentemente todos los que atañen a la imposición de poder mediante la violencia. Desde luego que esta violencia no tiene en sí nada de razón ni de derecho: el derecho y la razón se construyen luego de la acción por la fuerza, y esta construcción se desarrolla con el auxilio de un discurso tendencioso, por ejemplo el del sionismo. Edward Said, al igual que los autores analizados, utiliza la perspectiva crítica de la historia para desmantelar los hechos y describir la labor de este discurso del poder, discurso construido por los intereses de un sector determinado. Un recurso es narrar la vida y la obra de algún colaborador en particular como el caso de Mayica, intelectual funcional al imperialismo yanqui en su apoyo de la invasión israelí. La violencia es lo que protagoniza cada paso del conflicto; cuando Said investiga el caso de Irak, un hecho de fuerza que puede compararse, por varios motivos, al conflicto palestino, deja claro que “lo que dio a Washington licencia para bombardear el país y destruir su gobierno no fue un derecho moral ni un argumento nacional, sino el poderío militar”
[3]. Solamente después de la violencia, y una vez consolidado el poder, el imperialismo recurre a la propaganda y a sus “efectos distorsionantes” para construir una legitimación de sí mismo a la vez que una imagen desvalorizada del más débil, su oponente. Said se sirve de la conciencia histórica para recordar aquello que había sido olvidado intencionalmente por el discurso oficial del poder: “Olvidadas quedan la catástrofe de 1948, la limpieza étnica y las masacres, la devastación de Qibyam Kafr Qassem, Sabra y Chatila[4]”. Con respecto a la desvalorización del enemigo, Said demuestra el poder propagandístico del discurso israelí: “tan exitosa ha sido la propaganda israelí que parecería que los palestinos realmente tienen pocas, si es que alguna, connotaciones positivas. Se encuentran casi totalmente deshumanizados”[5].
En términos nietzscheanos se puede decir que el sionismo representa el discurso de los poderosos que se valorizan a sí mismo como los buenos al tiempo que los árabes, los enemigos, son valorizados como los malos, los injustos, los terroristas.
Aquél párrafo tan terrible de Foucault –la ley nace de masacres, conquistas, ciudades incendiadas, tierras desvastadas- podría haberle dado un epígrafe al artículo “Muerte lenta: castigo detallado”, en donde Said describe lo que los judíos hicieron pasar a los israelíes a la hora de conquistar sus tierras: asesinato directo, escamoteo de la vida cotidiana, alambres electrificados, tanques, ametralladoras, humillaciones, saqueos, torturas, niños muertos; cuadro dantesco que para el autor evoca los pormenores de “En la colonia penitenciaria”, uno de los cuentos más pavorosos de Kafka.
Más aún, hay momentos en el que algunos representantes del Estado Israelí, como Merón Benvenisti, dejan de lado las distorsiones del discurso oficial admitiendo sin reparos que la violencia es la única base de su poder: “les hemos conquistado, así que ¿por qué hemos de sentirnos culpables?”
[6]. Estas palabras representan lo que es, en términos foucaultianos, un discurso histórico-político cuya sinceridad se contrapone al discurso filosófico-jurídico más propio del sionismo norteamericano.
En resumen, es evidente que en un hecho concreto de la política contemporánea los principios fundados por Nietzsche se nos muestran comprobados: el poder, servido de la violencia, es el hecho fundador de un Estado que, una vez establecido, construye mediante cierto discurso ideológico una legitimación de su existencia y una desvalorización del contrincante vencido, operación susceptible de ser identificada por el intelectual mediante la mirada crítica de la historia.





[1] Para Benjamín la violencia mítica subyace a la violencia positiva de los hombres en tanto que irrumpe en la vida sin otra razón de ser que su presencia misma, la imposición de su poder sobre los otros. Desde un punto de vistas más histórico, Foucault también apela a la mitología para decir que la violencia late en la historia, y que los mitos siempre conllevan una guerra permanente y las grandes victorias de personajes gigantescos, origen brutal de un sistema de leyes posteriormente encubierta por la racionalización de la dialéctica jurídica.
[2] Este criterio místico-teológico resulta inconciliable con la hermenéutica nietzscheana. No obstante sostiene la premisa de algún tipo de voluntad de poder que impera por encima de todo lo que existe.

[3] La condición árabe. Said, Edward. Textos sobre Palestina, representación y violencia (2000-2003)
[4] El sionismo norteamericano (y III). Said, Edward. Textos sobre Palestina, representación y violencia (2000-2003)
[5] Propaganda y guerra. Said, Edward. Textos sobre Palestina, representación y violencia (2000-2003)
[6] El sionismo norteamericano: el verdadero problema (I). Said, Edward. Textos sobre Palestina, representación y violencia (2000-2003).

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