jueves, 6 de diciembre de 2007

violencia y colonialismo: Fanon y Arendt.


La violencia es un comodín. Si la historia política y social de los pueblos y de los Estados, tanto agresores como agredidos, configura una serie de hechos, se puede decir que este conjunto de hechos constituye una baraja dentro de la cual la violencia, carta sangrienta, naipe rojo, es el comodín que pasa de mano en mano, de bando en bando, que ataca y contraataca, que los unos la usan contra sí mismos, contra lo otros y viceversa. Fuerza fundadora y destructora, hecho activo y reactivo, la violencia deviene en eje, en principio, y este eje puede ser un eje que ilumine una coyuntura de hechos acaso encontrados, opuestos, hasta lejanos: un ejército totalitario europeo centralista y una pueblada insurgente africana. Arendt y el estado totalitario europeo, los opresores y la violencia. Fanon, la resistencia africana, la liberación de los negros, los oprimidos y la violencia, la violencia de nuevo.
La violencia conforma los movimientos totalitarios, éstos se sirven de aquella para construir su dominio, y asimismo la violencia es la condición, por derecho, de las rebeliones y descolonizaciones africanas: los colonizados deben tomar las armas y pelear por lo suyo. La violencia es, en esta baraja de fenómenos, la terrible ley del juego que comparten todos los sujetos implicados en la acción: si los opresores se sirven de ella para establecer su poder, los oprimidos se sirven de ella para conseguir su liberación. Este comodín, por supuesto, deberá ser usado, según la mano que lo tenga, de diferentes maneras, con diferentes sentidos y estrategias. Pero no se puede prescindir de ella, no es posible prescindir de la violencia.
En el primer capítulo de Los condenados de la Tierra llamado justamente “La violencia”, Frantz Fanon señala las condiciones del terreno: el terreno es estrecho y disputado. El terreno es una zona bipolar, está habitada por dos tipos de hombres que, siguiendo una lógica aristotélica, obedecen a un principio de exclusión recíproca: no es posible ningún tipo de conciliación. El colono está allí para despojar al colonizado de sus bienes, de su identidad y de su vida, y el colonizado debe aceptar este destino o rebelarse haciendo de la violencia que se le inflige un arma que lo libere, un arma a su favor: “la descolonización es siempre un fenómeno violento”. No hay otra manera: el intelectual colonizado que intente buscar la manera de la coexistencia se dará cuenta que el colono no tendría ningún interés en convivir fuera de un contexto colonial, fuera de una relación de explotación en beneficio propio y sufrimiento ajeno. El intelectual colonizado debe sumergirse en el pueblo y descubrir las contradicciones de los principios que se le han impuesto, debe descubrir las falacias de un discurso que, cuando habla de derecho, de ley, de valores, se refiere a elementos excluyentes, y es su propia nación, sometida a otra, la que está excluida y debe liberarse. La contradicciones que experimentan los luchadores son tan violentas como las soluciones: hay que hacer un hombre nuevo –últimas dos palabras del libro, las conclusivas-, y para hacer este hombre nuevo hay que luchar no sólo contra el opresor sino contra uno mismo, contra aquello que hay de colonizado en el colonizado, contra todo lo que hay en el dominado que haya sido puesto allí por la mirada del dominador. ¿Y cómo usa, el opresor, la violencia? De diferentes maneras. Sartre adelanta en su prefacio que, lejos de contentarse con reducir a una especie a la servidumbre y la obediencia, el poder colonizador se ocupa de deshumanizar a sus víctimas, de liquidar sus tradiciones, sus lenguas, su cultura, hasta su pasado. El colono será, ante todo, el enemigo, y el concepto de amistad será un concepto político: amigos los que adhieran al colonialismo, enemigos los rebeldes. En el capítulo IV de su obra, “Sobre la cultura colonial”, Fanon describe algunos rasgos de la violencia del colonialismo. La violencia del colonialismo es negadora: niega la realidad propia del colonizado y procura, por todos los medios, vaciar el mundo del colonizado de su forma y de su contenido. En el núcleo de la violencia lo que hay es una desvalorización: se niega lo individual, lo peculiar de un sujeto, y se lo reduce a un objeto, un objeto limitado a los intereses de una mirada ajena. Al negar la identidad, la cultura, las características y los valores propios del colonizado, el resultado es que, desde la mirada opresora, todos los países africanos, todos los países de los negros se convierten en una mancha indistinta, territorio bárbaro: el colonialismo “no ha dejado de afirmar que el negro es un salvaje y el negro no era para él ni el angolés ni el nigeriano”. El continente africano se verá en su totalidad como un solo país habitado por “una guarida de salvajes”, lo cual conlleva que la respuesta del colonizado, cuando empieza a transitar el camino de la liberación, sea asimismo una respuesta continental: se afirma como portavoz de la “cultura africana” desentendido de las peculiaridades de su propia nación. Este fenómeno repercute en la literatura: la corriente de la “negritud”, antítesis lógica del insulto de los blancos, no logra desprenderse de la ofensiva uniformidad, y sólo a partir del momento en el que el intelectual colonizado pueda emanciparse por completo de la visión del mundo colonizadora, podrá entonces descubrir que no puede haber cultura nacional antes que Nación libre, que “toda cultura es primero nacional” y, desde un criterio insurgente-nacionalista, por fin podrá dar batalla para la liberación definitiva, para lograr la Nación independiente: “la soberanía de la nación constituye la manifestación más plenamente cultural que existe”.
En el capítulo “La liberación nacional”, Fanon utiliza un concepto clave para explicar la violencia colonizadora: la despersonalización. La violencia colonialista, al negar la realidad del sujeto colonizado y su condición misma de sujeto de la historia, lo convierte en un objeto etiquetado. Podemos pensar en la despersonalización un principio sine qua non de la violencia, es el golpe que desfigura el rostro, es el arma que convierte a todos los rostros en una herida uniforme mediante la ocultación o destrucción de sus rasgos, de los rasgos de cada cara; es el momento en el que los individuos se convierten en una masa. En este punto podemos pasar a una comparación acrobática pero consistente: la violencia totalitaria en la obra de Hannah Arendt, “Los orígenes del totalitarismo”.
En “Totalitarismo”, la tercera parte de su libro, Arendt analiza la violencia totalitaria y la condición que considera esencial para la constitución de su poderío: el apoyo de las masas. La masa es, por antonomasia, aquél fenómeno que consiste en una uniformidad que triunfa sobre los caracteres individuales de cada una de sus partes. El hombre masa es, como el negro para la mirada de los colonizadores, un individuo despersonalizado: carece de interés propio, no responde por sí mismo sino por un grupo que niega su individualidad como persona. Arendt describe al hombre masa como el hombre opuesto al ciudadano partidista, ciudadano diferenciado con opiniones e intereses propios. Las masas se conforman con aquellos habitantes que se caracterizan por ser neutrales e indiferentes, personas “demasiado apáticas o demasiado estúpidas”. Carecen de aspiraciones propias, se relaciones por determinadas influencias y convicciones generales relativamente compartidas por los distintos sectores de una sociedad. Esa uniformidad de pensamiento, esta carencia de afiliación y de criterio propio es la base de los movimientos totalitarios quienes “gobiernan y se afirman con el apoyo de las masas hasta el final”. La desaparición de las clases es un hecho que posibilita la aparición de las masas: “La caída de los tabiques que protegen a las clases transformó a las dormidas mayorías existentes tras todos los partidos en una masa inorganizada e inestructurada”. En el caso de Hitler, la Alemania posterior a la primera guerra ofrecía condiciones históricas favorables para generar esta uniformidad que, una vez dominada por el líder totalitario, se convertiría en la base del nazismo. Pero si un líder carece de estas condiciones, si un movimiento totalitario no cuenta con ellas en las circunstancias sociales de su territorio, entonces tiene que creerlas. Es el caso de Stalin quien tuvo que “crear artificialmente esa sociedad atomizada”. En este punto el Estado totalitario ejercería sobre su propia nación un tipo de violencia muy similar a la que los colonizadores europeos debían ejercer sobre la población negra para garantizar su dominio sobre ella: así como éstos precisaban uniformizar la cultura negra para controlar y someter sus singularidades, aquellos necesitaban uniformizar la sociedad nacional para que ningún sector, conciente de sí mismo y de sus propios intereses, atentase contra el poder del Estado totalitario, único discurso, única verdad entre medio de indistintas sombras al servicio de sus intereses. Si los colonizadores de un país invadido debían negar la cultura, la identidad y las peculiaridades de los colonizados de la región que explotaban, los funcionarios de los Estados totalitarios tuvieron que hacer lo mismo con los componentes de su propia sociedad: Stalin terminó con las clases de la Unión Soviética arrasando primero con las poseedoras, campesinos y agricultores, continuando luego con la clase obrera y finalmente con la misma clase burocrática que había utilizado para liquidar los sectores anteriores. El Estado totalitario, es decir, el fenómeno de violencia que a menudo ejerce la violencia contra otras naciones, necesita también de la violencia sobre su propia sociedad para establecer las bases de su estructura política. En todos los casos el poder se afianza sobre la base de un discurso excluyente de todo aquello que no adhiera a sus intereses, un discurso que se apoya y se lanza sobre una realidad uniformizada, despersonalizada. El poder no puede admitir la disidencia y, realmente con muchos motivos, entiende que la cuna de la disidencia es la conciencia de sí de algún sector externo a sus intereses, sea este sector un componente de su propio territorio o una inteligencia del territorio extranjero conquistado para su enriquecimiento. No resulta extraño que Fanon considere a la cultura propia de los colonizados, es decir, la “expresión de una nación, de sus preferencias, de sus tabús, de sus modelos”, como un arma que hace cuerpo común con las armas literales de los luchadores, y en este contexto se entiende cabalmente su idea de que una verdadera cultura nacional es incompatible con una realidad de dominación extranjera. En este sentido, las expresiones culturales europeas de las sociedades totalitarias eran tan peligrosas para el régimen como lo eran las expresiones culturales africanas para el sistema colonial, lo cual hace pertinente para Hannah Arendt la cita de una famosa frase del nazi Hermann Wilhelm Goering: “Cuando oigo la palabra cultura, saco el revolver”, frase que deja patente la omnipresencia de la violencia en cada una de las partes de todo conflicto social e histórico.




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