jueves, 6 de diciembre de 2007

El modernismo poético y el proceso de secularización del arte y la consolidación de la burguesía en América Latina


Rubén Darío, figura estelar del modernismo, dice en razón de las formas estéticas y del prefacio a uno de sus más importantes libros las siguientes frases: “Yo no soy un poeta para las muchedumbres. Pero sé que indefectiblemente tengo que ir a ellas”. Este par de frases cortas, que podrían haber sido una sola frase larga sin el punto que antecede al adversativo, nos condensa varios elementos del movimiento modernista entre los cuales se pueden abstraer dos de ellos: la escisión –poeta solitario, poeta de muchedumbres- y el carácter de indefectible, la conciencia de estar inmerso en una corriente de la que no se puede salir.
Indefectiblemente, el modernismo, tal como su nombre lo indica, está relacionado con un movimiento mayor dentro y contra del cual deberá formarse lidiando con tensiones. Este movimiento mayor es la modernidad con todo aquello que ésta implica: la fe en la ciencia y en el progreso, la industrialización de la producción, el crecimiento urbano, el desarrollo de los sistemas de comunicación, la definición de los estados nacionales, el afán expansionista y, sobre todo, la confluencia de todo lo anterior dentro del avance del sistema capitalista sobre la base de una consolidada burguesía.
Esta nueva época, generadora de una nueva sensibilidad, afectó a todas las manifestaciones de la vida social alcanzando a la proyección artística hasta el punto en que Ángel Rama haya podido decir que el modernismo, en la literatura, no es otra cosa que el liberalismo en la política.
El modernismo literario, fenómeno de explosión cultural, no podía dejar de hacer en algunos puntos un cuerpo común con la modernidad, fenómeno de explosión capitalista.
Lo escindido y lo indefectible, elementos condensados en el prefacio de Cantos de Vida y esperanza, configuran la situación del modernismo literario ante el contexto de la modernidad: el modernismo, a la vez que nace y avanza sobre la nueva época, la celebra y la combate, la acompaña y la protesta. En este sentido se puede comprender que la universalidad de la lírica de Darío, entusiasta y celebradora de las nuevas sensibilidades, sea a la vez análoga a una amargura propia de todo aquél que detesta la época en que le tocó vivir. Durante aquella celebrada y amonestada época la proyección del arte se veía afectada particularmente por dos fenómenos concomitantes: el proceso de secularización y la consolidación de la burguesía latinoamericana.
La secularización implica lo indefectible. El arte, en las sociedades atravesadas por los procesos de modernización, no puede seguir siendo ni la intermediación divina del clérigo ni el virtuoso héroe solitario del romanticismo. La autonomización de la literatura, susceptible de ser convertida en un objeto más del mercado en el contexto del desarrollo capitalista, encuentra en este fenómeno tanto una liberación cuanto una encrucijada. Cuando el arte deja de ser sagrado y logra su emancipación de las demás instituciones, el artista, lejos de las posibilidades del mecenazgo, deja de ser un profeta o un iluminado y deviene en un especialista con su lujar fijado dentro de la división del trabajo, o directamente un funcionario, situación que genera diversos contrastes y tensiones con la naturaleza creativa. De algún modo, más allá de la intención de cada artista, habrá que ir a las muchedumbres, esto es, insertarse en un mercado con el beneficio de un público, reformular la razón de ser del artista en una sociedad moderna, masificada y democratizada. Esta es la encrucijada: el arte, para sobrevivir en su autonomía, debe sin embargo emplearse y comercializarse ante las leyes de un sistema con cuya lógica materialista y utilitarista no se termina de conciliar. Estas tensiones, que van desde la bohemia analizada por Gutierrez Girardot hasta la funcionalidad orgánica de algunos tantos casos como los que expone Real de Azua, constituyen una de las particularidades de la producción modernista. La secularización implica una puesta en tierra de la obra artística, una determinada articulación de la creación con la sociedad industrial comandada por el capitalismo mercantil de la burguesía. Ángel Rama describe un clima de época en el que los escritores, reunidos en cafés y tertulias, frecuentaban ciertos grupos que “funcionaban como centros de obtención de trabajos mediante las conexiones que allí se establecían” (Rama, 1983). Sarlo y Altamirano, en un texto sobre la argentina del Centenario, afirman que ya a principios del novecientos la función del escritor adquiere perfiles profesionales. Una suma de modernización, secularización e inmigración afectarían la esfera de las actividades intelectuales constituyendo determinadas “ideologías de artista”. Una de las maneras de posicionarse como escritor profesional, desempeñada tanto por Darío como por Martí, es el recurso del periodismo, actividad que, Según Sarlo y Altamirano, siempre estuvo acompañada “de un vasto movimiento de reflexión acerca de la propia actividad literaria” (Altamirano y Sarlo, 1997). Otras actividades culturales, tales como las conferencias y las revistas, formaban parte de esta emergente profesionalización del escritor. Aunque esta secularización del arte, propiciada por las condiciones económicas del liberalismo burgués, no pudo desarrollarse sin conflictos tan serios como la adaptación del producto literario a un determinado público, o la sublimidad del oficio frente las vulgaridades de la democratización expuestas desde sensibilidades como la del arielismo, de cualquier modo es indiscutible que la secularización y el profesionalismo que produjo el modernismo literario alteró definitivamente la actividad artística. Lejos quedaron aquellos “gentleman escritores” definidos por David Viñas, distinguidos señores poseedores de cigarros y ratos de ocio cuyas rentas y pertenencias sociales condescendían y permitían su actividad cultural. La figura del artista modernista parece ajustarse más bien al retrato que hace Rama de Rubén Darío en tanto un intelectual riguroso, moderno, austero en su producción: “un tímido, apacible, discreto hombre entredormido” (Rama, 1983).
Si este proceso de secularización, si esta profanización de las prosas implica para el modernismo un elemento indefectible, la consolidación de la burguesía latinoamericana implica lo escindido: el poder de la burguesía y su cosmovisión mercantilista y utilitaria será para el modernismo tanto una posibilidad de existencia como un declarado enemigo. La moral del artista, rebelde a toda visión burguesa, necesitará no obstante de la sociedad burguesa para insertarse en el mercado y desarrollar la profesionalización y la autonomía de la actividad artística. Se sobreentiende que un producto estético, orgullosamente antiutilitario, una obra del espíritu y de la belleza, no podía hallar con facilidad un lugar dentro del necesario mercado dirigido por la burguesía –un poeta era “algo nuevo y extraño” para el Rey Burgués-. Es justamente por ello que el escritor modernista estará escindido entre el orgullo de su creación cultural y la servidumbre a la que debía someterla para ocupar un lugar en las nuevas sociedades. El sistema de valores de la consolidada sociedad burguesa iban de la mano con los principios económicos del capitalismo, y el modernismo literario, en busca de su propio desarrollo, no podía ni hacerse a un lado ni unirse incondicionalmente a las reglas del juego. Ante la inevitable desvalorización mercantil de la obra de arte debido a la carencia de un fructífero mercado literario
[1], muchos artistas se vieron tentados a la marginalización de sus figuras y de su trabajo que seguía encarnando una oposición ante los valores de ascenso social y adquisición material que monopolizaban las aspiraciones burguesas. Sin embargo, la línea de conducta más habitual ha tenido que ser la ambivalencia. Y es en este contexto cuando tiene un sentido el poeta que, sin sentirse parte de las multitudes, asume la necesidad de acercarse a ellas.

[1] Julio Ramos ha expuesto con claridad las condiciones de la época, un momento en el que “aunque ya es operativo el concepto autonómico de la literatura, ese discurso aún carece de las bases institucionales que posibilitarían la consolidación social de su territorio” (Ramos, 1989). Analizando el caso de Martí demuestra que el revolucionario cubano, conciente de este problema, llega a la conclusión de que es preferible la dependencia ante los mecanismos modernizadores de la ciudad que la dependencia ante el mundo tradicional.

José Martí y Rubén Darío: parentescos y diferencias en sus recorridos intelectuales.


Fue una noche del año 1893, en una luminosa habitación del Hardman Hall de la ciudad de Nueva York, donde y cuando el poeta Rubén Darío estrechó por primera vez la mano del poeta José Martí recibiendo de éste una lacónica y significativa palabra: hijo.
Habían pasado cinco años desde la publicación de Azul, libro patriarcal del modernismo latinoamericano, y habían pasado dos años desde la publicación de Versos Sencillos. Estos dos amigos, recíprocamente admirados, ya eran los nombres más pronunciados de entre aquellos que integrarían el movimiento modernista: el primer movimiento literario en la América española que no haya sido en modo alguno el reflejo pasivo de una moda europea (Salomón, 1972). La pluralidad de rasgos inherentes al modernismo le otorga a este fenómeno continental una riqueza y una complejidad de tales dimensiones que, así como lo afirma Real de Azúa, es posible incluir entre sus representantes todo tipo de figuras muchas veces disonantes que, condensando una serie general de elementos –juvenilismo, antieconomismo, latinoamericanismo, hispanismo, antiyankismo, universalismo-, podrían ser mezclados en la misma baraja desde funcionales orgánicos vinculados a sectores conservadores hasta entusiastas del anarquismo (R. de Azua, 1986).
En el caso de José Martí y Rubén Darío, sería demasiado elemental y facilista divorciar sus figuras según el mayor acento estético de uno frente al civismo ético del otro, e incluso excluir sin más a Martí del modernismo por su impronta romántica. Demasiado elemental establecer el divorcio con contrapuntos tales como el oro de Darío, elemento de refinado gusto estético, material de una Isla poblada de centauros, y el oro de Martí, valor de cambio, elemento social y monetario, tal como lo simboliza el cubano en su célebre El poema del Niágara. Estas discrepancias, que son muy ciertas, no logran separar las trayectorias de dos poetas que, pese a inevitables diferencias, inevitables como las hay entre todos los modernistas, comparten no obstante un terreno común como portavoces de un fenómeno que los recoge y emparenta en el seno de sus esencialidades: la adhesión al espíritu de una remarcada sensibilidad americana, el clamor continental, la concepción de una ley armónica condensadora de la esencia universal, el universalismo y la crítica al provincianismo, la racionalización sobre la labor literaria aplicada sobre obras acabadas y planificadas, la inclusión en el sistema mercantil, las crónicas periodísticas, la adhesión implícita o explícita al liberalismo, la indagación de nuevas formas estéticas que conllevaban una ruptura con respecto a la tradición anterior, la oposición del idealismo humanista hispanoamericano contra el materialismo de los americanos del norte, la oscilación o la fusión entre el verso y la prosa. Pese a los matices de cada uno de los autores, tanto José Martí como Rubén Darío incorporan cada uno de estos elementos en su trayectoria intelectual y artística e incluso se sirven de ellos, como una base de la cual partir, a la hora de encaminarse hacia sus sobrevalorados desencuentros. Ninguno de los dos podrá eludir la corriente de la modernidad en la que estaban inmersos, aunque en el caso de Martí -muy antiguo y muy moderno-, los procesos modernizadores se verán insertados en el campo específico de lo latinoamericano, con una relevancia de acción política emancipadora, sin desahuciar del todo el subjetivismo nacionalista del poeta romántico, y en el caso de Darío este explosivo cosmopolitismo, muy moderno, se limitará a nutrir la sensibilidad de su propuesta estética.
En un ensayo sobre el modernismo y Ruben Darío, Guillermo Sucre recuerda que una de las críticas más feroces hacia la obra de Darío consistía en una amonestación ante su exotismo, sus deslices orientales, su cargado mitologismo y su afrancesamiento, elementos que sería una evasión ante la realidad latinoamericana (Sucre, 1975). Sin embargo, estos elementos, más que una evasión, constituían una crítica hacia esa realidad misma. Según Octavio Paz el modernismo, lejos de ser una evasión de la realidad americana, comportaba una fuga de la actualidad local en busca de una actualidad universal única y verdadera (Paz, 1985). Ante el provincianismo local, el modernismo buscaría la vastedad de un presente universal. La poesía, forma pura del lenguaje, sería la encargada de armonizar al mundo mediante sus leyes estéticas, ubicándose en el terreno de la universalidad: “la celeste unidad que presupones hará brotar de ti mundos diversos”. ¿Y no es esta misma crítica al provincianismo el punto de partida de Nuestra América? El aldeano vanidoso, aquél que confunde al mundo con su aldea, es la figura de un provincianismo que resulta tan relevante para el proyecto latinoamericano del modernismo ya sea en alusión al estilo de una obra literaria como a la tendencia de un gobierno. El universalismo estético regido por el principio de la armonía será fundamental tanto para Martí como para Darío:
“Todo es hermoso y constante
todo es música y razón”

Estos versos de los Versos Sencillos, que podrían haber sido escritos por Darío en idéntico sentido, son un resumen de la armonía, la musicalidad y la integración de todas las partes en un todo armónico que determina la composición del poemario, “las flores silvestres” según el prólogo. La variedad de los temas se coordinan estructuralmente por una actitud unificadora, y la integración de todos los órdenes, tanto las imágenes como los pensamientos, se realiza de una manera armónica que se corresponde al orden de la Naturaleza que el autor contrapone a la Cultura, lo cual sería propio de la falsedad de un hombre letrado, artificial, que responde a los intereses del extranjero. En el caso de Rubén Darío, esta misma armonía volverá a reinar en una figura de la naturaleza, la selva, aunque en este caso todo aquello que sea natural será explícitamente trabajado desde un criterio literario profesional que construye su producto armónico: flores artificiales que huelen a primavera. Según Octavio Paz hay en la composición poética de Darío una concepción sagrada y armónica del universo cuyo orden se representa en el lenguaje. El símbolo de esta literatura será la selva que “no está hecha de árboles sino de acordes. Es la armonía” (Paz, 1985). En esta selva poblada de resonancias la poesía será la reconciliación y la inmersión en “la armonía del gran Todo”. En este punto, Ángel Rama establece el matiz que los diferencia: mientras que Martí, para poder conservar su orden natural en oposición a todo tipo de imposición cultural ideológica, tuvo que prescindir de Dios, Rubén Darío debió conservarlo, pero sin aceptar la naturaleza tradicional mediante la composición de su estética selva sagrada, “la selva americana, símbolo de fuerza y espontaneidad, realidad sin mácula, presencia inconmensurable de Dios” (Rama, 1977). Mayor afinidad hay entre Rubén Darío y José Martí en la esencialidad de dos elementos: el estilo y el género. En cuanto al estilo, ambos realizan en sus escritos la superación de la producción literaria en español, cuyo estado describe Rubén Darío en su prefacio a los Cantos: “la expresión poética está anquilosada, a punto de que la momificación del ritmo ha llegado a ser un artículo de fe”. En esta reanimación del idioma español desde la sensibilidad americana, tanto Rubén Darío como José Martí elaboran paralelamente una propuesta rítmica de combinaciones métricas y novedades temáticas que desde Ismaelillo hasta El canto errante consagran la especificidad de la literatura latinoamericana dentro de la historia de la literatura occidental. En cuanto a los géneros, ambos autores se consagraron en los dos géneros reinantes de la época: la poesía y la prosa periodística en forma de crónicas, prosas altamente estetizadas, prosas de poetas. Tanto Rubén Darío como José Martí han desarrollado su trabajo intelectual en el marco de una modernidad universalizada e itinerante que los condujo por las mismas rutas: Hispanoamérica, España y Estados Unidos. Ambos ejercieron el periodismo, profesión intelectual que, para tantos escritores de la época, constituía un salvavidas económico en un momento en el que la profesionalización de las letras y la autonomización de la literatura, en relación conflictiva con el mercantilismo capitalista de la modernidad, obligaba a muchos escritores a buscarse alguna manera sólida de ganarse la vida mediante su trabajo intelectual. Rubén Darío y José Martí fueron corresponsales de prensa en el extranjero del diario La Nación: el trabajo de ambos en esta tarea fue fundamental para un nuevo género, la crónica modernista, género al que se dedicaron sin dejar nunca de lado la primacía de la literatura. Julio Ramos describe un nuevo tipo de intelectual, encarnado tanto por Darío como por Martí, que estaría “dominado por la orientación de la industria” (Ramos, 1989). Un Martí más mundano, faceta generalmente desconocida por su representación como héroe, nos devuelve la imagen de un profesional asalariado que, al igual que Rubén Darío, debe luchar por su supervivencia en un medio económicamente hostil para los poetas
[1]. No obstante fue esta función de cronista la que posicionó a Martí como un intelectual revolucionario: sus crónicas sobre los congresos del Panamericanismo son documentos sólidos para considerar a Martí como el intelectual latinoamericano cuya labor crítica conforma una toma de conciencia y un plan de lucha tanto en contra del expansionismo norteamericano como a favor del independentismo cubano. De los poemas a las crónicas, de las crónicas a las Bases del partido revolucionario cubano y de aquí a los diarios de campaña, la estética de Martí deviene cada vez más en una ética política y combativa que Darío jamás pudo abrazar. Sin embargo, también aquí es posible algunos paralelismos. En la temática política, tanto José Martí como Rubén Darío han tenido un doble movimiento de atracción y denuncia contra estados unidos. Crónicas como El Puente de Brooklyn o Fiestas de la Estatua de la Libertad manifiestan la misma admiración ante la moderna e industrial sociedad norteamericana como el poema Salutación del águila de El Canto Errante. Admiración que inmediatamente será contradicha por la crítica y la denuncia, manifiesta tanto en las numerosos crónicas panamericanas como en el No proferido a Roosevelt, en Cantos de vida y esperanza. Crítica y denuncia que, tanto en Martí como en Darío, será fácil articular con la sensibilidad arielista que contrapone al materialismo utilitarista de la cultura anglosajona la fogosidad del espíritu latino, espíritu encarnado con máxima contundencia en estos dos poetas fundamentales para la discursividad latinoamericana.
[1] En el Epistolario de editores recogido en El archivo de Rubén Darío, se puede observar en cartas como las de Gregorio Pueyo o las de Fernando Fe la precariedad económica en torno al negocio editorial sobre la obra de Darío.

La conducta y la función de los intelectuales



El trabajo de los intelectuales siempre se ubica en el seno de una tensión que por momentos resulta irresoluble: por un lado, el intelectual toma la palabra para incitar o comandar la rebelión; por el otro, reconoce el ámbito mismo de la escritura como un espacio propio de la clase dominante contra la cual escribe, masticando la amarga certeza de que el público propio de la producción intelectual excluye la masa de oprimidos que el escritor quiere liberar. En términos más generales y políticos, la tensión se inscribe en la célebre dicotomía de la pluma y de la espada, o la pluma y el fúsil, según los tiempos que corran: el intelectual revolucionario, portavoz de la rebelión, ha de llegar al momento de la encrucijada en el que su función académica entra en dialéctica con su deber combativo de pasar a la acción. ¿Y es la escritura una acción equiparable a la lucha armada? ¿Se puede conciliar el fusil con la pluma? Sartre hace otra pregunta dramática: ¿para quién se escribe? Pero más dramático resulta constatar el desde dónde, y siempre se escribe desde la cultura letrada, espacio tradicionalmente propio de las clases dominantes. En este sentido, la escritura revolucionaria siempre ha de ser, en palabras de Martí, una lucha contra el monstruo ejercida desde la entrañas del monstruo mismo. Esta tensión es un clásico de la producción textual latinoamericana, cuyos orígenes podrían rastrearse en la obra del inca Garcilaso de la Vega quién, a la hora de reivindicar el pasado indígena de los conquistados, no tiene más recursos que aquellos que le proporciona la educación y la lengua española de los conquistadores, y esta dramática paradoja resulta fundacional de las letras latinoamericanas. Sobre esta problemática podemos inscribir algunos conceptos fundamentales de algunos intelectuales influyentes para la producción contemporánea: Petras, Sartre, Said, Gramsci y Fanon.
Como punto de partida considero pertinente examinar algunas aproximaciones del escritor Edward Said que, al tiempo que reflexiona sobre la crítica literaria, se para en el centro conflictivo de la polémica sobre la intelectualidad afirmando que, en el ámbito de la batalla intelectual, tanto las posturas tradicionales o de derecha cuanto las posturas nuevas o de izquierdas reconocen igualmente una ineludible controversia entre “la retórica de la teoría y las realidades de la práctica” (Said, 1983). La conclusión es categórica: Para Said, más allá de los logros de ciertas corrientes críticas de izquierda, y más allá de un propuesto concepto de “afiliación” que pondría al intelectual en relación útil con el mundo, hay que aceptar que la crítica está restringida a la academia y proscrita de la calle. Este principio es la causa de que Said le ponga las escépticas comillas a la palabra izquierda en el ámbito del pensamiento crítico y de que haga una nueva pregunta dramática: ¿los críticos son peligrosos para quiénes? El segundo principio de Said es todavía más alarmante: todas las formaciones culturales e intelectuales existen en el marco de una serie de relaciones que son absorbidas por el poder del Estado. En el mismo terreno de la intelectualidad universitaria norteamericana, debemos situar el caso de James Petras. Y en Petras la tensión es ineludible desde el comienzo de su carrera: según un escrito autobiográfico, el sociólogo norteamericano decidió dedicarse a las letras e ingresar al ámbito burgués de la universidad un día en que descubrió, luego de una profunda herida sobre su propia mano, que no servía para cortar pescado junto a los demás trabajadores. Esta es, en términos de Said, la encrucijada que se abre entre la calle y la academia. Según su padre, Petras tenía la cabeza en otra cosa. Ahora bien, ¿es posible considerar que esta otra cosa, esta cosa distinta, excluida del trabajo con las manos, sea sin más la actividad intelectual? En su artículo sobre los intelectuales en Cuba, Petras sostiene que el papel de los intelectuales, en relación con los acontecimientos, implica una función de clarificación y sobre todo “la afirmación de las identidades de los pueblos frente al gran enemigo de la humanidad” (Petras, 2003). Asimismo, en la presentación de su último libro, se refiere a la gente del mundo académico en estos términos: “no estoy planteando que tengan que salir de su ámbito, sino que tienen que dar la lucha allí”. Está claro que según Petras el intelectual tiene una funcionalidad política, de apreciable utilidad para la emancipación de los oprimidos cuya máxima labor es la de producir conciencia. Sin embargo, no puede evitar advertirse sobre un punto problemático: el intelectual, incluso el intelectual de izquierda, suele contribuir a la consolidación de la hegemonía burguesa. En su artículo Los intelectuales de izquierda y su desesperada búsqueda de respetabilidad, Petras sostiene que la respetabilidad de los intelectuales implica un uso por parte de ellos de las fuentes, lo métodos y las dignidades burguesas. En este artículo Petras reconoce que la mayoría de los intelectuales están disociados de las luchas populares y que, en su análisis del mundo, han aceptado las premisas del neoliberalismo asimilando el lenguaje y los conceptos de los teóricos burgueses. Esta operación implica incluir, en sus asomos mediáticos, la participación de individuos prestigiosos pero ideológicamente claudicantes así como legitimar el prestigio de los premios burgueses. Sobre la base de esta disfuncionalidad, Petras propone una clasificación de los intelectuales de izquierda contemporáneos –intelectuales de alquiler, domésticos, angustiados, pesimistas- cuya única opción rescatable es la del intelectual irreverente: aquél que no se deja impresionar por títulos ni premios, antihéroes comprometidos con las luchas populares, hombres objetivamente partidarios y partidariamente objetivos cuyo prestigio depende del reconocimiento de su obra por parte de los activistas, obra que se caracteriza por la construcción de una “cultura contrahegemónica”. Según este análisis, pareciera que los defectos antirrevolucionarios de los intelectuales se deben exclusivamente a la falencia de la moral o a la inadecuación de los métodos de cada uno, pero no sería un problema intrínseco a la naturaleza de los intelectuales, gente de letras formados en instituciones hegemónicas. Este intelectual irreverente se aproxima al intelectual comprometido del planteo sartreano, aunque Sartre, más materialista y más historicista, observa que las contradicciones de los escritores responden a motivos históricos y sociales, o a la naturaleza misma de la escritura que parecen trascender la responsabilidad cívica de cada autor. No obstante, propone al igual que Petras la figura del intelectual encarnada en la de un escritor comprometido que, en el caso de la literatura, considera a su arte como un elemento provisto de una inevitable función social: “El escritor no es ni una Vestal ni un Ariel; haga lo que haga, “está en el asunto”, marcado, comprometido” (Sartre, 1991). Sartre aboga por una literatura comprometida que rinda un servicio liberador a la colectividad, una literatura que, situada en su época, la combata apasionadamente, aceptando morir en ella con la inequívoca intención de contribuir a que se produzcan cambios: “nos colocamos al lado de quienes quieren cambiar a la vez la condición social del hombre y la concepción que el hombre tiene de sí mismo” (Sarte, 1991). Sin embargo, Sartre alude a un porvenir que no puede evitar considerarlo “utópico”, a la vez que no deja ninguna duda con respecto a un punto: el escritor, sea rebelde o respetuoso, es en sí mismo un producto de la burguesía. La propia historia de su constitución lo revela, en los tiempos modernos, como un sujeto incierto sobre su posición social, demasiado tímido para rebelarse contra la burguesía que le paga y demasiado lúcido para aceptarla sin reservas: “Ante los burgueses que le leen, tiene conciencia de su dignidad, pero ante los obreros, que no le leen, padece un complejo de inferioridad”. Otra vez la tensión: el escritor, producto de la burguesía, no puede desarrollar su obra crítica sin deshacerse de graves contradicciones. La lejanía que hay entre su obra y al terreno propio de los obreros sigue siendo la principal: el escritor no pertenece al ámbito de la clase que pretende liberar; si bien se jacta de haber roto con la burguesía, en tanto se niegue a descender de clase esta ruptura, sostenida solamente en el ámbito de las letras, será una ruptura meramente simbólica ya que “quién le lee, le alimenta y decide acerca de su gloria es la burguesía”. La única posibilidad que tiene el escritor de participar de la lucha es la de convertirse en un intelectual, y un intelectual no puede ser más que crítico. Aunque su actividad provenga de la burguesía, debería ponerla al servicio de una revolución que daría por finalizada la existencia de las clases sociales. La problemática inherente a la intelectualidad y el clasismo adquiere en la obra de Gramsci, otro autor marxista, un esquematismo más riguroso pero más cuestionable. Para Gramsci el intelectual es siempre un intelectual orgánico. Cada clase social crea sus propios intelectuales que responden a sus intereses. Desde este planteo, la independencia del intelectual es una “utopía social” (Gramsci, 1975). Así como hay intelectuales funcionales a la burguesía, es necesario entonces, como contrapartida, construir una intelectualidad que sea orgánica al movimiento obrero. Lo más interesante de esta postura es la concepción de un intelectual como una figura amplia que está por encima de la función de la escritura: todo aquél que contribuya a organizar un orden o una rebelión es un intelectual. Para Gramsci son intelectuales todos los miembros de un partido y, en el caso del capitalismo, los empresarios, en tanto asumen funciones de organización, forman parte de la intelectualidad. Esta postura abre las puertas a la posibilidad de dejar de considerar a la intelectualidad como una práctica esencialmente burguesa propia de los hombres de letras, lo cual resulta discutible tal como lo afirman los conceptos de otros intelectuales como el referido caso de Sartre. Pero es en el caso de Fanon y su célebre Los condenados de la tierra en donde la posible figura del intelectual orgánico de las clases oprimidas cobra una mayor relevancia. Fanon, aún lidiando con todo tipo de contradicciones que considera típicas de la realidad colonizada, asume las armas intelectuales con la utilidad propia de un grito que llama a la guerra: la palabra del intelectual se podría conciliar con la lucha por la liberación en tanto que el intelectual, proveyendo a las clases oprimidas de una conciencia revolucionaria de sí mismas, podría adquirir una participación activa en la batalla. En algún momento habrá que dejar los libros y tomar las armas, pero hasta ese momento la utilidad de los libros no es en modo alguno subestimada en tanto contribuya a la acción. A los largo del libro, Fanon hace un justificación intelectual de la violencia como único medio de liberación. En el primer capítulo de Los condenados de la Tierra llamado justamente “La violencia”, Frantz Fanon señala las condiciones del terreno: el terreno es estrecho y disputado. El terreno es una zona bipolar, está habitada por dos tipos de hombres que, siguiendo una lógica aristotélica, obedecen a un principio de exclusión recíproca: no es posible ningún tipo de conciliación. El colono está allí para despojar al colonizado de sus bienes, de su identidad y de su vida, y el colonizado debe aceptar este destino o rebelarse haciendo de la violencia que se le inflige un arma que lo libere, un arma a su favor: “la descolonización es siempre un fenómeno violento”. No hay otra manera: el intelectual colonizado que intente buscar la manera de la coexistencia se dará cuenta que el colono no tendría ningún interés en convivir fuera de un contexto colonial, fuera de una relación de explotación en beneficio propio y sufrimiento ajeno. El intelectual colonizado debe sumergirse en el pueblo y descubrir las contradicciones de los principios que se le han impuesto, debe descubrir las falacias de un discurso que, cuando habla de derecho, de ley, de valores, se refiere a elementos excluyentes, y es su propia nación, sometida a otra, la que está excluida y debe liberarse. La categoría de “intelectual colonizado” es interesante en la medida en que, al tiempo que se asume que el intelectual está impregnado de las categorías de la clase dominante, no obstante puede servirse de este privilegio discursivo para elaborar un plan de lucha o, en términos de Petras, una cultura contrahegemónica. En Fanon las contradicciones que experimentan los luchadores son tan violentas como las soluciones: hay que hacer un hombre nuevo –últimas dos palabras del libro, las conclusivas-, y para hacer este hombre nuevo hay que luchar no sólo contra el opresor sino contra uno mismo, contra aquello que hay de colonizado en el colonizado, contra todo lo que hay en el dominado que haya sido puesto allí por la mirada del dominador. Sartre, maravillado con este libro, anuncia en el prefacio que por primera vez surge en la intelectualidad un discurso que se sitúa por fuera de la hegemonía europea, negándoles a los europeos el papel de público, de inevitables interlocutores. Sin embargo, es posible seguir hallando contradicciones irresolubles en el libro de Fanon, siendo la principal de ellas aquella que consiste en hallar el modo de conciliar la actividad de producir libros con la violencia social del combatiente revolucionario. De todos modos, al asumir el terreno de las contradicciones como una realidad inevitable pero reversible, el libro de Fanon es una síntesis acabada del problema de la intelectualidad: la oscilación entre la acción y la palabra, o el deseo de considerarlas análogas en todo proceso de liberación.

el ensayo Calibán de Roberto Fernández Retamar en su contexto y su correlato con el Ariel de Rodó.



En el primer capítulo de su Calibán, Fernández Retamar nos presenta la gran pregunta que previsiblemente tratará de responder a lo largo de su libro: ¿Existe una cultura latinoamericana
[1]? Si bien la enormidad de esta pregunta nos prepara para una respuesta sobre las características universales y esenciales de la América Latina, a decir verdad el texto no hace más que ofrecernos un ensayo de circunstancia cuyo alcance podría correr el peligro de limitarse a la América Latina en un momento en particular de la historia y en un país en particular del continente: la revolución cubana del 59. En efecto, si se quiere indagar sobre el contexto histórico del Calibán, a saber, el desarrollo y la defensa de los criterios ideológicos y estéticos de la revolución cubana una década después de la caída de Batista, tan sólo nos basta con observar la manera en la que este contexto se señala y se historiza de manera explícita: en este ensayo preponderantemente literario no hay texto más citado que los discursos de Fidel, líder de la revolución cubana en la que, según el autor, “empezamos a vivir y a leer el mundo de otra manera”, revolución que implica el momento en el que el continente, tal como ambicionaba Alfonso Reyes, ha logrado la mayoría de edad y la consideración del resto de los continentes[2], revolución que implica un debate sobre la cuestión cultural, debate polémico y apasionado del cual Calibán, parte activa del mismo, manifiesta sus posiciones mediante un orgánico aplauso ante las palabras dichas a los intelectuales por parte de Fidel y otro orgánico aplauso ante las palabras dichas a los universitarios por parte del Che Guevara en un discurso que[3], en la parte de las conclusiones, es citado largamente para darle fin al libro. Cuando Retamar analiza el ensayo de Carlos Fuentes sobre la novela latinoamericana, afirma que su planteo es “el traslado a cuestiones literarias de una plataforma política raigalmente reaccionaria”. En cuanto al Calibán, lo mismo podríamos decir de él si sustituimos el calificativo “reaccionaria” por su opuesto “revolucionaria”: el libro de Retamar resulta así el traslado a cuestiones literarias de una plataforma política, la plataforma política de la revolución cubana. La política de la revolución que, según las palabras de Fidel, no admite por parte de los creadores “ningún derecho” para cualquier acción que tenga lugar fuera de ella[4], será el criterio que utilizará Retamar para definir lo propio de la cultura latinoamericana –confundiendo lo que tal cultura es con lo que él quisiera que sea-, y con este criterio juzgará la obra de unos cuantos escritores cuyos méritos dependerán, tal el caso de Martí, de la lucidez con la que hayan sido conscientes del peligro que implican los Estados Unidos, el enemigo. Si para Fidel el único prisma a través del cual se mira todo, y también la literatura, es la valoración política que considera la utilidad, la nobleza y la belleza de una obra según sus beneficios sobre “el pueblo”, sucede que para Retamar también. Y este es el motivo de que su mirada sobre América Latina y sus juicios sobre sus escritores dependan de un limitado criterio ideológico y clasista, criterio según el cual la obra de Borges, un escándalo americano, no será otra cosa que “el testamento atormentado de una clase sin salida”. Desde esta perspectiva es de esperar que la figura simbólica de la cultura americana sea, al contrario del Ariel propuesto por Rodó, la figura de Calibán: el pueblo, las filas revueltas y gloriosas de las masas, el insulto al colonizador, la rebeldía, la “roja plaga” sobre las cabezas de los opresores. Hay en esta idea algún eco de Franz Fanon, autor ocasionalmente citado en la obra de Retamar como el ideólogo redentor de una supuesta “barbarie” demonizada tiempo atrás por Sarmiento. En Los condenados de la tierra, ensayo publicado diez años antes que el Calibán, hay una política de la liberación cuyo sujeto principal, el pueblo colonizado, debería tomar el poder por medio de la violencia. Lo que debemos destacar de la caracterización que hace Fanon del colonizado es un evidente paralelismo con la figura de Caliban: el negro colonizado ha sido despojado de su cultura y de su individualidad mediante una violencia colonizadora y extranjera que, vaciándolo de contenido, le ha inculcado un idioma que le es ajeno. El colonizador tiene la misión de liberarse y luchar no sólo contra el opresor sino también contra sí mismo, es decir, debe resistir lo que hay de colonizado en el colonizado mediante la construcción de una mirada contra-hegemónica capaz de utilizar a su servicio todos los conceptos y todas las armas que el colonizador utilizaba para el suyo. La manera en la que Fanon observa que, para la mirada del colonizador, todos los países africanos se convierten en una mancha indistinta, en un “territorio bárbaro”, condice con el citado texto de Alfonso Reyes del cual Retamar considera destacable el concepto que de América Latina tienen las naciones europeas: “para los imperialistas no somos más que pueblos despreciados y despreciables”. Si para Fanon el colonialismo “no ha dejado de afirmar que el negro es un salvaje y el negro no era para él ni el angolés ni el nigeriano”, para Retamar el imperialismo no ha dejado de afirmar, con el concepto de barbarie, que el latinoamericano es igualmente un sujeto inferior e incivilizado, afirmación ante la cual es preciso reconocer como un orgullo la condición canibalesca de los pueblos de Latinoamérica mediante la construcción de un hombre nuevo: últimas dos palabras de Los condenados de la tierra y la meta más ambiciosa del Che Guevara[5] . En efecto, Retamar examina, con citas tanto de Sarmiento como de Renan, la mirada despreciativa sobre la figura de Calibán, mirada propia de la cultura colonizadora. La solución será una inversión cultural contraofensiva que considere como un motivo de orgullo todo aquello que para el enemigo resultaba despreciable. Hasta aquí podemos ver, como mínimo, un planteo desmesuradamente maniqueísta que, tomando como base el todo o nada del discurso de Fidel, extiende este criterio hasta considerar cada cosa que se observa mediante una contundente bipolaridad: Ariel o Calibán, europeo o latinoamericano, Sarmiento o Martí, Borges o Benedetti, Cuba o los Estados Unidos. En efecto, si examinamos algunos detalles del famoso caso Padilla, ocurrido en el mismo año de la publicación del Calibán, observaremos que este espíritu maniqueísta es propio tanto del ensayo de Retamar como del contexto cultural y político en el que está inscripto. El caso Padilla fue uno de los hechos que desencadenaron el debate más encendido sobre la política cubana en materia cultural, un escándalo cuya inmediata consecuencia ha sido el primer divorcio entre el régimen comunista y la intelectualidad internacional que ya temía la estalinización del socialismo cubano. La destreza de García Márquez, cuya diferenciación entre la función del escritor y la función del intelectual le resulta útil para evadir una opinión concreta en el calor del debate[6], pareciera ser el único ejemplo que escapa a la bipolaridad del caso. Esta bipolaridad llega al extremo de considerar que no hay más que dos opciones: apoyar la revolución, y todo lo que de ella provenga, o ser un enemigo de la revolución y servir a los intereses del imperialismo. No hay medias tintas, o se está con Ariel, un intelectual que sirve sumisamente a Próspero, o se está con Calibán, es decir, las masas populares que en este contexto representan la meta y el fin de toda la ideología socialista. En efecto, la caracterización de Ariel como negativo símbolo del intelectual, uno de los principios más explícitos del Calibán, podría ilustrarse con la opinión de Rodolfo Walsh que, en su texto sobre el caso Padilla, achaca a la intelectualidad una actitud obsecuente con su propio sector, es decir, la denuncia de que la protesta de los intelectuales contra Cuba se debe a que “les preocupa con preferencia la suerte de los escritores[7]”. En efecto, es evidente que Fernández Retamar, al ubicar la figura del intelectual bajo el símbolo de Ariel[8], manifiesta una postura ideológica que rechaza toda expresión cultural o política que se resista a tomar partido por las masas calibanescas de la liberación socialista y se acomode en una intelectualidad funcional a los intereses del capitalismo imperialista. Paradójicamente, esta crítica a los Estados Unidos ya había proferida por el ensayo de Rodó quien ha elegido, para simbolizar el espíritu latinoamericana, la figura de Ariel. Retamar, que en ningún momento desconoce el valor de la obra de Rodó, se apresura a decir que si bien Rodó acertó en la caracterización del problema, se equivocó en la elección del símbolo. Y nuevamente podríamos considerar el contexto político e ideológico de la obra para explicarnos las razones de este simbólico desplazamiento: el si Ariel, escrito en el 1900, se corresponde con el posicionamiento de un liberalismo de carácter burgués completamente atemorizado por la amenaza de las emergentes multitudes, el Calibán, en la tumultuosa década del setenta, se corresponde con el posicionamiento de un socialismo de carácter marxista y proletario que encuentra en la rebelión de las multitudes la legitimidad de las revoluciones y el deber de sus revolucionarios. Fernández Retamar no oculta en nada esta filiación, esta funcionalidad ideológica a su contexto político e histórico que determina los criterios culturales y literarios de las páginas de Calibán que, hacia el final del libro, ofrece conceptos tan sólidos y cerrados como este: “nuestra cultura es –y sólo puede ser- hija de la revolución, de nuestro multisecular rechazo a todos los colonialismos”.




[1] Fernández Retamar, Roberto, Calibán, Apuntes sobre la cultura de nuestra América, Editorial La Pleyade, Buenos Aires, 1973
[2] Reyes, Alfonso, Notas sobre la inteligencia americana, revista Sur, Buenos Aires, 1936.
[3] Ernesto Chue Guevara, Que la universidad se pinte de negro, de mulato, de obrero, de campesino, en Obras 1957-1967. La Habana, 1970, tomo II, p.37-38
[4] Castro, Fidel, Discurso en la clausura del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, en Croce, Marcela, Polémicas intelectuales en América Latina, Del “meridiano intelectual al caso Padilla (1927-1971), Ediciones Simurg, Buenos Aires, 2006
[5] “El socialismo y el hombre en Cuba”, en Ernesto Che Guevara, La revolución, escritos esenciales, Ed, Taurus, Buenos Aires, 1996.
[6] Según Verónica Lombardo García Márquez, en una entrevista del 71, evita la polarización de su posición mediante una “voluntad conciliatoria (que) genera respuestas esquivas que poco sirven a los efectos de ubicar a García Márquez de uno u otro lado del océano”. En Croce, Marcela, Polémicas intelectuales en América Latina, Del “meridiano intelectual al caso Padilla (1927-1971), Ediciones Simurg, Buenos Aires, 2006.
[7] Opinión de Rodolfo Walsh, en Cuadernos de MARCHA, Nº49, Montevideo, 1971.
[8] Dice Retamar en Nuestro Símbolo, capítulo tres del Calibán: “Calibán es el rudo e inconquistable duelo de la isla, mientras que Ariel, criatura aérea, aunque hijo también de la isla, es en ella, como lo vieron Ponce y Césaire, el intelectual”.

Mariátegui: el lugar del indio para la construcción de la nación y de la identidad peruanas



En la primera década del siglo diecisiete un peruano publica en Europa una obra de refinada erudición que, sin desconocer la cultura europea, pretende ensalzar y definir el espíritu y el destino de su patria americana. El Inca Garcilaso de la Vega, en sus Comentarios Reales, libro fundador de las letras hispanoamericanas, se refiere al imperio Incaico en estos términos:

En el labrar y cultivar de las tierras también había orden y concierto. Labraban primero las del Sol, luego las de las viudas y huérfanos y de los impedidos por vejez o por enfermedad: todos estos eran tenidos por pobres, y por tanto mandaba el Inca que les labrasen las tierras. Había en cada pueblo, o en cada barrio si el pueblo era grande, hombres diputados solamente para hacer beneficiar las tierras de los que llamamos pobres. A estos diputados llamaban llactacamayu,que es regidor del pueblo. (…)Labradas las tierras de los pobres, labraba cada uno las suyas, ayudándose unos a otros, como dicen a tornapeón. Mandaba el Inca que las tierras de los vasallos fuesen preferidas a las suyas, porque decían que de la prosperidad de los súbditos redundaba el buen servicio para el Rey; que estando pobres y necesitados, mal podían servir en la guerra y en la paz. Las últimas que labraban eran las del Rey: beneficiábanlas en común; iban a ellas y a las del Sol todos los indios generalmente, con grandísimo contento y regocijo, vestidos de las vestiduras y galas que para sus mayores fiestas tenían guardadas, llenas de chapería de oro y plata y con grandes plumajes en las cabezas. Cuando barbechaban (que entonces era el trabajo de mayor contento), decían muchos cantares que componían en loor de sus Incas; trocaban el trabajo en fiesta y regocijo, porque era en servicio de su Dios y de sus reyes
[1].


La cita es extensa, pero pertinente. Más de tres siglos después, otro peruano volverá hacia una visión sumamente idealizada del imperio Incaico, y considerará la cultura precolombina de su país y a su sujeto, el indio, como el elemento más importante de la cuestión nacional: Los Siete Ensayos de interpretación de la realidad peruana, de José Carlos Mariátegui, fundarán sobre las raíces del comunismo primitivo del incario los fundamentos del futuro socialista en el Perú
[2].
Para la construcción de la nación y de la identidad peruana, el indio será pensado desde distintos argumentos que concluirán siempre en la misma fórmula: el problema del indio es el problema más importante del país, el país es el indio. Así, el indio será a la vez el sujeto del pasado y el sujeto del futuro: el presente del intelectual es comprender que la herencia del pasado indígena conducirá al destino de un futuro igualmente indígena que resolverá los conflictos y las contradicciones de un país escindido de manera tanto histórica como geográfica, tanto cultural como económica. Sobre la base de este principio, la ubicación del indio en el lugar principal del asunto nacional, Mariátegui elaborará las ideas que, entre otros títulos, le han valido el de primer marxista en América, un marxismo original, sumamente heterodoxo, un marxismo que, lejos de ser un mero calco de la doctrina europea, se esfuerza por adaptar las ideas a las particularidades del problema nacional
[3].
¿Y cuál es, para Mariátegui, el problema nacional? Con la misma contundencia que en el resto de su obra vemos que, según su ensayo Peruanizar al Perú, el problema nacional es el problema del indio y, respectivamente, “el problema del indio es, en último análisis, el problema de la tierra”
[4]. El argumento es revolucionario: el indio, el sujeto sojuzgado, exterminado, explotado, pasa a ser el sujeto de interés central, el agente del futuro.
No se puede pensar el Perú sin poner en primer lugar al indio, que es lo mismo que la tierra: las cuartas quintas partes de la población peruana es indígena. “El indio ha desposado la tierra”, dirá en el primero de los siete ensayos. De modo que el indio es, en primer lugar, el elemento natural, el elemento inevitable. Así sea en razón de la cuestión educativa, religiosa, política o cultural, el indio será la realidad autóctona en torno al cual deben girar todas las demás cuestiones. Así, con respecto a la cuestión educativa, Mariátegui dirá que “en el proceso de instrucción pública, como en otros aspectos de nuestra vida, se constata la superposición de elementos extranjeros insuficientemente combinados, insuficientemente aclimatados”. Los elementos extranjeros, es decir, la cultura europea, siempre aparecerán como un elemento artificial que, forzando la realidad nacional, no podrán jamás aclimatarse y conciliarse con el indígena, elemento autóctono, verdadero sujeto del Perú.
Lo mismo vale para la religión: la religión católica no tiene nada que hacer sobre un pueblo que ha recibido la herencia del incario en donde “el culto estaba subordinado a los intereses sociales y políticos del imperio”. Los Incas no tenían que predicar: la religión del Tawantinsuyo se correspondía con la realidad nacional. El problema del indio también está por encima de la contienda política tradicional, por ejemplo, las disputas entre el regionalismo y el centralismo. Tal como leemos en el sexto de los ensayos, esta bipolaridad pierde todo valor una vez que se asume el verdadero problema:

“Admitida la prioridad del debate del problema del indio y de la cuestión agraria sobre cualquier debate relativo al mecanismo del régimen más que a la estructura del estado, resulta absolutamente imposible considerar la cuestión del regionalismo o, más precisamente, de la descentralización administrativa”.

Ahora bien, ¿de qué manera debe abordarse el problema del indio? El indio es, en un país agrario, el desposado con la tierra. El problema del indio, que es un problema rural, debe asumirse en términos estrictamente económicos y “tiene sus raíces en el régimen de propiedad de la tierra”. Mariátegui descarta todo criterio que considere al indígena desde un punto de vista étnico –envejecidas ideas imperialistas-, moral –concepción liberal, ochecentista, iluminista- ni tampoco desde el punto de vista educativo. El punto de vista económico es el único acertado y, la solución de tal problema será “la base de un programa de renovación o reconstrucción peruana”. Este programa articulará el ideal político de Mariátegui: el socialismo indigenista. Es en este punto donde el futuro se articula con el pasado precolombino: el comunismo es una doctrina que funcionaba en todo su esplendor antes de la conquista. La conquista española no hizo otra cosa que interrumpir este régimen comunitario, capaz de alimentar a una población de más de diez millones de habitantes, para reemplazarlo por una economía feudal, perjudicialmente retrógrada, que ni siquiera será capaz de evolucionar hacia una burguesía industrial con capacidad para dirigir un proyecto nacional. La “retardada” economía burguesa de la república no será capaz de abolir una economía colonialista. Desde este análisis economicista, Mariátegui demostrará el fracaso de la realidad peruana debido a la influencia retrógrada de España, incapaz de superar o de abolir el natural socialismo de los indios. De hecho, será la propagación de las ideas socialistas las que traerán como consecuencia un fuerte movimiento de reivindicación indígena. María Pía López destacará que en este proyecto sucede que “lo más viejo puede ser lo más nuevo
[5]”. Así, la comprensión de lo antiguo reclamará la imaginación del porvenir: el comunismo incaico, sociedad antigua, es la verdadera base de la sociedad futura. Al contrario de la ortodoxia marxista, proyecto industrial de las sociedades burguesas consolidadas cuyo agente revolucionario es el moderno proletariado, pareciera ser que en Perú, según Mariátegui, la ausencia de esta burguesía no sólo no es negativa para la llegada del socialismo, al contrario: en el Perú el socialismo ya estaba en el pasado y, por lo tanto, el agente revolucionario, el protagonista de la emancipación social no será el obrero de las máquinas sino el indígena agricultor, aquél campesino que “a pesar de las leyes de cien años de régimen republicano, no se ha hecho individualista”. La ausencia de una burguesía inteligente, capaz de lograr una integración nacional y conducir un desarrollo económico, deberá ser reemplazada por las fuerzas populares de la masa indígena que lleva el socialismo de manera instintiva:
“En las aldeas indígenas donde se agrupan familias entre las cuales se han extinguido los vínculos del patrimonio y del trabajo comunitario, subsisten aún, robustos y tenaces, hábitos de cooperación y solidaridad que son la expresión empírica de un espíritu comunista”.

El socialismo debe recuperar al indígena, y el indígena debe recuperar el socialismo: el indio, en Mariátegui, es así el agente revolucionario, símbolo autóctono, nacional, que debería construir, recuperando la propiedad y la administración de la tierra, una economía socialista: “los hombres nuevos quieren que el Perú repose sobre sus naturales cimientos biológicos”. Este proyecto socialista, además de prescindir del proletariado industrial, seguirá alejándose de la ortodoxia marxista por su componente mítico: la revolución social es el mito del pueblo indígena, el mito que lo regresará al esplendor del imperio incaico. El Incario, en tanto un sistema de comunismo ideal, sirve sobre todo como mito, el mito necesario para impulsar a las masas a la lucha. En El hombre y el mito, Mariátegui dirá que la burguesía, carente de mitos, está en desventaja con el proletariado porque éste conserva el suyo, la revolución social: “la fuerza de los revolucionarios no está en su ciencia; está en su fe, en su pasión, en su voluntad. Es una fuerza religiosa, mística, espiritual. Es la fuerza del Mito
[6]”. Esta faceta mitológica del proyecto de Mariátegui es acertada en tanto que el Incario, imperio clasista, monárquico, frecuentemente adjetivado como esclavista, era un sistema evidentemente menos perfecto que la imagen idealizada, mitológica, que tanto Mariátegui como Garcilaso de la Vega hayan podido hacerse de él. En el proyecto de Matiátegui tampoco tenemos una idea, un método, un procedimiento por medio del cual sería posible llevar esta teoría a la práctica, es decir, lograr que efectivamente las masas indígenas, conscientes e ideologizadas, se lancen a la expropiación de las tierras para fundar sobre el Perú la sociedad socialista. Este proyecto, más sugestivo para el trabajo intelectual que factible para la acción política, ha resultado en efecto un fracaso. Al respecto, Fernanda Beigel recuerda que “ni en la Unión Soviética se respetaron las autonomías nacionales ni los partidos comunistas aceptaron al indio como sujeto de la revolución[7]”. Robert Paris, uno de los principales investigadores del pensamiento de Mariátegui, observa que el indigenismo, así resuelto en socialismo, parece proporcionar para los problemas cruciales respuestas demasiado rápidas y que evidentemente carecen de métodos para lograr sus objetivos: “todo como si esta función ahistórica del ayllu viniera a conferir al indio todos los caracteres de un proletariado mítico[8]”.
Sin embargo, la originalidad de los siete ensayos no dejan de construir, en el ámbito cultural, una propuesta interesante llena de elementos valiosos para pensar la construcción de la nación y de la identidad peruana. Este libro, escrito en un contexto en el que el ensayo era una manera particularmente apta para desarrollar cuestiones inherentes a la identidad de los países latinoamericanos, ha logrado la reubicación del indio, agente anteriormente desplazado de la consideración política, en su lugar adecuado, es decir, un lugar central ya que, pese a los desperfectos o a las objeciones que pudieran hacérsele, “un criterio que sostiene la supremacía del problema del indio, es simultáneamente muy humano y muy nacional, muy idealista y muy realista”.















[1] De la Vega, Garcilaso, Comentarios Reales, Editorial Porrúa, México, 1998
[2]Mariátegui, José Carlos, Siete Ensayos de interpretación de la realidad peruana, Buenos Aires, Nuestra América, 2005.
[3] Aricó, José, Mariátegui y los origenes del marxismo latinoamericano, México, Cuadernos de Pasado y Presente, 1980.
[4] Mariátegui, José Carlos, Peruanizar Al Perú, Buenos Aires, Ediciones El Andariego, 2007.
[5] Pía López, María, El peruano universal. Monday, Jun. 13, 2005
[6] Mariátegui, José Carlos, El hombre y el mito, en Mariátegui, Cien años, NºI, Editorial Minerva, Miraflores, 19 de octubre de 1993.
[7] Beigel, Fernanda, El Itinerario y la brújula, El vanguardismo estético-político de José Carlos Mariátegui, ed Biblos, Buenos Aires, 2003.
[8] París, Robert, La formación ideológica de José Carlos Mariátegui, 92 cuadernos de pasado y presente, Siglo XXI Editores, México, 1981

José Carlos Mariátegui: la función de la literatura y la función del intelectual en el ensayo “El proceso de la literatura”




Si queremos, a la hora de analizar un texto de Mariátegui, valorar los criterios que Mariátegui mismo profesa y aplica en sus textos, no es lícito aislar algún capítulo de su obra de la totalidad de su propuesta intelectual. En Mariátegui cada una de las preocupaciones culturales que se trabajan, sean históricas, literarias, o filosóficas, están articuladas y son funcionales a un planteo de fondo que es explícitamente político: la elaboración de un proyecto nacional que encuentra su meta en la patria socialista. El proceso de la literatura, el último de los siete ensayos de su libro más orgánico, no podría considerarse como un asunto aparte del asunto general del libro. El intelectual crítico tiene una función revolucionaria y emancipadora y subordina a ella cada uno de sus intereses culturales. En este caso, la literatura será tratada de la misma manera en la que son tratados los problemas económicos, religiosos o políticos: de manera ideológica. En este sentido, el análisis de un yaraví de Melgar no difiere del análisis del problema de la tierra, del factor religioso o del gamonalismo. La literatura es un elemento político e ideológico tan relevante para el militante socialista como puede serlo el análisis de la explotación del guano y del salitre. El intelectual examina en la producción literaria la política nacional, la evolución histórica del país y las representaciones de sus escritores. El intelectual, en Mariátegui, cumple una función crítica revolucionaria, su tarea cultural forma parte de su militancia política. Su misión es la afirmación de la identidad de los pueblos contra sus opresores, la elaboración de conciencia social para los oprimidos. El primer elemento de esta intelectualidad es su lucha partidaria, su posicionamiento ideológico. En efecto, el principio que antecede la lectura de El proceso de la literatura es la reivindicación de la parcialidad y la negación de la posibilidad de que exista lo contrario, la neutralidad: “mi crítica renuncia a ser imparcial o agnóstica”. Con la claridad que lo caracteriza, Mariátegui afirma desde las primeras letras de este ensayo que opondrá, a la inconfesa parcialidad colonialista de Riva Agüero, su explícita parcialidad revolucionaria y socialista. Sobre la base de este principio se sobreentiende que la crítica sobre la literatura será, antes que literaria, política:
“Para un interpretación profunda del espíritu de una literatura, la mera erudición literaria no es suficiente. Sirven más la sensibilidad política y la clarividencia histórica. El crítico profesional considera la literatura en sí misma. No percibe sus relaciones con la política, la economía, la vida en su totalidad. De suerte que su investigación no llega al fondo, a la esencia de los problemas literarios”.

Efectivamente, a lo largo del ensayo se aplicará una crítica política y social que se antepondrá al inmanentismo estéril de una crítica meramente estética o academicista. Para Mariátegui “toda crítica obedece a preocupaciones de filósofo, de político, o de moralista”. Esta operación es evidente en el examen de Vil Chocano, en donde se desenmascara el verbalismo falaz de una crítica que, basada en el supuesto estético de que lo autónomo es lo exuberante, considera como una traducción del alma autónoma a la obra de un poeta colonial y artificioso. Mariátegui aclarará que en la cultura indígena lo autóctono es fundamentalmente sobrio, hierático, y resaltará la condición costeña de Lapacho, poeta de familia española, tradicional, conservadora. Lo mismo sucede en el caso de Abelardo Gamarra: si bien la crítica no lo recuerda, lo recuerda el pueblo, y “eso le basta para ocupar en la historia de nuestras letras el puesto que formalmente se le regatea”. El criterio social, ideológico y político, propio del intelectual revolucionario, censurará en todo momento el esteticismo descomprometido. A su vez, el escritor de literatura, el artista, no tendrá una función sustancialmente diferente al de este intelectual político. Incluso al referirse a los escritores más desapegados a la realidad política, Mariátegui se cuida de ponerle las comillas al término “independientes”, aclarando que, si bien es posible que un artista trabaje ajeno a todo movimiento, no podrá jamás pasar a la historia sin dejarle un mensaje a la posteridad. En consecuencia, los escritores y sus libros serán analizados según su participación activa y su posicionamiento ideológico en el conflicto social del Perú en tanto que su máxima virtud será, por encima de la estética, la ética, el acompañamiento que pueda tener cada obra frente a las tendencias políticas emancipadoras. Así, cuando habla de Magda Portal, Mariátegui dirá, luego de elogiar la falta de artificiosidad de la poetisa, que “el más imperativo deber del artista es la verdad”. Desde esta perspectiva es indudable que la literatura tiene una función social. Al igual que Sartre, Mariátegui aboga por una literatura comprometida que rinda un servicio liberador a la colectividad
[1]. La literatura, no menos que la economía, representa claves, opiniones, adherencias, y responsabilidades. Para Mariátegui o se está con la revolución, que es el futuro, o se está en contra de ella, que es el pasado, el pasadismo. Luego de aclarar la especificidad del dualismo peruano, es decir, lo colonial y lo incaico, asegura que esta dualidad se refleja en la literatura y, sobre la base de sus principios políticos e ideológicos que, indudablemente, adhieren al segundo de los términos, dará su testimonio de la literatura peruana condenando todo lo que haya en ella que demuestre solidaridad o apoyo explícito hacia el pasado, el colonialismo, el espíritu contrarrevolucionario. Su enemigo principal será Riva Agüero, el portavoz de una paradójica generación futurista cuya literatura no tiene otra ambición que la de liderar la restauración del colonialismo por medio de una literatura “floja”, “servil”, una literatura de “sentimentaloides y retóricos”. Sucesivamente, los defectos de los escritores, la desaprobación de la literatura, se basará en todo lo que haya de colonial en sus formulaciones, en todo lo que sea refractario al movimiento liberador, en la medieval torre de marfil. Incluso en obras de espíritu insurgente, como el caso de Hidalgo, Mariátegui sabrá encontrar en muchos de sus versos la confesión de su individualismo que delatará su filiación romántica. Ideológicamente, el anarquismo de su obra será rechazado por considerarse esta doctrina, desde el punto de vista socialista, una especie de izquierda del liberalismo que la hará entrar, “a pesar de todas las protestas inocentes e interesadas, en el orden ideológico burgués”. No es extraño que desde una concepción literaria como la de Mariátegui el poema de Prada a rescatarse sea aquél que el anarquista le hubo dedicado a Lenin. En el caso de Cólonida y Valdelomar, si bien Mariategui elogia la insurrección que este autor demuestra contra el “academicismo y sus oligarquías”, considera que su defecto es la negación de la política, el elitismo alejado de las muchedumbres. Mariátegui observa en Valdelomar una “evolución” sobre el final de su vida, y esta evolución consiste en una creciente sensibilidad del autor ante las cuestiones políticas: “como Oscar Wilde, Valdelomar habría llegado a amar el socialismo”. Es evidente que a este criterio crítico subyace una creencia: la hermandad ente la obra y la vida, la imposibilidad, por parte del individuo, de desligar su producción cultural de su posicionamiento ideológico y su responsabilidad cívica. Y si los defectos de los escritores y, por consiguiente de sus obras, se deberán a su individualismo, su esteticismo artificioso o su descompromiso frente a los movimientos liberadores, se sobreentiende que sus virtudes serás los elementos contrarios. En efecto, basta revisar todo aquello que Mariátegui valora y aprueba de la literatura peruana para observar que esta valoración y esta aprobación se basa en la funcionalidad de los escritores a los principios sociales e ideológicos que el autor de El proceso de la literatura considera elementales. Así, Gonzales Prada será valorado por su carácter de precursor en la transición del período colonial al período cosmopolita y por el espíritu nacional que, aunque de manera germinal, se halla en las páginas de sus Páginas libres. En el caso de Melgar será valorada su intención de expresar la sensibilidad indígena, aunque el carácter limeño y el mismo idioma español de la literatura peruana no permitan una representación exenta de artificio. Y será la obra de César Vallejo la más aprobada, justamente por la capacidad que tiene el autor de Los Heraldos Negros de ser el poeta de una extirpe, de una raza, por expresar por primera vez de manera natural el sentimiento indígena, por representar, sin artificio, el pesimismo y la nostalgia características del habitante autóctono. Vallejo es un gran poeta porque su obra representa una nueva sensibilidad, porque es “un arte nuevo, rebelde, que rompe con la tradición cortesana de una literatura de bufones y lacayos”.
De la mano de Vallejo, será igualmente valorado el indigenismo a quién Mariátegui comparará con el mujikismo eslavo “que tuvo un parentesco estrecho con la primera fase de la agitación social en la cual se preparó e incubó la revolución rusa”. La virtud de la literatura indigenista se debe a su reivindicación del indio en tanto esta reivindicación “viene insertada en el programa de una Revolución”. Inequívocamente Mariátegui considera que tanto el intelectual como la obra literaria tienen esta función social y revolucionaria, a partir de la cuál hay que juzgar su valía y someterla al “proceso”. Desde este criterio se explica su decisión estética que, de aquí en adelante, será la reivindicación de las vanguardias comprendidas como movimientos de ruptura contra el orden conservador y movimientos de liberación estética concomitantes con todas las formas revolucionarias de liberación social y política.

[1] Sartre, Jean Paul, ¿Qué es la literatura? Ed. Losada, Buenos Aires, 1991.

Fin de siglo en la literatura argentina: una tragedia sin sangre.




Era como un árbol sin ramas, girando sobre sí mismo sin llegar a escapar de sí mismo; como si se hubiese curado de alguna enfermedad y no quedara nada. Como si hubiese perdido la confianza de estar para algo. O tal vez, la fe en estar.
Florencia Abatte, La intemperie.

En un brillante estudio sobre el clasicismo del siglo XVII, Lucien Goldman utiliza como criterio crítico el concepto de visión del mundo
[1]. El concepto de visión del mundo implica en la crítica literaria un criterio a la vez histórico, sociológico y estético que contribuye al análisis y a la comprensión de la forma y del contenido de los textos literarios esclareciendo la significación de los mismos. Este criterio tiene de base el supuesto de que la literatura, tanto como la filosofía o la historia, comporta ante todo una suma de lenguajes reservados a la expresión y a la comunicación de contenidos particulares: estos contenidos particulares constituyen concepciones del mundo.
Para analizar la concepción del mundo inherente a un hecho estético es necesario analizar dos tipos de adecuación: adecuación entre la visión del mundo como realidad vivida y el universo creado por el escritor, y adecuación entre este universo y el género literario incluyendo el estilo y los métodos empleados por el autor. Según Goldman todas las obras literarias válidas son coherentes y expresan una concepción del mundo representada en su estética -sus recursos estilísticos-, y en su contenido -elementos históricos y sociales-. Mediante la utilización de este método, Goldman analizará la concepción del mundo propia del teatro de Racine destacando la especificidad de tres elementos constitutivos de las obras: Dios, el Mundo y el Hombre.
Considerando el lugar asignado a Dios en las tragedias, el crítico demuestra el jansenismo propio del autor y del contexto cultural de la obra: un Dios que está siempre oculto es un elemento propio del teatro raciniano y del jansenismo del siglo XVII. La presencia protagónica de las mujeres –Fedra, Andrómaca- es otro elemento indicador de la concepción del mundo de estas obras: la pasión, rasgo crucial del héroe trágico, no era admitida en el siglo XVII como un respetable comportamiento masculino. Finalmente, la visión trágica propia de la concepción del mundo de estas obras se debe a una oposición radical entre el Mundo, un sitio habitado por seres sin conciencia ni grandeza humana, y el personaje trágico, cuya grandeza reside en la negación y en la incapacidad de conciliación con la mediocridad de ese mundo que finalmente termina por matarlo. Si bien Goldman advierte que el análisis de la concepción del mundo resulta particularmente adecuado para analizar obras de épocas pasadas, esto no implica la imposibilidad de determinar “las grandes tendencias sociales contemporáneas”.
En efecto, si aplicamos este método como criterio de análisis para examinar la significación de algunos textos de la literatura argentina contemporánea, observaremos en algunas recurrencias de forma y de contenido que estamos ante una producción textual que manifiesta una visión del mundo que, en términos generales, podríamos considerar como desencantada. Si al contrario del teatro de Racine -cuyo género ortodoxamente respetuoso de la regla de las tres unidades demandaba el desarrollo de la acción en un espacio cerrado-, damos el necesario salto acrobático en el tiempo y tomamos como ejemplo y punto de partida el relato 00
[2], del cordobés Federico Falco, veremos que el espacio cerrado de la batalla trágica del siglo XVII se revierte en un espacio abierto: la intemperie. Se trata de una intemperie desencantada en donde Mundo, Dios y Hombre, carentes ya de batalla y trascendencia, parecen fundirse en una visión del mundo que los concibe en un estado de nihilista desvanecimiento.
00 es el cuento de uno de los participantes de La Joven Guardia, antología de la nueva generación de escritores argentinos
[3]. Como su título lo indica, se trata de un cuento que representa la atmósfera y la llegada del siglo XXI. En el centro de la escena hay un grupo de jóvenes festejando la noche de año nuevo, un grupo de jóvenes que piensan, hablan y beben desde patios o jardines, pero siempre a la intemperie. Estos jóvenes miran al cielo, y no ven a Dios, miran a su alrededor, y no ven los héroes, y cuando miran el mundo sienten que el mundo, un sitio desprovisto de sentido, está a punto de desaparecer. En efecto, el primer elemento notable del contenido de este cuento es el elemento apocalíptico: Leandro, uno de los muchachos del grupo, dirá que nada más llegar el nuevo siglo “todo dejará de funcionar”. Esta admonición apocalíptica, más temible todavía ante un lago que separa al grupo de la Central Atómica (que explotará “como un gran hongo atómico, como un géiser gigante y un ojo de dios en medio del desierto”), se recibe sin ningún tipo de estremecimiento, con apática naturalidad. La prosa de este cuento, una prosa pausada, musicalmente armónica y placentera, una prosa que por momentos puede evocar aquella neutralidad o inalterabilidad propia del Camus que dice tranquilamente “Hoy ha muerto mamá” en la primera página de L’Etranger, es una prosa cuya voz desapasionada pareciera no ya contrastar con lo terrible de los hechos sino más bien delatar una visión sobre los mismos: una visión propia de una concepción del mundo que gira en torno del vacío y del desencanto en el contexto de una época que no parece ofrecer a sus contemporáneos ningún sentimiento de trascendencia.
El cero, además de aludir al nuevo siglo, comporta aquí su significación literal: es, como la vida de estos personajes, un algo que remite a una nada. La nada del mundo, el fin del mundo, el desierto: sentimientos que acompañan las preocupaciones de estos jóvenes a la intemperie, jóvenes de conversaciones banales, predecibles y despersonalizadas cuyas significaciones parecen ceder ante la ordinaria materialidad de una realidad que excluye todo elemento trascendental: el cuerpo, el sexo sin amor, la orina. Si buscásemos las imágenes más ciertas de este texto, deberíamos considerar todas aquellas que remiten a las metáforas del desvanecimiento: el mundo, que acabará con el nuevo siglo, las botellas vacías tumbadas en el barro, el caer de la ceniza, el “chorro de meo” que se pierde en el lago. “No duran”, le dice a Luisa un protagonista sin nombre: las parejas no duran. Este sentimiento de intrascendencia parece acompañar la desencantada visión de un mundo cuyos elementos se retoman en una mirada panorámica mediante las imágenes de las abuelas intentando ayudar en la mesa, los hombres discutiendo de política y negocios, las comidas, los festejos en Sydney, Yakarta, Budapest, los accidentes, el ladrido de los perros: nada parece tener sentido, nada parece conmover. Luisa, que está borracha, se desnuda para adentrarse en las aguas de un lago oscuro; sin embargo el protagónico relator, que advertirá el peligro que corre su amiga, no va a levantarse, se va a quedar mirando con una mirada impasible, abstraído en el recuerdo de un amante e indiferente a todo lo que suceda.
Visión desencantada: intrascendencia, desvanecimiento, nulidad de Dios, nulidad del Mundo, nulidad del Hombre. Si bien una concepción del mundo como ésta podría encontrarse en varios textos de la narrativa argentina contemporánea, sería muy simplista concluir en la existencia de una literatura apática y descomprometida que secundaría el desencanto que representa. Más bien podríamos decir que, así como Adorno garantiza un mayor grado de juicio político en aquellas obras donde la política no aparece en una elementalidad de disconformismo militante
[4], estos textos dan cuenta del desencanto de la realidad para denunciarlo, para representarlo dolorosamente, para decir que existe y para que se vea: cuanto más se exponga el desencanto de la vida tanto más se acentuará la denuncia. En definitiva, una manera de pasar a la acción ante el desencanto –en este caso su representación ficticia-, es una manera de no estar de acuerdo con él: representar el mundo por medio del arte es cuestionarlo, mostrar es denunciar, escribir es hacer.
Si bien es posible analizar distintos grados de protesta y de compromiso ante esta concepción desencantada del mundo –no es lo mismo la estética de Rejtman y la de Brindisi, por poner un ejemplo-, resulta evidente que hay en la narrativa argentina contemporánea una sensibilidad bien delimitada por una época- los noventa-, una temática –jóvenes a la intemperie- y una estética que pareciera, más que contraponerse a una literatura trágica, manifestar una especie de tragedia sin sangre, una tragedia que reside justamente en el hecho de que nada suceda, de que nada conmueva o de que nada importe: la tragedia no es el conflicto entre el hombre, dios y el mundo, la tragedia es el desencanto ante estos tres elementos, el sentimiento del vacío. Este sentimiento, que adquiere un carácter típicamente generacional, podría analizarse en un tema literario bien concreto: la relación que mantienen estos jóvenes desencantados con las características más encendidas y militantes de una generación anterior, los noventa frente a los setenta.
En este ensayo se ejemplificará la concepción desencantada del mundo de una generación mediante tres ejemplos concretos de tres autores contemporáneos: Ignacio Apolo, Fabián Casas y Patricia Suárez. En un corpus de dos cuentos y una novela, la generación de los setenta en algún momento medirá el recuerdo de su furia militante con el desencanto de una generación actual: el choque y la incomprensión reafirmarán tanto el vitalismo de aquéllos como el desencanto de éstos.
En el séptimo capítulo de Mímesis, Erich Auerbach analiza la emergencia del realismo en la literatura francesa del siglo XIX. La importancia de la literatura de Stendhal radica en el modo en el que, acaso por primera vez, los caracteres, las actitudes y las relaciones entre los personajes literarios se hallan representadas por medio de una ligación estrecha a las circunstancias históricas de una época. La primera observación que hace Aurebach sobre Le rouge et le noir es que algunas escenas fundamentales de la novela resultan incomprensibles sin el conocimiento tácito de la situación social, política y económica de la Francia anterior a la revolución de julio. El aburrimiento que Julián Sorel padece en los salones de La mansión de la Mole, no es un aburrimiento cualquiera: es un fenómeno histórico, político y espiritual propio de una época, la Restauración. El régimen borbónico había creado en los salones una atmósfera convencional, afectada, carente de libertad; no podía hablarse de problemas políticos y religiosos o había que hacerlo mediante frases oficiosas, falsas y desapasionadas. Según Auerbach, el clima de aburrimiento propio de estos salones de mediados del siglo XIX hubiera sido incomprensible para los franceses de una generación anterior, una generación radiante de osadía espiritual y de todo tipo de peligros y aventuras: “en los siglos XVII y XVIII los salones de esta especie eran todo, menos aburridos”
[5].
Si analizamos algunos textos de la literatura argentina de la década de los noventa y los comparamos con la generación anterior, podríamos describir en la Argentina del siglo XX un fenómeno similar a la Francia del siglo XVIII: el clima de época y la visión del mundo que subyace a la generación del menemismo podría resultar inconciliable con el vitalismo y el optimismo militante de la generación de los setenta. La incidencia del contexto social ofrece sin duda alguna muchas claves de lectura: mientras que una generación militante y optimista que protagoniza, en el marco de las dictaduras militares, una batalla contra un gobierno represor con el propósito de la instauración de una sociedad diferente, comporta consecuentemente una visión del mundo voluntariosa, combatiente y optimista, otra generación que ha nacido en una democracia signada por el fracaso y la muerte física de sus mayores comporta a su vez una visión del mundo desencantada que carece de ideales y de expectativas. La narrativa argentina de los noventa ofrece un punto de análisis interesante al registrar, en algunos de sus textos, la confrontación entre una generación y otra: cuando un joven de los noventa se halla frente a un adulto de los setenta el diálogo resulta problemático, cuando no imposible. Así como Julien Sorel, representante de un espíritu napoleónico, heroico y conquistador, contrastaba escandalosamente con el clima de época propio de los salones borbónicos, los jóvenes del menemismo contrastarán de una manera igualmente drástica ante los representantes de la generación anterior: una concepción desencantada del mundo no podrá entablar un diálogo con una concepción enérgica y combatiente. El quiebre de este diálogo representa el quiebre de una realidad, el fracaso de una generación y de todo un país que, debido a fenómenos políticos concretos, ha quedado desfragmentado, escéptico e indiferente a todos los sueños que una generación anterior había defendido hasta el punto de dar la vida.
La primera representación de este malogrado cruce generacional podemos registrarlo en Memoria Falsa
[6], novela publicada por Ignacio Apolo en diciembre de 1994. En Memoria Falsa, cuyo protagonista es un joven a la intemperie, otro joven sin nombre identificado como el Chaboncito, pareciera que todo se reduce a una serie de búsquedas que no llegan a nada: Lorena busca al Chaboncito, Laura busca a su hijo, el Chaboncito a Soledad, y Soledad, más que el nombre de una muchacha, parecer ser una metáfora misma de la situación de todos. El presente de Memoria falsa es un presente vacío, un presente desgarrado y sin conciencia de su lugar en la situación histórica: la memoria falsa es ante todo la imposibilidad de recordar y, aquello que no se puede recordar, el pasado, pareciera adquirir la dimensión del trauma. En términos freudianos podría decirse que la memoria falsa es una suma de recuerdos encubridores[7]. Para el protagonista de Memoria Falsa el mundo tiene veinte años. Desde las primeras páginas del primer capítulo se hace patente esta imposibilidad de recordar: “no puedo ver ni siquiera una película argentina vieja, que me parecen todos una manga de pelotudos”. El Chaboncito, que se pregunta si su tatarabuelo sabría hablar, es incapaz de la memoria crítica, es incapaz de mirar hacia atrás y comprender: el pasado le resulta inteligible. Si en 00 observamos, desde la concepción del mundo de un presente desencantado, una negación radical del futuro, en Memoria Falsa observamos que, por el mismo motivo, lo que se niega es el pasado. ¿Y qué características presenta este presente incapaz de comprender el pasado? En el siguiente párrafo el joven protagonista nos proporciona todos los datos que precisamos para examinar su visión del mundo:

“Para qué te sirve el recuerdo, para qué te sirve la memoria esta. ¿Podés –si estás recordando- podés vivir? ¿Podés ir a bailar, conocer un par de minitas? ¿Podés comprarte ropa, escuchar música; podés laburar, podés cagarte de risa? ¿Podés mirar unas películas, jugar unos videos; viajar a Estados Unidos, tomar sol, darte lámpara? ¿Podés ver revistas, mirar a Tinelli, ir a ver a los Rollings?”.

Bailar y conocer mujeres, comprar ropa y escuchar a los Rollings Stones, darse lámpara y leer revistas, jugar a los videos y mirar a Tinelli: he aquí lo que constituye la vida. Para una generación que no tiene otras inquietudes y aspiraciones que los elementos de semejante lista, resulta evidente que el pasado parezca “un verso”, algo incomprensible, sobre todo si consideramos que este pasado implica una alusión inequívoca a la encendida generación de los setenta. Esta concepción desencantada de un mundo sin sentido, superficial y descomprometido, explica la conmoción casi religiosa que experimenta el personaje al vérselas con Laura, típica representante de la generación anterior: “Pasé, te juro, al terror, cuando Laura me habló de política”. En una habitación oscura en el corazón de los monoblocks de Lugano, uno de los lugares más peligrosos e inaccesibles de la ciudad de Buenos Aires, el joven de los noventa se encuentra con la mujer de los setenta. Bastaría un ligero análisis de la dimensión épica que adquiere Laura y su época ante la mirada del joven de Memoria Falsa para garantizar la superficialidad que, por contraste con la generación anterior, caracteriza la generación del Chaboncito. Para éste Laura es, en primer lugar, “una mina grande”. Pero enseguida pasará a ser “inmortal”, “eterna”, “muy grosa”, una personalidad que “habla raro” pero dice “cosas increíbles”. A su vez, Laura le dirá al joven “sos un dulce” y, más concretamente: “todos ustedes son unos dulces, son unos chiquitos dulces”. El cruce generacional es evidente: Laura le habla al Chaboncito de un pasado lejano –veinte años-, de un pasado activista. La imposibilidad que experimenta Laura de hablar literalmente con el joven explica el carácter místico que adquiere el encuentro, un encuentro lleno de palabras mágicas en donde el diálogo se tergiversa y se llena de giros metafóricos en el contexto de “un lugar increíble”, un habitación iluminada por velas con un dibujo del Che Guevara en la pared. Para el Chaboncito, que considera al Che Guevara meramente como “el quía de la boina con una estrellita y barba”, el discurso de Laura, una ex militante, resulta mágico y mesiánico, y por momentos el diálogo entre las dos generaciones implica un diálogo entre dos mundos: “Andaría en algo, me dijo. Andaba en scooter y en los patines de Fernanda cuando se los prestaba, boluda de mierda”. La intrascendencia del presente parece desentonar inevitablemente con el espíritu de lucha de otros tiempos. Laura le dirá más tarde a Lorena, hablando del pasado: “Eso fue hace mucho tiempo, hace más de veinte años, y son cosas de las que mejor no hablar, porque igual no me entenderías”. Laura habla de los otros tiempos como tiempos difíciles pero hermosos, tiempos en los que era todo o nada, un tiempo de cuerpos en lucha hasta que “inventaron la máquina de borrar los cuerpos, desaparecerlos”. Lorena, otra representante de la generación de los noventa, estalla ante el discurso de Laura con una frase contundente: “No puedo creerte esa historia, no sé por qué no puedo creerte esa historia”. ¿No es esta imposibilidad de comprender una época convulsionada y combativa otra prueba de la concepción del mundo nihilista y desencantada que padecen los jóvenes de los noventa? ¿No es este caso idéntico al de los jóvenes de Martín Rejtman, cuya literatura es incapaz tanto en la forma como en el contenido de representar un sobresalto, un estremecimiento? ¿Acaso no sucede lo mismo en Frenesí, la novela de José María Brindisi, cuyos jóvenes serán incapaces de cumplir la promesa de vivir intensamente, aún durante un esperado viaje por varios países de Europa?
Los jóvenes de Memoria Falsa, como los jóvenes de 00, parecieran vivir en una intemperie sin pasado y sin futuro, un acontecimiento sin acontecimientos: la presencia de la lucha, de la voluntad y de los sueños chocarán contra ellos y contra su concepción del mundo de manera traumática, inconciliable. Lejos estamos de un clima de época y de una concepción del mundo representada por una literatura propia de los años setenta, como podría ser la de Paco Urondo o Haroldo Conti.
En una novela típicamente setentista como Mascaró, el Cazador Americano
[8], la literatura se concibe como un activo instrumento cultural de acción política. Dotada de un inconfundible clima de época, Mascaró representa el alegórico enfrentamiento entre un grupo de desplazados sociales contra las fuerzas conservadoras del Estado, y la manera más efectiva de provocar radica justamente en el arte: el grupo de desplazados es nada más ni nada menos que la troupe de un circo. La literatura, haciéndose eco de la categoría de intelectual comprometido, esbozada ya por Sartre, aspira en esta novela a erigirse en un acto colectivo capaz de generar trasformaciones en la realidad:

“Mascaró declaró que apreciaba esos intermedios, que estaba de acuerdo en que la vida del hombre sobre la tierra es una milicia, pero que ésta, a su vez, era un arte que se ejercitaba, que las buenas guerras se adornan como una representación”. (Mascaró, p.67)

En esta declaración de Mascaró, vemos que para esta literatura de los setenta la vida se concibe como una milicia: tiene una misión y un sentido. Mediante todo tipo de recursos la literatura señalará un camino de lucha que conduce hacia el futuro, el futuro de un mundo mejor que será posible construir mediante la acción colectiva, las hazañas de algunos héroes y el optimismo de los ideales. En explícito contraste contra la concepción del mundo de este tipo de literatura, la literatura argentina contemporánea parece ofrecer la expresión de la derrota en la imagen de los hijos de estos luchadores simbolizados por Mascaró: el mundo pierde sus héroes y la lucha pareciera ser un anacronismo de mal gusto, una tomadura de pelo, un exabrupto. En efecto, en Signo de los tiempos
[9], cuento que da título a su libro, Romina Doval considera que los signos de los tiempos pasados implican aquellos que simbolizan la lucha armada y la revolución, en tanto que el protagonista, un muchacho joven, observa a un grupo de militares con evidente desprecio e ironía. Si examinamos un cuento tan actual como Los Viejitos[10], de la escritora Patricia Suárez, veremos nuevamente una representación del diálogo imposible: una hija de ex-desaparecidos se encuentra en una cita con sus verdaderos padres, una pareja de ex-militantes que vuelven del exilio.
El título es de entrada sugerente: para la visión de Ofelia, aquellos que antes habrían encarnado el compromiso militante y vitalista de Mascaró no son más que dos pálidos viejitos zaparrastrosos con dentadura de porcelana y “despidiendo ese olor de flor muerta típico de los ancianos”. Si los jóvenes de Memoria Falsa niegan el pasado y los de 00 niegan el futuro, la protagonista de los viejitos parece agregar, en las últimas palabras del cuento, una negación sin más de la vida y del presente: “desearía que Dios nos hubiera hecho diferentes y que los bebés humanos pudieran estar dentro de la panza de la madre mucho tiempo, mucho, hasta que nacieran grandes, ya adultos”. Ofelia, quién afirma que la realidad es muy dura de soportar, es incapaz de mantener un diálogo con sus padres biológicos y se recluye en el espacio hermético de un individualismo feroz: su cabello le preocupa más que la historia de sus padres, y su hijo, más que un símbolo del futuro, pareciera ser un símbolo de su egoísmo, de su negación de la realidad y del mundo. No hay en Ofelia la voluntad de comprender a sus padres: “a mí no me va bien poniéndome en el lugar de otro”. El quebrado diálogo con la generación anterior recuerda algunas palabras desencontradas entre Laura y el Chaboncito -proyección viva de su hijo-, en donde pareciera imposible el entendimiento: “Mis padres me abandonaron en la puerta de una Iglesia” dice Ofelia, inconmovible ante la desesperación de los ancianos, aferrada a su hijo como la única realidad, la única certeza en medio de un mundo sin sentido. Ni siquiera la diplomática mediación del Caballero hará posible el diálogo: la angustia egoísta de la hija no tiene nada que decirse con la justicia y la necesidad de verdad de los padres. El pelo, el pecho que se la da al hijo, el cuerpo, elementos materiales que aparecen nuevamente como las únicas certezas en una escena impregnada de una concepción desencantada del mundo, un mundo en donde ya no hay lugar para la historia, las luchas, la verdad ni el compromiso.
El contraste de un presente insípido ante un pasado incendiario resulta igualmente evidente en La mortificación ordinaria
[11], de Fabián Casas. Un ordinario cardenal en una jaula, encerrado en la habitación de una moribunda, será la reencarnación actual de quién antes fuera un militante corajudo y violento al que Juan Carlos, personaje protagónico, recordaba enérgico y altivo entre las corridas y los tiroteos. En este cuento asistimos a un nuevo encuentro entre dos generaciones: Carlos y Ruchi. La juventud de uno pareciera ser la negación del otro: al igual que Laura, en Memoria Falsa, Carlos guarda en su memoria un pasado riesgoso y militante: participación en organizaciones revolucionarias, trabajo social en villas miseria, pintadas audaces en los techos de las fábricas, huidas por los techos con revólveres en las manos. Juan Carlos, sentado frente al joven Ruchi, no tiene nada que contar. “No distinguió nada especial en la totalidad del muchacho”, dice la voz narradora. El muchacho, caricaturizado por la imagen de los alfajores Jorgito, considerado de “un aspecto ridículo” por su vestimenta, sus ocupaciones y su voz de pito –“un pelirrojo idiota con voz ridícula” según el Gran Danés-, resulta ser el plomo de una banda de rock, un muchacho que, por aburrimiento, había desistido de continuar sus estudios, y que actualmente se jactaba de haber escrito una letra para el grupo al que servía: “la letra hablaba de un joven al que le decían el dragón porque cuando se emborrachaba vomitaba de una manera violenta”. El abismo entre Carlos y Ruchi parece insuperable: Carlos ni siquiera se enteraba del nombre del muchacho, no le contaba nada de su vida y, cuando hablaban, las dificultades del diálogo resultaban evidentemente fastidiosas: “Según el pelirrojo, el hermano creía que él lo había querido escalar. ¿Escalar?, preguntó Carlos”. La unión entre ambos personajes sólo puede tener lugar en tanto que Carlos, ex militante, “había decidido borrar su historia personal”. La imagen de su pasado, un joven valiente de pelo largo, jeans, suecos y nariz ganchuda, es el reverso de un presente ordinario en donde se lo ve resignado a una existencia mediocre, consagrado al cuidado de su madre anciana. Nuevamente el presente resulta una imagen triste y desapasionada que contrasta con un pasado legendario. Según Alan Pauls, el gran protagonista de Los Lemmings y otros es el pasado. A lo largo de los relatos, la mediocridad del presente se denuncia por contraste: así como Máximo Disfrute, en “el Bosque Pulenta”, pasa de comandar una batalla mítica contra una pandilla a encarnar un personaje patético que alecciona imbéciles por la televisión, el ex militante Juan Carlos deviene en una especie de zombi que vegeta en un cuarto pelado: las biografías de estos cuentos compaginan “el fulgor de un acontecimiento inaugural del pasado con la mediocridad de un presente sin sangre”[12]. Es la tragedia sin sangre de la literatura argentina a fines del siglo XX: el dolor ante una intemperie sin misiones, sin ideales, un mundo sin héroes y sin dios. Pero hay tragedia porque hay dolor: el vacío duele. El Chaboncito, Ruchi y Ofelia sufren. No creen en nada, no esperan nada, para ellos la vida es un mundo desencantado, despoblado de héroes y huérfano de Dios: pero sufren, porque esa es la tragedia, ese es el vacío que la literatura quiere llenar con palabras que lo sugieran, lo denuncien, lo protesten. Si quisiéramos examinar, para satisfacer las exigencias del análisis de visión del mundo, la adecuación entre esta visión del mundo que subyace a los textos y la realidad vivida de los autores, deberíamos considerar el contexto social de la década de los noventa, la consolidación de la democracia durante el gobierno menemista. La adecuación es sencilla: la década de los noventa pareciera ser en la Argentina una nueva década infame caracterizada sobre todo por el vaciamiento de todos los valores sociales y políticos.
En Los cuatro peronismos: La democracia de la derrota
[13], Alejandro Horowicz expone en el prólogo de su obra un panorama y un diagnóstico de la época: la derrota. Luego del innegable triunfo de la dictadura militar –tanto en su programa político, social como económico-, las capas conservadoras de la sociedad argentina consolidan su hegemonía sirviéndose de los partidos democráticos, el radicalismo y el peronismo, ambos despojados ya de sus antiguos sentidos populares. La democracia argentina, inmoralmente tributaria del Proceso, se institucionaliza funestamente resignificada por la evidencia de una derrota: la derrota de una voluntad moral dispuesta a transformar revolucionariamente la sociedad argentina. Una burguesía, anteriormente cómplice del militarismo, como clase triunfadora en desmedro de la calidad de vida de los sectores populares; una oposición pasada a tortura y ejecutada; una memoria colectiva traumatizada por la represión y el desastre económico; una guerra disparatada ante enemigos triunfadores: la democracia de los noventa, pasada cierta turbulencia aún latente durante el período alfonsinista, es una institucionalización de una derrota, un campo de crímenes impunes y de sobrevivientes.
Este contexto social, este país sin ideales y sin esperanza, se adecua perfectamente con la concepción del mundo de una literatura de jóvenes que padecen la intemperie: en un mundo sin dioses y sin héroes que pareciera estar a punto de desvanecerse, el único reducto de vitalidad se alberga en el recuerdo del pasado y en el dolor por un presente insípido.
La literatura argentina de los noventa resulta así una especie de tragedia sin sangre en donde el único muerto pareciera ser el sentido mismo de la vida.


[1] Goldman, Lucien, El hombre y lo absoluto, Ed. Peninsula, Barcelona, 1985

[2] Falco, Federico, 00, Alción Editora, Córdoba, 2004.
[3] La joven guardia. Nueva narrativa argentina. Buenos Aires, Norma, 2005.
[4] Adorno, Theodor W. “El artista como lugarteniente”, en su Crítica cultural y sociedad, Madrid, SARPE, 1984.
[5] Auerbach, E. Mímesis, F.C.E., 1950.
[6] Apolo, Ignacio, Memoria Falsa,. Buenos Aires, Atlántida, 1996.
[7] En Los recuerdos encubridores, Freud observa que hay una fuerza psíquica que se resiste a ciertos recuerdos traumáticos que entra en conflicto con la fuerza contraria que impela a recordarlos. En el presente de Memoria Falsa, el hecho traumático que se excluye de la memoria es el pasado mismo de la Nación, un período de la historia argentina que resulta imposible de asimilar: la simbología de la novela alcanza dimensiones nacionales.
[8] Conti, Haroldo, Mascaró, el cazador americano, Buenos Aires, Emecé, 1993.
[9] Doval, Romina, Signo de los tiempos, Buenos Aires, Colihue, 2004.
[10] Suárez, Patricia, “Los viejitos”, en su Esta no es mi noche, Buenos Aires, Alfaguara, 2005.
[11] Casas, Fabián, “La mortificación ordinaria”, en su Los lemmings y otros. Buenos Aires, Santiago Arcos Editor, 2006.
[12]Pauls, Alan, Revancha, Sobre Los Lemmings y otros, de Fabián Casas. Otra parte, nº10, 2007. verano 2007, pp. 1ss
[13] Horowicz, Alejandro, Los cuatro peronismos. Historia de una metamorfosis trágica. Buenos Aires, Planeta, 1991.